La noche de la tormenta Ismael pensó que así era su vida: abrumada, enloquecida por los rayos y la niebla. Mientras caminaba hacia el puerto, por su cabeza pasaban muchas justificaciones: que no podía hacer otra cosa, que debía pescar, que era su sustento, que por eso dejó a las chicas cada cual en su camita, como dos barquitos pequeños destartalados en su marea turbia. Esa frase era de la novela que había terminado hacía unos días, antes de que llegaran, antes de que todo se moviera de lugar, y le pareció escrita para ese momento.
A medida que se acercaba a la costa, lo acontecido tomaba otro espesor, cada paso castigado por el viento anunciaba lo terrible. Y lo terrible era la repetición continua de esas noches alucinadas de silencio. No podía asumir aún el cambio en su vida. Las chicas habían llegado para quedarse, pálidos bocetos del pasado. No tenían dónde ir, por eso las aceptó.
Ismael pescaba la vida de la misma forma en que transcurría su trabajo en el mar: sin suerte. A veces enrollada en anzuelos y las menos, con buena cosecha. Le pesaban los pasos para llegar al puerto, más de la cuenta. No le gustaban las pisadas rítmicas; ese eco en la madrugada con el que su propio cuerpo hacía camino, lo obligaba a pensar. Y él sabía que la pensadera traicionaba. Por eso comenzó a silbar. Fuerte, un silbido que era lamento, grito, ruego. El aire entraba para aclarar la garganta y las sienes, y al soplarlo cambiaba de temperatura y chocaba con la niebla húmeda. Las canciones que su padre silbaba eran las primeras que se sorprendía regalando al viento, casi todas viejas chanzonetas tristes. Luego la cabeza se le volvía oleada y su hermana, la familia y las chicas en sus camas se revolvían saladas entre la arena familiar. Se detuvo en el hueco que su chiflo le hacía a la noche. Y se sintió parte de ese momento, su sombra encorvada, el vacío, ese aire soplado para no asfixiarse, la búsqueda desesperada. Por eso el mar. Por eso Ismael era mar.
No lo abrazaron. No las abrazó. No había lazo posible.
Ellas habían llegado en silencio, con ojeras, apenas abrigadas y sin maletas. La cara de una raspada, con costra. La otra llevaba un yeso firmado en el brazo. No lo abrazaron. No las abrazó. No había lazo posible. Ismael sabía esperar lo justo, no se iba en deseos. Las dos se sentaron sobre el sillón negro del estar y lo miraron fijo. Les acercó comida. Comieron. Les dio agua y la bebieron de a sorbos, cuidándola. La más pequeña buscó el baño con la mirada, Ismael se lo señaló. Y al volver tomó la mano de su hermana y caminaron hasta el cuarto. Se acostaron quebradas, inconclusas. Ismael las observó y partió sin saludar.
Ahora ese hueco habitaba su pecho, el mismo que le hizo lugar al silbido del crepúsculo. Era un vacío ajeno, capaz de denunciar una verdad. Llegó al puerto, se alzó a la proa y comenzó mecánico su labor de leva. Del otro lado lo ayudaba un hombre de dársena, el de siempre. Una vez en mar abierto soltó un suspiro gutural. De esos que retumban y mueven olas y con las olas mueven cimientos y placas que llevan años quietas. Su compañero lo miró. Él no. No quería contar. A medida que la noche se volvía mañana los peces formaban pilas en la cubierta del barco viejo. Uno sobre otro, tratando de no morir. Pensó si así se habría sentido su hermana al accidentarse, pensó en un auto revolviéndose en la cinta asfáltica húmeda, en frenadas, en gritos, en sangre, en las chicas quietas en sus camas. Volvió a mirar la pila de pescados, seguían abriendo sus bocas en busca de agua, de sal, de vida. Tiró las redes por última vez cerca de las diez de la mañana. Y sintió que debía volver.
El sol le pegaba directo en la cara, calentaba su cuerpo, por eso el hueco perdía consistencia y alivianaba el suspiro constante de Ismael al caminar la vuelta a casa. La vida le pasó por delante. Susana recién nacida, una hermana. Los juegos, la infancia compartida, cumpleaños, padres, amores, encierros, veinte años sin verse. Susana en España, dos hijas, dice que se vuelve, con mamá y papá muertos. A qué viene, si ya es tarde. Ezeiza, el llamado, no puedo buscarte le dijo, alquilate un auto. Te espero en Bahía, yo trabajo. Llegando, decía el mensaje. Y entonces todo un viento arrasó la rutina: la policía en la puerta, la jueza, la firma y ellas entre la vida y la muerte. Se salvaron sus sobrinas, dijo el médico. Un respiro. Uno solo porque detrás agregó: es el pariente más cercano, debe hacerse cargo.
Llegaron y las dejó cada cual en su camita, como dos barquitos destartalados en su marea turbia, marea de vidas a cuidar, sin instrucciones para hacerlo.
Esa mañana Ismael volvió a su casa cuidando el aire. Se le antojó eterno el camino de siempre, como si hubiera cambiado. El hueco seguía allí, cada vez más cerrado. Era suyo. Lo iba a necesitar para poder seguir, para meterse y respirar en él cuando la multitud agobie. Silbó suave, acurrucado en su corriente triste. La tormenta, en ceremonia, le cedía paso al sol.
- Marea turbia - sábado 30 de julio de 2022