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Óleo efímero

jueves 25 de agosto de 2022
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Eran las seis de la tarde y el sol contaba los segundos para apagarse, los fusibles se habían quemado y pronto la noche y su pureza se apropiarían de la Casa del Pirul. Lu jugaba a formar caminitos con piedras que siempre llegaban a habitaciones construidas de sueños de mil colores brillantes, promesas que mantenían su llama encendida. Florecitas azules con tallos pegajosos armonizaban su espacio de juego, un jardín con humedad prematura de mayo; flores en el cielo, flores en el suelo: moradas, magentas, lilas, naranjas como la papaya y amarillas. Manjares no faltaban: la ciruela guinda amarilla era deliciosa y unos frutos mágicos en forma de bolitas de un morado intenso que en su interior tenían semillas pegajosas de color naranja, no encontraba otro fruto más maravilloso que ese; y sus flores, que también llegaban al cielo, eran bellísimas: blancas con rayitas moradas en circular y el centro verde y guinda intenso; toda esa planta era mágica, mamá decía que con sólo unas hojitas hervidas en té, las tensiones de su cuerpo partían y podías perderte en un sueño profundo profundo. Pero también había obstáculos: matorrales espinosos, sábilas y cactus que había que saltar, hojas que si las frotabas podías cortar tus dedos y hacerlos sangrar. Escalar montañas y llegar a los tejados, inventar historias mientras miraba las casas del pueblo desde lo más alto de la escalera de caracol del jardín, o comer duraznos y mangos trepada en el último de los escalones del patio. Perderse en el bosque del ekuaro, buscar colorines y frotarlos en el piso para encenderlos.

—Mamá, ¿por qué la luz no prende?

—Los fusibles se quemaron y nos tendremos que ir más temprano, antes de que oscurezca.

La Casa del Pirul recibiría huéspedes el sábado próximo y la mamá de Lu estaba muy apurada porque la casa tenía que estar muy limpia; sábanas, colchas, cortinas tendidas y escurridas para ser planchadas; tenía que dejar el tendedero lleno antes de irse.

Lu comenzó a preocuparse porque le daba miedo la oscuridad: no la de la calle, no la de su casa, sí la de la Casa del Pirul. No entendía por qué siempre se fundían los fusibles.

Lu siempre quiso explorar ese cuarto, pero para poder entrar tenía que pasar por la escalera del cristo y su miedo nunca le permitió llegar hasta allá.

Dentro de la casa también era divertido estar, acostarse en el sillón boca arriba y contar las vigas del techo formando caras y montañas. Artesanías raras que a veces daban miedo, muñecas de cartón con una piel rosita que no parecía color piel, muñequitos de barro brillante y caballitos de madera. Cerca de la sala y al costado de la escalera de madera que llevaba al cuarto de colores y pinceles había un cristo de madera, con cabellos que parecían de verdad, que a Lu le aterraba. Lu siempre quiso explorar ese cuarto, pero para poder entrar tenía que pasar por la escalera del cristo y su miedo nunca le permitió llegar hasta allá.

Los minutos transcurrían y las cosas comenzaban a perder su color y su brillo. Lu corrió al patio de lavar, en el que no le gustaba estar porque era aburrido y le daba miedo el panal de avispas que estaba pegado en la pestaña del techo, pero no podía seguir explorando porque estaba comenzando a oscurecer y era mejor estar cerca de mamá. Lu se sentó en el canasto de la ropa, miró fijamente el panal: sólo una avispa daba vueltas y hacía un zumbido fastidioso. De repente, Lu comenzó a caminar hacia las escaleras del cristo de madera —la puesta del sol iluminaba los cristales y ensombrecía los rincones de la casa, la única luz más fuerte era la llama de la veladora del niñito Jesús de quien Mercedes decía que siempre tenía que tener su veladora por haber pertenecido a su difunta madre, pero la mamá de Lu nunca la prendía, porque podría ocasionar un accidente y sólo esa tarde la había encendido—, subió las escaleras sin persignarse frente al cristo como su madre le había enseñado, sus piernas temblaban, pero con toda seguridad empujó la puerta de madera, tomó los cerillos que estaban en la mesa y encendió las veladoras de los candeleros de cráneo llenos de telarañas. Tomó los pinceles del canasto y se dirigió a la ventana donde estaba el restirador. Amarillo ocre, naranja, rosa palo, azul cielo, gris claro, violeta intenso, blanco que da luz y azul cobalto —porque el negro es demasiado fuerte—, guinda, verde seco, amarillo y negro para el ciruelo y sus frutos. Debes apresurarte, Lu, porque la imagen que quieres plasmar está a punto de diluirse en grises y negros, la noche se apodera de todo, no habrá más colores en el jardín y sólo los objetos del cuarto iluminados por la luz tenue de las velas. Tan efímera es la puesta del sol como todas las cosas bellas que se quedan en nuestros recuerdos. Destapa rápido los colores y pinta sobre el lienzo que elegiste. Pinta, Lu, pinta el gato pardo que acaba de brincar entre las tejas; pinta, Lu, pinta las tejas mohosas también. Mamá aún no termina de lavar y no se dará cuenta de que subiste al estudio y tomaste las pinturas de Mercedes.

6:15 am, me quedé dormida. El óleo aún está fresco, tiene los colores exactos, claros aún. Bajo las escaleras y parto la papaya para comer con avena. El cristo de madera ya no está, el panal tampoco está, mamá no quiso regresar a esa casa desde hace casi veinte años. Recuerdo que aquella noche papá llegó con una vela encendida por nosotras, yo desperté y ya no tenía miedo porque papá siempre iba a encontrarnos cuando se nos hacía noche y arreglaba los fusibles —él siempre arreglaba todo. Me doy una ducha, tomo mi bolsa, camino por el tapete de hierbas, hojas y camelinas de colores.

Tomo mi bicicleta, papá ya no está, pero su vela encendida sí y el óleo terminado también. Papá estará orgulloso de que su pequeña Lucía pudo terminar su óleo.

Diana Lucía de la Cruz Hernández
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