“¿Quieres estar conmigo?”. He tenido muchos pretendientes y ninguno me había preguntado de aquella manera: tan tímida, tan tonta, tan directa como infantil… pero fue justamente eso lo que me atrapó. Caí en cuenta, aquel día, de mi gusto por él. Era menos guapo y más chato que mi pareja de entonces; no sobreviviría a ninguna comparación que mis amigas hubieran querido hacer, pero mi corazón entendió que algo más había en aquel chico silencioso, algo que no pertenecía a nadie más que a mí. Por eso le respondí que sí, agregué que sería su problema el desenredarme del chico con el que estaba. Fue entonces que descubrí su mentecita maquiavélica y su capacidad insana para mentir. Me enamoré aún más.
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Una semana demoré en prepararlo todo, avisar a sus amigos y a los míos. Una semana completa de hablar, de hacer bromas. De asistir a reuniones de las cuales quería marcharme al poco tiempo; no podía, porque tenían como objetivo ayudarme a cumplir mi deseo. Mi plan era simple; pedirle que nos casáramos, era lo lógico, en todo ese tiempo, desde que la robé de aquel chico hasta hoy, se había convertido en mi vida, la única persona de la cual no quería huir, la única que era capaz de comprender todas mis rarezas; sin embargo, conforme se lo fui contando a sus amigas, a mi hermana, a las personas cercanas, el plan se fue tornando complejo. Requería de precisión en los tiempos, el lugar perfecto y la música adecuada. No se dejó nada al azar. Lo planearon todo: mi vestimenta, las palabras exactas, cómo entrarían todos una vez ella aceptara. Lo único que no planearon era lo único que me preocupaba. ¿Qué debía hacer si ella me rechazaba? ¿Cómo comportarme entonces? ¿Qué decir? Y, sobre todo, ¿qué sería de nuestra relación?
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¿Será que está cambiando, que por fin le ha picado el bicho de la socialización? Eso me preocupa.
Lo veo raro, nervioso conmigo pero extrañamente cómodo con los demás. Fue a comer dos veces con su hermana en la misma semana, y salió a jugar frontón todos los días con sus amigos. Siento que me ha dejado de lado, pero me sigue amando, estoy segura, lo sé por sus besos desesperados, por sus abrazos que me envuelven como aferrándose a mi cintura. Aun así, está distinto. ¿Será que está cambiando, que por fin le ha picado el bicho de la socialización? Eso me preocupa, me enamoré del chico silencioso, ensimismado en sus lecturas, aquel que mayormente escucha y sólo opina si es necesario.
Es cierto que me excita que se vuelva loco, sociable y atrevido cuando está ebrio, pero sólo como excusa para el sexo de esa noche. Si al día siguiente no volviera a ser el ser solitario y ensimismado de siempre, que no quiere volver a encontrarse, en largo tiempo, con los amigos con los que salió, no podría quedarme a su lado.
Por eso me preocupa, no sea que quiera cambiar, pensando que con eso me hará más feliz, no sea que le haya reclamado mucho sus actitudes antisociales. Mejor es poner las cosas en su sitio; hoy le daré a leer estas últimas palabras: “Me gustan sus rarezas, estoy perdidamente enamorada de su silencio, porque hace más excitante los momentos en los que habla”.
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No supuse el dolor que esa pregunta causaría, no tenía cómo saberlo. La respuesta fue rápida y alegre. La celebración: cantos y silbidos de fondo, sirvió para amortiguar el silencio entre nosotros. Una vez dio el “sí”, no supe qué hacer. ¿Qué más podía decir? Había planeado qué haría si me rechazaba, pero cuando aceptó, quedé helado, inmóvil. Por suerte, ella, conociendo mis torpezas, se acercó a mí, me tomó de la mano y me dio un beso. Pensé que eso era justo lo que yo debía haber hecho; después de todo había aceptado casarse conmigo.
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¡Me caso! ¡Me caso! ¡Qué emoción! Estoy feliz. Llegué a casa y mamá se fundió en un abrazo conmigo, ella estaba aún más feliz que yo. A papá, en cambio, no se le veía muy entusiasmado, un poco melancólico tal vez. “Tiene que ser la mejor de las bodas”, dijo mamá; yo le di la razón. ¡La mejor, porque será la única!
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A veces, cuando conseguía pasar todo el día junto a ella, la veía escribir en su diario. De vez en cuando me dejaba mirar lo que apuntaba, como hoy, que me dejó leer: “Me voy de viaje, me voy para liberarme un poco de él y de su tonta ilusión porque nos casemos. Me voy justamente a buscar el vestido perfecto para poder casarnos”.
Le gustaba jugar conmigo. Le gustaba burlarse de mí.
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Mi padre aún no acepta que me case. Me lo dijo hoy mientras comíamos. Primero camufló sus intenciones con una negativa ante mi viaje, aduciendo que no era necesario, que podía elegir el vestido por internet y dejar que llegara. Mi madre lo regañó, hasta lo trató de ignorante por hacer semejante comentario, pero él insistió agregando que viajar no era seguro, que sería mejor que postergara mi viaje y, con eso, por supuesto, el matrimonio. “No hay apuro”, dijo. Nuevamente mamá lo desarmó con una mirada fulminante.
Yo sé que él se niega a aceptar que su hijita querida, en unos meses, finalmente se irá de casa. Debe ser lo que más teme un padre, aunque al mío le afecta sobremanera. Pienso que en parte es por mi prometido. Una vez me comentó que no era bueno tener un novio muy callado, que en eso no éramos compatibles. “Un día, uno de los dos se cansará o, peor aún, arrastrará al otro a su mundo”, me decía. Lo que más le preocupaba a él era que yo me dejara llevar a ese mundo de silencio y ensimismamiento, de fines de semana sin socializar, sin salir, sin visitar a la familia, muy propio de mi futuro esposo.
Mi padre es el sujeto más social que he conocido; dondequiera que va hace amigos, en la cola del banco, en la cafetería, en el puesto de periódicos. Recuerdo que mi madre me contó que esto fue lo que le fascinó de él: en una protesta universitaria, en sus tiempos de juventud, apareció ese muchacho atrevido que, sin saber lo que reclamaban, en menos de dos horas acabó uniéndose al grupo y hasta dando discursos.
Entiendo entonces por qué le molesta tanto su futuro yerno. Incluso yo misma siempre pensé que escogería como pareja a alguien como mi padre. Una regla oculta de las familias: la hija busca a alguien parecido a su figura paterna. En mi caso, debía ser un esposo sociable, conversador y capaz de conseguir mil favores donde sea que pronuncie palabra. La verdad es que pretendientes así no me faltaron, la mayoría de ellos siguen siendo amigos de mi padre. Sin embargo, hay algo con lo que no contó. Aunque nací con habilidades sociales idénticas a las suyas, también heredé ese amor por lo extraño y por lo difícil de entender que tiene mamá, ese cierto desprecio por las cosas comunes y ordinarias (no en vano tengo una madre psicóloga). Como para mí lo más común es socializar y estar siempre rodeada de personas, creo que por eso terminé eligiendo a ese chico raro. En cierta forma mi padre es el culpable. Yo sé que al final va a acabar feliz en compañía de sus nietos, jugando y enseñándoles a socializar, por miedo a que salgan al papá.
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Me prohibió terminantemente ir a despedirla. Se marchaba a la mañana siguiente, me dijo que no era para tanto, que sólo sería una semana en la capital, que yo podía vivir con eso. Estuve de acuerdo, no me gustaba despedirme de nadie, así fuera por corto tiempo. Esos instantes en los que uno tiene que demostrar tristeza por la partida del otro se me hacen densos. Ella lo sabía, pero le gustaba ser histriónica y a veces fingir que había cosas de mí que no conocía.
Ya me había advertido, el día después de aceptar mi propuesta, que mi departamento cambiaría radicalmente.
Pasamos esa tarde juntos en mi departamento, sin hacer nada en específico. Ella pululando de un lado para otro, pensando cada detalle que cambiaría de su futuro hogar en cuanto se mudara. Ya me había advertido, el día después de aceptar mi propuesta, que mi departamento cambiaría radicalmente; que fuera pensando dónde pondríamos otro ropero, el doble del que yo tenía. Me advirtió que esa sería mi única responsabilidad en cuanto a la reforma del lugar; comprarlo, armarlo y luego colocarlo en algún sitio donde no estorbara. Vivía en un minidepartamento; es decir, sólo tenía dos espacios: la sala comedor y un cuarto, que, aunque eran amplios, no lo suficiente para poner un mueble de esas dimensiones. Miraba con tristeza mi librero, era probablemente el sacrificio que ese ropero imponía.
Toda la tarde se pasó midiendo y cambiando cosas de lugar. Llevaba el cabello suelto; la manera que a mí me gustaba, porque así lo llevaba en nuestra primera cita. No sé cómo, pero esa primera cita funcionó. La convencí de salir conmigo. “Sólo para conversar, serán un par de cuadras”, le dije, acabamos en un bar. Atrás quedaron las dudas de la primera vez que la vi, con su enamorado, mientras yo trabajaba instalando un dispositivo en su garaje. Cuando nos sentamos en aquel bar, supe que existía una posibilidad. Teníamos mucho más en común que nuestro odio escondido por el mundo. Yo la comprendía y me gustaba escuchar sus historias. Ella se sentía cómoda en mis silencios y completaba muy bien mis torpezas. Esa cita en realidad salió mal, pero ese mal había sido perfecto para ella.
Pronto se hizo de noche. Yo estaba sentado en mi sillón, leyendo; ella, en la mesa, escribiendo en su diario. Cuando terminó, cerró el cuaderno, lo guardó en su cartera, se levantó y dijo: “Me voy”. Yo dejé el libro, me acerqué y la besé. Fue un beso dulce que no duró mucho. Nos separamos, ella abrió la puerta y comenzó a bajar las gradas. Cerré la puerta y volví a mi libro. Escuché cómo encendía su auto, la intermitencia del motor al dar la vuelta y luego un acelerón final.
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A veces siento ganas de reírme de él, no lo sé, es un impulso, como si algo en mí quisiera maltratarlo por lo raro que es. Ahora por ejemplo, que lo veo ahí, con aspecto serio, ensimismado en su lectura. Pienso que finge ese aire de intelectual para ocultar todas sus debilidades y eso, no sé por qué, me provoca un deseo de burlarme en su cara.
Podría ser que alguna parte de mí, seguramente la más extrovertida, le guarda rencor; después de todo, él ha cambiado algunos de mis hábitos. Me ha hecho amar los momentos de silencio, disfrutar de su compañía, aun sin nada que decir, tan sólo escuchando el sonido de los carros al pasar o de los niños que juegan cerca, allá afuera. He comenzado a amar este silencio suyo, y eso, seguramente, a algún pedazo de mi ser le molesta.
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Mi hermana me abrazaba fuerte, como queriendo expresar que ahí estaría siempre para mí, que no desespere, que no me hundiera, que ella no dejaría que me hundiera. Yo me dejo abrazar, suspendido entre sus brazos, en silencio. Entre lágrimas, alcanzo a ver aquel sitio, aquella pista: una larga cola de asfalto que contrasta con la arena en ambos lados, continúa hasta el horizonte. “Unos metros más”, digo en voz baja, “faltaban sólo unos metros más”. Mi hermana se aparta un poco para mirarme, sus brazos paralelos sosteniendo mis hombros. La veo triste, preocupada, pero inmediatamente levanto la vista para seguir observando el asfalto, esa larga línea negra que llevaba al lugar donde todo debió estar bien. Detrás de mí, el fuego de las circunstancias, el fuego de la realidad me quema. Quise perderme en esa carretera para no tener más que voltear atrás.
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Papá ha insistido en que no debería viajar, me lo dijo al volver a casa. Cuando le pregunté por qué, no supo que decir. Lo abracé, le dije que comprendo su miedo, sé que está negándose a que me marche, agregué que debería estar contento porque su hija salga de casa enamorada y no por haber cometido algún error. “¿Y si no es para ti?”, me dijo. “Si no es para mí, me divorcio, y tendrás a tu hija de vuelta”, le dije. Nos volvimos a abrazar, sin duda el abrazo más dulce que alguna vez nos hemos dado.
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Fue el primer y único abrazo que me dio su padre; sus brazos, que siempre me parecieron débiles y cortos, apretaron mi espalda con firmeza. Hice lo propio, correspondí en fuerza e intención. Como si se tratara del producto de la fuerza ejercida en ese apretón mutuo, las lágrimas brotaron en los ojos de ambos, cada uno mojaba el saco del otro. No sé cuánto tiempo duró aquel gesto, pero cuando nos separamos, él tenía la corbata desencajada y la camisa cubierta de pliegues. Intercambiamos un par de palabras, no recuerdo qué, seguramente él tampoco pueda acordarse, pero estoy seguro de que no fueron sobre ella, a pesar de que en ese momento la teníamos sólo a unos metros.
Era ella quien se encontraba frente a su padre, pero no pude voltear a mirarla.
Ella, su presencia, o mejor dicho, la presencia de su cuerpo, me invadió apenas entré al recinto. Era como una fuerza invisible, una fuerza que me repelía, que me oprimía el pecho mientras más cerca estaba. Era ella mi destino lógico, a quien había ido a ver, el motivo por el cual me hallaba ahí. Era ella quien se encontraba frente a su padre, pero no pude voltear a mirarla. Volví a sentir el fuego del infierno en mi espalda, quemándome. Me refugié en los ojos de su padre y en el arreglo floral que tenía tras de sí, divagué entre las letras que mencionaban algún apellido, alguna forma histriónica de expresar condolencias, una frase triste. Me escondí en aquellas flores de colores vivos, entrelazadas, formando un círculo. Esperaba tener valor, esperaba absorber la mayor cantidad de energía para, al fin, voltear y verla nuevamente; contemplarla sin expresión, sin su alegría, sin sus regaños por haber tardado tanto. Entonces me convencí de que la persona a quien descubriría al girarme no sería ella. Retorné la mirada hacia su padre, no lo encontré allí; no había nada ahí en sus ojos. Bastó sólo eso para rendirme. Levanté mi brazo izquierdo, cogí el codo de su padre y lo presioné fuerte, lo más fuerte que pude, en un intento por expresarle mis disculpas. Luego, con un movimiento lateral, sin poder voltear mi cuerpo, me alejé.
No logré reunir el valor para observarla por última vez. Quise quedarme para siempre con su recuerdo: parada al lado de mi puerta, mirándome, esperando algún arrebato mío, esperando que le hiciera el amor antes de marcharse.
Caminé por aquel ambiente repleto de personas, sentí que todos me miraban, sentí su pena y, en algún caso, sentí su escándalo. Me senté en la silla más lejana. Escuché murmullos, llantos y lamentaciones que, poco a poco, se fueron apagando en mi cabeza. Un solo ruido comenzaba a invadir el ambiente, a cubrirlo todo, se repetía una y otra vez. Era el sonido intermitente del motor al dar la vuelta y luego un acelerón.
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“Yo sé que se van a llevar muy bien, yo me encargaré de eso. Tienen mucho en común, comenzando por su amor incondicional hacia mí. Sí, papá, él me ama tanto como tú, ¿cómo lo sé? Simplemente lo sé, ¿o acaso no confías en los instintos de tu hija? Ya no podré cuidar de ti, papá, ahora me toca cuidar de él. Si es tan tímido y frágil como dices, ¿no crees que él, más que nadie, necesita de la hija fuerte y segura que has criado? Tu cuidado se lo dejo a mamá. Ella es la que debería estar preocupada, mira que quedarse sola contigo.
”Te quiero, mucho papá, cuando vuelva con mi vestido de novia, vas a ser el primero en verme; ya verás que te va a poner feliz que tu hija se case”.
Mi padre no ha podido aguantar las lágrimas al leer lo que escribí.
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Se lo entregaron a su padre. Dijeron que, al encontrarla, sus manos se aferraban a ese cuaderno. Uno de ellos, al advertir su importancia, lo guardó y, una vez identificó al padre, se lo entregó. Seguramente él lo puso en su bolsillo, inconsciente de lo que estaba haciendo. Fue el primero en recibir la noticia y el último en asimilarla. Creo que incluso hoy no la entiende, no la acepta.
Ahí estaba, con el rostro desencajado, tendiéndome el cuaderno. Una vez lo recibí me dijo adiós.
Aquel día, cuando me trajo el cuaderno, lo sujetaba como quien sostiene algo que le resulta repulsivo. Me contó que lo había tenido en su chaqueta, que al principio no pudo entender de dónde procedía, al punto que se emocionó al ver la letra de su hija. Luego, el recuerdo de aquel rescatista le vino como un balde de agua fría, lo turbó, obligándolo a cerrar inmediatamente el cuaderno y pensar en mí. Y ahí estaba, con el rostro desencajado, tendiéndome el cuaderno. Una vez lo recibí me dijo adiós, en un tono seco pero profundo, que me sonó a una despedida definitiva. No volvería a escuchar su voz.
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“Hola, sabes… tengo un problema con el garaje, la puerta no abre, creo que el sistema que instalaste se trabó. No soy muy buena para esto de los aparatos, ¿podrías venir a verlo, por favor?”. Recuerdo esas palabras, se quedaron grabadas en mi mente por las tantas veces que las practiqué frente al teléfono. Tres años después, voy camino a la capital buscando un vestido para casarme con aquel muchacho al que llamé con excusas.
El bus va rápido, como si adivinara mis intenciones de llegar pronto. La señora de mi costado presiona los puños contra su cartera en cada curva; se está poniendo nerviosa, en cambio, a mí no me molesta esa velocidad, estoy ansiosa por ver a Sandra.
Quedamos en que me recogería del terminal e iríamos a almorzar. ¡Hay tantas cosas de las que debemos ponernos al día! Ella definitivamente va a querer que le explique cómo terminé por comprometerme en esta relación, a la que no le daba ni un par de meses. Está todo explicado en los chats, pero no termina de cuajarle la idea. Creo que quiere ver mi rostro, analizarlo y encontrar así la respuesta.
Sandra, mi mejor amiga, junto con mi padre, debieron ser los mayores detractores de mi relación y los mayores decepcionados de mi compromiso, no porque guarde algún rencor para con mi prometido, sino porque imaginaban algo diferente para mí y se preguntan si estaré eligiendo bien.
Es una inquietud justificable, que incluso a veces me invade. Ayer, por ejemplo, cuando nos despedimos, me asaltó la duda. Deseaba mejor despedida que sólo un beso. Hubiera querido que me tomara de la cintura, me arrinconara contra la pared y me hiciera el amor allí mismo. Pero mi duda no surgió a causa de la falta de arrebato, sino más bien por mi aparente conformidad ante esa carencia de fuego. Cuando me vi en mi carro, tan tranquila, pensé si acaso hacíamos lo correcto, si no estábamos adelantándonos. Nos espera una vida juntos y sentí miedo de que mi padre tenga razón, de que perdamos nuestras individualidades y uno de los dos termine siendo arrastrado por el otro, anulando así esos rasgos que nos hacen tan felices. ¿Y si nos mantuviéramos en esta etapa de enamorados, saliendo, riendo, siendo nosotros mismos? ¿Y si el matrimonio lo arruina todo? ¿Si de verdad no somos el uno para el otro? ¿Si sólo fuimos víctimas de nuestros caprichos?
No puedo creer lo tonta que llego a ser. Dejar que la incertidumbre me cubra de pánico, a sólo días de casarme. Seguramente la gente en el bus me está contagiando su espanto. Las curvas que tomamos son cada vez más bruscas y varios ya han empezado a golpear las ventanas, exigiendo que se disminuya la velocidad. La falt…
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Vi aquel rayón final en el diario: una línea que baja sin forma desde el último intento de palabra hasta el final de la hoja. No puedo evitar recorrer con el dedo índice ese trazo de lapicero, sentir cómo corta ligeramente la página. Era su última muestra de vida. Un escalofrío me recorre el cuerpo, y sale como un corrientazo por mis oídos.
Me dirijo a la puerta, necesito hablar de fútbol, encontrarme con otras personas.
No hay lágrimas, no he conseguido que broten. He recorrido las últimas hojas de su diario. Mi mente ha mezclado lo leído en ese cuaderno con lo vivido hasta hoy. Cada recuerdo, cada imagen que se ha formado en mi cerebro, duele, me quema por dentro, pero ni una sola vez se han asomado las lágrimas.
Llevo el cuaderno con la misma repulsión con la que me lo entregó su padre. Lo pongo ahí donde guardo los libros de la universidad y las cosas que antaño me interesaron. Esa enorme gaveta está llena de textos que no he vuelto a leer. Lo coloco ahí, esperando que se pierda, que un día desaparezca como por arte de magia.
Quiero salir, quiero conversar de lo que sea, no sentir más el silencio. Me dirijo a la puerta, necesito hablar de fútbol, encontrarme con otras personas, que me cuenten las cosas cotidianas, todos esos chismes del trabajo, de la familia. No me interesan, pero ya no quiero nunca más volver al silencio. Este silencio, que antes era tan cómodo, ahora sólo es un detonante para pensar en ella.
- Ese silencio que era tan cómodo - sábado 15 de abril de 2023