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Todo está cumplido

jueves 25 de mayo de 2023
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La proximidad de la Semana Santa arrastra vientos de deseo. “Una sola vez será suficiente”, piensa la mujer. Es una calurosa tarde de abril. Pilar sostiene una copa de vino tinto entre sus dedos llenos de anillos. Desde la ventana de la cocina observa a Jesús Hernández, el jardinero, quien enciende la podadora. Al terminar de cortar el césped se quita la camiseta y, dibujando un ocho, se limpia el sudor de la cara y el torso. Ella siente un ligero calor que le recorre el cuerpo; hace a un lado el cabello, falsamente dorado, de su frente. Pasea la lengua por sus labios. Jesús tiene treinta y tres años, es alto y lleva barba. La melena, ligeramente rizada y oscura, juega sobre sus hombros. Jesús se yergue al percatarse de que Pilar lo está observando; muestra la musculatura esculpida por el trabajo rudo y que revela que “el sol lo ha mirado mucho”. Debajo del ombligo se dibuja un prometedor y exuberante vello. La mujer sacude la cabeza y apura el contenido de la copa hasta terminarlo. Comienza a platicar con Chela, la regordeta sirvienta que pule los cubiertos de plata.

—¡Dios mío! Chela, ya no aguanto más los bochornos. La menopausia me va a matar.

—¡Ay, señora!, a mí nunca me dio nada de eso. Hace tres años que se me fue esa cosa y estoy muy a gusto. Yo creo que usted se enferma porque está mucho tiempo sola. Ya ve, el señor siempre está trabajando y su hija ya casi no le llama desde que se fue a estudiar con los gringos.

—Ingleses, Chela, ingleses. ¿Sabes si Jesús va a representar a Cristo esta Semana Santa?

Jesús representará a Cristo en el Cerro de la Estrella, en Iztapalapa en la Ciudad de México. Este es el suceso más importante de su vida.

—Ya le había dicho que sí. ¿No se acuerda? Tiene semanas hablando solo. Se lo tomó muy en serio. Hasta dejó los vicios, ya no fuma ni toma.

—Muy bien, Chela. Terminando de limpiar la cocina te vas a tu casa. No te preocupes por la cena, mi esposo se va de viaje por diez días. Me voy a recostar un rato.

Jesús representará a Cristo en el Cerro de la Estrella, en Iztapalapa en la Ciudad de México. Este es el suceso más importante de su vida. Tiene meses estudiando las cuatro versiones del Evangelio: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Relee las “Siete palabras de Cristo” antes de su muerte. Pilar se percató de que Jesús se volvió taciturno, ya no escucha la radio y casi no habla. Él, diariamente, después de terminar sus tareas, se va a ensayar con los otros actores y regresa a dormir al cuarto de servicio, situado al fondo del jardín de la casa propiedad del matrimonio Larrea Urquizo, situada en Las Lomas de Chapultepec, de la Ciudad de México.

Esa noche, cerca de las diez, la señora Larrea sale al jardín; se sienta en una mecedora que está en la terraza. Enciende un cigarrillo. Mientras, ve los fulgores de la luna en el agua de la alberca. Escucha el sonido de los grillos sintiéndose parte del concierto. Sonríe y se arregla el pelo que ha liberado del broche que lo sujetaba. Ella podría ser intrépida, ¿por qué no? Al fondo del jardín observa el cuarto de Jesús. Ve la ventana iluminada. Se levanta y va a tocar a la puerta. El hombre sale de la habitación. Ella le pide que le baje una botella de vino tinto de los anaqueles de la bodega. Él le contesta que espere un poco, que se va a poner una camisa. “No, no se vista, hace calor”, dice Pilar, mientras se cierra el suéter cruzando los brazos sobre el pecho. En realidad, sopla un viento fresco. Jesús camina semidesnudo, cubierto por la mirada de Pilar. Entra en la casa y regresa diciendo:

—También le traje una copa y el sacacorchos.

—Gracias, ¿quiere acompañarme? ¿Quiere un cigarro?

—La acompaño, pero no fumo ni tomo. Ya sabe, me estoy preparando para representar al Señor.

—¿Y cómo va con eso? ¿Ya se aprendió los diálogos?

—Sólo tengo que saber las siete palabras que son muchas —le dijo el Cristo genérico mientras descorcha el vino para luego servírselo.

—Bueno, las siete frases, ¿se las está aprendiendo en español?

—Ay, señora, pos, ¿en qué más?

—El idioma de Cristo era el arameo, aunque los católicos las escriben en latín.

Se siente ridícula por querer instruir al jardinero. En realidad, ella no sabe nada de eso, se lo ha escuchado a alguien más. Jesús ignora las explicaciones; acerca una silla a la de ella y continúa platicando sobre la compra de la túnica blanca, la corona de espinas y las sandalias. La invita a su crucifixión. Pilar le promete ir y le pide que le recite sus líneas. Después de persignarse, con gesto serio y pausado, el Cristo Hernández se pone de pie y habla con voz compungida:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

“Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

“Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre”.

“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”.

“Tengo sed”.

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

“Todo está cumplido”.

—Muy bien. Sí que se las aprendió.

Se entera de que es soltero, que no conoce a su padre y que su madre se llama María Guadalupe; tiene cuatro medios hermanos.

Siguen conversando. Ella le pregunta detalles sobre su familia. Se entera de que es soltero, que no conoce a su padre y que su madre se llama María Guadalupe; tiene cuatro medios hermanos. Está orgulloso de ser el Cristo, a pesar de que le costó la amistad de El Judi porque él también quería ser el Elegido. (A El Judi le dicen así porque es policía judicial.) Desde ese día dejó de hablarle. Jesús le cuenta que le duele mucho el desprecio de su amigo. El Salvador y Pilar hablan hasta que ella se termina la botella de vino y le dice:

—Estoy mareada. Creo que no puedo caminar.

—No se preocupe, yo la ayudo a subir a su cuarto.

Pilar se deja rodear por aquellos brazos fuertes y se sorprende del disfrute que le produce el olor a comino que él despide. Durante el trayecto, ella guarda el rostro en el pecho del hombre y le da un beso que parece un suspiro. Cuando van subiendo las escaleras la Magdalena finge un desvanecimiento. Entonces Jesús carga sesenta kilos sin esfuerzo y los deposita suavemente en la cama. Le desea buen descanso y se despide. La de los bochornos, con voz apenas audible, suplica: “No te vayas”. Gime.

—Señora, en pocos días voy a estar con Dios. Debo estar puro de cuerpo y alma. Si quieres, después de que me crucifiquen podré acompañarte cuanto lo necesites. Recuerda que al tercer día… —él le guiña un ojo. La mujer se siente extraña por el tuteo y ya no insiste. Jesús se va a dormir sin convertir el agua en vino, sin multiplicar el pan y los peces, sin concederle ningún milagro a Pilar.

Los días siguientes, el jardinero la mira frunciendo ligeramente el ceño y con los párpados a medio viaje. Bajo cualquier pretexto, ella se acerca al iztapalapense para acariciarlo con disimulo. El Cristo huye. Pilar disfruta de esos segundos en los que lo toca, igual si le roza las manos que las nalgas. Todo el tiempo fantasea con el Cristo de la podadora. Imagina sus besos, su sexo. Se ha aficionado al olor a cominos: va a la alacena, abre un frasco con esa especie y hace profundas aspiraciones.

Planea todo. Será el siguiente lunes, un día antes del regreso de su esposo y uno después de la crucifixión. Sí, en el cuarto del Nazareno. Después le ordena a Chela: “Haz bien el aseo y cambia las sábanas del cuarto de Jesús”. Ella espera la resurrección para poder vivir su propio arrebatamiento. Crucificada se ve.

El miércoles anterior a la crucifixión llegan dos patrullas y cuatro policías azules a la casa de los Larrea Urquizo. ¡Tenemos una orden de aprehensión para Jesús Hernández! Pilar les pregunta que de qué se le acusa. Le dio un paquete de droga a un menor de edad el pasado domingo en Iztapalapa. “A las ocho de la noche, Jesús Hernández me entregó este paquete de hierba y me dijo que cuando lo vendiera me iba a ganar quinientos pesos”, declara el adolescente de catorce años. Se llevan al cordero para el sacrificio esposado y lo suben en la patrulla. De inmediato Pilar llama por teléfono a su abogado y le cuenta lo ocurrido. ¡Tienes que sacarlo! Estoy segura de que es inocente. Debe haber una explicación. Cómo se va a dedicar a eso si casi todo el tiempo está aquí, en la casa. ¡Sácalo de allí! Además, será el Cristo de Iztapalapa y faltan dos días. Cálmate, Pilar. No te preocupes. Sólo es tu jardinero. Me duelen las injusticias y si yo puedo evitar esta, lo voy a hacer. ¡Cueste lo que cueste!

Son las doce del día cuando el abogado llega al Reclusorio Norte a buscar al Cristo. Se identifica como el licenciado Nicolás Román. Él conoce a los custodios y le da un soborno a uno de ellos para que le dejen hablar con su cliente. El custodio a su vez entrega parte del dinero a la secretaria del juez.

Pilar le pide al licenciado Román que haga los trámites para que ella también visite a Jesús. Después de un rato el abogado le llama y le dice que a las cinco de la tarde podrá ir. Por favor no le lleves nada. Sólo necesitas identificación y decirle a Socorro, la persona que te recibirá, que vas de mi parte. La mujer le dice a Chela que no comerá, que no tiene hambre. Entra al vestidor de su habitación, escoge un vestido azul cobalto que se le ciñe al cuerpo y que tiene un escote pronunciado. Se me ven demasiado. Toma un pañuelo de seda blanco y se lo coloca en el cuello. Así las cubro un poco. Desde las tres y media conduce su coche hasta el Reclusorio Norte, no quiere que el tráfico la haga llegar tarde.

El Cristo la espera con un uniforme beige, sentado con las manos esposadas. Tiene la cara llena de hematomas y de sangre seca.

La fachada del Reclusorio Norte le parece agresiva con tanto hierro. La custodia le revisa el bolso; le aplasta las nalgas y las tetas. Desanuda el pañuelo, y lo vuelve a poner en su sitio. Le quita el bolso y el teléfono celular y los guarda en una bolsa de plástico. Le dice que le regresará sus cosas cuando salga. La conducen a una sala donde hay varias filas de mesas blancas largas, con sillas, una enfrente de la otra. Únicamente hay otros dos reclusos con sus defensores en los lugares más alejados del salón. Es una bodega espaciosa con muchas ventanas; la luz entra por todos lados pero, aun así, hay grandes lámparas encendidas. El Cristo la espera con un uniforme beige, sentado con las manos esposadas. Tiene la cara llena de hematomas y de sangre seca. El ojo derecho casi se le ha cerrado por la hinchazón. Ella tiene deseos de abrazarlo. En cuanto ella se sienta enfrente de él, éste le habla desesperado:

—Señora, sáqueme de aquí. Le juro que no hice nada. Me tienen en una celda con dos matones. No hice nada. En la tarde del domingo yo estuve con El Píter, te doy su dirección, ve a buscarlo, él te dirá que estuve con él. Lo vas a reconocer porque siempre trae un loro en el hombro.

—¡Dios mío! ¿Por qué está tan golpeado? ¿Qué le pasó?

—Antes de traerme aquí, los judiciales me llevaron a un lote baldío. Llegaron tres vatos con pasamontañas y me metieron una putiza. ¡Estoy vivo de milagro! Al final, uno me besó en el cachete. ¡El muy culero! Luego, me volvieron a subir a la patrulla y me trajeron acá al reclusorio. Fueron El Judi y su gente, estoy seguro. Te dije que estaba emputado conmigo. Pero me las va a pagar el hijo de la chingada. ¡Se lo va a llevar la verga, al pendejo!

—Cálmese, cálmese. Por favor, no se exprese de esa manera. Sí lo voy a ayudar, pero necesito tener la certeza de que usted es inocente —Pilar baja la voz como si todo fuera secreto. Quiere imponerle ese volumen a su protegido, pero él no entiende y sus palabras salen gritonas.

—Se lo juro. Soy inocente, señora. Se lo juro por diosito santo. Vaya con El Píter —el reo se besa la mano derecha mientras hace la señal de la cruz. La mano izquierda sube y baja toda lacia, encadenada a la voluntad que le impone su compañera.

Jesús va y viene con el tuteo. Luego suelta un montón de lágrimas gordas. Pilar se quita la mascada de seda blanca del cuello y se la entrega a él para que se limpie. El Cristo se cubre el rostro con el pañuelo unos instantes mientras solloza. Se lo devuelve manchado de sangre y mocos. Pilar lo guarda en su bolso. Él no deja de verle el escote. La visita terminó. Él se despide con una mirada de súplica del ojo bueno.

A las seis de la tarde, la mujer sale del reclusorio. Enseguida le llama al abogado. Tienes que ir conmigo a Iztapalapa. Necesitamos interrogar al que estuvo con Jesús el día en que dicen que le dio la droga al chiquillo. ¡Debes acompañarme! Pronto anochecerá y me da miedo ir sola. Para mí es importante saber si él es culpable. Después de muchos ruegos, el abogado cede y le dice que sí la acompañará. Quedan de encontrarse en el estacionamiento de la Mega Soriana que está en la avenida Javier Rojo. Ella deja su coche allí y se sube al de Román, quien tiene la cara como si estuviera oliendo algo fétido. Pone el GPS para encontrar la dirección de El Píter: avenida Agustín Yáñez número 777. Reconocen al testigo por el loro al hombro; está sentado en un bloque de cemento afuera de un portón metálico. Pilar baja del coche y se repega al portón. Allí, su cuerpo se camuflajea porque el color del vestido es igual al de la lámina. Hay poca luz. Surge un cuadro azul y al centro una voluminosa cabellera rubia, un cuello blanquísimo y unos senos desbordados tratando de cubrirse por una equis hecha de brazos. Ella escucha atenta el interrogatorio. Román habla con El Píter:

—Píter, ¿estuvo Jesús Hernández aquí con usted, el domingo pasado?

—No, yo no lo conozco. No sé de qué me habla, jefe.

—Pero ustedes son amigos desde que eran niños.

—No, no es cierto. No sé quién es.

—Diles la verdad: que sí conoces a Jesús, el Cristo —una mujer grita desde dentro de la casa.

—No, no sé quién es el compa que ellos dicen —en ese momento, el loro que permanece en el hombro de El Píter comienza a cantar: “Nada, nada, nada. Que no, que no”.

Viendo que el dueño del intérprete de Juan Gabriel no es de utilidad para comprobar la inocencia de su futuro amante, la mujer le dice al abogado que se vayan del lugar.

Jesús es inocente y si no lo dejan salir, no va a poder representar a Cristo. ¿Cómo que qué me importa? Es una injusticia.

Durante el camino le dice al abogado de lo segura que está de que El Píter miente. Llega a casa. La Magdalena envía un mensaje de WhatsApp a su esposo, diciéndole que es urgente que se comunique. Enseguida éste le llama; ella le explica la situación del jardinero: Jesús es inocente y si no lo dejan salir, no va a poder representar a Cristo. ¿Cómo que qué me importa? Es una injusticia. Qué crueldad la tuya. Se lo hacen por venganza, por envidia. Tiene que salir hoy bajo fianza. Me dijo Román que, si no se logra la libertad hoy para que salga mañana, el Jueves Santo será imposible tramitarla. En los días santos todo se retrasa. ¡Llama a tu amigo el magistrado para que lo saque! Mínimo estará allí una semana y ya será muy tarde. Por favor, haz la llamada, te lo suplico.

El juez gira la orden de liberación. Jesús regresa al jardín de los Larrea el jueves al mediodía. Pilar le dice que tome un baño y que después se recueste, que Chela le llevará la comida a la cama. El Cristo está listo para los azotes fingidos.

A la mañana siguiente, día de la crucifixión, Jesús sale rumbo al viacrucis a las siete de la mañana de la casa de Pilar. A las once, la mujer pide un Uber que la lleva desde Las Lomas de Chapultepec hasta Iztapalapa. Después de una hora el chofer la deja a un kilómetro del sitio de la crucifixión, por la calzada Ermita Iztapalapa. Hay muchos coches estacionados y un gentío dirigiéndose a la cima del cerro. Ella camina con sus zapatos Dolce&Gabbana de tacón bajo, sufriendo dificultades; le lastiman porque se le han hinchado los pies. Finalmente llega. Los rayos del sol se caen verticales entre la gente y el polvo. Se oye un murmullo; es el mismo de hace más de un siglo, cuando los creyentes de esa zona comenzaron la escenificación del viacrucis. Son miles lo que suben en procesión a presenciar los rezos y golpes con látigos de trapo sobre el jardinero que carga su cruz. Pilar empuja a las personas hasta quedar en la orilla del camino del viacrucis. Ve a Jesús e intercambia una mirada con él. Ella le sonríe, pero el Cristo no le responde. Tiene el rostro desfigurado por el dolor imaginario, y por los golpes reales que le dieron los judiciales. El Cristo carga una cruz endeble. El madero mide seis metros de largo. “Este año mandamos a hacer una cruz más ligera porque el Cristo del año pasado se lastimó el hombro por cargar tanto peso; no pudo mover el brazo en meses”, le había platicado el redentor.

Pilar camina subiendo la cuesta serpenteante hasta llegar a la cima del cerro. Una joven María de ojos grandes, pestañas postizas y labios carnosos, sostiene entre sus brazos a su hijo sentenciado a muerte. La muchacha llora, mientras le pinta besos rojos en las mejillas, dice palabras adoloridas. Pilar desea estar en lugar de aquella madre incestuosa, más joven que el hijo. La mujer madura rechina los dientes y tensa el rostro. Después, los romanos amarran al hijo de María Guadalupe Hernández a la cruz. Poncio Pilatos da su discurso y se lava las manos. Al profeta le acomodan un micrófono cerca de la boca. Comienzan los rezos, las ofensas. Allí están también los otros dos crucificados que vociferan desde sus cruces menores. A María, la mejor actriz, se le corre el rímel; llora más que María Magdalena. Luego, con unas sogas, levantan sobre el pedestal las cruces de los crucificados. Les habían quitado las túnicas, dejándoles solamente el taparrabo y al Cristo la corona de espinas. Él comienza a recitar las últimas siete frases de Cristo, que se oyen a través de los altavoces. Pilar ve a su salvador como si viera a Dios. Qué atractivo era ese hombre simple, ensangrentado con salsa cátsup. La señora de Las Lomas evoca sus planes. Se estremece. Luego cierra los ojos por unos instantes y siente un agradable mareo.

Al terminar de decir “Todo está cumplido”, Jesús afloja el cuerpo e inclina la cabeza hacia adelante. Apenas se escucha el rechinar y crujir de la madera. La cruz se rompe desde la base. Un lamento generalizado se hace en el Cerro de la Estrella en Iztapalapa. El Cristo cae de bruces golpeándose la cabeza en una roca de las ruinas del Huizachtepetl. “Entrega el espíritu”. El cordero de Dios no resucita al tercer día.

“Todo está cumplido” recibió una mención de honor en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2021 y forma parte del libro El renacer de Catalina (Ayuntamiento de Torreón, 2022).

Angélica López Gándara
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