
El gaznapirón
Alejandro Sánchez-Aizcorbe
Novela
Corprens Editora
Villa Carlos Paz (Argentina), 2023
ISBN: 978-987-47678-7-5
852 páginas
A los mimos les tronaron las coyunturas de principio a fin. No entendió mucho, pero analizó las mallas transparentes de las hembras. Al terminar la función, embolsilló las gafas, se echó el dorado jopo a la coronilla, apretó los párpados para reducir la miopía y cruzó el vestíbulo. Al llegar al cafetín, la vio comiendo. Había personificado el tiempo con un reloj de cartulina adosado al pecho.
—Te presento a Liliana —alcahueteó la tía Eleonora.
Liliana tenía la boca repleta de pan, huevo, tomate.
—Debe dar hambre el mimo —Julián le estrechó la mano—. ¿Qué hora es?
Ella soltó una risotada desmedida. Había reído con la boca llena. Su alegría tenía algo de compulsión y fingimiento. Tan pronto terminó de masticar el sándwich, se mordisqueó una uña. El coro de la asociación cantaba:
La chica que me quiera
quiérame así
—Otro sándwich igual —ordenó Julián al mesero—. Tengo los ojos llenos de arena —le dijo a Liliana—. Vengo de la playa, de La Herradura.
—Yo también.
—¿Y cómo no te vi?
—No me conocías.
—No hace falta conocerte para verte.
Ella rio de nuevo, adelantando el diente pardo.
—Gracias.
—La verdad no se agradece.
El mesero trajo el sándwich.
—Qué hambre —dijo Julián y empezó a devorarlo.
—Yo me comería otro —dijo Liliana.
—Pide.
—No tengo plata.
—Yo convido.
—En ese caso…
—¿Huevo y tomate?
—Sí.
Julián llamó al mesero, pidió otro sándwich, terminó de masticar el suyo.
—La función de hoy salió pésima —dijo Liliana.
—A mí me pareció muy buena —replicó Julián—. Me divertí en grande.
—Es que es tan, tan difícil expresar el paso del tiempo con el mimo —suspiró ella.
—No creas, el reloj aclara la trama.
Mientras el mesero dejaba el sándwich sobre la mesa, Julián la observó al vuelo. Tenía la nariz un poquitín ganchuda, el pelo rubio, los ojos celestes, y le brotaban las primeras medallas de un acné complicado. Vestía un pantalón negro, elástico, de trabillas ajustadas a la planta del pie, y una camiseta roja que exhibía las axilas rasuradas. Los senos, pequeños, no habían terminado de crecer. Viendo su furia al atacar el sándwich, él se atrevió a decir:
—¿Tanto apetito da el mimo?
Acercando el mentón al plato, ella soltó otra carcajada, desorbitó los ojos, regoldó. La mayonesa chorreaba por las comisuras de la boca. Quiso usar la servilleta pero volvió a reír, se atoró, infló los carrillos, escupió una catarata de tomate, mayonesa, huevo, miga.
—Qué pasó, qué pasó —Julián le daba golpecitos en la espalda.
—No te preocupes —farfulló Liliana.
El mesero maldecía. A Julián le vino una arcada sonora.
—Buajjj —lo secundó, digitando nerviosa su flauta enfundada, la mujer que salía de la clase de música antigua.
A Julián el estómago se le hizo un guiñapo. No existía cosa que lo asqueara más que el vómito, y lo que había sobre el mantel y el piso era de la peor especie. Oyó el estregar de las enaguas de las muchachas que venían de la clase de danzas típicas. El coro cantaba:
La chica que me quiera
quiérame así
suelte su cabellera
rubia y hechicera
Pandereta en mano, el presidente de la asociación observaba la escena con un disgusto que rayaba en la ira.
—Trae aserrín —le dijo el mesero a su ayudante.
Julián huyó, entró en el baño, acerrojó la puerta, tomó el jabón entre las manos, se lo apretó a la nariz, lo devolvió a la jabonera, abrió el grifo, metió la cabeza bajo el chorro de agua fría. Controlados los espasmos, se secó la cabeza con la toalla del colgador, se peinó con el peine que siempre llevaba en el bolsillo de la pechera, se miró al espejo, se mandó un beso volado. Antes de retornar al cafetín, revisó las carteras de las bailadoras. En un monedero de piel de caimán encontró un billete de cien soles, lo escondió entre la media y la plantilla del zapato, salió.
Una pequeña muchedumbre se agolpaba bajo el arco del cafetín: los coristas de toga y birrete, los alumnos de música antigua, las bailadoras, y el mesero y su ayudante provistos de balde, aserrín, escoba. Un corista le tomaba el pulso a Liliana. Julián se acercó.
—Mañana vas a la playa —dijo.
Ella irguió la cabeza.
—Sí.
Él pensaba decirle que le iba a invitar una hamburguesa en la playa, pero calló por temor a suscitar otra carcajada. Un señor alto, canoso, pucho bajo el bigote, pasó a su lado, se acercó a Liliana, sostuvo un breve coloquio con el corista, y entre los dos la ayudaron a levantarse.
—Yo puedo sola, papi —dijo ella sonriente, invicta, se achicó por el pasillo seguida de su padre.
El vómito había formado una charca, salpicado el zócalo de la pared, las patas de la mesa. Julián apartó los ojos. Un fulgor lo obligó a mirar de nuevo. Caído del florero, un clavel rojo yacía en el centro de la inmundicia.
***
Se quitó el pantalón brasilero, lo acuñó dentro del maletín de lona, al lado de la toalla en la que traía envuelto el Teatro romano. Todo él era hermosura salvo los hombros un poco esmirriados, las viruelillas y los vicios. Más de una vez el tío Atilio le había advertido que nadie endereza un tronco torcido. Lejos de apartarlo de los malos hábitos, la advertencia se los había fortalecido. Sintiendo el dolor de los pecados, se confesaba con el padre José en la Parroquia Nuestra Señora de la Asunción, recibía la absolución, gozaba de la ternura divina, se arrepentía, rezaba la penitencia y comulgaba jurando no recaer, pero con sus propósitos de enmienda había estafado a medio cielo desde la primera comunión. El futuro, no obstante, parecía alentador. El tío Atilio lo iba a sacar de la Academia de la Vieja Palas, un corral para enfants terribles, y lo iba a matricular en un colegio donde terminara la secundaria decorosamente. Debía hacer lo posible y lo imposible por respaldar la iniciativa del tío Atilio, elaborando un plan de salvación de cumplimiento obligatorio. Por lo demás, le agradaba estar volviéndose un muchacho apuesto, alto, educado e inteligente en un país de hombres bajos, brutos y soeces.
Bajó la escalera de laja, escogió un lugar ameno, extendió la toalla, se sentó, puso el Teatro romano a un costado, extrajo del maletín un cojín de bronceador, lo abrió de una dentellada, y se untó cara, pecho, piernas. No lejos de allí, una sirena untaba California Bronze sobre la hinchada musculatura de su hombre. Pero él estaba condenado a aplicarse un bronceador de cojín: aceite de motor. Abrió el Teatro romano en El mercader de Venecia. Ese libro había pertenecido a su padre, lector consuetudinario, que encarecía pasajes valiosos subrayándolos con mina roja. Leyó la primera línea: No sé por qué estoy tan triste. Apartó la vista del texto, la dirigió a las escaleras. Precedida de un esqueleto en pantalón de baño, ella descendía por las gradas de laja. Era la primera vez que la veía desde la hecatombe. Luego de algunas indecisiones, Liliana y su acompañante escogieron un sitio. Ni corto ni perezoso, Julián caminó hacia ellos, mientras se escuchaba en La Herradura:
Venga, venga, venga
el sabor de Inca Kola
que da la hora en todo el Perú
la hora Inca Kola…
tic-tac, tic-tac, tic-tac
El esqueleto lo miró frunciendo los ojos azules. Liliana se bronceaba de cara al sol. Julián cavó un hueco con los pies para no quemárselos.
—¿Deseas hablar con ella?
—Pasaba a saludarla.
—Te aconsejo que le permitas descansar —dijo el esqueleto, oficioso—. Ha estado muy pero muy enferma.
—Bueno, claro —Julián retrocedió.
—Te aconsejo que vuelvas dentro de unos veinte minutos —agregó el esqueleto.
—Sí, claro, yo, yo —tartamudeó Julián—… veinte minutos, quizá media hora.
—¿Quién es? —Liliana izó un párpado.
—Te quería invitar un sándwich.
—De huevo y tomate —ella cogió al vuelo la ironía.
—¡Ay, esta mujer! —el esqueleto posó las falanges de una mano en el hombro de ella para evitar que se sentara.
—¡Déjame tranquila!
“¿Quién es este imbécil?”, pensó Julián.
—¿Tú la entiendes? —el esqueleto lo convirtió en testigo—. Esta niña, porque todavía es una niña, ha estado en cama hasta el día de ayer. Y hoy día, como una loca, me obliga a traerla a la playa.
—Te presento a mi hermano Gaspar —dijo Liliana, satisfecha de que difundiera su arrojo.
Julián y Gaspar se estrecharon la mano.
—¿Qué es lo que has tenido? —Julián se acuclilló.
—Realmente, no sé —ella hizo un gesto gracioso—. Debe ser que de chiquita me tomé una botella de menta, jijí. ¿Te acuerdas, Gaspar?
—¡Hijo de la desgracia! —exclamó el hermano, crujiendo al echarse—. No me hagas acordar.
—La borrachera dulce es la muerte —comentó Julián, persuadido de que se hallaba entre beodos.
—Recuerdo que fui al comedor —dijo Liliana—, puse la botella de menta sobre la mesa, coloqué la Novena dirigida por Herbert von Karajan, el disco favorito de mi papá, y copita a copita me tomé media botella. Los resultados fueron execrables.
—No es para menos —farfulló Julián, tratando de recordar quién era el tal Karajan y qué la Novena.
Lo primero sonaba a nobleza alemana, lo segundo a misa. Para evitar precisiones sobre el tema, propuso ir al agua.
Pletórica, radiante, voluntariosa, jalándose el calzón de la ropa de baño, ella inició un trote hacia el mar.
—¿Vamos adentro? —propuso él.
—Me gusta meterme bien adentro —dijo ella.
—¿Y si te revuelca una ola?
—Me encantan los revolcones.
Ella demoró tanto en nadar hacia la ola que se le venía encima, que la atravesó justo cuando la espuma le mordía los talones. A unos cincuenta metros de la reventazón, se puso a flotar en posición supina, brazos y piernas abiertos.
—Regresemos —bufó Julián.
Ella no contestó.
—¡Liliana!
Dormía sobre el mar. Cuando el agua le cubría el rostro, expulsaba un chorro por la boca. Julián nadó hasta ella.
—¡Oye!
Liliana abrió los ojos, enderezó el cuerpo, miró desconcertada alrededor, empezó a bracear a playa. Ya en la orilla, se exprimió el pelo, se quitó el agua de los oídos, hizo un gesto de angustia.
—¿Te sientes mal?
—Un poco mareada.
—Ven, vamos a descansar. No debimos meternos.
Gaspar dormía boca abajo. Liliana refregó la cara en la toalla anaranjada, se la ofreció a Julián.
—Trae tus cosas acá —sugirió—. No se las vayan a robar.
Al secarse el rostro, Julián sintió el olor de las prendas que se guardan húmedas.
—¿Qué cosas? —quitó la nariz—. ¿Las mías? A las pobres nadie se las roba.
—Que no te suceda lo que al Confiado, el célebre personaje de Lapparent —replicó Liliana.
—Ojalá que no —contestó él.
—Me encanta Lapparent —declaró ella—. He leído casi toda su obra. ¿Has leído algo de él?
—Un poco —respondió Julián—. Trágico, ¿no?
—¿Trágico? Pero si sólo ha escrito comedias. A menos que yo no haya leído…
—Vamos a tomar un helado —disimuló él.
—Me han prohibido los helados. Te acompaño.
—No, no importa, descansa, voy a traer mis cosas.
Cada cual echado sobre su toalla, Liliana le contó que adoraba la filosofía y la literatura. Sus escritos se los peleaban Alfonso Pesceto, el novelista, y Enrique Marmolejo, el filósofo.
“Ésta es una chica prodigio”, pensó Julián.
—Estudio en un colegio de monjas, pero odio a las monjas —siguió Liliana—, menos a la que enseña filosofía y literatura. Esa sí que sabe y, además, dice que mis escritos son un mélange inextricable. A la que detesto realmente es a la monja de geografía, una bruta, una bestia, una huachafa. Yo nunca estudio. No sé cómo soy la primera o la segunda de la clase. Juego vólibol durante el recreo, timbeo en plena clase de geografía, claro… Voy a misa todos los domingos. Enseñaba catecismo a los niños pobres, pero este verano decidí que no. Me confieso con el padre Anselmo, un amor de gente, muy distinto, un sacerdote, para qué, realmente capaz.
Gaspar se frotó los ojos, bostezó, se sentó crujiendo, escuchó la hora Inca Kola.
—Dentro de cinco minutos llega mi papi —dijo—. Madrecita, sería conveniente que te alistaras. Ten en cuenta que viene fatigado del trabajo. Apúrate, te lo suplico. Yo me voy a pegar un chapuzón y nos vamos, ¿correcto? Si quieres te llevamos —agregó mirando a Julián, y se fue al agua.
—¿Dónde vives? —dijo Julián.
—A tres cuadras del cine Pacífico —contestó Liliana.
—Entonces acepto la propuesta de tu hermano.
El chapuzón había despabilado a Gaspar. Al subir las gradas de laja, proclamó:
—La orquesta de Domingo Rulo, comida para un ejército, se lo juro, me amanecí bailando con una chica fabulosa, tengo su dirección, juájuá.
Un Taunus maltrecho los aguardaba.
—Hola, papito —Liliana subió atrás.
—¿Cómo estás, padre? —Gaspar subió adelante—. Te presento a un amigo.
—Mucho gusto, señor —Julián se había sentado atrás, al lado de Liliana.
El señor gruñó, encendió un cigarrillo, partió cuesta arriba. Manejaba vituperando a los imprudentes, daba vueltas al volante como timonel en tempestad, mantenía el motor a bajas revoluciones, y a cada instante leía el indicador de temperatura.
“En cualquier momento reventamos”, pensó Julián.
—¿Vas a ayudar en la puesta de El misántropo? —preguntó Liliana.
—Algo me contó Eleonora, no sé.
—Yo voy a trabajar de utilera.
—¿No necesitan un utilero?
—Realmente necesitamos uno.
—Dame tu teléfono. Nos ponemos de acuerdo.
—Papi, préstame tu lapicero un segundito, por favor… No le gusta prestarlo —le cuchicheó a Julián, que apuntó el número en el frontispicio del Teatro romano.
Se apeó frente al cine Pacífico, se despidió del señor, de Gaspar, y, revolviendo la mano alrededor de la oreja, le dio a entender que la llamaría.
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El gaznapirón: la novela que describe la violencia por un sueño - sábado 22 de julio de 2023 - El gaznapirón, de Alejandro Sánchez-Aizcorbe
(primeras páginas) - sábado 15 de julio de 2023