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Memento mori

jueves 20 de julio de 2023
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Una canción que se escucha a lo lejos en la grabadora de los ochenta que me recuerda a John Cusack en esa mala película. En el asfalto. Metafóricamente. Literalmente. No importa. Me duele la cabeza. Y estoy miope. Vanidad combinada con una suerte de resignación: por eso no uso lentes. Siempre fui de la idea de que tendría que envejecer decentemente sin ningún artilugio que me permitiera postergar alguna cualidad de la juventud. Y envejecer decentemente significa vivir asumiendo todas las consecuencias de los actos. No puedes esperar la lucidez cuando duermes tres horas al día. Y bebes ron adulterado. Y escuchas música en las noches esperando una epifanía. Sería cobardía: esperar la redención cuando eres un hijo de puta. Y lo soy. Al menos según la palabra de ese Dios de estampilla. Si se me valorara moralmente, sería una persona de principios. ¿O acaso es justo que quedara Keith sin penitencia? Merecía morir. Y sigue sonando esa canción que me recuerda a John Cusack y a Peter Gabriel. Nunca me gustó la música de Peter Gabriel después de Genesis, ni su música sobre el amor. Something del Abbey Road es la única canción que habla sobre el amor. Al menos de ese que se basa en las vivencias y no en masturbación mental… Esa niña… Sus piernas largas que se enredaban en mi torso. Lampiñas. Suaves. Esos ojos. Dieciséis años. Quizá quince. Su cuerpo de veinte años. Qué importa su edad. Con mi miopía y la vi de lejos. Su piel como susurro. Lenguaje metafórico. Lugar común. Sin embargo, no encuentro expresión más literal para describir su piel. Piel que entra por los poros para envenenarte los nervios. Y se acaba la pista y la voz de Peter Gabriel. Silencio. Caminan por mi cabeza millones de hormigas carnívoras. Y se asoman cerca de mi sien en una fila interminable. Una capa espesa cubre todo lo que puedo ver. Acaba de llover. Siento frío. Luces rojas y azules que parpadean como juego de feria. Odio el carrusel. Es paradójico que a una niña de tal precocidad sexual le gustaran los juegos de feria. Y siento, como aquella vez, el carrusel que gira. Las luces intermitentes. Qué impacto nervioso. Arrojo el estómago o lo que queda de él. La niña de piernas largas me toma del abdomen y me aprieta. Y siento calidez hogareña. La misma calidez que con la fotógrafa. Mi querida Verónica. Imagen perfecta. La que sabía tanto de pintores. Cabello cobrizo hasta los hombros. Su mirada con desdén. Y se fue a Francia. Ese glamur anacrónico. Aunque supongo que mi trabajo también la hizo huir. Mi trabajo. A veces quisiera haber dado cátedra en cualquier universidad. O haber sido de esos hombres que hacen limpieza en los baños de los bares. Pero todos enloquecemos de una forma u otra. Este mundo viene del caos y en algún momento cedemos a nuestra naturaleza. Este dolor de cabeza, esta presión de cráneo. El saco apenas si me cubre. Tiemblo incontrolablemente. Mis bolsillos están vacíos. Busco en ellos vehemente una moneda. Me resigno a que dormiré en la calle. ¿Qué hago aquí? Recuerdo al guitarrista, todo un Keith Richards. Cuarenta y tantos años. Chamarra de cuero, pelo largo. Merecía sufrir como la hizo sufrir. Nadie puede violentar el libre albedrío de nadie. Y menos de ella. Mi niña de largas piernas. Esas luces intermitentes. Rojas y azules. La sirena. No sé si duermo o si sueño o si estoy parado. Mis recuerdos son mi única certeza de existencia en este momento. Y el dolor en el cráneo. Y el frío. Necesito música. El chirrido me jode las ideas. Recuerdo mi imagen con ojeras en el espejo. Enloquecido. Planeando escenarios artificiosos de tortura. Pero bastaba un disparo. Un disparo en la cabeza como cientos que había escuchado. Eso era mi trabajo. La maldición por haber nacido en este tiempo. Tiempo en que se presiente el Apocalipsis. Tiempo donde encontramos la moral en Sodoma y Gomorra o en cualquier película de asesinos. Tiempo en que Dios se ha callado por más de media hora. Deliro. El carrujo, el alcohol o las pastillas para la cabeza. No sé si duermo o si sueño o si estoy parado. Recuerdo cuando tenía dieciocho años. O veinte. Había leído una de esas historietas de justicieros. Rorschach diciendo: “Porque existe el bien y el mal y se debe castigar al mal, incluso de cara al Armagedón…”. Buena razón para salir a las calles a equilibrar al mundo. No redimirlo ni salvarlo. Darle contrapeso a la balanza en el lado al aire. Y ahí estaba esa señora gritando en un callejón. Dos hombres tratando de ultrajarla. El ritmo cardiaco aumentando. Vértigo. Las sombras en mi cara. Uno de los hombres gritando: “Lárgate, hijo de la chingada, si no quieres valer madres”. El puñal apuntándome. Yo los miro sin moverme. Me atacan. Dos animales despeñados. A uno le sumo la garganta hasta la nuca, con la potencia de los dedos extendidos como una espada. El otro me rasga la camisa. Quiebro su pierna en dos y berrea. “Hijo de la chingada, vas a valer madre”. En el asfalto, trata de atacarme otra vez con su puñal, al que se aferra como una extensión de su cuerpo. Sin embargo, le pateo el cráneo y aplasto su garganta. Cruje. Sus pulmones se desinflan. Se ahoga. Mirada desesperada. Inmóvil. De repente las sirenas abarcan el callejón. Luces rojas y azules. Dos policías apuntándome con calibre cuarenta y cinco. “No se mueva”. Yo en el asfalto. Literal o metafóricamente. Da igual. El extraño placer de quitarle la vida a un hombre en la suela de mi zapato. La señora lejos. Sólo el eco de su huida.

 

De alguna parte se oye la única canción buena de ese disco de U2. La voz de Johnny Cash.

I

Despierto. Veo figuras impresionistas a lo lejos. El traje negro con camisa blanca sin planchar. Cualquier banca de parque. La noche. Quizá las doce. Aún almas caminando. De alguna parte se oye la única canción buena de ese disco de U2. La voz de Johnny Cash. La misma grabadora de los ochenta, con esa exquisita acústica con distorsión que me hace sentir nostalgia. Me paro de la banca y camino por la acera bajo una bóveda de hojas: “I went out walking / through streets paved with gold / lifted some stones / saw the skin and bones / of a city without a soul”.

Gran ciudad. Edificios de siete pisos. Leones de mármol custodiando la avenida. Palacio muy francés. Me recuerda la vez que fui a encontrar a Verónica en Montmartre. Almas caminando que apenas se les distingue el rostro. Ausculto las sombras y sigo la música. Camino por un laberinto de angostas calles hasta que llego a la puerta astillada de una cantina. En la parte superior con letras en rojo: LA RISA. Entro y me siento cerca de la barra. Todos me ven y murmuran. Hombres en cuyos gestos se recorren los pecados mortales. Hipérbole para agilizar mi mente. A mi alrededor, hay maleantes menores que buscan marcar territorio. Machos que se hielan ante el sonido de mis pasos. De repente, el cantinero me acerca un tarro de cerveza. “Ésta va de mi parte”. Don Pedro. Apesta a sudor y a cerveza. No me explico por qué esa mujer está con él. Muy joven. Bella. Blanca. Pelo largo. ¿Por qué no he matado a este calvo ventrudo con aliento a cloaca? Alguien como ella no estaría aquí por voluntad propia. La amenaza. La viola cada noche. Yo embriagándome. Mierda. ¿En qué me he convertido? “I went out walking / with the bible and a gun…”.

Siguen murmurando. Quieren volarme los sesos. Rebanarme la garganta. Nadie se acerca. Dicen que soy de carne y hueso y nadie se acerca. Sólo tengo una cuarenta y cinco. Y una furia de años. Soy un animal salvaje y cansado. Un demonio de óxido que se desvanece con un soplido. “I left with nothing…”.

El cantinero mueve el sintonizador de la grabadora. La voz de Cash se va. Busca alguna estación de música regional mexicana. Retumba una multitud de trompetas y percusiones, que acompañan una voz que se apoya en la garganta para cantar. Una canción sobre el deseo ferviente que tiene un amante para que se muera la mujer que lo abandonó. ¿Qué pasaría si Dios se quedara en silencio por tres minutos? Ese infierno revientaoídos.

 

II

“Jonás…”. En la mesa del rincón, dormido no sé por cuánto tiempo. “Jonás…”. ¿Quién canta esa canción de la mesa del rincón? “Jonás…”. ¡Qué estruendoso nombre el mío! ¡Qué significativo! La ballena como cueva de desolación y arrepentimiento. La ira santa y su poder creativo para aleccionar al hombre. “Oye, Jonás…”. ¿Quién me llama? Abro los ojos y veo a la joven del cantinero. Quizá veinte años. Su piel de leche. Me le acerco. Recorro su cuello con mi nariz. Ella impávida. No hay ruido. Soy el único que queda en la cantina. Le digo que escape conmigo, mientras la agarro por la cintura. “Jonás… no…”. Me avienta. Luego, mutis. “Lárgate, hijo de la chingada”. Don Pedro: su calva brilla, el olor a sudor añejo y a cerveza tibia. Le pongo mi cuarenta y cinco en la frente. Don Pedro: estatua como si hubiera visto los castigos del infierno. ¿Por qué no había matado a ese calvo ventrudo con aliento a cloaca? Una voz dulce, en vilo, se vuelve furiosa. “Desgraciado”. Golpe contundente. Me duele la cabeza. Un camino de hormigas hasta mi nuca. En el asfalto.

 

Una grabadora de los ochenta al lado del colchón. Mi mirada a lo largo de su torso. Senos y vientre de veinte años.

III

—Jonás… —“Is this the real life? / Is this just fantasy?”. Mi niña de piernas largas habla. Freddie Mercury en la grabadora—. ¿Lo hiciste, Jonás? Di que lo hiciste…

Olor a mariguana. Desnudo. Abro los ojos y ella encima de mí. El cuarto donde vivo. A media luz. Afuera sirenas alejándose. Colchón en el suelo. A través de la cortina blanca que cubre la ventana que da a la calle, azul y rojo parpadeando. Una grabadora de los ochenta al lado del colchón. Mi mirada a lo largo de su torso. Senos y vientre de veinte años. Aturdido como aquella vez en la feria. Un sube y baja giratorio y pausado que me provoca náuseas. Y el azul y el rojo parpadeando. Sobreestimulación nerviosa que quiebra la sinapsis. La coherencia. Y ahora gritos.

—Jonás, dime, ¿lo hiciste?

En mi memoria, noche de feria. La recuerdo señalando el viejo carrusel. Efusiva, salta. “Vamos, hazlo. Súbete”. Me monto a una bestia con ojo oxidado. Sudo ron. Gira. Sube. Baja. Sube. Baja. Quiero gritar como si estuviera en la montaña rusa. Resisto por vergüenza. Terminada la tortura, arrojo lo que me queda de estómago. Y ella apretándome. Calidez hogareña. Y ella, a las pocas horas, se me entrega en un hotel. Acostada en mi pecho, trato de reconstruir la escena donde le hablé por primera vez, y pienso que fue en el bar La Risa y que era la mujer de don Pedro, que era fotógrafa y que habíamos retozado, por primera vez, en el baño del negocio de su marido. Quizá en otro bar con mejor olor. Deliro. Ella me confiesa su vida, que contiene los eventos de una mujer de cuarenta años. Me cuenta sobre la huida de la casa de sus padres, sobre la prostitución no obligada, sobre los padrotes, sobre cómo escapó de ellos y la vuelta al redil. Me habla sobre el guitarrista. Lo conoce en el bar donde trabaja como mesera. En varias ocasiones le dice que la desea, mientras desliza sus manos lascivamente por su cuerpo. Ella, que en realidad quiere iniciar una vida nueva, lo rechaza cada vez que se le insinúa. Un día, saliendo del trabajo a la una treinta, o las dos, no camina ni tres calles cuando siente que dos extremidades la arrastran hacia un callejón sin alumbrado. Una manaza en la cintura, otra en la boca. La voz susurrante del guitarrista que parecía girar por toda la oscuridad circundante dice alguna procacidad. La manaza en el bajo vientre. Menciona sólo una vez su nombre. No lo entiendo, ahogado entre quejidos y lágrimas. Para fines de no olvidarlo, le nombro Keith.

Y, ahora, ella encima de mí. Quiero escuchar otra vez la canción desde el principio, estiro la mano para apretar el botón para regresar la cinta, pero no acierto al inicio. “Mama, just killed a man, / put a gun against his head, / pulled my trigger, now he’s dead”.

—Jonás, ¿lo hiciste?

No le contesto. Me abofetea. Se incorpora del colchón. Se va a una esquina del cuarto. Solloza. “Didn’t mean to make you cry…”. Veo su espalda de veinte años en el claroscuro sugestivo. Aumenta la temperatura de mi cara. El ojo izquierdo empieza a cerrarse. Recorro en mi memoria lo que pasó hace horas. Diluvio. Dios aún nos orina con todo y su próstata de millones de años. Imprudente comentario. La guitarra hecha añicos. Keith y su nariz en dos partes. Párpados hinchados. Respira con dificultad. Sus rodillas inservibles. Keith se arrastra hasta mis pies afanosamente por el lodo. Balbuce súplicas. La cuarenta y cinco en su frente. Un disparo como cientos que había escuchado. Un disparo salvaje que deja por unos segundos muda a la ira de los cielos. “Gotta leave you all behind and face the truth…”.

Unas horas más atrás, me siento cerca del escenario para verle la cara a Keith. Su nariz de judío apenas se disimula por la barba crecida. Mi cabeza retumba por el rasgueo hereje y los conjuros con voz impostada de macho cabrío. ¿Qué pasaría si Dios se queda en silencio dos minutos? Keith y su banda de jóvenes promesas de cuarenta años.

Salgo antes de que termine de tocar la banda. Alrededor de las tres de la madrugada. Llovizna. Espero cruzando la acera. Sale del bar con la guitarra en su espalda. Le doy una calle de ventaja y avanzo. Camina y da tumbos. Apenas lo distingo, es un borrón negro. Lo alcanzo a tres calles. Le grito por el nombre que le puse. Keith. Keith. Keith. No voltea. Le disparo en la pierna. Cae. Cruzo la calle, lo tomo de su chamarra y lo arrastro hacia el callejón. Miro que se aferra a la guitarra como un niño. Sólo otro mal músico con mucha fe que cometió una equivocación. En el asfalto. “Beelzebub has a devil put aside for me, for me, for me…”.

Envenenado de los nervios. Aprieto el botón de play y vuelve a sonar la pista.

Aprieto el botón para regresar la cinta del casete otra vez. La espalda en el claroscuro. Envenenado de los nervios. Aprieto el botón de play y vuelve a sonar la pista. Evoco zumbidos de las cuerdas que se revientan. El sonido de huesos cuando se separan. Un grito. Respiración dificultosa. “¿Qué quieres?”. Pateo su rostro como balón de fútbol. Bismillah, otra, we will not let me go, otra, let me go, otra, Bismillah, otra, we will not let me go, otra, let me go, otra, Bismillah, otra, we will not let me go, otra, let me go, y otra vez. Me detengo. Mi corazón se quiere salir por los oídos. “Will not let you go —let me go. / No, no, no, no, no, no, no, no, no”.

Mi niña de piernas largas aún sollozando. La recuerdo señalando el carrusel. Me levanto del colchón. El ojo izquierdo hinchado y caliente. Camino hacia ella. Inmediatamente, se arroja a mi torso y me abraza. Llora desconsoladamente. Su mejilla se junta a mi pecho. Siento el calor de sus lágrimas. Acaricio su espalda. Su piel entra por mis manos. Envenenado. Me adormece. Calidez maternal.

—Jonás, me violó…

—Lo hice.

Nothing really matters / to me.

 

IV

Traje negro con camisa blanca. Recuerdo en blanco y negro. Se oye April in Paris. Ella Fitzgerald y Louis Armstrong. Agito la copa de sidra dorada como queriendo descifrar el futuro. No le quito la vista de encima. Olor suave. Aun así, preferiría cerveza o ron. Celebración después de la exposición de fotos en un salón elegante. La crema y nata. Las mentes más creativas. Los rostros más bellos. Los homosexuales más reacios. Los bienaventurados que debieran multiplicarse por los siglos de los siglos, con su fornicación trascendental y con arte, nada semejante al ritual asqueroso y animal de la chusma. Y yo apoltronado cuando mi final de película ya había sucedido. Verónica baja por las escaleras. En sus hombros, un saco. “April in Paris, Chestnuts in blossom. / Holiday table under tree…”.

“Deja de matar… ¿que no piensas?”. Discusión en Montmartre. El café enfriándose. Ella sentada frente a mí. Un francés pintando Impresión: soleil levant de Monet cerca de nosotros. “Jonás, no puedes componer el mundo… Yo no sé por qué viniste hasta acá… Sigues siendo el mismo niño jugando al superhéroe… Jonás, entiende, no quiero problemas… Y menos ahora cuando puedo exponer mis fotos en galerías… Quiero que te vayas… No hay futuro contigo”. Ella se para y se va. Veo al hombre de la pintura navegando solo en la tempestad de luz. La sombra con silueta de hombre. El café enfriándose. Se va propiciamente al atardecer. Verónica: imagen perfecta. La conozco en un bar. Toma una cerveza. La miro. Sonríe. Cinco minutos después se acerca y me reclama porque no he ido a saludarla. Ocho minutos. Acerca su boca a mi rostro. Quince minutos. Mi mano izquierda está en su mejilla. Veintiún minutos. Trata de absorber mi boca. Treinta y tres minutos. Sostengo sus piernas hacia mi torso en el baño de mujeres del bar. Absorbe mi boca. Tres años después. O cuatro. Sus fotos en una galería: gente en París caminando, o sentada, o parada, rostros cercanos a los que transitan por la calle Karl Johans, pintada por Edvard Munch. Veo fijamente la fotografía del anciano de piel derretida sentado en la banca de un parque. En el salón, la copa de sidra dorada de un lado a otro. Olor suave. Aplausos. Ella en la entrada. Vestido ligeramente escotado que llega debajo de las rodillas. Entorna artesanalmente su cuerpo. Su cuello descubierto. La voz de Louis Armstrong. “April in Paris, this is a feeling / No one can ever reprise…”.

Imagino su discurso si fuera prostituta. “A lo más que aspira el humano es a dejarse vender por los padrotes del mundo”.

Sentados en el colchón. La grabadora de los ochenta en el piso. La fotografía del anciano de la banca. “¿Ves su cara, Jonás?, como derritiéndose. Sí, sólo es un viejo… Sí, todos estaremos viejos… Me aterroriza. Sus ojos como de pez, fijos, no humanos. Piel que tal vez envuelve a una quimera… ¿Arte? ¿Cómo va a ser esto arte? A lo más, un retrato de lo miserable pintado por el tiempo… El arte es cuestión de desgaste, de óxido cayendo ante nosotros. La creación es anacrónica. A lo más que puede aspirar ahora el artista es a retratar la cáscara que nos queda de mundo, a ser un fotógrafo”. Me río. Imagino su discurso si fuera prostituta. “A lo más que aspira el humano es a dejarse vender por los padrotes del mundo”. En el salón, su cuello descubierto. Lo tengo cerca cuando mis labios tocan su mejilla. “Pensé que no vendrías… Es bueno verte”. El hombre de la cara inexpresiva me saluda con firmeza. “Al rato te veo, tengo que atender a los invitados”. Vestido que entorna artesanalmente su cuerpo. Si fuera prostituta. “What have you done to my heart…”.

La trompeta en primer plano. El piano discreto. Los minutos se postergan a cadencias de la música, en un intento inútil de detener el tiempo. La copa de sidra dorada. No le quito la vista de encima. Al instante, veo que Verónica se despide de un viejo ventrudo calva lisa. Sonríe como en el bar. Hace tres años, o cuatro años. El hombre de cara inexpresiva la cubre con su saco. La besa delicadamente en la boca. Verónica y él se acercan a las escaleras. La copa de sidra dorada. La agito como queriendo descifrar el futuro. No le quito la vista de encima. Luego, aposto mi mirada en dirección a la balaustrada de mármol. El hombre de mano firme baja corriendo las escaleras, elucubro que para ir por su carro. Fantaseo con que huyó y que encontraré a Verónica llorando desconsolada en la salida del salón, que caminará hacia mí y que dirá: “Me equivoqué al dejarte en Montmartre aquella tarde, con el café enfriándose”; sin embargo, Verónica baja también la escalera. En sus hombros un saco. La admiro de espaldas por última vez, mientras desciende. Absorbo su imagen, hasta que desaparece de mi campo de visión. Me resigno a no tomar ron o cerveza. Salud. La escalera y la balaustrada de mármol. Ella Fitzgerald. Absurda realidad bicolor. ¿Verónica es la niña de piernas largas? Final. “I never knew the charm of spring / I never met it face to face / I never new my heart could sing / I never missed a warm embrace…”.

 

V

¿Qué pasaría si Dios se quedara en silencio por un minuto? Un miserable oírse a uno mismo. Un orvallo de recuerdos desmembrados que se esfuman y se evaporan. Un torturarse con sonidos que retumban por las entrañas del universo. Nuestros cuerpos no son más que magnetófonos. Mierda.

 

VI

la escalera y la balaustrada de mármol verónica bajando las escaleras su cuello descubierto el vestido que entorna artesanalmente su cuerpo el anciano con piel derretida verónica sentada en el colchón sus piernas aferrándose a mi torso impresión soleil levant no has cambiado el café enfriándose la copa de sidra dorada mi niña de piernas largas disparo salvaje que ensordece el diluvio mi cara enrojecida dolor de cabeza keith y su nariz de judío por qué no he matado a ese calvo ventrudo con aliento a cloaca mi nariz recorriendo su cuello jonás la cerveza gratis la risa en rojo caminando bajo una bóveda de hojas dos cuerpos tratando de respirar afanosamente grita una señora leyendo las palabras de rorschach la veo de lejos a pesar de mi miopía cientos de disparos indiferentes la cuarenta y cinco eres un niño jugando al superhéroe vaivén de torso de cualquier prostituta ron el carrusel manos apretándome el vientre sirenas lluvia luces rojas y azules parpadeando hormigas caminando por mi cabeza demonios deshaciéndose como óxido frío la portada del abbey road yo y verónica viendo una película john cusack alzando la grabadora de los ochenta in your eyes de peter gabriel niebla en el asfalto oscuridad qué pasaría si dios se queda callado por un minuto qué es esto infierno que salió volando de un soplido qué mierda es morirse y la nada qué frío ío ío ío íu íu íu íu íu íu… Un diecinueve en calle mesones, un cincuenta y uno en el pavimento, pareja no te copio, un diecinueve que dejó un cincuenta y uno en mesones, pareja no te copio, que atropellaron a otro pinche vagabundo, ah, ya te copié, pareja.

Edis Namar
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