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Poemas de El camino menos transitado, de Enrique Arias Beaskoetxea
(inédito)

lunes 22 de noviembre de 2021
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El caminante

Tengo el cansancio anticipado
de lo que no encontraré.
Fernando Pessoa

En la hora del regreso
la luz ha perdido su esplendor
las sombras invaden
la tierra cercana al mar
el sendero se estrecha
por la visión alterada
las piedras son más hirientes
los huecos más irregulares.

Al llegar al asfalto
dormido por el calor del día
el cuerpo comienza a temblar,
busca el balcón de piedra
y brisa que mitigue el sopor,
que evite el desmayo.

La mano recorre
el muro que separa
el camino del abismo
buscando certeza y apoyo.

El mundo transcurre
hiriente y sórdido,
sobre los arenales febriles
la humanidad se apega
en un paisaje sin fin
que expulsa la pisada.

Las escaleras se abren
al vértigo de la pendiente
los peldaños cuentan
los segundos de cada paso
el pasamanos va perdiendo
la solidez del maderamen.

Al acercarse a la casa
siente el último afán
con el cuerpo húmedo
y el calzado terroso,
será el refugio final
anfitrión de malestares
agua y sombra familiar
para el caminante extenuado.

 

El nadador

El romper de una ola
no puede explicar todo el mar.
Vladimir Nabokov

En la mañana naciente
espera a que la aurora
rasgue los cielos
ilumine la opaca mar
y anuncie un porvenir.

Quizás el sol entibie
el aire que recorre
el cuerpo semivestido,
quizás la luz se extienda
sobre la tierra sin cegar
unos ojos entreabiertos.

La mar acoge el cuerpo
sin estruendo ni escalofrío,
unas brazadas lentas
sobre la voluble superficie,
el ritmo de la respiración
marcado por cuatro palabras.

En la orilla el calor
seca la piel marcando
el rastro del salitre
con formas irregulares.

El azul y el verde
se acercan al acantilado
en un intento de abrazo
mil veces propuesto.

Lee un poema japonés
aislado del bullicio,
relee para contar sílabas
—cinco, siete, cinco—
en un texto que deja fuera
al autor, al observador.
Tiembla el lector.

Siente la paz en el cuerpo
un sosiego en el alma
la mirada se desliza
con esmero sobre el mundo.

 

El abandonado

Si me amabas,
¿en nombre de qué ley me abandonaste?

Emily Brontë

Cada verano llega el momento
de visitar un pasado fatal
en el que la vida ocurría
de playa en playa
—nadar, comer, dormir—
y una conversación austera
en las que ella lanzó
un corazón contra la arena
dejando esquirlas de cristal.

Quizás la lluvia y la erosión
hayan convertido con paciencia,
cada hora del día y la noche,
esquirlas en granos de arena.

Empezó la caída al abismo
de la mano de la amargura,
los golpes contra las paredes
invisibles y ardientes,
el cuerpo sumando heridas
de desamparo y desafecto.

Un abismo sin medida
una sombra casi infinita
un tiempo sin relojes.

Hasta llegar al fondo,
aturdido y silencioso,
donde abrazar las rodillas
a la espera de algún final
para el aislamiento.

Fueron muchos veranos
evocando ese recuerdo
del desgarro perdurable
hasta hacerlo recurrente
y así desarmar su poder.
Para poder alzar la vista
cuando nada se esperaba,
hallar una mano extendida
desde las aristas de la sima,
una mano blanca llamando
a subir a la superficie.

El cuerpo y el ánimo
desacostumbrados quieren
escapar de la reclusión
pero han olvidado la manera
en que se rozan los dedos.
Intentos y fracasos
alentados por una mano lejana
que un día se estrechará.

Un cuerpo pleno de cicatrices,
un horror a la luz,
un dolor del aliento,
un ascenso paulatino
hasta tocar el borde del abismo
que ya no será casa habitual
ni maldición ni porvenir.

 

El apenado

Ya el dolor
se marchitó como una larga flor
cuya sabiduría al fin te sana.

Silvina Ocampo

En la huida del desastre
toma el camino del norte
buscando en la cercanía marina
playas que sean refugio
y alivio para el penar.

Mas la vida deshace
los planes y le entrega
una playa plana, extensa
y un puerto donde la bajamar
aleja las aguas en silencio
más allá de los muelles,
vaciándose la dársena
quedan varados los barcos
a la espera de la pleamar.

Sopla el viento del oeste
y la playa se transmuta
en duna en movimiento
según leyes arcanas.
La arena finísima
clava en el rostro
puntas de alfiler.

Al remontar la duna
bajo los pies se siente
una escondida actividad
que inquieta el ánimo,
la duna no se detiene
hasta alcanzar el bosque
que será barrera
perdurable y tenaz
ante la colina de arena.

El penar se detiene
ante el inmenso arbolado,
sin preguntas ni afán,
tan sólo absorbiendo
una especie de sosiego.

 

El extraviado

Estábamos haciendo nuestros planes,
pero olvidamos que el destino
también tiene planes.

Fiodor Dostoievski

La línea de la costa
convertida en frontera,
un extenso acantilado
recibe temporales
desde un tiempo sin medida.
Parte de su frente oeste
perdido por la erosión
pero no su resistencia
ante el insistente mar.

En la tierra, piedras
—enormes, absurdas, torpes—
plantadas en el barro
en filas irregulares
paralelas a la línea
de la costa cercana.

Huye desde la sombra
—del agobiante peso
de la piedra estéril—
a las colinas cercanas.

Busca refugio en la hierba,
en el silencio de los pueblos.
Evita que lo opaco e inmóvil
se añada al lastre personal.

El sueño se esconde
bajo la almohada blanca
hasta que el amanecer
señale el inicio luminoso
de una nueva etapa
sin el inquieto recelo
a ser umbrío, aplastado
por las piedras atávicas.

Enrique Arias Beaskoetxea
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