Servicio de promoción de autores de Letralia Saltar al contenido

Punto de partida, por Carmen Rojas Larrazábal

miércoles 19 de julio de 2023
¡Comparte esto en tus redes sociales!

Carmen Rojas Larrazábal

La añoranza, la evocación, la reflexión sobre la propia identidad existencial, bien sea que hable de sus raíces, de la noche o de Nueva York, son algunas de las marcas de la poesía de la venezolana Carmen Rojas Larrazábal. El rastro de las montañas y de los bosques del lar familiar, San Sebastián de los Reyes, se advierte con toda claridad en estos versos, que delatan una relación íntima con la naturaleza como la vía de la autora para comprenderse a sí misma y su lugar en el mundo.

“Punto de partida”, el conjunto poético que presentamos hoy, fue publicado antes en la revista chilena Altazor, el 3 de noviembre de 2022.

 

Poema escrito en el último vagón

“Hay una cierta luz sesgada,
en las tardes de invierno —
que oprime, igual que el peso
de la música en una catedral—”
Emily Dickinson

El tren de Nueva York me lleva entre sus rieles con precisión de malabarista.
Lanza mis ojos a través de su ojo subterráneo
y busco indicios de eternidad en cada rincón del viaje.
Su pesada luz cilíndrica, también sesgada, querida Emily, desliza a ciegas
la mirada del Central Park,
haciéndolo girar en la espiral del Guggenheim dentro del último vagón.
Llego después de horas laborables,
como suelen hacer quienes venimos de la nada. Justo a tiempo para no estar.
Para no desenterrar palabras sobre asientos que trafican el silencio en bolsitas de papel de seda.
Bajo tierra, la soledad de pie está incluida
en el ticket de abordaje. Ella entra primero,
difícil ignorarla, siempre mira desde arriba, derramando su nada con tanta solidez
sobre el hueco prescindible de mi cabeza.
Aquí el tiempo de llegar decide quién se queda con la última palabra.
Es una ausencia necesaria
que parece apresurar el viaje.
No existo cuando el tren me lleva
al sitio que me espera.
El sitio que me espera construye los sonidos
que el abismo no conoce.
De pie y en continuo vaivén,
alguien choca con mi hombro
mientras estudia las noticias.
Derrumba la casa vacía que colgaba de los ojos.
Habrá puertas abiertas cuando surja de la tierra como un retoño sin memoria,
sin sombra ni raíz.
Un hombre doblega con empeño el pañuelo y el saludo,
dobla también bajo el brazo
el periódico que no se atrevió a leer en voz alta. Estábamos tan cerca
que un susurro hubiera sido suficiente.
Lo hubiera ceñido al pecho para comprobar
que hay aire en los pulmones,
que no están hechos de la ceniza extraña
después del incendio acumulado de estos seres invisibles. Lo hubiera sembrado en el andén
para justificar la esperanza del árbol
que poco a poco muere en mí,
mientras la velocidad del tren desintegra el brillo de los ojos.
Pesaba el aire cuando bajé del tren hace un minuto (¿o fue hace un mes?)
Es difícil viajar en estos barcos anclados
de la noche,
nunca han navegado por el Hudson
o habitado su isla de nubes en medio de la tarde. Ahora el viaje pesa en el corazón
como suspendida avalancha.
Volví a ser la muchacha que dejó su temblor desorientado en la primera estación donde bajé
sin desenredar los pies,
tropecé conmigo en un peldaño de la noche. Aquí abajo las catedrales son de humo, Emily,
y en el afán de liberar su hermetismo voluntario bastaría con escribir a sus espaldas
las últimas campanadas.
Una niña se balancea sobre la falda
de su madre, no sabe que va al parque.
El tren la rodea con sus pájaros voraces,
con miradas que se comen el viaje a pedazos
sin dejar caer migajas,
aunque ella extienda la mano.
Pesado es el enjambre de voces que sobrevuela mi cabeza,
me habla con huesos mudos de relojes
y teléfonos ajenos a la oscuridad,
mide, cuenta y denuncia las ciudades
rebosantes de silencio.
¿Será que dar señales de vida no es asunto de viajeros en el tren de Nueva York?
Este tren pasa por todos los andenes del equinoccio, mi querida Emily Dickinson,
y yo no sé si es invierno afuera.

 

La calle que me busca

Bebo la noche como licor para deshabitar el humo de los muertos del verano,
pero la calle que me busca
siempre llega al frío de mis huesos.
Bajo el agua respiro
las palabras lanzadas
antes de repetir el gesto
de sentarme a la mesa del olvido.
Pero la calle que me busca
siempre llega al frío de mis huesos.
Las gaviotas del Pacífico,
desubicadas por los dioses ajenos al río,
clavan sus picos para llamar a la aldaba
de la nostalgia.
Desde abajo las veo entrar y salir
perforando mis ojos
para dejarme ver más allá
de esta tinta sin resurrección
que pinta los últimos garabatos
sobre mi nombre.
Debajo del agua es más fácil llegar a todas partes y reconozco esta apuesta
que echan los dados lejos de mi piel.
¿Será acaso el “aquí” de mi sombra,
un recuerdo que se ahoga diariamente?

 

Cercanía de lo humano

I

Hay heridas que nos despojan
de toda orientación.
Se abren rumbo como aves que atizan
un epitafio de cielos futuros.
Como un levante impalpable
en los ojos de cualquier mitología nórdica
que pretenda ubicar los sacrificios
enmohecidos del corazón.
Sucede que la noche
encaja el colmillo desde sus muertos
como oscuro enemigo que roe nuestro interior, diría Baudelaire.
Mientras la luz se degrada en ojos ajenos
y al mirar de pie sin alzar la frente,
prohíbe los gestos menos útiles
del desconsuelo.
Los testigos parecen sufrir
de una dosis intrascendente de memoria.
Sucede que aquí es el momento
de arrancarle la espada al filo
que inunda la desesperación,
dejarla desnuda en medio de su propia ingravidez,
en cuanto a la cercanía
de lo humano.
Esconder en lo sagrado
lo que hace caso omiso a la esperanza.
A menudo, quien derriba la alegría
piensa que se salva del abismo
porque nadie lo vio caer
o porque nadie lo recuerda.
No se ha enterado de que caer sobre sí mismo
mide la velocidad relativa
de su desatinada exactitud.
Al final de mis ojos, vuela un pájaro
escapado de tu nombre
y pienso recordarlo todo
cuando amanezca
en el deshielo de los sueños.

 

II

¿Aunque siga con los pies clavados en la arena?
No dejo de entreabrir los sobresaltos
para admitir que un día tuve sueños
cobijando las espinas de la madrugada,
porque dolía menos así volver a despertar.
Suyo es el panorama que, posado en mi hombro, cumple su tarea de encontrar
la salida de esta ciudad de cenizas que me habita.
No dejo de escuchar el silencio endiosado
del dolor,
la ubicación no enumerada del recuerdo
ahogándose en su propia sangre.
La confesión llega tarde
y se consolida con los mismos espejismos
no verificables.

 

Para morir sobre la hierba

apostar sobre el altar precario de la certeza
a que te quedas, padre mío,
en el último golpe de la noche
sin vellocino de oro que te traiga de nuevo
A nuestra mesa
disonantes los corceles que escaparon a otra herida
galopan sobre mi cabeza
rompiendo todos los recuerdos
(¿me llamarás cuando salgas de ultratumba?)
—es posible que no tenga el mismo nombre
en mi pecho se abre el mar. se salvan los mejores días
no me persigue tu adiós cuando resucitan
las primeras flores de la primavera
caigo desde los recónditos ladrillos del cielo
para morir sobre la hierba
mi silencio en las raíces. es la última respuesta
(¿me llamarás cuando salgas de ultratumba?)
—las voces serán hierro para el hacha.
es posible recordarte al otro lado del invierno, padre
demasiadas piedras sumergidas en mis ojos
los rostros que me acompañan habitan
el negativo de su sombra
sólo puedo trazar líneas arbitrarias
para atravesar el desaliento
(¿me llamarás cuando salgas de ultratumba?)
—hades no dibujó el mapa del regreso
pasos que no son míos
me despiden en la puerta
se lo llevan todo menos el suicidio anónimo
de esta hora inexpugnable todavía.

 

Frente a aquella cruz de polvo

Aquel país salió de mis manos
para moldear la idea de los pasos
y reconocer el camino
hacia donde emancipar mi sombra.
Para ser real llegué sin nombre
a un lugar donde el último número
era la llave y la pregunta,
la oscuridad que habitaba
en los brazos extraños de otra luz compartida.
No vine a levantar catedrales
en las paredes del mundo,
ni a reclamar algún sitio en el centro de la alegría.
Mientras Hegel cuelga sus faroles
sobre lo innombrable,
llevo en mí las cuatro calles
y el río aun después de la muerte.
Los llevo dentro del árbol
recién nacido de la nostalgia.
Los llevo dentro de los puentes
que cuelgan sobre el último fuego
de la esperanza.
(¿Quizá mi nombre aún espere
frente a aquella cruz de polvo?)
Mientras muere una promesa
sobre los tejados de la sombra
y estas preguntas son tan sólo
nuevas grietas.

 

La noche me conoce bien

Poco sé de la noche
pero la noche parece saber de mí
Alejandra Pizarnik

Parece conocer la ciudad que interpela
los abismos de mis manos
y se declara refugio instintivo de mis huesos.
Parece abrir su boca y muerde mi nombre con la embestida de quien no alumbra a tiempo
por no dejar al descubierto las heridas.
Todo emigra de sus ojos al amanecer,
aunque el dolor no me pierda de vista
y sea demasiado tarde para encontrarle el pulso a la esperanza.
La noche parece conocerme bien,
su página en blanco clasifica el desamparo
de guerras ganadas en mi casa vacía.
Parece saber que, aunque lo niegue,
soy polvo de su polvo,
asida frágilmente a la orilla
más tolerable
de la luz.

 

Punto de partida

A la orilla del precipicio
no es necesario saltar
Cuando se ha ido ya el deseo
de correr al árbol más cercano
y abrazarlo para no volver a caer
en el misterio del día.
Dejar caer lo que no es nuestro
Es el doble suicidio que la noche desentierra
para lanzarlo a su hoguera de recuerdos.
Siempre dijiste Artaud que la nada y el todo están unidos.
A la orilla del precipicio ya no es nuestro
el vacío de la arena
devuelta por un golpe de sal
para asumir las heridas y las ausencias.
El cuerpo que se ha ofrendado a sí mismo
para no resucitar entre las piedras del dolor,
será esa línea recta, infinita que has trazado,
lanzada hacia los dos cosmos.
Para no tropezar con sus fulgores
amargos y ciegos,
para no enterrar los sueños
en la vecindad de la respiración
que sigue andando con las luces apagadas.
A la orilla del precipicio
se ven luces que están
servidas en un envase de plata,
tan ausente de todo lo palpable,
cayendo nuevamente de espalda,
Trato de cambiar los muebles de sitio
hacia el árbol, hacia la arena,
hacia el todo que es la nada.

Carmen Rojas Larrazábal
Últimas entradas de Carmen Rojas Larrazábal (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio