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Miguel Bonnefoy:
“Me gusta la idea de escribir sobre cosas de ayer para darle una expresión a la modernidad”

viernes 27 de agosto de 2021
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Miguel Bonnefoy
Miguel Bonnefoy: “En Francia me ponen a menudo la etiqueta del latinoamericano que escribe bien en francés”.

Miguel Bonnefoy (París, 1986) es considerado uno de los mejores escritores jóvenes franceses de la actualidad. Hijo de padre chileno y madre venezolana, Bonnefoy ha dedicado su literatura a trazar, con los más vivos colores y los recursos de la fábula, el vaivén de los pueblos, los azares de los viajes y la mezcla de culturas. Él mismo se define como una mezcla de dos mundos que procura plasmar en sus historias. Conocido en el círculo literario francés por sus novelas El viaje de Octavio (2015) y Azúcar negro (2017), su último libro, Herencia (Armaenia Editorial), le ha merecido el Premio de los Libreros de este año. Desde su residencia en Berlín, Bonnefoy habló con el periodista José del Prado sobre los aspectos más relevantes de su obra.

 

Tras la gran acogida que han tenido tus novelas, El viaje de Octavio (2015) y Azúcar negro (2017), acabas de publicar una nueva, Herencia. Los temas del viaje, la inmigración y los encuentros de culturas siguen siendo centrales en tu obra…

Herencia habla efectivamente del viaje, de la inmigración, de ese encuentro de culturas. También por situaciones personales. Mi padre viene de una larga familia de franceses que se fueron a finales del siglo XIX a Chile, buscando trabajar en las viñas que se habían estropeado por la filoxera, ese insecto venido de Estados Unidos que creó una de las grandes crisis en el mundo vitícola. Y a partir de ahí se arraigaron por casi un siglo junto a otras familias francesas que se quedaron en Chile, donde vivieron las dos guerras mundiales hasta el exilio de mi padre, que hacía parte de la izquierda revolucionaria chilena y cayó preso durante la dictadura. Lo torturaron y se fue entonces como refugiado político para Francia. Entonces claro, la historia de Herencia también es un homenaje que le quería hacer a mi padre y a mi familia de alguna forma, quería contar ese relato que me parecía muy interesante y también hace parte de todo un universo, de toda una música que le acabo de dar a mi trabajo con lo del viaje.

Escribir sobre el tema del viaje no es solamente por razones de coquetería autobiográfica, sino que también es un pretexto para desarrollar idiosincrasia.

Es cierto que el viaje es central en mis libros porque es también lo que conozco. Yo siendo hijo de diplomáticos, hijo de este refugiado político, no soy de aquí ni soy de allá, como diría el poeta. Soy el resultado de ese mestizaje, de esa mezcla. Y a grandes rasgos, escribir sobre el tema del viaje no es solamente por razones de coquetería autobiográfica, sino que también es un pretexto para desarrollar idiosincrasia, tradiciones, costumbres de pueblo, psicologías e identidades.

 

Pese a que tus historias no transcurren en contextos modernos, ¿es justo afirmar que tus libros son alguna forma de autobiografía?

Totalmente. Uno muchas veces escribe sobre lo que conoce, pero también se puede escribir sobre lo que no conoce. Y a veces lo puede hacer mejor que los que lo conocieron. Y ahí es donde está probablemente el trabajo del artista, un trabajo casi de herrero, de poder transformar la materia en algo nuevo. Pero hoy en día me he permitido quizá tener una forma de modestia diciéndome que voy a escribir sobre las cosas que conozco para poder escribirlas lo mejor posible. Y me gusta mucho esa idea de estar escribiendo de cosas de ayer para quizás darle una expresión a la modernidad. Dany Laferrière, un gran escritor haitiano que hace parte de la Academia Francesa, tenía también esa bella imagen de que el poeta siempre es el puente entre el mundo de ayer y el mundo de mañana, ya que sus instrumentos, sus armas, son las palabras de ayer que tienen una vieja etimología de raíces profundas sobre el pasado, pero esas palabras tan arcaicas y llenas de polvo son las que él está usando para describir el mundo de hoy y el mundo de mañana. Entonces el artista siempre está en ese juego del mundo de ayer y el de mañana. Ese es el puente.

En mi caso, el tema del viaje, de la inmigración, del exilio, es siempre una excusa para hablar de todo lo que no es el viaje, y eso es lo que muchas veces descubres cuando lees relatos de viajes, que en muchos casos no están hablando realmente del viaje sino de las profundidades, de las raíces o del vientre interno y oscuro del viaje que es lo que verdaderamente le da todo su relieve y su espesor.

 

A propósito de raíces, las tuyas son francesas, pero también chilenas y venezolanas; sin embargo, te has decantado por escribir tu obra en francés. ¿Ha sido por algo en particular?

Sí, yo soy hijo de diplomáticos y como todo hijo de diplomáticos he tenido una infancia de capital en capital, de frontera en frontera, de un país a otro, y cuando uno llega a un nuevo país hay que enfrentarse a una nueva estructura educativa, y a veces la edad que tienes no corresponde al peldaño o la escalera de la educación que tenías en el país de antes. Entonces para tener una homogeneidad, una coherencia en la educación, mi madre me puso a estudiar en los liceos franceses en el extranjero. Así que, pese a vivir muy poco en Francia durante mi época formativa, siempre estuve de alguna manera viviendo allí, ya que estudiaba en liceos franceses, por lo que sabía cantar la marsellesa, y sin haber puesto mis pies en Francia, ya conocía perfectamente las calles de París, sabía exactamente cuáles eran los nombres de los reyes, las fechas importantes del calendario francés, las costumbres, lo que comían, etc. Incluso, hoy en día para hablarte de geometría no sabría hablarte en español. Toda esa terminología, todo ese campo léxico lo conozco en francés.

De esta forma, el francés se transformó en mi lengua de formación y naturalmente en mi lengua de escritura. Y también pienso que es una lengua muy acogedora. Cuando miras, por ejemplo, a escritores como Romain Gary, Emil Cioran, Samuel Beckett, Milan Kundera… así como los poetas y escritores de lo que llamaron la Négritude… en verdad son escritores que decidieron abrazar la lengua francesa, porque les pareció que no era una lengua tan difícil, de poder aprender, sobre todo de poder escribir. Es una lengua que se presta con mucha facilidad a la literatura, porque tiene mecanismos internos bastante simples, tiene como un rodamiento transparente, un esqueleto un poco lógico y atrevido a la vez, y una vez que has entendido esa matemática, es fácil entrar a narrativas complejas.

 

Durante tantos siglos las mujeres tomaron pseudónimos de hombres para poder publicar, pienso que es el momento de usar un seudónimo de mujer.

Debo suponer que nunca te planteaste la dicotomía de tener que decidir entre el español y el francés para escribir tu obra. ¿Siempre tuviste claro que querías escribir en francés?

Para ser honesto, sabía que mi primer libro lo tenía que escribir en francés, porque había conocido a una editora en Francia que me propuso escribir un libro y como quería honrar ese trato con ella, no podía escribirlo en castellano, porque ella lo iba a publicar como literatura francesa. Pero en verdad, sí me he planteado escribir en español más tarde. Hoy en día estoy en una época de vida muy europea, y tengo en la cabeza esa petit musique, como dice Pierre Michon, ese diapasón interno que genera el francés. Pero tengo la humilde esperanza de algún día poder enfrentarme con esa otra geometría que es el castellano. A ver si el castellano me acepta en su reino. Y me gustaría muchísimo.

Y quién sabe, de la misma forma como Romain Gary tomó un seudónimo (Émile Ajar) para publicar otros libros en otra lengua, con otro ritmo, con otra pluma, me gustaría tomar un seudónimo para escribir en castellano. ¿Y por qué no un pseudónimo mujer? Durante tantos siglos las mujeres tomaron pseudónimos de hombres para poder publicar, pienso que es el momento de usar un seudónimo de mujer.

 

Se ha hablado mucho de la atmósfera en tus libros, pocas veces se siente tan latente los colores y los aromas en una obra literaria.

Como sabrás, pasé gran parte de mi vida en Venezuela, viví catorce años allí, y cuando uno vive en ese país no creo que realmente pueda quitarse todos esos olores, todos esos colores y toda esa fuerza telúrica, volcánica, eléctrica que tiene. Yo terminé volviendo a Europa, e hiciera lo que hiciera sabía que iba a terminar poniendo unas pinceladas de lo que viví en Venezuela. Entonces pienso que, por un lado, es un poco inconsciente esa necesidad de resaltar las páginas con esos elementos. Y, por otro lado, obviamente, cuando estás escribiendo sobre Venezuela te das cuenta de que puedes usar algunas astucias narrativas interesantes, lo que Roland Barthes llamaba “un efecto de realidad”, y de vez en cuando vas poniendo un poco de olor, un poco de perfume, esa textura, para darle un efecto de realidad y así el lector tenga la sensación de estar metido en esa realidad y no en una ficción escrita. Ese efecto real es algo que yo uso mucho en mis libros, porque para poder vestir una escena, lo tienes que hacer también con cosas que son sensuales, desde el punto de vista de los sentidos.

 

En muchas ocasiones se te menciona como un escritor hispanoamericano en lengua francesa. ¿Tú lo ves de la misma forma? O, más bien, ¿te sientes un autor francés de temática americana?

He observado que en Francia me ponen a menudo la etiqueta del latinoamericano que escribe bien en francés. Y a veces, incluso me ponen en la categoría de literatura francófona (no francesa), cuando el francés que estoy utilizando no viene de otra parte y es el francés de Francia, el que yo aprendí. Algunas veces me puede llegar a doler cuando me dicen eso. Los escritores franceses de hoy en día se están peleando con las mismas palabras frente a la computadora, con las mismas veintiséis letras, con el mismo vocabulario, con las mismas influencias, con la misma biblioteca, con el mismo plan narrativo; es decir, se están peleando con la misma lengua que yo, pero “ellos son escritores franceses y yo soy escritor francófono”. Si en realidad nos estamos peleando con el mismo mar, entonces ahí es donde tú dices: no veo por qué debe haber esa separación. Yo tampoco les digo que me siento un autor francés de una temática americana; al contrario, yo no creo que sea necesario hacer separaciones, y hoy en día me siento con orgullo un puente entre varias nacionalidades, varias identidades… y si un artista tiene un deber, es el de ser multiétnico, justamente para romper con esos patriotismos de fronteras, con esas banderas y con esa locura totalitaria. Yo me siento como un mural de mosaicos, muchas influencias y admiraciones distintas, muchas razas y raíces distintas, y le robo belleza a los dos continentes, Europa y América Latina, para devolverles esa belleza transformada, un trabajo de orfebre de alguna forma.

 

Me gusta Rómulo Gallegos, uno de los libros que me fascinaron fue Canaima, me pareció increíble. Da la impresión de estar bajo el Salto Ángel cuando lo lees.

Francesas, venezolanas… ¿Qué puedes decir de tus influencias literarias?

En el ámbito francés tengo una admiración inmensa a Émile Zola, que es un antes y después para mí. Pero también soy un gran lector de Joseph Kessel, de Louis Aragon… me encanta el poeta belga Émile Verhaeren, a quien descubrí porque Stefan Zweig hizo una muy linda biografía de él y hacía mucho tiempo que no sentía esa iluminación al descubrir un nuevo poeta. Me gustan mucho Pierre Michon, Borges y también los clásicos europeos en general, el mismo Zweig, Camus, Süskind, Pessoa, Dostoyevski, Gógol, Pirandello, Kafka, como tantos otros… puedo decir que todos estos escritores me han iluminado.

En lo que concierne a la literatura venezolana, como a todo el mundo, me gusta Rómulo Gallegos, uno de los libros que me fascinaron fue Canaima, me pareció increíble. Da la impresión de estar bajo el Salto Ángel cuando lo lees. Pienso también en Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva, el gran poeta Gustavo Pereira, Eugenio Montejo, Teresa de la Parra…

 

Haciendo un poco de crítica literaria, ¿qué autores no terminan de gustarte?

Todos los juicios son subjetivos. Yo lo que diría es que hay escritores con los que todavía no he tenido un encuentro. He intentado leerlos en algún momento de la vida y de repente no pude entenderles los mecanismos internos, no les entendí la música, no les agarré el ritmo, y por lo tanto no les he entrado. Te lo digo muy abiertamente, uno de ellos es el Ulises de Joyce. Todavía no lo he entendido. Me fijo en la gente que dice “estoy terminando el Ulises de Joyce y ha sido para mí una especie de luz en la tempestad de mi corazón”; yo, de momento, tengo la esperanza de que algún día me pase. También me ocurre con Louis-Ferdinand Céline, específicamente con Viaje al fin de la noche, que para los franceses es un libro de referencia, un monumento en la literatura del siglo XX, pero para mí es un libro que nunca me ha gustado. Más allá del antisemitismo de Céline, nunca lo he entendido. También leyendo un poco de literatura danesa me encontré con el Diario de un seductor de Kierkegaard, que lo abordé tres veces y en ningún momento pude adentrarme al meollo.

 

¿Crees que la literatura francesa de la actualidad sigue siendo tan influyente como la del siglo XIX y mediados del siglo pasado? ¿Cómo ves la actualidad literaria en Francia?

Pienso que es difícil comparar la literatura francesa del siglo XIX con la literatura francesa de hoy en día, porque no es que la literatura sea distinta, sino que el mundo es totalmente distinto. En el siglo XIX, por ejemplo, Estados Unidos estaba apenas empezando a construir su idiosincrasia, su cultura, su fuerza, y todavía no había dado gran parte de los inmensos escritores que daría más tarde, cuando Francia ya llevaba casi cuatro siglos desde la literatura medieval con Chrétien de Troyes, demostrándole al mundo que allí estaba la hegemonía literaria. Francia estaba prácticamente sola en frente de los rusos, los alemanes, los italianos, los españoles después del Siglo de Oro, los portugueses y los británicos. Entonces pienso que es difícil hablar del siglo XIX francés, que fue tan específico con además la Revolución francesa y luego la Revolución Industrial, los dos napoleones, que le terminó dando a Francia cierta posición.

Víctor Hugo escribió Los miserables en 1862, y tres meses después ya estaba traducido en Brasil al portugués, eso te da el tamaño de la importancia de la literatura francesa a nivel mundial en ese momento. Sin embargo, la literatura francesa goza de buena salud, y no solamente la francesa, sino la del mundo entero. La literatura mexicana es extraordinaria, como también lo que hacen los argentinos es alucinante. Yo estuve viviendo un tiempo en Roma y conocí a poetas italianos increíbles. Pero en el caso de Francia pienso en Pierre Ducrozet, Sylvain Prudhomme, Alice Zeniter, Clément Bénech, François-Henri Désérable, Maylis de Kerangal… pudiese hablar horas de estos jóvenes escritores, que están construyendo una obra poco a poco, que no se dejan impresionar por los elefantes de la literatura que vienen a aplastar el trabajo que están haciendo. Me parece que la literatura tiene con qué renovarse de manera fresca.

 

El mundo de hoy es tan vertiginoso, tan grande, tan vasto y tentacular, que es muy difícil poder, en un par de frases, abrazarlo todo y dar una especie de sabiduría popular acerca de todo.

Se viven tiempos turbulentos a nivel político tanto en América como en Europa, ¿cuál es el papel que tiene la política en tu obra? O, más bien, ¿es un terreno del que te sientes más aparte?

No lo abordo de frente. No me lanzo en ensayos políticos, ni me avoco en largas páginas panfletarias de lo que yo considere que debería ser la política. Ahora que los medios me consideran una personalidad pública, recibo muchas preguntas sobre cuál es mi punto de vista, desde el tema de la pandemia o la reescritura de la Constitución en Chile hasta mi opinión sobre el chavismo en Venezuela. Esperan que los escritores tengamos siempre un punto de vista sobre todo y la verdad es que uno no siempre tiene un punto de vista. Yo soy un hombre rico de mis propias dudas, lo único que sé es que tengo disertaciones, tengo dudas ante ciertas cosas. No tengo certezas acerca de mis propios libros, ni siquiera tengo certezas acerca de mi propia razón de amor, así que ¿cómo voy a tener certezas sobre todas esas cosas?

El mundo de hoy es tan vertiginoso, tan grande, tan vasto y tentacular, que es muy difícil poder, en un par de frases, abrazarlo todo y dar una especie de sabiduría popular acerca de todo. En ese sentido, he llegado a la conclusión de que a veces es mejor pasar por la fábula o por la metáfora, es decir, de alguna forma todas las construcciones sociales son cuentos, son historias. La familia es un relato, el dinero, la religión, el capitalismo, el socialismo… la historia de la humanidad es un gigantesco relato, y al final las personas que pueden dominar esos relatos, o fabricarlos o eliminarlos, son los que terminan haciendo el mundo.

Hoy vivimos nuevos relatos colectivos, propios de nuestro tiempo, como ha sido el de la emancipación de la mujer, el de la ecología, el respeto al ambiente, y todo eso ha creado un nuevo relato multinacional que estimula al mundo para que hable de eso, y así se cree una gran metáfora de nuestro mundo. Pero mi trabajo no es copiar la realidad sino expresarla, y esa expresión pasa por una metáfora, por un cuento colectivo. No pasa por dar un punto de vista de la política, pasa por expresar algo, echar un cuento, y que sea lo suficientemente bueno para pasar de boca en boca y crear una especie de construcción social colectiva.

 

Esa es, de alguna forma, la ventaja de la metáfora ante la actualidad: una perdura y la otra pasa demasiado rápido…

Hay un bonito ejemplo en la historia que refleja eso. Después de la Segunda Guerra Mundial, dos grandes escritores franceses quisieron escribir el gran libro sobre la guerra, Sartre y Camus. Sartre escribió un libro que se llama Los caminos de la libertad, donde justamente trata de pegarse lo más posible a la actualidad, ser lo más fiel posible al número de muertos, al nombre de los trenes, a los pueblos incendiados, a las catedrales que destruyeron, de modo que hace una especie de registro del horror de la guerra, poniendo en su libro una especie de concreto palpable de lo que estaba pasando. Ese libro me parece que envejeció mucho. Por otro lado, Camus prefirió pasar por la fábula y escribió La peste. No hace que el libro transcurra en Europa sino en Argelia, no dice que hay una guerra sino hay una epidemia, y simboliza a Europa en Argelia, simboliza el horror con las ratas. De esa forma, te das cuenta de que el verdadero trabajo del artista es hablar de la guerra, pero a través de cómo los hombres terminan ayudándose con solidaridad o, por el contrario, comiéndose los unos a los otros frente a una misma adversidad que es la de la peste. Y me parece genial el haber querido hablar de aquella actualidad utilizando una metáfora, porque termina siendo mucho más concreto a través de esa ficción que si hubiese utilizado el camino de la realidad.

José del Prado

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