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Percepto, afecto y erotismo en “El hombre que amó un contrabajo”, de Angela Carter

domingo 10 de julio de 2016
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Angela Carter
Angela Carter (Eastbourne, 1940; Londres, 1992).

La escritora inglesa Angela Carter, autora de conocidas novelas como Noches en el circo y Niños sabios, y de compilaciones de cuentos como Venus negra, Fuegos artificiales y La cámara sangrienta, se ha popularizado mundialmente por su literatura marcadamente feminista. Si bien su escritura se contrapone a cualquier doxa totalizante y en su época fue atacada y perseguida por movimientos feministas a ultranza, encontró sus propias estrategias para denunciar los modelos de la sociedad patriarcal, construyendo una propuesta estética y vitalista.

Los primeros relatos de Carter están llenos de momentos personales juveniles.

La mayor parte de sus historias se encuentran, por obvias razones, protagonizadas por mujeres; en caso contrario, el protagonista es un niño, un hombre con rasgos femeninos o un hombre en condición de marginalidad. Este es el caso de su primer cuento, del cual nos ocuparemos, publicado en 1962, cuando Angela tenía tan solo 22 años. Aunque esta escritura temprana tiene un corte mucho más experimental, ya se vislumbra cierta crítica en su construcción de lo femenino, la hibridación de géneros y un importante trabajo con el tiempo, el espacio y la descripción, tan característicos en su escritura posterior.

Al igual que en su novela Several Perceptions, los primeros relatos de Carter están llenos de momentos personales juveniles; ubicados en los años 60, presenta grandes y pequeñas ciudades inglesas como escenarios de contracultura, pluralidad y fragmentación, donde la moda es el elemento que define y delimita la experiencia social de los jóvenes agrupados en tribus urbanas. Los bares, la música y la rebeldía.

Con este telón de fondo, Angela nos presenta una bellísima historia ambientada por la “reescritura” de los grandes hits del jazz de los años veinte, durante el boom del trad en Inglaterra. Johnny Jameson, el protagonista, es un contrabajista conocido entre los músicos del medio por su manifiesta locura, lo cual no impide que sea admirado y respetado. Jameson es un excelente bajista, virtuoso y consagrado amante del jazz. “En este punto, de hecho, se albergaba la semilla de su problema. En su bajo; su hermoso, reluciente y voluptuoso bajo, que era madre, padre, esposa, hijo y amante para él, y al cuál amaba con profunda y genuina pasión”.1

La complejidad del texto radica en el contraste entre el mundo idílico amoroso del personaje Jameson, el ambiente sórdido de los artistas, la rivalidad entre tribus urbanas y un desenlace de cuento gótico, todo articulado y en fuga por el ritmo y la velocidad del jazz.2 La yuxtaposición del discurso musical, tanto como el uso del slang juvenil, desarticulan la linealidad del enunciado al mismo tiempo que territorializan y articulan otros segmentos de la cultura.

Detengámonos en el personaje de Jameson. Si pensamos en los personajes masculinos del tipo “novio” en los relatos de Carter (como el Señor León o el Tigre), fácilmente deducimos que se caracterizan por tener que pasar por una serie de pruebas que les permitan reconstruirse a sí mismos antes de alcanzar el amor. Contrapuesta aparece la figura del verdugo (por ejemplo el Marqués), como un individuo incapaz de reformularse, atrapado en su falsa “naturalidad”.3 Una tercera opción es la del padre que abandona y mágicamente desaparece en el aire sin dejar rastro (como el padre de Poe); estos tres casos podrían agruparse dentro de la categoría “hombres artificiosos, productos de la cultura”, como los define en el cuento “Venus negra”,4 pero nuestro héroe pertenece a otra categoría.

Jameson es un ser marginal, señalado por su locura; si bien “nunca le faltó trabajo, una cama, cigarrillos y una cerveza, si la deseaba”, los demás músicos sienten que deben hacerse cargo de él y protegerlo, evitarle malos momentos siguiéndole la corriente, como tratando de que no despierte de su sueño. Su apariencia física es absolutamente delicada y vulnerable y en el acto de cargar su bajo se nos presenta asemejado a una mujer indígena llevando a cuestas a un bebé:

Jameson era un hombrecito menudo y tranquilo, cuyo pelo se iba perdiendo rápidamente, y un par de anteojos pesados ocultaban sus suaves ojos miopes. Difícilmente iba a ninguna parte sin su bajo, que cargaba sin esfuerzo, colgando de la espalda, como llevan a sus bebés las mujeres indígenas. Pero este bebé era enorme para ser cargado por alguien con una apariencia tan frágil como la suya. (La traducción es nuestra).

Esta múltiple función del contrabajo madre/padre/bebé/amante nos permite comprender el aislamiento del músico enajenado en su arte, cuyas únicas pasiones son el jazz y el acto de pulir su instrumento. Sería ingenuo y estéril asignarle una interpretación del tipo fetichista, desviado o absurdo a la relación sugerida por Carter, que desdibuja por completo los bordes del sujeto y su objeto erótico; resulta mucho más acertada la afirmación de Deleuze y Guattari con respecto a los afectos:

Ni siquiera basta, como hace el psicoanálisis con dar objetos prohibidos a las afecciones inventariadas, ni con sustituir las zonas de indeterminación por meras ambivalencias. Un gran novelista es ante todo un artista que inventa afectos desconocidos o mal conocidos, y los saca a la luz como el devenir de sus personajes (Deleuze y Guattari, 1991).

Trataremos entonces de orientar la relación entre Jameson y Lola, su bajo, a través de las categorías de percepto y afecto, y cómo estos bloques de sensaciones modifican la percepción de los demás músicos con respecto a Lola, tanto como nuestra experiencia de lectura. Así como Deleuze-Guattari recuperan el ejemplo de Claude Simon describiendo el amor pasivo de la mujer-tierra, al esculpir un afecto en arcilla y llamarle “madre”, Jameson esculpe su amor a la música haciendo pasar un afecto a través de su bajo, erigido un monumento, que ya no se relaciona con el Jameson real que toca el bajo, sino con el Jameson creado y nacido del instrumento.

Lola se corresponde absolutamente con el mito femenino de la fertilidad y el origen, asemejada en sus formas a las estatuillas de las Venus primitivas, talladas en piedra caliza para representar ese misterio del ciclo femenino, la propagación de la vida y la fertilidad de la tierra. Su cuerpo voluptuoso, sin brazos ni rostro, ha sido la máxima expresión de la feminidad pura en el arte, sin los cánones de belleza occidentalizados centrados en los rasgos y el cabello, calificados aquí como “irrelevantes”:

Lola era el bajo más hermoso del mundo entero. Su forma era la de una mujer de grandes pechos y voluptuosas caderas, que recordaba a ciertas efigies primitivas de la Diosa Madre, tan gloriosa y esencialmente femenina era ella, despojada de las irrelevancias de la cabeza y las extremidades.

Ante la belleza de Lola y su capacidad de crear en el arte, el sujeto intérprete se desvanece y fluye dentro de una corriente mayor; el objeto erótico tampoco se corresponde con una entidad definitiva sino que se desplaza por los bloques de afectos, arrastrando consigo al sujeto cognoscente y haciendo indeterminable la barrera que los separa. En este sentido, el afecto que Jameson hace pasar a través de Lola modifica la percepción de los compañeros de banda y la presencia de ella es tan latente que se naturaliza el trato cuidadoso hacia la dama que les acompaña.

Su bajo fue tratado siempre como una dama. La banda comenzó a comprarle, además de su café, un té para ella a modo de broma. Más tarde la broma devino en hábito. La bebida extra fue siempre ordenada y colocada frente a ella, e ignorada cuando la banda se iba y permanecía aún en la mesa, fría y sin tocar. Jameson siempre llevaba a Lola a los cafés, pero nunca a los bares públicos porque, ante todo, era una dama. Quien sea que bebía con Jameson en el salón le compraba a Lola un jugo de piña, aunque a veces podrían persuadirla de tomar una copita de jerez en ocasiones festivas como Navidad o un cumpleaños, o cuando la esposa de alguien tenía un hijo.

Pero Jameson se ponía celoso si Lola recibía demasiadas atenciones y alguno se estaba tomando muchas libertades con ella, como palmearle el estuche o hacer comentarios graciosos.

La banda, dirigida por Geoff Clarke, el trompetista, llevaba por nombre West End Syncopators, nombre que albergaba ya la marca del desastre, refiriéndose a ciertos hechos reales ocurridos en un restaurante del West End, donde un medallista olímpico y sus amigos se enfrentaron con otro grupo de jóvenes, después de que les negaran la entrada al establecimiento. La banda de Clarke se inclinaba por el trad, movimiento centrado en el rescate de los grandes éxitos de los años veinte, considerados los años de oro de su ritmo predilecto. Para las presentaciones lucían un atuendo compuesto por galeras grises, pantalones rayados y sacolevas, elementos que los popularizaron entre los jóvenes y llevaron la banda al éxito.

El artista crea bloques de perceptos y afectos, y sus obras se sostienen por sí mismas en el tiempo.

Se dieron a conocer por su reelaboración del tema “West End Blues”, originalmente interpretado por The King, Oliver’s Dixie Syncopators en 1928; la influencia de estos ritmos se presenta como marcada y latente en nuevas generaciones de jóvenes, elemento capaz de reunir bajo un mismo gusto a tribus urbanas enfrentadas. Los perceptos desbordan la percepción musical5 y cada uno de sus acordes son afectos; armoniosos o no, los acordes de tonos o de colores constituyen los afectos de la música y la pintura, como sostienen Deleuze-Guattari. El artista crea bloques de perceptos y afectos, y sus obras se sostienen por sí mismas en el tiempo, y en el caso del jazz se hacen tangibles como paredes de bronce que multiplican el sonido.

El soporte de la obra de arte no es la memoria, sino la fabulación. No se escribe con recuerdos de la infancia, sino por bloques de infancia que son devenires-niño del presente. La música está llena de ellos. No hace falta memoria, sino un material complejo que no se encuentra en la memoria, sino en las palabras, en los sonidos.

Mientras los compañeros de la banda retozan, beben y hacen bromas alrededor del autobús que los lleva a las presentaciones, Jameson se mantiene tranquilo puliendo a Lola con su pañuelo de seda especial; aun cuando las cosas no marchan bien, Jameson sonríe al vacío como un gato feliz, con su contrabajo entre las rodillas, tembloroso, deseante. Deleuze-Guattari definen el concepto de “devenir” de la siguiente manera:

Devenir es, a partir de las formas que se tienen, del sujeto que se es, de los órganos que se poseen o de las funciones que se desempeñan, extraer partículas, entre las que se instauran relaciones de movimiento y de reposo, de velocidad y de lentitud, las más próximas a lo que se está deviniendo, y gracias a las cuales se deviene. En ese sentido, el devenir es el proceso del deseo6 (Deleuze y Guattari, 1980).

Jameson tiene las percepciones de la música, pero solo en la medida en que ha entrado en esa íntima relación con su contrabajo, formando un compuesto de sensaciones que ya no tiene necesidad de nadie: Gato feliz; Jazz. Los afectos son precisamente esos devenires no humanos del hombre, a través de sus paisajes melódicos, como los perceptos son paisajes no humanos de la naturaleza: el contexto de la ciudad. El contrabajista no deviene dejando de ser sí mismo, sino que algo pasa del uno al otro y ese algo es del orden de la sensación.

En ese devenir Gato sonriente, con sus ojos miopes entrecerrados, es imposible no captar la referencia concreta al Gato de Cheshire de Lewis Carroll, quien desaparecía lentamente en el cielo, dejando solamente su sonrisa pícara. También Jameson desaparecerá en el aire en el desenlace gótico que Carter eligió para su personaje; la flexibilidad del género cuento permite el entrecruzamiento de géneros y abre también la posibilidad de incorporar estos elementos propios de otras artes, que lo enriquecen y generan un cuerpo híbrido.

Con respecto al manejo del espacio, la autora contrapone el lugar físico de la ciudad al del pequeño poblado, mucho más agreste y vulnerable a las fuerzas de la naturaleza; como afirman Deleuze y Guattari, si la naturaleza es como el arte, es porque consigue conjugar estos dos elementos vivos: la Casa, en el sentido de lo conocido y lo personal, y el Universo, como lo inexplorado. Lo Heimlich y lo Unheimlich, el territorio y la desterritorialización. La humedad en el aire presagia el desenlace funesto, a través de la niebla que se cuela en todos los espacios, casi como un personaje material.

Temiendo lo peor, comienza el espectáculo en ese pequeño bar, lugar de reunión de chicos locales vestidos con suéteres de casimir, mezclados con “estudiantes de arte del pueblo cercano, y una fiesta de peinados modernos, que habían venido también desde lejos. Los más modernos eran bruscos, con narices afiladas y trajes italianos. Sus chicas vestían con formalidad estudiada, caras estilizadas, mejillas y labios pálidos, ojos marcadamente pintados, el pelo inmaculado, rígido de laca”.

El ya heterogéneo grupo sufre la irrupción de los motociclistas:

Los ojos de Simeón se entornaron de recelo cuando vio un grupo de motociclistas estacionando afuera del bar; podía verlos a través de la puerta abierta. Se quitaron los cascos y los dejaron debajo de las motos, desde donde se veían brillar como hongos o huevos recién puestos. Se acercaron entonces con sus chaquetas plásticas chirriantes. Simeón personalmente les ayudó a sacar sus chaquetas y les miró con ansiedad cuando pelearon por cervezas negras en la barra. (La traducción es nuestra).

De acuerdo con Deleuze y Guattari, lo que cuenta no son las opiniones de los personajes en función de sus tipos sociales y de su carácter, sino las relaciones de contrapunto en las que intervienen, y los compuestos de sensaciones que experimentan o hacen experimentar a otros personajes. El contrapunto no sirve para referir conversaciones, sino para hacer aflorar la insensatez de cualquier conversación o diálogo; el escritor extrae de las percepciones, afecciones y opiniones de sus “modelos reales” y los traslada por completo a los perceptos y afectos a los que el personaje debe ser elevado, sin conservar más vida que ese momento de contrapunto.

De esta manera, Carter describe el foco del disturbio que transforma la noche en tragedia, resaltando el carácter grupal, de manada, de los tipos sociales que se enfrentan en contrapunto:

Era una fecha como cualquier otra hasta que uno de los chaquetadecuero derramó su cerveza sobre el trasero color verde oliva de una chica apretada en su vestido de tubo que se curvaba justo en esa zona. Se dio vuelta enojada. Él se disculpó con profusa ironía haciéndola enojarse aún más. La chica se quejó con su acompañante chaquetacorta y los chaquetadecuero miraron alrededor de reojo.

“Entonces, amigo, ¿no vas a disculparte con esta joven?”, gritó el compañero de baile de la chica por encima de la música. Los chaquetadecuero cerraron filas como una navaja que se cierra. Sus indistinguibles caras pálidas y boquiabiertas sonrieron al mismo tiempo.

“¿Y qué si yo no me siento particularmente arrepentido? Desperdicié toda mi cerveza”. (La traducción es nuestra).

Comienza así la lucha entre las pandillas, en medio de la oscuridad y el humo, que termina con el ataque a los músicos, hasta que alguien llama a la policía y el pub se vacía como “una bañadera a la que le sacan el tapón”. Los músicos recobran el aliento y tratan de calmarse al calor de unos tragos, sin dar demasiada importancia a la desaparición de Jameson; rato más tarde, Geoff y Nelson regresan a la tarima para revisar los destrozos y el cuento cambia de armonía:

Milagrosamente, la batería y sus accesorios habían sobrevivido y —suspiró— no había ninguna víctima en la tarima. Entonces encontró una cosa terrible. Donde Jameson había estado sentado con Lola, no quedaba más que un montón de leña color avellana en el suelo.

“Oh, Dios”, dijo. Nelson volteó a ver sorprendido por el tono de voz de su compañero. “Jameson, ¿cómo vamos a decírselo a Jameson, Len? Su bajo…”.

Se quedaron juntos observando el patético cadáver de Lola en pedazos. Ambos sintieron el toque del dedo frío de temor y miedo y una superstición dolorosa; la dama que nunca había sido llevada a bares públicos, se había transformado de repente en un montón de astillas.

“¿Sabes si él ya lo sabe?”, susurró Nelson. No se sentía con derecho de hablar en voz alta.

El cuerpo inerte de Lola es identificado por los dos músicos como un cadáver, ante el cual sienten el respeto de hablar en voz baja. Deciden buscar a Jameson para darle la cruel noticia; se dirigen al cuarto que le han asignado al bajista, un ático arriba de la madriguera de conejos, al que deben acceder por una escalera oscura, con la vista entorpecida por la niebla.

Era ya muy tarde y el frío calaba hasta los huesos por la humedad. Entonces, sin previo aviso, todas las luces se apagaron. Aterrado, Nelson agarró a Geoff. “Len, está todo bien, no te preocupes. Debe ser un fusible o algo, tal vez cosa del cableado… Cableado viejo y podrido que hay en este tipo de casas viejas”. Pero él mismo estaba muy asustado. Ambos sintieron algo siniestro, una cosa casi tangible en la oscuridad, el beso húmedo de la niebla en sus mejillas.

Estos personajes se tornan gigantes en la medida en que nos traspasan sus afectos.

En este ambiente que pasó de la algarabía juvenil a la oscuridad siniestra del mal presagio, Geoff y Nelson ingresan a la habitación ocupada por el desgraciado Jameson:

La puerta se abrió. Geoff mantuvo su encendedor en alto. Lo primero que vieron fue una silla tirada en el suelo. Entonces vieron abierta la caja vacía de un contrabajo, acolchada con tafetán barato. El estuche fue visto por ambos como un ataúd. Pero Lola no se encontraba en el interior, a pesar de que se trataba de su caja.

Todavía en el círculo de luz, giraban un par de pies, suavemente, hacia adelante y hacia atrás, hacia atrás y hacia adelante… Geoff levantó el encendedor por encima de su cabeza y ambos pudieron ver a Jameson, colgando de un soporte de gas en desuso, su cara gentil ahora negra y retorcida. Profundamente atado a su cuello se veía el brillante trapo de seda que hubiera usado por tanto tiempo para pulir su bajo. Algo brillaba en el suelo a sus pies —sus anteojos, caídos, rotos.

Un viento helado entraba por la ventana abierta y consumió de golpe la llama de luz. Entonces los engulló la oscuridad, y en la oscuridad no hubo más ruido que el crujido lento creak, creak, creak. Los dos hombres se tomaron de las manos como niños asustados.

No importa que se haya tratado de un loco: estos personajes se tornan gigantes en la medida en que nos traspasan sus afectos; manteniéndose en la marginalidad y creando a partir de allí bloques de sensaciones, el sujeto es capaz de crearse un cuerpo sin órganos rechazando la significación. Es así como lo expresan Deleuze-Guattari:

Consideremos los tres grandes estratos que se relacionan con nosotros, es decir, aquellos que nos atan más directamente: el organismo, la significancia y la subjetivación. (…) Serás organizado, serás un organismo, articularás tu cuerpo —de lo contrario, serás un depravado. Serás significante y significado, intérprete e interpretado —de lo contrario, serás un desviado. Serás sujeto, y fijado como tal, sujeto de enunciación aplicado sobre un sujeto de enunciado —de lo contrario, sólo serás un vagabundo. Al conjunto de los estratos, el CsO opone la desarticulación” (Deleuze, G. y Guattari, F, 1980: 164).

Por último, es posible reconocer en este aspecto la cercanía entre los artistas y los filósofos, a menudo de salud precaria, no a causa de sus enfermedades o sus neurosis, sino porque han visto en la vida algo demasiado grande y doloroso para ser soportado por ellos o por cualquier otro, y que les ha marcado con el sello de la muerte. Sin embargo es ese algo lo que les hace vivir a través de la enfermedad de lo que han visto, y lo que permite que toda obra de arte constituya en sí misma un acto de amor, capaz de curar la desgarrada experiencia del mundo, para cualquier espectador que se maravilla con su obra. “Algún día tal vez se sabrá que no había arte, sino sólo medicina”.

 

Referencias bibliográficas

  • Carter, Angela (1995): Burning Your Boats: The Collected Short Stories. Penguin Books. Nueva York, 1995.
  • Deleuze, G. y Guattari, F. (1980): “Rizoma”. En Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia. Traducción de Vázquez, José. Pre-textos, Valencia, 2002.
    (1991): “Percepto, afecto y concepto”. En ¿Qué es la filosofía? Editorial Anagrama, Barcelona; traducción de Thomas Kauf, 1993.
  • Magrs, Paul (1997): “Boys keep swinging: Angela Carter and the subject of man”. In The Infernal Desires of Angela Carter. Longman Studies in Twentieth Century Literature. Routledge. Londres. p. 187.
Anggy Carolina Romero
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Notas

  1. Carter, Angela. “The Man Who Loved a Double Bass”, 1962. La traducción es nuestra.
  2. Respecto de la complejidad de los libros y sus interconexiones con otros textos y discursos, Deleuze-Guattari argumentan: “Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes. (…) En un libro, como en cualquier otra cosa, hay líneas de articulación o de segmentaridad, estratos, territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y de desestratificación” (Deleuze, G. y Guattari, F, 1980: 9-10).
  3. Estos elementos son analizados a mayor profundidad en el estudio sobre Carter de Paul Magrs, 1997.
  4. Culturalmente, el hombre goza del disfraz, de la artificialidad que le da el vestido que protege su desnudez, mientras que el verdadero vestido de la mujer es no tener nada encima: “El hombre actúa y se viste para actuar; su piel es algo privado. Es artificioso, un producto de la cultura. La mujer simplemente existe; y, por tanto, está vestida de pies a cabeza cuando no lleva nada encima, su piel es una propiedad pública, es un ser que se funde con la naturaleza en una simplicidad carnal que, como él insiste, es el más detestable de todos los artificios (Carter, 1991: 21).
  5. Los perceptos ya no son percepciones, son independientes de un estado de quienes los experimentan; los afectos ya no son sentimientos o afecciones, desbordan la fuerza de aquellos que pasan por ellos. Las sensaciones, perceptos y afectos son seres que valen por sí mismos y exceden cualquier vivencia. Están en la ausencia del hombre (Deleuze y Guattari, 1991).
  6. Deleuze, Gilles: Mil mesetas. Op. cit., pág. 275.
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