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José María Ribelles, poeta en el azul

martes 29 de agosto de 2017
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José María Ribelles
La creación literaria de José María Ribelles, como la obra de arte primitiva, está marcada por su valor de culto, de no-exhibición.

En el 20º aniversario de la muerte de un marginal “con estilo”

Liminar

El arte, lo sabemos, es trasgresión. Lo que le confiere su valor sagrado. El arte es el último reducto de lo sagrado. Trasgresión del orden racional del trabajo; actividad inútil del arte no sólo en el sentido de la doctrina de l’art pour l’art, esa teología del arte y su idea de pureza que rechaza cualquier función social y toda determinación de contenido objetual (Mallarmé). El arte es trasgresión de toda ley que determina el poder. ¿A qué, si no, ha de enfrentarse el artista sino al poder, a los poderes de lo real? El poeta, al poder de la lengua (código: legislación) —liberar al lenguaje de la gramática para ganar un orden esencial más originario es algo reservado al pensar y poetizar1— ejerciendo sobre ella un trabajo de desplazamiento, negando la inadecuación del lenguaje, en el “desarreglo de todos los sentidos” que propusiera Rimbaud. Más allá del desarreglo de lo real, la belleza singular es una fiesta. Ese tipo de belleza, sin duda, siempre está condenada. No necesitaba decírnoslo William S. Burroughs en Gosht of Chance, con el símbolo de los sensibles y maravillosos lémures amenazados de extinción. Pues, ¿no está condenado a desaparecer todo lo que permanece singular?

¿Qué viene después de la Divina Oscuridad del maestro Eckhardt, de los vacíos silenciosos de Beckett —“la voz de mi silencio”—, de la Capilla Rothko de Houston, de la música casi muda de Webern, de la estática de Warhol, del negro sobre negro de Ad Reinhardt; del arte como rezo, como gozo? En la plegaria, hay una operación mágica, una corriente eléctrica, dice Baudelaire en Cohetes.

Esta mañana, sentado en el jardín, frente a la higuera y la papaya, los rosales trepadores pletóricos de luz, en sombra el arce japonés, me llegan a la mente, por esa suerte de asociaciones automáticas o/y baudelerianas correspondencias, raras en la acepción de Darío, unos versos cantables de José María Ribelles: En el Jardín Botánico / crecen árboles mágicos.

Sólo es útil el conocimiento si a uno le cambia la percepción que tiene de la vida. Los versos de José María Ribelles me cambian la percepción como lector. Puedo ver, veo al poeta visionando en su gabinete secreto; su “santuario” lo llamaba él, mansión para espíritus se diría. Ahí está, absorto en un ritual de alta magia, como los que oficiaba para conseguir sus deseos. Para acceder a otro plano, superior, de la realidad, decía que escribía poesía. El arte más antiguo surgió al servicio de un ritual mágico, luego religioso. Así, valiéndose de la poesía como antídoto —entre medicina, poesía y profecía—, en una función ritual primigenia, José María Ribelles, a modo de travestido chamán o mediador, componía sus versos-talismanes, sus cantos ancestrales, con un valor de culto, como una “técnica del éxtasis”. Un filtro mágico, una pócima que, como signo artístico, habría de sacarlo, transportado por la metáfora, de aquí.

Los versos de José María Ribelles, de un potencial alquimista, alegórico, capaces de cambiar la naturaleza de las cosas, me han transportado, al instante, a la tumba-capilla de Neb-Amun. Me siento allí, me veo envuelto en sus pinturas murales que custodia el British Museum. Estoy en El Jardín del Oeste de Nebamún, emblema del paraíso. Jardín, como totalidad del mundo; el arte no tiene otro material que el concepto. Jardín como “Heretopía feliz”, diría Michel Foucault. O como Pairidaeza persa. Jardín metafísico, escalonado, en un esfuerzo hacia lo alto. En el Jardín del Oeste —quimérico, maravilloso, sobrenatural— de la tumba-capilla, muerte y alba se funden y confunden —extraño instante fuera del tiempo y del lugar, atópico, terminus, punto de llegada y partida— como en los versos de este poeta mediterráneo con nostalgia de paraíso, que pinta la belleza terrenal, pura, sagrada, con la técnica del “vuelo celeste”, inundado de azul. Color por excelencia de su poética, más que el azul de Trakl es el del visionario y malogrado Yves Klein (1928-1962). El azul como símbolo de lo inmaterial y del vacío, que apunta, con su monocromía, a las extensiones abiertas del espacio. ¿El azul, qué es? El azul es lo invisible tornándose visible […] El azul no tiene dimensiones. Existe fuera de las dimensiones que forman parte de otros colores.2 Pero también, como apuntara Shelley, el azul es el color de la sangre de la sensibilidad. En esa opacidad de la forma, transformada la naturaleza en artificio, el poeta oficia como gran mago: Orfeo en el averno. Su canto, comunicación o tránsito entre nuestra realidad y el más allá de lo sensible, triunfando, como una llama viva, sobre la muerte.

 

La vida3

José María Ribelles Llobat nació en Puçol, Valencia, el 22 de abril de 1932, en una familia de agricultores, más tarde carniceros. Era el menor de cuatro hermanos, a quienes sus padres, a duras penas, sustentaban. Sus primeros cinco años, los pasó con una nodriza, en una humilde familia de Godella. Al estallar la Guerra Civil, regresó a Puçol con sus padres. Vivía allí, con otros niños, en la playa, a salvo de las bombas franquistas que caían en el pueblo. En 1938, se trasladó a Cheste, con su familia, huyendo una vez más de los junkers, que ahora no dejaban de bombardear las posiciones del Puerto de Sagunto y la siderurgia. Un año después, regresaría a Puçol la familia. Eran los tiempos difíciles de la posguerra, sin alimentos ni dinero. Tenía siete años cuando aprendió a leer y a escribir, en el parvulario de las monjas de los Ancianos Desamparados; la enseñanza primaria la cursaría después en la Escuela Nacional. En el tiempo libre ayudaba a sus padres y hermanos en la carnicería familiar. Los veranos los pasaba en la playa y viajaba frecuentemente a Godella, a visitar a sus padres segundos.

Fue siempre José María Ribelles un lector patológico. Desde que aprendiera a leer, devoraba cuantos tebeos caían en sus manos: Flash Gordon, El Hombre Enmascarado, El Mago Merlín, Popeye, Betty Boop, El Guerrero del Antifaz y un largo etcétera. A todas horas, hasta por la noche, los leía y releía. En el matadero, en el campo, donde encallara. Hasta que un día su padre hizo, en el patio de la casa, una hoguera con todos los tebeos y le dijo: “Basta ya de tebeos, se acabaron, aquí no entran más tebeos. Si te gusta leer, a leer libros”. Fue así como, desde muy temprano, el niño descubrió, en los libros de casa, los que compraban sus hermanos, y en bibliotecas de familiares y amigos, en primer lugar la literatura rusa: Dostoievski, Gógol, Goncharov, Andreiev, Gorki, Korolenko, Tolstoi…. Siguieron, a éstos, autores ingleses, franceses, alemanes, americanos y orientales y, finalmente, la literatura española. Lo primero que leyó de poesía fue la Fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora; después, una antología de Rubén Darío. A los doce años descubriría las novelas policíacas, pasión que, junto con el cine, lo acompañaría toda su vida. Hacia 1948, con dieciséis años, empezó a leer filosofía: Unamuno, Ortega, Balmes y Giner de los Ríos. A Freud lo descubriría en 1952, en la biblioteca de la familia Forriol. Ese mismo año hizo el servicio militar en Manises, como voluntario en Intendencia de Aviación. No tardaron en llegar Adler, Jung, Ferenci, Fromm, Margaret Mead… Y los autores griegos y latinos. Por aquel entonces empezó a bosquejar una novela, El ídolo rojo, que no continuó. En 1954 inició estudios de francés en Berlitz. En 1960 comenzó a estudiar Canto con el maestro Andrés Romero, quien había educado las voces de Alfredo Kraus y Ana María Olaria. Poco después, se matriculó en Declamación artística, Fonética y Arte dramático en el Conservatorio de Música de Valencia. Con un trabajo sobre García Lorca, análisis y comentario de Bodas de sangre, sorprendió a sus profesores, y éstos lo alentaron a que empezara el Bachillerato. Entre 1964 y 1966 hizo los cuatro cursos. Ingresó en la Universidad de Valencia, al acabar el Preuniversitario, matriculándose en Filosofía y Letras. Durante su etapa universitaria se relacionó con Carmen Soto, Juan Gargallo, Manolo Aguilar, Jaime Siles, Eduardo Verger, Jenaro Taléns y Pedro Bessó. A raíz de su amistad con Eduardo Hervás, comenzaría a escribir asiduamente poesía. Y a participar, en Valencia, en las tertulias literarias del Café Valenciano, Christopher, San Patricio, Ascot y Almirante. No tardaron en incorporarse a ellas Rafael Pérez Cabanes, Germán Gaudisa, Marc Granell, José Piera, José Luis Falcó y Pedro de la Peña. En un viaje a Madrid con Jaime Siles, con motivo de una lectura de Guillermo Carnero en la capital, Ribelles conocería allí a Vicente Aleixandre, Carlos Bousoño, Félix Grande y Manolo Ruiz, entre otros. Por ese tiempo, Ribelles colabora con el departamento de Estética, con un trabajo para la revista Teorema. Lee a Mallarmé, Baudelaire, Keats, Shelley, Flaubert, Proust, Gide, Bergson, Maritain, Heidegger, Hölderlin, Goethe, Lacan, Deleuze, Foucault y Barthes. Y puede que, también por ese tiempo, Ribelles publicara su primer poemario, Tres miradas en un sueño (1968-1969), poemas en versos alejandrinos, herméticos, expresionistas, de sintaxis cortada, presuntamente prologados por Siles.4

Se inauguraba la década de los 70, y, en el panorama poético español, el fantasma de lo nuevo se encarnaba a golpe de teóricos y tomaba carne oficial en los Novísimos. El nombre de José María Ribelles fue barajado por Enrique Martín Pardo para figurar en su antología Nueva poesía española,5 con la que pretendía flexibilizar la fórmula novísima sacralizada por Castellet con sus nueve nuevas voces rupturistas. En el último instante, a Ribelles se le excluyó de la entrega. Él lo atribuyó a las intrigas urdidas contra su persona por algunos de sus más allegados, así como a su singular relación con el honorable vecino de Velintonia 3, quien también tuvo que ver, según Ribelles, en tan injusta como injustificable omisión. La oficialidad de su marginación la asumió, no obstante, como un beneficio del azar (¿objetivo?). Y, haciendo suya la máxima de André Gide —cultivar lo que se nos reprocha, nuestra diferencia, porque ahí radica nuestra identidad—, comprendió que aquel no era ya su mundo. Así, tras obtener en 1973 la licenciatura en Filosofía y Letras, con la especialidad de Filosofía pura, y haber publicado el año anterior Penumbra del cuerpo que ilumina,6 se autoexilió en su casa de Puçol, en el número 6 de la calle de san Juan, para consagrarse al estudio, a la magia y a la poesía y crearse, en soledad, su propio mundo a la medida exacta de su ideal. Fue así como enmudeció una de las voces poéticas más singulares, y más desconocidas, de la poesía en castellano del último tercio del siglo XX.

Habrían de pasar veinte años para que José María Ribelles abandonara parcialmente su aislamiento casi monacal con la presentación de La mort als llavis,7 su primer poemario en valenciano, es decir, en su lengua materna o, utilizando el término de Luisa Muraro,8 en el “orden simbólico de la madre”; la madre, quien da a luz cuerpo y palabra. En su vestimenta, Ribelles acusaba la elegancia de un dandi híbrido, entre el dandi francés de finales del XIX y el glam londinense de los años 70. Pantalón de cuero marrón oscuro, zapato cubano rojo de horma alta, camisa roja o floreada, chaqueta, chaquetón, pendientes, collares de bisutería… En los dedos, mezcolanza de anillos de universos diversos. Puede ser que se compusiera, sin duda que sí, al dictado del “sistema de la moda” de su amado Barthes. ¿La relación de sentido?: clases conmutativas: el vestido y el mundo. Algo así como que “por la tarde se imponen los fruncidos” o “esos zapatos son ideales para…”. Solía maquillarse para salir, resaltados en rojo pómulos y labios. Chaqueta a ras de cuello, anudado al cuello un pañuelo. Su imagen, levemente travestida —tenía muchas amigas travestis de la farándula—, rompía con la ortodoxia del atuendo convencional y las estrictas reglamentaciones de género. La heraclítea teoría de la identidad en la contradicción, que a él tanto le gustaba. No se libraba, en absoluto, de la sanción social, homofóbica, ejecutada contra él en forma de desprecio, escarnio y mofa. Allí estaban unos jovenzuelos del pueblo, tirándole piedras a su paso. Métete en tu agujero. A veces, incluso, lo seguían hasta su casa y le apedreaban la puerta.

En 1992, la revista de literatura La Factoría Valenciana destinaría íntegramente uno de sus números a una breve muestra, once composiciones, de su poesía inédita en castellano. Iba precedida del ars poetica del propio antologado.9 Consciente del valor de su obra, aunque reticente a darla a la luz porque no perdiera su valor de culto, José María Ribelles seguía abarrotando, cuaderno tras cuaderno, todos artesanales, únicos, cajones y anaqueles de su estudio-santuario, al que nadie tenía acceso, salvo excepción o excepciones, y donde apenas cabían el escritorio, la cama y una pequeña biblioteca. En 1994, la revista de literatura L’Aljamia dedicó el primer número de su separata “Quaderns de Rafalell” a la publicación, con el título Utopía, de una pequeña antología de su poesía última en valenciano. Durante todo aquel año, Ribelles, enclaustrado en su capilla, se lanzó a una ardua labor de reescritura, una intensa y frenética revisión definitiva de su poesía, escrita, rescrita —manuscrita en negro, con bolígrafo BIC de punta fina, las mayúsculas en rojo, en una caligrafía elegante y fácil de leer— entre 1964 y 1994. Así, tras dar por cerrada su obra, decidió también dar por cerrada su vida. La muerte, por aquel tiempo, de su madre —la madre es nuestra conexión con lo imaginario—, fortaleció y precipitó su decisión. Había vivido toda su vida con ella, la adoraba, la peinaba. Había cuidado a su madre, a su “niña”, hasta el final.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —me dijo por aquellos días, una mañana, de paseo por Valencia—. Los asuntos de este mundo ya no me interesan. En realidad, me aburren. Todo esto ya no me sirve. Necesito un plano superior.

Pensé que soñaba, entonces, en algo así como el Tercer Paraíso. ¿En un nuevo nivel de civilización planetaria? El cajón de su mesilla de noche estaba atiborrado de pasaportes, los suyos. Todos en blanco, intactos, caducados. ¿Para qué los iba a necesitar? Viajaba cuando quería, cuanto quería, como la Serafita de Balzac, por las Tierras Astrales. Poeta-chamán, como Orfeo, su espíritu abandonaba su cuerpo y emprendía viajes de aventura a otros mundos. De Toro se había convertido en Niño. En su aspiración por escapar finalmente del ciclo de la vida y de la muerte, determinó renunciar al alimento y se entregó, en soledad absoluta, a la meditación de su propio suicidio. Suicidio litúrgico el suyo o de rebelión metafísica.10 Un año después, saldría a la luz Senso, su segundo poemario en valenciano.11 Aquel mismo año, el Ayuntamiento de Puçol convocó la primera edición del Certamen de Poesía Josep Maria Ribelles en valenciano.

Tras varios meses sin vernos, el 4 de noviembre de 1996, año en que se decía que iba a nacer el Anticristo, tomé el tren a su pueblo para visitarlo. Una amiga común, Rita Torres-Murciano, que lo veía con más frecuencia que yo por ese tiempo, me había adelantado algo. Al verlo, a pesar de ir preparado, me alarmó su figura. Su cuerpo, reducido a lo esencial, lucía una cintura esquelética. Parecía escapado de una foto de un campo de exterminio nazi.

—¿Me encuentras tan mal como dicen? —dijo él.

—Bueno, sólo muy delgado —le dije.

—¿Sabes?, he recuperado mi cintura de los veinte años. La edad de Tutankamon cuando murió. Soy el cuerpo divino de la muerte.

En su caída libre o propulsión para su ascensión, había llegado a verse la viva imagen de aquel joven faraón, “borrado de la historia por bastardo, ya sabes”. Llevaba un par de años diciendo que quería regresar a su cuerpo de la edad de Cristo. “¿Para qué, para sentirte más crucificado?”, le dije.

Volví a su casa dos semanas después, el 18 de noviembre. Lo encontré postrado en cama. Sus fuerzas le impedían levantarse. De cintura para abajo, el cuerpo ya no le respondía. Llevaba así una semana, dijo. Su habitación apestaba como si una legión de demonios se hubiera instalado allí. En la mesita de noche, Rimbaud de Arabia contada por E. S. y una casete de Shirley Bassey. Sobre la silla, al pie de la cama, La tumba de Tutankamon de Howard Carter, luciendo en la portada la famosa máscara de oro. Me pidió que le ayudara a ir al cuarto de baño. Para asearse un poco, dijo, que estaba todo cagado. Aquello pintaba peor que el Castigo del Orgullo. Me recité mentalmente, no pude evitarlo, aquellos versos de Baudelaire: Dès lors il fut sembleble aux bêtes de la rue… sale, inutile et laid comme une chose usée…

—¡Me cago en la puta! —escupió con impotencia, al no conseguir tenerse en pie, quien había poseído el verbo más poderoso—. ¡Me cago en Dios!

—Agárrate a mí —le dije, y lo arrastré hasta el baño.

—Sé que existe el infierno —me dijo de regreso a la cama—, porque estoy en él.

—Escápate de aquí con tus músicas —le dije—. ¿Te pongo a Shirley Bassey?

—Sí, sí. Y ponla en autorreverse, para que suene infinita —dijo—. Esa música me transporta, ¿sabes? En ella está todo lo que he vivido.

En un torbellino de asociaciones de la memoria involuntaria, aquella música le devolvía su vida, sí, toda su vida regresaba de un modo totalmente nuevo: en su realidad ideal, en su esencia. Un poco de tiempo en estado puro, como diría Proust. Surgiendo de un pasado puro, idéntico a la eternidad, o mejor: la imagen instantánea de la misma.

En su catábasis o descenso a los infiernos, aquel Rimbaud vocinglero en pie de guerra, eterno adolescente que había llegado al conocimiento por la magia y la poesía, no dejaba de cagarse en Dios, muriéndose todo entero, precipitadamente, hecho pedazos. Y ante la impotencia de sentir cada día, multiplicada por cinco, la lentitud de sus sentidos.

—Me cuesta asimilar todo esto —dijo—. Todo se precipita tan rápido…

Había perdido también la fuerza de las manos. De aquellas bellas manos, que habían sido tan vigorosas, se le habían ido cayendo todos los anillos, talismanes y amuletos, uno tras otro. Viejo adolescente faraón estoqueado de muerte, contrapuesto a aquellos retratos suyos juveniles que dan fe de su belleza dorada… En uno de aquellos retratos, con dieciséis años, su rostro semeja el de un ángel guerrero del Botticelli, o el de un joven príncipe salido de algún fresco de Benozzo-Gozzolli, del Palazzo Medici-Riccardi. He aquí al joven novillo en blanco y negro. Sonrisa monalisa en los ojos, la boca; chaqueta cruzada, una flor de gardenia en el ojal de la solapa; camisa blanca y corbata oscura…

—Me veo en ti, en una selva oscura —le dije ahora.

—Yo voy delante, cógete de mi mano —me dijo con los ojos estoqueados de muerte—. ¿Sabes?, he descubierto que tengo el mismo número de pie que Tutankamon. El cuarenta y uno.

Cuando salí de su casa, me fui al Ayuntamiento a hablar con el alcalde, y lo puse al corriente de su situación. Al día siguiente, sin falta, los Servicios Sociales lo trasladaron al sanatorio de Portaceli, lugar de los enfermos terminales. Allí seguí visitándolo hasta su muerte. Se le veía bien atendido. La primera vez que fui a verlo, lucía, en el índice de la derecha, una réplica exacta de un anillo de oro de Tutankamon. Se lo había pedido a su hermano Paco, quien lo había comprado en el Red Museum de El Cairo.

—A ver si con el anillo mejoro —dijo. Y luego, con amarga resignación, suspiró—: Creo que me equivoqué.

A veces daba la impresión de que se reponía. No le faltaban a él ganas de que así sucediera, pues aun con falta de gana, le pedía a las monjitas bocadillos de jamón con tomate, que difícilmente engullía, con la viva esperanza de coger fuerzas, con el fervor y la fe de que el alimento habría de devolverle la vida que tan aprisa se le iba. No obstante, el desenlace se adivinaba muy próximo.

Sobre el color negro versó parte de nuestra última conversación.

—Llevo un año obsesionado con el negro —le dije.

—El negro es un punto que no tiene lugar, que no tiene espacio, que no tiene color, que no tiene nada. Pero que puede tomarlo todo.

—¿Crees que el negro es la luz profunda del azul?

—Si dices eso, se te echarán encima.

Encima se le echó a él su final. Pensaba preguntarle el porqué la próxima vez que fuera a verlo, pero todo se precipitó de una. En su despegue de lo terrenal, en su desprendimiento del mundo, en el apoteosis de su voluntad, Ribelles no saltaba al vacío a lo Baudelaire —au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau. Era un salto a lo Mallarmé para encontrar, para saber la Nada. Por más que dominara los ritos y las magias de Aleyster Crowley,12 cuatro meses después, en la madrugada del 18 de marzo de 1997, vino a visitarlo la “dolcissima fanciulla”, como Leopardi llamara a la muerte. Incinerado su cuerpo, se cumplió al menos su deseo de suicidarse completamente.

José María Ribelles era el número 5, el Mercurio y el Centro de los Números. Y llegó a ser el andrógino Akenatón a través del bastardo Tutankamon, en sus últimos días, en la Nigredo.

 

La obra

La creación literaria de José María Ribelles, como la obra de arte primitiva, está marcada por su valor de culto, de no-exhibición. Ello empujó a nuestro poeta a mantenerla escondida, inaccesible. La inaccesibilidad es una cualidad capital de las imágenes de culto; como aquellas esculturas de dioses en la naos, la cámara interior del templo, sólo accesibles al sacerdote.

Todo gran poeta crea una realidad con su poesía. “La obra, como objetivación de la persona —apunta Roland Barthes en Crítica de la razón dialéctica— es, en efecto, más completa, más total que la vida”. La realidad poética de José María Ribelles es, por lo general, una realidad inacabada. No hay contraste temporal en la trama, no hay relieve. Ni pasado ni olvido ni cenizas. Todo es un presente total que suprime el instante. Un eterno presente que no resulta de lo real vivido —no hay narración de lo vivido o leído en sus versos, no hay historia como en Kavafis. Momento perfecto, según “el Artista Desconocido Más Famoso del Mundo”, como se refería a sí mismo James Lee Byars (1932-1997), el artista norteamericano con el que Ribelles comparte ciertos rasgos que no deberíamos pasar por alto. Los dos, para empezar, nacieron el mismo año, en el mismo mes, y ambos desaparecieron en el silencio total también el mismo año, con escasa diferencia de fechas. Los dos hicieron estudios de lenguaje y filosofía. Y se sentían fascinados por el Antiguo Egipto: Byars, al saberse estoqueado de muerte, se fue a morir al pie de las Pirámides; Ribelles, en sus últimos días, estaba obsesionado con Tutankamon. Ambos se consideraban poetas-magos: Byars, poeta del fuego, con su traje dorado y su sombrero de copa; Ribelles, rojo y negro, trasmutando la tierra en materia celeste. La creación de uno y otro podría corresponderse con la actuación del filósofo analítico y artista/apóstol espiritual que se regocija en las paradojas de la fe. Y ambos destacan por el énfasis incesante en el instante de vida presente, pero también por la evocación del reino ideal de la muerte. Pues, íntimamente relacionados con el pensamiento y la práctica funeraria religiosa y profana, los dos basaron muchas de sus obras en la anticipación de su propia muerte. Así lo prueban, en Byars, performances y obras como la sala vacía, a oscuras, que hay que atravesar y que titula El fantasma de James Lee Byars (1969); La obra de la muerte (1976), El libro de la muerte (1979, 1981), La tumba de James Lee Byars, La ida de James Lee Byars (1982), La muerte perfecta (1984), La figura de la muerte (1987), Byars ha muerto (1992) o La muerte de James Lee Byars (1994), performance en la que Lee Byars, vivo, se representa metido en su tumba, con su traje de oro. Esa “práctica de la muerte”, Ribelles la llevaría a cabo en la interminable performance ritual de su propio suicidio, que inició también en 1994, y su anticipación la evidencian títulos de su breve obra en valenciano, como La mort alls llavis o el póstumo Kenosi —vaciamiento, despojamiento—, y, de su extensa obra en castellano, entre otros, el Libro de la vida y de la muerte (1972-1979), el poema “Huyendo” de Preparación del azar (1975-1976), que viene a ser su propio epitafio, los poemarios País de púrpura (1978) y País de la muerte (1982), los premonitorios versos de “Por hollar otro cielo”, de Huyendo (1986) y el libro Debajo de la muerte (1986-1994). En este avant-goût de la muerte de sus realizaciones artísticas, Byars y Ribelles conectan, a su vez, con otro visionario, al que ya mencioné para ilustrar el simbolismo del azul-Ribelles: Yves Klein. Y así lo patentiza en su exposición El vacío, oficialmente titulada “La Especialización de la Sensibilidad en el estado material primario de la sensibilidad pictórica estabilizada” (Galería Iris Clero, 1958); en la fotografía Salto al vacío con la que ilustra, en primera página, su “Teatro del vacío” en el semanario Dimanche (1960) y, particularmente, en su exposición conceptual de La Tumba: Aquí yace el Espacio (1962).

Tanto Byars como Ribelles hacían a veces de su cuerpo, como muchos artistas Fluxus, el centro de toda acción (deliberada). El event de tipo social y pura escenificación era evidente en Byars. Por su parte, Ribelles tendía a simbolizar, a modo de cuestionamiento, su propia presencia momentánea maquillándose, marcando ojos y labios, mejillas coloradas, pendientes en las orejas y poniéndose unos zapatos rojos de tacón alto, aparatosos, para romper, por ejemplo, la solemnidad de las procesiones de su pueblo; para épater, descolocar a la autoridad; cura y alcalde, a la cabeza. ¿O no era más que una manifestación de orgullo, del ser individual con un par de, con perdón, en toda regla? Ahí le salía, a Ribelles, su dandismo inglés.

También se dan afinidades en cuanto al tratamiento que ambos, manualmente habilidosos, dan a sus obras. La insistencia de Byars en los acabados, en las superficies sin mácula, la piedra sin fallos, como si lo perfecto fuera completo en sí mismo, sin duración, puede verse en el espíritu de Ribelles, tan obsesionado por el acabado de sus versos que, si cambia una palabra o añade o quita coma, se obliga a hacer otra copia a mano del poemario entero; como se puede comprobar en los diferentes cuadernillos del mismo título que nos lega, con variaciones sustanciales en cuanto a la versión anterior o sin apenas variantes.

Byars y Ribelles comparten el sentido posmoderno de la realidad como ficción. Son conscientes, cada uno lo refleja en sus obras, del cambio producido por la física cuántica. Tiempo, espacio, materia, objeto, causa y efecto… Ha cambiado nuestra forma de experimentar el mundo. El universo, indivisible y dinámico, interconexionado por un proceso cósmico.

Ribelles cambia la ordenación congruente del discurso; provoca desconcierto al lector con asociaciones impensadas, de secuencias imprevisibles. Como Byars, opta la mayoría de las veces por las estructuras minimalistas, reductivas, repetitivas y cargadas de mitología. Si en sus versos Ribelles quiere que vislumbremos —no hay revelación sino veladura— el potencial del existir y su energía, lo expresa, como Byars, en fragmentos líricos rotos, percepciones parciales, ambigüedades. Todo ello conlleva una ardua depuración del lenguaje, poesía de silencio y distancia que a veces raya la incomunicación. Nos enfrentamos a un mundo poético complejo, dificultoso, que puede negarse, a veces, a una interpretación.

En su largo autoexilio interior, no exento de vida-otra, José María Ribelles había leído particularmente a Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein y a los franceses Barthes, Foucault y Baudrillard. Pero también a Sartre, de quien tradujo los tres volúmenes de El idiota de la familia y el San Genet, comediante y mártir, texto que le descubrió al autor del Diario de un ladrón, de Querelle; y luego, por carambola, a Fassbinder. También tradujo sus Situaciones IX, así como el Bestiario de Raimon Llull, según consta en el inventario que, en 1983, el poeta hizo de su obra inédita, en la revista Zarza Rosa.13 No hubo, sin embargo, que llamar, al final, a las Bacantes para que hicieran con Ribelles lo que con Orfeo. No hubo que buscar la hacheta carnicera para descuartizarlo. Tras la muerte del poeta, su habitación —todos sus efectos personales, sus enseres y parte de su obra— desapareció como por ensalmo. ¿Dónde acabó todo, en el contenedor de la basura? ¿O en una hoguera, en el patio de la casa, como antaño ocurriera con todos los tebeos de su infancia, en un ritual de purificación excesiva y pasaje a la nada? ¿Dónde están sus ensayos, las fichas del diccionario temático que estuvo elaborando durante toda su vida, las traducciones que hizo? ¿Qué fue de la correspondencia que mantuvo, y guardaba, con Vicente Aleixandre, Antonio López Luna, Carmen Soto, Jaime Siles, Álvaro García, Antonio Colinas o Victoria García Presa? Nunca ha de perderse la esperanza, pues puede que alguna vez alguien encuentre, investigando su obra, algo de lo aquí señalado, en alguna caja, seguramente, de las que aún duermen, sin desprecintar, arrinconadas en algún cuarto de la Biblioteca Municipal de Puçol, las que en su día allí depositara la familia Ribelles. No hay ninguna esperanza, sin embargo, de encontrar su voluminoso Diario.14 Aun así, como tras la muerte desgarrada de otro poeta-mago, Orfeo, feroz castigo o cruel fiesta de Dyónissos, no se extinguió la voz de José María Ribelles. Su lira y su cabeza —música & poesía— iniciaron la gran travesía, del mundo de los muertos a las arenas de oro de la lírica isla.

Aparte de lo publicado,15 se libraron, no obstante, de la nada sus poesías castellanas completas. En su día contabilicé, numerados, sesenta títulos; todos ellos inéditos por aquel tiempo, salvo Penumbra del cuerpo que ilumina. Había también cuadernillos con el título repetido, hasta dos o tres veces; la misma obra, rescrita en distintas fechas. Han de añadirse diez títulos a los anteriores, aparecidos recientemente. Se encontraron aparte, cogidos con una goma y envueltos en una hoja donde se lee, escrito a mano: “Lista enocquiana”.16 Dominando como dominaba Ribelles la simbología de las formas, los colores —el rojo y el negro eran los colores rituales; en tinta roja y negra escribía, a mano, sus poemas— y los números, podemos apuntar aquí, aplicado a su obra, que el 7 es imaginación y misticismo; y el 0 es el no ser, la muerte, pero también la eternidad.

Revestida de la poesía pura francesa con un toque de estructuralismo barthesiano, en clave de pintor alegórico, la poesía del mejor Ribelles, neopurista, mágica y filosófica, más allá de la representación —signo genuino y pretencioso de nuestra cultura occidental; el individuo, como elemento central y acumulativo—, afirma un mundo invertido, dentro del mundo sensible, y presenta la idea a la manera de Oriente. Como una pincelada, un relámpago: fragmentada. Puede, si quiere, rizar el rizo al estilo con una pizca de surrealismo y, por la propia estructura y composición de sus versos, por la concisión cada vez más sintética con que utiliza la lengua, ciertas dosis a la manera del cut-up del maestro Burroughs;17 con lo que consigue hacer de la materia, de lo físico, una pregunta que es, a la vez, respuesta. Es por ello que la poesía de José María Ribelles es eminentemente filosófica; la de un filósofo mediterráneo, es decir, luminoso y sensual. Se da en su poesía una conexión, un perfecto maridaje, entre materia e idea, entre lo físico y… ¿qué es metafísica? “La poesía es originaria de la luz, como despertar o desvelamiento de lo oculto, y acción que conduce a lo sagrado”, afirma Ribelles en su “Poética” y concluye: “Para mí, la poesía, es, ante todo, lenguaje, puente y anillo: único medio de realizar una efectiva comunicación entre los hombres, y de éstos con la materia y el espacio, en su deseo de eternidad”.18 Ribelles se vale de la poesía para desvelar y revelar el sentido y el sinsentido del ser. Como poeta maldito, sabe que la verdad es un “barril de dinamita” y la dice. Verdad que es proclamada no como verdad inamovible, pues no la hay, sino como un conjunto de verdades encontradas.

La belleza, el amor, la perversión, los monstruos, los fantasmas, las máscaras, la realidad virtual, el veneno, el hermetismo y, sobre todo, la magia —la manifestación filosófica de la idea reviste, en Ribelles, un ritual de alta magia—: he aquí el condimento de su receta poética. El fundamento de su mundo poético.

 

Poesías castellanas completas

Las Poesías completas de José María Ribelles, es decir, sus poesías castellanas completas, comenzaron a publicarse, en edición póstuma, entre 1999 y 2001, un volumen por año, en la colección Jade.poesía de la editorial del Instituto de Estudios Modernistas, colección que inicié al responsabilizarme de su edición o, más exactamente, al hacerme ejecutor de la profanación de su obra. De este modo lo sentía yo mientras picaba los textos —desritualización y desacralización, la anticeremonia. Ribelles había dejado numerados los poemarios, en su última y definitiva revisión de 1994, no por orden cronológico sino en un orden-otro. Un orden que, tomando las palabras con que Derrida define su propia obra, parece atender más bien al “desplazamiento de una cuestión, un cierto sistema abierto en alguna parte a algún recurso indecible que le da su juego”.19 El juego aquí está servido en el sentido de los títulos o el tempo que cada uno marca en la alegoría de conjunto, la del ser en el mundo. Seguí el orden de publicación marcado por el poeta, con la excepción de dos títulos.20 A partir de 2002 y hasta 2005, otros tres volúmenes, con el título genérico Obra completa, fueron publicados por Brosquil Edicions, con la colaboración igualmente del Ayuntamiento de Puçol.21 Luego llegó la crisis económica. Las pequeñas editoriales iban cayendo como castillo de naipes. Y el acceso del PP al poder dio la puntilla a la cultura; se dejó de apostar por ella, como enemiga pública, y se potenció lo populachero. Han tenido que pasar muchos años para que empezaran a cambiar las cosas. La editorial Neopàtria, de Alzira, con la colaboración nuevamente del Ayuntamiento de Puçol, en manos de distintos gobernantes, ha vuelto a retomar la publicación de la obra inédita de José María Ribelles y a convocar de nuevo el premio de poesía en valenciano que lleva su nombre. El pasado abril se presentó, en la biblioteca pública de la localidad, su Obra completa VII. Así, de los setenta títulos que componen sus poesías castellanas completas, siguen inéditos, a día de hoy, treinta y ocho.

Para finalizar, comentaré únicamente los tres primeros volúmenes de la obra poética en castellano de José María Ribelles, los que en su día fueron publicados, bajo mi cuidado, con el título genérico de Poesías completas.

 

Poesías completas, 1

Los nueve poemarios que conforman este volumen22 pertenecen a las dos primeras etapas de la producción de nuestro poeta. A la primera, de 1964 a 1970, corresponden: La lira de fuego (1964-1969), Tres miradas en un sueño (1968-1969), Visión original (1969), Perfecta fuga (1969), Tríptico de Quer (1969) y Tríptico del ángel dividido (1970). Son, todas ellas, obras muy breves. De cuatro composiciones consta el primer título y de tres, el resto. En el número ya apuntado de la revista Zarza Rosa, Ribelles definía esta etapa suya como “poesía expresionista de tipo alemán”. Acaso porque Antonio López Luna se había adelantado a establecer una similitud sintáctica entre estas composiciones y las de Trakl, aunque, por aquel entonces, Ribelles desconocía la obra del poeta austríaco. Es esta, la de Ribelles, una poesía hermética, de tema mitológico, en versos pentasílabos y alejandrinos, de estructuras musicales neopuristas. Poesía próxima a la de los simbolistas franceses, a la poesía pura de Mallarmé y Valéry —dos poetas también obsesionados por el azul. José María Ribelles flexibiliza los ritmos clásicos pero también gusta de romperlos de golpe. Sabe trocearlos con prosaísmo calculado. Maestro en la violentación del cuerpo textual, domina los mecanismos de alteración y ruptura.

La lira de fuego (1964-1969) se abre con un canto a Apolo, el dios de la Poesía. Las sesenta y nueve estrofas de cuatro pentasílabos de la composición producen un aire de danza mágica, ancestral, infinita. Con idéntica estructura, el siguiente poema está dedicado a Dionisos, que representa la Naturaleza y el Eros. Los versos de José María Ribelles están “entre el equilibrio olímpico y la fiebre demoníaca”, como apuntó Antonio Colinas.23 La luz más profunda del cielo y la más profunda de las tinieblas, como apertura de la sensibilidad. Entre los campos semánticos clave de nuestro poeta, la luz y las tinieblas se confunden como unidad del caos primero. Es la unión de los contrarios lo que subrayan sus versos. Así, en estrofas de cuatro heptasílabos, dedica a Hermes, el intérprete o mediador, de doble naturaleza, la siguiente composición. Y el breve poemario se cierra con “Narciso”, otro ser dual o múltiple, resuelto en estrofas cantables de cuatro pentasílabos. José María Ribelles se acerca aquí al personaje mítico no como Ovidio, Gide o Valéry, ni como Lezama Lima. Para Ribelles, Narciso no es el ser que se refleja sino el reflejo mismo: lo que el ojo ve, la mirada. Más próximo al último Merleau-Ponty de El ojo y el espíritu, José María Ribelles nos muestra la imagen-reflejo, el “yo-otro”, no como “carne” sino como mirada, como visión —la creación empieza en la visión, dice Matisse citado por Merleau-Ponty. Y así queda quintaesenciado en la estrofa que cierra esta composición: “Una mirada, / tal agua viva, / presente, fiel, / sola mirada” (p. 38). ¿No es acaso Narciso, el artista, su pluralidad? Ribelles era de heterónimos.

Convergen en alguna forma de unidad, por su estructura y temática, el resto de los concisos poemarios de esta primera etapa: Tres miradas en un sueño (1968-1969), que consta de los poemas “Endimión”, “Adonis” y “Ganímedes”, tres mortales amados por tres divinidades; Visión original (1969), compuesto por “Príapo”, “Pan” y “Polifemo”; Perfecta fuga (1969), con las composiciones “Safo”, “Medea” y “Artemis”; Tríptico de Quer (1969), al que corresponden “Cloto”, “Láquesis” y “Atropo”. Y Tríptico del Ángel Dividido (1970), dedicado a Vicente Aleixandre, que consta de “Evasión”, “Presencia” y “Sentido”, donde Ribelles vuelve a incidir en el personaje mítico, con el simbolismo del ángel dividido como yo “poliédrico”. Todas las composiciones presentan idéntica estructura formal, todas resueltas en seis estrofas de cuatro alejandrinos de cortada sintaxis. Es la estructura que el poeta elige para realizar una arqueología del mito partiendo de nuestra cultura raíz, la griega. En el mito, imagen de nuestro yo y sombra de nuestra colectividad, condensa Ribelles un exceso de significados inquietantes para decir su aquí y ahora, para representar su propia filosofía: el pensamiento universal sobre el ser.

El segundo bloque de este primer volumen está compuesto por Libro de la Vida y la Muerte (1972-1979), Emergencia (1976) y Gemas (1975). La poesía de José María Ribelles da aquí un giro repentino y profundo. Los solemnes y extensos poemas en alejandrinos, de tema mítico, devienen breves composiciones en versos de seis y siete sílabas que incitan a ser cantados. Así caracterizaba Ribelles, en el número ya indicado de la revista Zarza Rosa, esta nueva etapa suya: “Poesía semántica, investigación sobre el lenguaje, gran apertura en el estilo, economía lingüística, influencia del haikú japonés, temática anarquista, originalidad entre la idea y la métrica, lo sensual combate en ruptura con lo metafórico”.

En Libro de la Vida y la Muerte (1972-1979) se entremezclan luces y tinieblas, ángeles y demonios, cielos e infiernos, en aras de una vida, breve, d’ennui. Tras el caos, el poeta se sabe inmerso en ruinas, paisaje después de la tempestad —el progreso. Es un mundo como visto por Walter Benjamín a través de los ojos del Angelus novus de Paul Klee. Y así nos hace verlo en poemas como “Naraka”, “Aniquilación”, “Infierno” o “Identification du Démon”. Este desolado y deshumanizado paisaje es también interior, y no hay salida. En “Ubres de arcilla”, el poeta asume la degradación circundante como víctima sacrificial —el destino sacrificial del poeta, del Artista: Orfeo descuartizado—, para acabar diciendo, asumiendo su condición de maldito: Aborrecedme. / Dans mon horreur, / je m’abandonne (p. 92). El poemario se cierra con una composición, “Aún más suave”, que nos ilustra la verdad del ser, hecho para la muerte: “Una vida breve / de pasar acaba, / como mera sombra / o la flor de un día. // Pronto se evaporan / presente y futuro, / un vago fantasma / lleno de quimeras. // Mitos, deserciones / calladas o burdo / final de leyenda. // Ni una leve huella / queda del perfume. / Nada pesa un pétalo” (p. 97).

En Emergencia (1976), dividido en cuatro bloques de poemas muy breves, generalmente resueltos en una estrofa de cuatro heptasílabos, las formas se sutilizan hacia la pureza de la idea. El poemario se abre con “Divino poder”: “Un melodioso acorde / libera de la muerte; / identidad eterna / que el tiempo revalida” (p. 101). Todas las composiciones están ejecutadas como un paisaje mental, sonoro, donde vibra la idea en su pureza primigenia. De algún modo así lo indica el poema “Estilo”: “Ciencia de los matices; / deslinde, ágil, rítmico. / Pausa, relieves prístinos / de la idea y la música” (p. 107).

Gemas (1975) son composiciones más escuetas, y en versos también más breves, en hexasílabos, que evidencian, en su sentido, el ya apuntado salto mallarmeano al vacío. No hay protesta, acusación, rebelión romántica, sino una no-intervención en el presente. Tampoco se trata de una huida, sino de una retirada descendente, un dejarse llevar hacia la nada. Y es esa conciencia existencial asumida lo que, desdoblado, hace decir al poeta en “Nominación”, con los versos que clausuran el poemario y, a su vez, el volumen: “Aún eres eso: / éxtasis, descenso. / Un ser para nada / o reverso negro” (p. 139).

 

Poesías completas, 2

La entrega24 está compuesta por los títulos Libertad herida (1975), Preparación del azar (1975-1976), Huyendo (1986), Momento sucesivo (1977), Presencia misma (1977) y Juego del mundo (1981). Una vuelta de tuerca de la poética de Ribelles queda patente en el volumen, desde el primer título.

Libertad herida (1975) consta de poemas también muy breves, apenas resueltos en cuatro o cinco pentasílabos o hexasílabos. Poesía cegadora, como relámpago manifestada. Poesía mediúmnica se diría, según el poema “Legado”: “De más arriba / ha recibido / identidad / o pensamiento, / lograda forma” (p. 28). Forma nueva brillando en el silencioso vacío, en el lugar de la ausencia. “Le vrai lieu c’est la absence” es la cita de Yves Bonnefoy con que se abre el libro. Y así se desprende del poema “Acceso”: “Acceso a un misterio, / la curva exterior. / A su alrededor, / el nuevo silencio / crece tal amor” (p. 38). La clave del libro, su verdad más honda, nos la desvela, sin embargo, la composición “Libertad herida”, que a su vez presta el título al poemario: “Libertad herida, / vida encadenada. / Caricia ofendida, / las alas vendadas. / Paloma vencida, / luz abandonada” (p. 41). Para Ribelles, para el poeta, encadenado al aquí, para el ser-en-el-mundo, “el verdadero lugar es la ausencia”: la ausencia de paraíso —los verdaderos paraísos, dice Proust, son sólo los perdidos. Pues ¿no es la poesía sino una oración a la ausencia?

Preparación del azar (1975-1976) es una prolongación del anterior libro, en cuanto a la forma —composiciones todas de cuatro versos simples de arte menor, aquí todos heptasílabos— y en cuanto a la temática. Desde el punto de vista formal, resalta la economía sintáctica, a veces excesiva. Observamos esa omisión de las formas verbales, de los conectores oracionales, austeridad afín a la obra tardía de Flaubert, acaso homenaje a su estilo. Tomemos como ejemplo “Génesis del sonido”: “Experiencia más íntima, / abismo del origen. / Encantamiento, éxtasis, / gracia o favor de un dios” (p. 59). Respecto a la temática, el poeta no pierde la esperanza de ese jardín o edén por venir. Así queda reflejado en el poema “Silencio”: “Descansan sus fragmentos, / infinito silencio. / Beso siempre futuro, / el edén que retorna / de oscuro fulgor” (p. 62). Una esperanza que, en su deseo, propicia el paraíso de la vida, la nueva luz naciendo como ilustra el poema “Jardín”: “Inmediato perfume / rocío, sol, frescor / o silencio le entregan / a la plenitud bella / del nuevo amanecer” (p. 63). Pero es y no es. Todo se contradice.

En el siguiente poemario, Huyendo (1986), el poeta, también en breves composiciones de cuatro versos, aunque en el tono solemne y discursivo que aporta el alejandrino, reconoce su fracaso, su error. Así se evidencia, y suenan premonitorios sus versos, en “Por hollar otro cielo”: “Por hollar otro cielo, olvidaste la tierra. / Ignorando tu tiempo, pierdes ahora la tierra. / Para mejor vivir, dices que te alcanzaste. / Cielo y tierra destruyes con tanto desamor” (p. 73). Si la realidad sólo está en los sueños, como apuntaban los surrealistas, y “el sueño es una segunda vida”, como proclamara Nerval en Aurelia, la vida es, en verdad, el aquí y ahora; no es otro —como también afirmara James Byars— el “momento perfecto”. En un desdoblamiento del sujeto poemático, el mismo Ribelles conforma su epitafio en el poema que da título al conjunto, “Huyendo”: “No inmortal, aunque inútil. Huyendo de los dioses / y de su propia gloria o su falsa grandeza. / Tampoco fue converso ni se avino a las órdenes / públicas o secretas. Vivió solo con su obra” (p. 72).

En las seis partes de Momento sucesivo (1977), las cuatro primeras, de veintiún poemas cada una, y las dos últimas, de catorce, predominando en todas ellas la composición de cuatro versos octosilábicos, el poeta, el artista, desarrolla su estrategia vital con que librarse de la nada, su “Originalidad”: “De la ausencia de vínculo, / ardiente cielo íntimo / solo aspira al hallazgo / del espíritu artístico (p. 87). No hay otra opción contra la nada que la acción, la creación artística como eternidad o “Momento sucesivo”: “Ningún canto, ningún mundo /se logra fuera de sí. / Un comienzo sucesivo, / un universo perenne /o posible esfera de átomo” (p. 103). Desde el vacío de la realidad, el artista contrapone a la nada su obra, acto mágico con que justifica su ser en el mundo.

Presencia misma (1977) es una extensión del poemario anterior. Dividido en cuatro apartados, las composiciones, todas ellas monoestróficas, compuestas de cuatro versos octasilábicos las del primero, de cinco las del segundo, de seis las del tercero y de siete las del cuarto, desarrollan la idea de vida, de verdadera vida, como verdad soñada, jardín remoto, fuera del tiempo, en oposición a la realidad circundante. Así el poema “Semivida”: “Desorden o inconsciencia: / una máscara del mal / funda el infierno en la tierra. / De nuevo cierra los ojos. / La puerta del paraíso, / el instante verdadero” (p. 119). Y se incide en la idea de que la verdadera existencia es interior, como se expresa en “Nexo”: “Verdaderamente vivo / existes, no extraño, dentro. / En esta inquietud, viviendo / corazón bello, tan bello / y amante, tan digno, siendo, / amor, un genio benévolo” (p. 120).

El volumen se cierra con Juego del mundo (1981). La magia del arte consiste en que demuestra, con su proceso de recreación —recrear como experiencia de cada individuo de lo que él no es—, que la realidad puede transformarse, dominarse, convertirse en un juego. Es la mirada del artista lo que configura el mundo: no se ve sino lo que se mira. Así queda expresado en “Imágenes”: “En el espejo del ojo, / entorno de sus pupilas, / superficies resumidas, / imagen del mismo mundo” (p. 134). La imagen especular esboza en las cosas el trabajo de visión, dice Merleau-Ponty en su obra ya citada.25 Próximo al nihilismo, rasgo esencial de la decadencia, al nihilismo nietzscheano, la mirada del poeta, el poeta outsider que es Ribelles, des-mixtifica, des-vela la realidad despojándola de todo misterio, al tiempo que la des-mitifica, desnudándola de toda naïveté primigenia, como expresa el poema “Mirar azul”: “De su mirar azul / lo que oculta —espada / sin edad, bosque o sábana— / el espacio infinito. / Viejo fondo que miente; / sólo vacío, nada” (p. 137). Pero también, para-doxalmente, por el amor que Ribelles profesa a la vida, a la vida más allá de la vida, el sujeto poemático llega a exclamar en el poema “Acude”: “Acude, alma, acude: / un corazón sin latido / es el vacío, postrer / secreto de cuanto fue. / Acude, alma, acude. / Sin más descanso, acude, / despierta un cuerpo inmortal” (p. 142). Así también, como el Vinteuil de Proust, Ribelles, más que crear la frase, la “desvela”.

 

Poesías completas, 3

Dos de las características esenciales que fundamentan la modernidad del discurso poético de José María Ribelles se patentizan con toda claridad en este volumen,26 que incluye los títulos De la vida y del amor (1980-1981), País de púrpura (1978), Fragmentos (1979), Penumbra del cuerpo que ilumina (1972), y Perfil de la rosa (1975-1977). Una de ellas es la síntesis del discurso, su economía expresiva y sintáctica, quintaesenciada la idea y fragmentada a través del cambio de planos. Ribelles tiende a una “ destilada concentración del concepto”, en expresión de Hegel.

Lo seguimos viendo en De la vida y del amor (1980-1981), compuesto de poemas breves, en versos simples de arte menor, todo innovación métrica, como se comprueba en las cuatro partes de la obra: la primera en bisílabos, en trisílabos la segunda, tetrasílabos la tercera y pentasílabos la cuarta. El libro se abre con el poema “Luz”: “Luz, / ara, / tierra. // Sangre, / voz, / alma, / cruz” (p. 21). Y he aquí uno de los que cierran, “Inscripción”: “Signos futuros, / entretejidos / de sombra o luz, / abren un mundo” (p. 47). Sueños, goces, hechizos, soledades, quimeras irrumpen en el raro y confuso sueño de la noche oscura del poeta.

Ese mundo onírico, inmaterial, visionario, se continúa en País de púrpura (1978). El púrpura o violeta es el último color del arco iris, final de lo conocido y principio de lo desconocido, es decir, la muerte. Pero también, según Jung: el dinamismo del instinto (extremo infrarrojo) e imagen arquetípica del mismo (extremo ultravioleta); a su vez, símbolo cristiano relacionado con el proceso y crecimiento espiritual. Encabeza la entrega una cita de Luis Buñuel: “Yo sólo veo dignidad en la nada”. Son poemas monoestróficos en su mayoría, compuestos todos en enigmáticos eneasílabos, poesía pura muy próxima al Valéry de Cármenes. Y es índice de ellos “Secreta voz”: “Mar del motivo, bruma onírica; / oscilar de ensueño fugaz, / un puro destello inefable. // Del aire desnuda o culmina / la misma melodía viva, / difusa, suave, impecable” (p. 74). Discurrir que se nos desvela en el serventesio “Discurso continuo”: “Un discurso continuo apura / o totaliza la espiral / de su delirio, conjetura / equivalente a la verdad” (p. 54). En “Pubertad”, la playa de su vida, el antiguo fondo y la antigua forma quedan dinamitados por la ensoñación; composición en decasílabos, salvo el último verso, eneasílabo, que remarca la eternidad del recuerdo: “Cada noche le atrae o seduce / con un nuevo sueño secreto. // Oye la voz del amor eterno, / inicia o siente un deseo inmenso. // De mármol, su brazo atraviesa / todo un meridiano sin fondo, / antigua playa de su vida” (p. 78).

Otra marca de modernidad en Ribelles es la fragmentación. Fragmentación del lenguaje, a través del cambio de planos. Un fenómeno peculiar del siglo XX que los “ismos” reflejan en sí mismos, conviviendo entre ellos, sucediéndose en períodos muy breves y ofreciendo como totalidad sus parciales, contradictorias y divergentes visiones. Fragmentación que es reflejo, a su vez, de la fragmentariedad de la vida en el mundo burgués —“demasiado fragmentarios son el mundo y la vida”, dice Heine. La poesía moderna, con su montaje de fragmentos heterogéneos y su irracionalismo intelectual, procede enteramente de Rimbaud, el primero que destruyó la forma y las estructuras tradicionales de la poesía —véase su “barco ebrio”. Una fragmentación que, en muchas composiciones de Ribelles, está muy próxima al sistema técnico y conceptual del autor de Nova Express. Una especie de fold-in y de cut up con el fin de crear una ruptura en la lógica del lector y generar entre las partes unas novedosas y extremas correspondencias de sentidos, como evidencia Fragmentos (1979), el siguiente poemario. Tomemos como ejemplo “Núcleo de su ser”: “Anhelo, afán, melancolía. / No asiente su semblante. Recinto / interior, laberinto del pecho. / Nimba un halo extraño, una herida” (p. 88). O el poema “Umbral”: “Mitad opuesta o mano, singularidad, tacto. / Secreto más preciado, verdadero sentido. / Suma luz, unión justa, real y sideral. // Discontinuo converge, / sube a través de un dédalo, / por un solo vacío, / jazmín enamorado, / interior de uno mismo, / único reino múltiple” (p. 118).

Penumbra del cuerpo que ilumina (1972), único libro en castellano que José María Ribelles publicara en vida, al cuidado de Eduardo J. Vercher, título fundamental para la generación de los 70, fue saludado así, en su día, por Vicente Aleixandre: “He aquí un libro transido de luz mediterránea, en el que el poeta trasmite efusiones del amor con palabra salida de la emoción contenida o dolorosa en su inmediata presencia”.27 No es casual que el libro se abra con la composición “Tal un azul me inunda”: “Tal un azul me inunda / sin una palabra, huella del mar / o labio del horizonte, / deseo sin recuerdo a donde / sólo presencia muda, / tal un azul me inunda / y transparenta el alma su cantar” (p. 121). El azul, color emblemático de nuestro poeta —mar azul, cielo azul, jazmín azul, recuerdo de pétalos azules, caminar azul—, colma todo el libro. Son poemas simbólicos en los que predominan la metáfora y las imágenes renacentistas, en versos heptasílabos particularmente, pero también hay composiciones en octosílabos, decasílabos, endecasílabos y dodecasílabos. Jenaro Taléns, citado por Ribelles, habla de “innovaciones métricas sin precedentes en la lírica española”.

Cierra el volumen Perfil de la rosa (1975-1977). Este libro, como el anterior, pertenece, así los ubica su autor, a una segunda etapa que se siente deudora de los poetas del Siglo de Oro, con influencias sobre todo de san Juan de la Cruz. En esta línea apunta el cantable poema “La suerte del amor”: “El silencio es un rapto /del alma y sus sentidos. / Se estrecha la memoria / cuando muere el oído. / Buscar otro sentido / en la orilla de un río. / Decir desconocido, / la suerte del amor” (pp. 131-132). Clave en el libro es el extenso poema, resuelto en veinticinco estrofas compuestas de cuatro versos heptasilábicos, titulado “Afrodita”. “Presencia de luz pura”, llama a la diosa. Y, en la estrofa final, a ella se dirige: “Joven púrpura, diosa / de mi ausencia, el amor / que tú me tienes vive / la verdad de mi amor” (p. 145). Es el amor divino y terrenal a la diosa, la pura carne de la diosa, la verdad del amor, lo que cantan los versos de José María Ribelles. A sus ojos, la tierra es siempre mágica y visionaria. Un estallido de luces, colores, formas ideales, en una existencia de ficción, vivida a través del arte —el arte, siempre envuelto en cierta clase de perfección. Arte de la poesía para, sutilizada, resultar armonía sonora como canta el verso con que se cierra el poemario y el volumen: “Nada es, todo deviene música” (p. 152).

 

Final

En los versos de José María Ribelles, el espíritu del mundo es azul. Es al poeta visionario a quien se manifiesta el azul —lo invisible tornándose visible. El azul es ¿la luz de qué? “Ponla en autorreverse, y que suene infinita” (dicho por un poeta suena a dos heptasílabos, estudiante de literatura). La tierra es azul, materia celeste, en los versos de José María Ribelles. En el color del paraíso, todo es aquí y ahora. Intenso instante perfecto de la visión. Momento perfecto, de oro —“dorada es la eternidad”, dice Lee Byars.

En el Jardín Botánico de los versos de José María Ribelles —la mitad de su poesía en castellano, a día de hoy, aún por desvelar—, aquí, en su tumba-capilla, en el “Jardín del Oeste”, crecen árboles mágicos.

Pedro Gandía
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Notas

  1. Martin Heidegger: “Carta sobre el humanismo”, en Hitos, Madrid, Alianza Editorial, 2007, p. 260.
  2. VV.AA.: Spiritualité et materialité dans l’oeuvre d’Yves Klein, Gli Ori, Prato, 2002, p. 50.
  3. Los dos primeros párrafos de esta biografía son deudores de las “Notas biográficas” que el poeta redactó para Zarza Rosa, revista de poesía, Nº 1, septiembre-octubre 1983, pp. 15-17.
  4. Fue Jaime Siles, según Ribelles, quien envió el manuscrito a Ángel Caffarena, a Málaga, para que lo publicara en su imprenta El Guadalhorce, en la colección “Cuadernos de María Isabel”. Caffarena acusó su recibo pero no confirmó su publicación.
  5. Enrique Martín Pardo: Nueva poesía española, Madrid, Scorpio, 1970.
  6. José María Ribelles: Penumbra del cuerpo que ilumina, Valencia, Colección “Azul”, 1972. El libro, clave en la poesía valenciana de los 70, fue reseñado, entre otros, por Mario Hernández en Trece de Nieve, Eduardo J. Vercher en Levante, Jaime Siles en Las Provincias, Josep Piera en Múrice y Ángel García López en Estafeta Literaria. Guillermo Carnero lo definió como poesía “de influencia arábigo-andaluza y acaso de Paul Valéry o Mallarmé, aunque también podría ser un Góngora muy filtrado”.
  7. José María Ribelles: La mort als llavis, Valencia, Edicions de la Guerra, 1991.
  8. Luisa Muraro: L’ordine simbolico della madre, Roma, Editori Reuniti, 1991 (tra. espa.: El orden simbólico de la madre, Madrid, Horas y horas, 1994).
  9. “Poemas de José María Ribelles”, ed. de J.M.R., en La Factoría Valenciana, Nº 7, Valencia, septiembre de 1992. Se trata de una muestra de diez poemas pertenecientes a sus libros Penumbra del cuerpo que ilumina (1972), Primer espacio (1975-1976), Dioramas (1986), Goab (1986) Labio adentro (1988), Entropía (1988) y Neitor (1989), obras que, a día de hoy, permanecen inéditas salvo los dos primeros títulos.
  10. Esa misma aspiración de escapar del ciclo de la vida y de la muerte es fundamental en los miembros de algunas sectas religiosas indias, como los jainitas y los ájivikas (áyivaka significa “seguimiento de reglas especiales de manutención”), quienes consideraban el suicidio como la única muerte aceptable. No comer hasta morir por inanición era uno de los métodos tradicionales de formas de muerte voluntaria, como manera de prolongar la existencia en el samsara. En la muerte por inanición, espectáculo de larga duración, el agonizante representaba el último beso, la última canción, la última danza, el último comentario escatológico y la última bebida. De este modo, Ribelles, en su suicidio ritual, lanzado a un “descenso ascensional” hacia la Gran Cadena platónica del Ser, en un lento despojamiento hacia el principio, cantando el himno de la desaparición, de la evanescencia, regresaba, con paso firme, a la esencia sosegada del Logos.
  11. José María Ribelles: Senso, Valencia, Editorial Camacuc, 1995.
  12. Uno de sus heterónimos, tanto en sus versos como en su Diario, era Alys, el 666.
  13. “José María Ribelles, aura de novísimos”, en Zarza Rosa, revista de poesía, op.cit., p. 10-22. El director de la revista, Salvador F. Cava, presenta a Ribelles como un autor novísimo e ilustra sus palabras con cinco poemas inéditos del poeta, pertenecientes a sus libros Noche del can (1978), De la vida y del amor (1980-1981) y Poemas didácticos (1982), acompañados de una extensa nota biobibliográfica elaborada por el propio Ribelles.
  14. Resuelto a modo de roman à la clef, el Diario (1967-1996), que tuve la oportunidad de ojear y leer algunos fragmentos, constaba de al menos seis gruesos manuscritos en letra muy apretada pero absolutamente clara, los dos primeros tercios escritos en castellano y el resto en valenciano. En una nota autógrafa de 1978, Ribelles contabilizaba hasta esa fecha cuatro libros con un total de 2.624 páginas. Se trataba de una rara mezcla de reflexiones filosóficas y experiencias vitales, narradas con cierto toque Genet, donde el heterónimo de turno vive intensamente la vida y sus contradicciones como un ritual de amor. Así, por ejemplo, veíamos al protagonista desplazándose a la capital con su joven amante, un gitanillo, para acompañarlo a delinquir en unos grandes almacenes. El diario fue destruido, según la sobrina del poeta, por orden de su padre, el hermano mayor de la familia.
  15. Mejor suerte corrieron sus versos en valenciano, gracias a las ayudas gubernamentales a la edición, que por entonces sólo se destinaban a obras escritas en lengua autóctona. Con los poemarios ya mencionados, La mort als llavis (1991) y Senso (1995), y los póstumos Kenosi y El rei de la vida, ambos publicados en 1998, su obra poética en valenciano quedaba prácticamente cerrada, a falta de Belial, extenso e inacabado poema en alejandrinos, en el que estuvo trabajando hasta su muerte y que tuve la oportunidad de leer, igualmente desaparecido. De todos sus ensayos, sólo ha llegado hasta nosotros, recién recuperado, un texto que guardaba su sobrina: Neurosis y programación en Flaubert: el Segundo Imperio, treinta folios escritos a mano, en letra apretada, por las dos caras.
  16. Son los últimos libros escritos por el poeta, numerados del 61 al 70, los que llevan por título Bajo el signo de Tauro (1988-1993), Lilia (1988-1993), Neitor (1988-1993), Labio adentro (1989-1993), Sombra de amor (1993), Himnos a la vida (1990-1993), Manantial de presencias (1991-1993), Rumor de límites (1991-1993), La luz en el rostro (1989-1993) y Cuando me venza el sueño (1989-1993). A ellos habría que añadir dos títulos más, no numerados, es decir, no incluidos por su autor en sus “poesías castellanas completas” y recientemente recuperados también: el Libro de Dadá, una colección de quince poemas, dedicado y regalado en su día a Empar y Pere Bessó, y el inacabado Himnodia (1991-1993).
  17. De algún modo José María Ribelles también podría relacionarse, al final de su vida, con un personaje de Burroughs, el protagonista de Las últimas palabras de Dutch Schultz, en aquel tono inconexo y alucinado de su lenta agonía, después de ser herido mortalmente por unos pistoleros rivales. En sus últimos días, en el sanatorio de Portaceli, Ribelles soñaba que descendían a su cama los ángeles, que estaba en el Paraíso. Pero también, en su agonía y delirio, sufría pesadillas terroríficas, infernales: a la manera de aquel sueño de Maldoror en que “una vieja araña de gran especie” llegaba para apretarle la garganta con sus patas y chuparle la sangre con su abdomen, Ribelles se quejaba de que los demonios venían todas las noches a su cama, a robarle la sangre cuando se dormía.
  18. “Poemas de José María Ribelles”, en La Factoría Valenciana, op.cit., pp. 6-7.
  19. Jacques Derrida: Posiciones, Valencia, Pre-Textos, 1977, p. 9
  20. Se trata de dos obras que contemplé más como independientes y conjuntas, que salteadas en las poesías completas: La Lira de Silencio (1967-1977) y Libro de Bea (1967-1977), y que son precisamente los dos títulos que conforman el volumen recientemente publicado, Poesías completas VII (Alzira, Neòpatria, 2017). Juntar, en volumen único, estos dos poemarios de prosa poética, ha sido una feliz idea para resolver la pequeña alteración del orden de su obra.
  21. Se trata de Obra completa IV, Valencia, Brosquil Edicions, 2002, que incluye los poemarios Tríptico azul (1974), Post-Scriptum (1969-1972), Amor del amor (1972-1983) y Primer espacio (1975-1977); Obra completa V, Valencia, Brosquil Edicions, 2003, compuesto por los libros Pasión de la noche (1972-1979), Cambio de signo (1982) y Noche del can (1978); y Obra completa VI, Valencia, Brosquil Edicions, 2003, que comprende los títulos Panfletos, regresos y anticipaciones (1969-1974), Oquedades (1982) y Al margen (1974-1975).
  22. José María Ribelles: Poesías completas 1, Valencia, Instituto de Estudios Modernistas, col. Jade.poesía, 1999.
  23. “La vida nos obliga a conseguir el equilibrio de un Goethe (bueno, nos recomienda, no nos obliga), pero inevitablemente es difícil poner cerco a la ‘llama’ que todos llevamos dentro. Todos llevamos dentro nuestro Goethe y nuestro Hölderlin, el equilibrio olímpico y la fiebre demoníaca. ¿Qué pedirle a tus poemas? Tienen lo principal y eso los justifica, los hace ser un mundo bien compuesto en el que podemos acudir a embebernos”, entresacamos de la carta que Antonio Colinas dirige a José María Ribelles el 1 de febrero de 1970, desde La Bañeza (Zarza Rosa, op.cit., p. 18).
  24. José María Ribelles: Poesías completas 2, Valencia, Instituto de Estudios Modernistas, col. Jade.poesía, 2000.
  25. Maurice Merleau-Ponty: El ojo y el espíritu, Barcelona, Paidós, 1986, p. 26.
  26. José María Ribelles: Poesías completas 3, Valencia, Instituto de Estudios Modernistas, col. Jade.poesía, 2001.
  27. Zarza Rosa, revista de poesía, op. cit., p. 18.
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