
En la Edad Media, unos irreverentes denunciaron la corrupción de la iglesia católica y amaron la vida alegre en primavera, a cada hombre y mujer sin importar sus gustos, fortuna y condición moral. En vez de sermonear a los “caídos en pecado”, estos poetas, llamados “goliardos”, invitaron a poetizar el cuerpo. A diferencia de quienes obligaban al ayuno y el recato, incitaban a deleitarse con el vino, la comida y los excesos.
Su sed no es sólo de licor, también de conocimientos. Son sarcásticos y mordaces contra la doble moral de quienes orientan las instituciones religiosas.
Dos máximas mueven las aspiraciones de los goliardos, tal como advierten en el poema “Regla goliárdica”: “Id por todo el mundo” y “todas las cosas probad” (Requena, 2003, p. 41).1 La primera remite a que los goliardos fueran los “clérigos vagantes” del medioevo. Dignos en su condición de extraños, reivindicaron la calle y los espacios profanos, a través de una poesía en latín que floreció en los siglos XI, XII y XIII, particularmente en Francia, Alemania e Inglaterra. Sabían que afuera esperan las historias y los seres relegados a la marginalidad, que recorrer caminos es reconocerse vivo y sin orillas para experimentar, nutrir la sensibilidad y el intelecto. “Todas las cosas probad” revela un espíritu independiente, aventurero y hedonista. Su concepción frente al ser y el mundo era distinta a la convencional de la época. En lugar del mundo como “valle de lágrimas”, lo contemplaron como el teatro de las pasiones. Al hombre dejaron de medirlo bajo el filo del pecado y la culpa, para señalar que la vida debía gozarse a plenitud, a veces aniquilando el peso de tantas metafísicas y temores al fracaso o la condena. De ahí el ansia de placer, libertad y crítica frente a las actuaciones de clero.
Ecos del legado de los goliardos pueden hallarse en una obra capital del Renacimiento europeo: Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais, donde la fiesta, la risa, el vino, la trasgresión de la moral ortodoxa, el gusto por los excesos se legitiman desde una visión carnavalesca. Es más, la abadía de Theleme —en el libro de Gargantúa— es un espacio donde se concreta la filosofía de los goliardos: allí las personas tienen una relación directa con su Dios y no requieren de una vida regulada por testaferros de la fe, rezos maitines y tanta amalgama de prohibiciones. La máxima de los goliardos, “todas las cosas probad”, es afín a la única regla de la abadía de Theleme: “Haz lo que quieras” (Rabelais, 1983, p. 34). Tanto goliardos como Gargantúa y Pantagruel son glotones y ebrios. Su sed no es sólo de licor, también de conocimientos. Son sarcásticos y mordaces contra la doble moral de quienes orientan las instituciones religiosas. Valoran al hombre en su ser espiritual, intelectual y carnal. De ahí la reivindicación de lo erótico y de la abundancia en la comida y la bebida. En la creación de Rabelais, al rastrease la genealogía de Gargantúa y Pantagruel se dice que son descendientes de Goliat. Dentro de los imaginarios que la ficción fue surcando en torno a los goliardos se indica su pertenencia a la Orden de Golías o Goliath:
El nombre de goliardo se explica unas veces como derivado de gula, a la que tanto culto rendían, y otras como derivado de Golías, nombre del gigante filisteo Goliath según la Biblia Vulgata, y que aparece constantemente en los Padres como símbolo y síntesis de la maldad y sinónimo del mismo demonio. La primera referencia a la gens Goliae aparece en Sedulio Escoto (siglo IX) aplicada a ladrones de ovejas. En el siglo X el arzobispo Walter de Sens escribe contra la “familia de Golías”. Más tarde, goliardi y vagantes se usan indistintamente para describir a clérigos y estudiantes de mala vida (Arias y Arias, 1970, p. 8-9).
Estos artistas, en aras de su formación y de tributarse a la creación literaria, para no arriesgar sus vidas en los conflictos políticos y religiosos del Medioevo, ingresaron a la iglesia. Al recibir la tonsura y órdenes menores garantizaban acceso a los monasterios (espacios fundamentales para el estudio del pasado grecolatino); además obtenían privilegios para evitar obligaciones políticas y administrativas. Gracias al rango adquirido, podían entrar sin inconvenientes a las universidades. Precisamente a estas instituciones educativas es que los goliardos adeudan su fuerza inusitada, tal como expresa Miguel Requena en la introducción del libro Poesía goliárdica: “Con el auge de las universidades, tomó fuerza un fenómeno curioso: el de los clérigos vagantes o giróvagos, estudiantes —no sobrados de recursos— que iban de universidad en universidad, y que llevaban una vida un tanto libre y airada” (2003, p. 3).
Los goliardos celebraron a las universidades de Inglaterra, Francia y Alemania que posibilitaron su filosofía de vida y sus versos. Así como éstas dejaron su impronta en los poetas irreverentes, ellos también la permearon con sus legados. Al respecto, Andrés Caramillo indica que los goliardos “imprimieron su sello a las tradiciones universitarias: el inconformismo, la ruptura con los valores establecidos, el aprecio por el maestro y el desprecio por lo consolidado; las ganas de vivir (…). Los goliardos fueron los primeros universitarios modernos y por tanto fueron revolucionarios” (2006, p. 5). Fueron revolucionarios porque contradijeron el poder de la época: el clero. La incomodidad de quienes eran satirizados en poemas en los que paródicamente se recurría a veces al uso de ritmos, códigos y símbolos de canciones y liturgias católicas, se evidencia en las declaraciones lanzadas contra estos jóvenes rebeldes: “Escolares vagabundos y clérigos bellacos” (Yarza, 1978, p. 13). En el Concilio de Salzburgo en 1291 se puntualizó sobre estos atractivos poetas: “Secta de estudiantes vagabundos, secta de chocarreros, maldicientes, blasfemos, dados a adulaciones fuera de lugar, que se profesan clérigos para escarnio del clero. De tal gente nada se puede esperar: se exhiben desnudos en público, duermen en los hornos, frecuentan las tabernas, los garitos y las meretrices” (citado por Yarza, 1978, p. 13).
Los goliardos posibilitaron una lírica rica en matices e invitaciones a gozar la vida y el presente: “Cuando es que en la taberna nos hallamos, / en qué es la tierra, nada no pensamos. / Al juego nos lanzamos con presteza, / el cual nos lleva a todos de cabeza” (Requena, 2003, p. 98).En ese mundo “patas arriba” de la poesía de los goliardos se contempla como sagrado lo profano. Qué mejor espacio para los nuevos cultos que la taberna, donde los seres libres comulgan con el juego y la bebida, lugar arquetípicamente carnavalesco para aniquilar las jerarquías, de puertas abiertas a la libre expresión y la catarsis. Es allí donde los homo ludens entronizaron a sus propios santos. “San Dado” es el primero, de acuerdo con el poema “Regla goliarda”.
Los goliardos llevaron a unos niveles de intensidad altísimos el carpe diem de Horacio. Poetizaron la vida y la primavera, la estación de la juventud, la más propicia para el amor y errar de taberna en taberna y de universidad en universidad. Además, cuestionaron la corrupción del clero y los gobernantes por la época en la cual se generó la aparición de los burgueses, la activación de la banca y la circulación del dinero. Al respecto, son sugerentes los versos del poema “Este tiempo rastrero”: “Este tiempo rastrero / tiene por rey excelso al vil Dinero. / A éste admiran los reyes / y se humillan gustosos a sus leyes. / A este rey es propicia, / porque es venal, la Curia pontificia. / Llega su potestad / aun a la misma celda del abad. / Los priores benitos / siguen al dios Dinero y a sus ritos” (Requena, 2003, p. 126).
Son variados los componentes estéticos en la lírica de los goliardos que conmocionan y generan imágenes ingeniosas, contundentes y frescas. Entre dichos recursos se encuentran la hipérbole, la personificación, la alegoría y la ironía. Del mismo modo, se detectan características de la carnavalización literaria como entronización y desentronización, la reivindicación de los espacios profanos, de la abundancia en el vino y la comida, el humor que relativiza, trasgrede y aspira a la renovación del hombre. La mayoría de sus poemas corresponde a creación colectiva y anónima, como un mecanismo de protección ante las persecuciones del clero. A nivel compositivo, es igualmente oportuno indicar los planteamientos de Miguel Requena en su libro Poesía goliárdica (2003): “Su estilo se caracteriza por una nueva forma de versificar, más sencilla que la clásica, con antecedentes en las secuencias litúrgicas del siglo XI. Frente a la métrica clásica, no tiene en cuenta la cantidad de las sílabas —breves o largas— ni, por tanto, las agrupaciones de las sílabas en pies métricos, sino que, por influjo de los modos de versificar en las lenguas vernáculas, se basa en el número de sílabas y en el ritmo acentual de las palabras” (p. 13).
De los autores que se tiene noticia, quien mejor sintetizó en sus versos la esencia y situación del goliardo fue el Archipoeta de Colonia.
Aunque puede mencionarse a Gualtero de Chatillón, Sedulio Escoto y el Archipoeta de Colonia como creadores de poesía goliárdica (así sus formas de vida no correspondan a la que llevaban los clérigos vagantes), la mayoría de cantos goliardos (conocidos como “Carmina”) son de autor desconocido. Están recopilados en el Carmina Rivipullensia (conservado en un monasterio de Gerona cuyo manuscrito data del siglo XII), el Carmina Cantabrigiensia (hallado en la Universidad de Cambridge, un cancionero compuesto en el siglo XI) y el famoso Carmina Burana (encontrado en el Monasterio de Benediktbeuern, Baviera). Precisamente los cantos profanos del Carmina Burana —más de doscientos cincuenta, de los cuales una sexta parte fueron escritos en alemán— fueron recopilados en un manuscrito del siglo XIII. Dichos cantos profanos los retomó el alemán Carl Orff para componer, con el mismo nombre, una de las cantatas más memorables del siglo XX.
De los autores que se tiene noticia, quien mejor sintetizó en sus versos la esencia y situación del goliardo fue el Archipoeta de Colonia, título dado a un artista de nombre desconocido que estudió en Francia y de quien se conserva apenas una decena de composiciones. Fue un protegido de Reinaldo de Dassel, arzobispo de Colonia y canciller de Federico Barbarroja. Sin embargo, a pesar de contar con el apoyo económico y político de quien lo tuvo a salvo de la muerte por los delitos y excesos cometidos, nunca transó con sus principios estéticos y siempre se negó a la petición que le hacía su mecenas de celebrar a Barbarroja en sus textos. En su poema “Confesión” puede hallarse contenido toda la filosofía y vitalidad de la lírica goliardesca: “Ardiendo el corazón / en ira vehemente, / yo me confesaré, / lo haré amargamente: / hecho soy de materia / ligera, inconsistente, / semejante a la hoja, / de los vientos juguete” (incluido en la antología de Requena, 2003, p. 41).
En definitiva, los goliardos son universitarios rebeldes, devotos de la taberna, de la gula y de los dados, pantagruelistas siglos antes de que entrara “a la luz de este mundo” (Rabelais, 1983, p. 29) Gargantúa gritando a voces “A beber, a beber” (p. 29). Sabotearon el Medioevo para legar una poesía festiva, loca y rica en recursos carnavalescos. En ellos habitaba la poética del vino. El vino es el “agua bendita de la bodega” (36). Torna sagrados la piel y la sangre, mientras las sensaciones y los pensamientos se entregan a lo festivo, carnavalizando el cuerpo y liberando las palabras del miedo, la cordura, y el silencio cómplice con abusos de los centros hegemónicos del poder (particularmente el clero). Del vino es la expresión que no conoce la atadura, como reconocieron los goliardos en el poema “Inspiración”: “Habla más de lo justo. / Y yo cuando empino el codo, / hago versos sobre modo; / más sin báquica ambrosia / no estoy para la poesía” (Requena, 2003, p. 65).
Referencias
- Arias y Arias, R. (1970). La poesía de los goliardos. Madrid: Editorial Gredos, S.A.
- Caramillo, A. (2006). Los goliardos. El Aleph.
- Rabelais, F. (1983). Gargantúa y Pantagruel. Bogotá: Editorial Oveja Negra.
- Requena, M. (2003). Poesía goliárdica. Estudio introductorio y selecciones poéticas. Barcelona: Editorial Acantilado.
- Yarza, C. (1978). Carmina Burana. Barcelona: Seix Barral.
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