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Visión feminista de Don Quijote de la Mancha
(una humilde propuesta)

lunes 27 de mayo de 2019
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Miguel de Cervantes
Dado que Don Quijote de la Mancha es una de las máximas creaciones literarias y culturales de la humanidad, podemos leerla para indagar lo mucho que Cervantes nos dijo y propuso sobre la mujer y el feminismo.

Alrededor de una mujer por semana es asesinada en España (con cuarenta y siete millones de habitantes) por violencia de género ejercida por el hombre contra la mujer; apenas se da algún caso inverso. A esos crímenes hay que añadir los de algunos otros familiares, a veces hijos de los propios asesinos, o amigos o conocidos de las víctimas. Esos casos son sólo la punta visible de un sufrimiento mucho más extenso, el de las mujeres —y sus allegados— que sufren coacciones, acosos, abusos, maltrato psicológico y físico.

Esta situación en España es extrapolable a los demás países occidentales, pues en muchos de ellos es incluso más grave. En otras zonas geográficas y culturales la violencia contra la mujer alcanza cotas muy superiores, al añadirse limitaciones, marginaciones y represiones tradicionales y legales de muy diversos tipos.

¿Cuál es la razón de ese comportamiento en principio machista y criminal en el extremo? Una mentalidad que considera a la mujer inferior al hombre, comenzando con la más primitiva visión de la fuerza física, pero abarcando incluso la capacidad intelectual, y con menos derechos y más obligaciones que el hombre en algunos aspectos, como el sexual. En último extremo, algunos hombres consideran, por lo anterior, que la mujer debe estar supeditada a él y obedecerle. El origen de tal mentalidad es muy complejo pues obedece desde a determinadas creencias religiosas hasta a las costumbres de una sociedad patriarcal y a la más simple aceptación interesada y perversa de la validez o legitimidad de la violencia. Todo un conjunto de creencias en cuya difusión y mantenimiento han participado no sólo los hombres sino también, por inducción de éstos, la propias mujeres.

Quizá influyó en esta visión de Cervantes su gran conocimiento de la mujer, pues convivió buena parte de su vida cotidiana con sus hermanas, su mujer y su hija.

Ante esta situación escandalosa generalizada, que perjudica no sólo a las mujeres sino al conjunto de la sociedad, nos podemos preguntar pertinentemente qué podemos hacer. Es cierto que se toman medidas institucionales y legislativas, pero todos percibimos que el cambio más importante y necesario es el de las mentalidades. La sociedad cambiará en la medida en que cambien la mentalidad y la educación. Uno de los caminos más eficaces es leer y aprender de aquellas obras que nos puedan iluminar caminos, siguiendo aquel sabio lema que dice que mientras los torpes escarmientan por experiencia propia, los inteligentes aprenden por la ajena. Dado que Don Quijote de la Mancha es una de las máximas creaciones literarias y culturales de la humanidad, podemos leerla para indagar lo mucho que Cervantes nos dijo y propuso sobre la mujer y el feminismo. De ahí esta siguiente propuesta sencilla de charla, planteada para todos los lectores y, en especial, para el profesorado que desee desarrollar el tema en sus clases.

Cervantes vivió entre 1547 y 1616, se educó en pleno Renacimiento cultural, un movimiento que reconocía y exaltaba la dignidad y las plenas capacidades de la persona, el vitalismo, el racionalismo, la libertad y la tolerancia, por encima de imposiciones absolutistas. Por eso es lógico que su gran obra muestre esa visión de la humanidad, que la dignidad, las capacidades, el pensamiento y la libertad se encuentran igualmente en el hombre y en la mujer. Sólo podemos encontrar diferencias en los convencionalismos marcados por algunos hábitos sociales o en la biología y, aun así, en muchos casos, para romperlos. Quizá influyó también en esta visión de Cervantes su gran conocimiento de la mujer, pues convivió buena parte de su vida cotidiana con sus hermanas, su mujer y su hija. Veamos los aspectos más significativos de esa visión cervantina en Don Quijote de la Mancha, salvando las distancias naturales entre su época y la nuestra.

Comencemos con don Quijote, sus costumbres y sus decisiones de partida. Don Quijote lee mucho, como se nos dice en el capítulo I. Pero la novela de Cervantes, como vemos en los capítulos VI, con el escrutinio de la biblioteca, y XLVIII, con el diálogo en torno a los tipos de comedias, en la Primera parte, sugiere que no todas las lecturas son iguales: aquellas que nos enseñan la realidad nos educan y nos preparan para la vida mientras que las fantásticas nos dan una visión alterada y no nos ayudan a actuar adecuadamente porque nos enajenan. A continuación don Quijote toma una decisión, la de actuar, pues ya no le basta con leer. Leer mucho enseña mucho pero no tiene ninguna consecuencia externa en la sociedad si no se actúa, vertiendo lo aprendido y meditado en los demás. Es evidente que leer y actuar son indiferentes al género y nos dan una primera propuesta feminista: hay que informarse, leer y conocer, pero a continuación, hay que actuar para mejorar el mundo, para erradicar la discriminación y el maltrato en nuestra esfera posible. Y dentro de ese actuar, la primera decisión concreta de don Quijote es hacerse caballero, caballero andante, pero el primer término de ese sintagma es “caballero”, hombre que se porta con nobleza y generosidad con los demás, porque leer es un acto solitario pero la actuación implica siempre la relación con los otros. Ser un caballero significa comportarse bien, correctamente, con justicia y honor en cualquier circunstancia, con cualquiera. Ese comportamiento justo y honesto debía ser especialmente escrupuloso con la mujer en una época en que la mujer se sentía supeditada al hombre, y ahora debe ser extensible a cualquier persona. Esto es lo que don Quijote intenta, de ahí que las referencias al respeto y a la defensa de la mujer por parte de don Quijote se extiendan desde el comienzo hasta el final de la obra. Quien no trata bien a una mujer no es un caballero, por tanto, un caballero, el que hace justicia a una mujer es, de alguna manera, un feminista.

Como el caballero de los libros de caballerías debe tener una dama a la que ofrecer sus servicios y su respeto, don Quijote, que no la tiene, busca una en el capítulo I. Será Aldonza Lorenzo, a la que a partir de entonces llamará, dulcificando y ennobleciendo el nombre, Dulcinea del Toboso. La acción tiene sentido cuando se realiza en función de los demás y ¿por qué no? para agradar especialmente a una persona concreta, a la persona amada, sea mujer u hombre, abriendo el abanico genérico. Pero don Quijote prácticamente no sabe nada de Aldonza Lorenzo, porque en el capítulo IX de la Segunda parte dirá a Sancho que no la ha visto nunca y sólo se ha enamorado de oídas, es decir, se está inventando a su Dulcinea. ¿Es acertada esa recreación? ¿Es buena idea enamorarse de una persona inventada, ignorando su realidad? Queda aquí en suspenso esta elección creativa de Dulcinea para retomarla al final.

Dejamos de lado en el capítulo II los comentarios dignificantes de don Quijote a las dos prostitutas que le ayudan a quitarse la armadura: “Nunca hubo gran caballero / de damas tan bien servido”, porque nuestro caballero transforma a pobres mujeres en doncellas y damas, enalteciéndolas. Del mismo modo, en el capítulo IX se enfrentará con la espada al vizcaíno, pero respetará la voluntad de la dama a la que este vizcaíno protege. El respeto a la mujer es una de las señas capitales de identidad del buen caballero, como veremos también en los capítulos XVI y XVII.

La mujer tiene derecho a decidir y actuar con libertad, sin coacciones.

Es en el capítulo XII y hasta el XIV cuando nos encontramos con una aventura capital de la obra, desde el punto de vista feminista, la historia de Marcela y Grisóstomo. Marcela es una hermosa joven huérfana que ha educado un cura tío suyo. Vive como una pastora más, entre pastores y pastoras, porque así lo ha decidido, renunciando a la cómoda vida hogareña. Le gusta hablar y mantener buena relación con todos, pero no desea unirse sentimentalmente a ningún chico, a pesar de ser deseada por muchos. Que Marcela fuera educada y autorizada a vivir así por su tío y tutor, un sacerdote que afirmaba que las chicas no debían casarse contra su voluntad, añadía un marchamo indudable de validez y autoridad. Uno de los pastores, Grisóstomo, un muchacho rico, culto, sensible y amable, que se ha hecho pastor por amor a Marcela, la requiere, pero ella lo rechaza. Grisóstomo entonces se queja amargamente y se suicida tras escribir un poema de despedida en el que muestra su dolor y su protesta por el duro rechazo de Marcela. Los amigos del pastor, en su entierro en el lugar en el que Grisóstomo conoció a Marcela, acusan de inhumanidad a Marcela, pero ésta aparece en ese momento para reivindicarse: son los demás los que la consideran hermosa y, si es así, es por causa de naturaleza, no por su voluntad; reconoce que todo lo hermoso atrae a los demás, pero ella no es responsable de las consecuencias pues nunca está obligada la persona amada a corresponder ni tiene por qué ni podría satisfacer a todos los que la amaran y, además, se debe respetar el que ella no se sintiera atraída por los demás; por último, ella siempre advierte a todos que no desea tener una relación sentimental con ninguno, por ello, lo que haga cada cual es responsabilidad propia, no de Marcela, que ha decidido ser libre y sólo quiere que su libertad sea respetada. El propio don Quijote se interpondrá al final del discurso de Marcela para impedir que nadie la siga, aunque él mismo tan admirado quedó por ella que sintió alguna tentación de seguirla. Para reconocer el valor extraordinario de este comportamiento femenino podemos recordar que Leandro Fernández de Moratín escribió en 1805 El sí de las niñas, comedia en la que defendía el revolucionario derecho de las chicas a no aceptar las propuestas de matrimonio deseadas por sus padres, pues lo común en la época, ¡doscientos años después de Cervantes!, era que las chicas, “las niñas”, debían decir sí a la sugerencia o decisión de sus padres. La mujer tiene derecho a decidir y actuar con libertad, sin coacciones, y ningún requerimiento de cualquier tipo de otra persona es razón suficiente para que tenga que renunciar a esa libertad. Del sufrimiento de no sentirse correspondido no se puede responsabilizar nunca a la persona amada.

Don Quijote y Sancho descansan después de otras aventuras en una venta que nuestro caballero cree castillo, en los capítulos XVI y XVII. Allí aparece la única mujer fea que aparece en la obra, la criada y prostituta Maritornes. Pero cuando en la oscuridad nocturna del dormitorio común Maritornes se equivoca y llega, en vez de a los brazos de un arriero, a los de don Quijote, éste la llama “fermosa señora” y se excusa por no aceptarla por su fidelidad a Dulcinea. Podemos interpretar que don Quijote está loco y no entiende la confusa situación, pero Cervantes tiene buen cuidado en mostrar algo más: Maritornes ha llegado a esa situación por las desgracias de su vida y, en cualquier caso, toda mujer, toda persona, merece nuestro respeto. Maritornes, además, será la única que tras el manteo de Sancho le ofrece a éste una ayuda, una jarra de agua fría que luego, a sugerencia de Sancho, cambiará por una jarra de vino pagándola ella misma. Las apariencias a veces engañan y esa pobre mujer, Maritornes, tiene el mejor corazón y es muy respetable.

Poco después, nos encontramos con la historia intercalada más extensa de la obra, la historia cruzada de dos parejas de amantes, Cardenio y Luscinda, y Fernando y Dorotea, desde el capítulo XXIII al XXXVI, aunque se extiende hasta el XLVII, historia tan completa y rocambolesca que sobre ella escribieron una comedia William Shakespeare y John Fletcher (Thomas Shelton tradujo al inglés la Primera parte, adaptada, en 1612). Cardenio y Luscinda son dos jóvenes de familias acomodadas que están enamorados. Cardenio pide la mano de Luscinda a su padre, pero éste le dice que es el padre del chico quien debe pedir la mano de Luscinda. Pero el duque Ricardo, padre de Fernando, pide al padre de Cardenio que éste acuda a su palacio para ser compañero de su hijo. Fernando quería y le había prometido matrimonio a Dorotea, de familia de labradores, por lo que no era bien vista por el padre de Fernando. Como Cardenio le había hablado muy bien de Luscinda a Fernando, éste pierde el interés por Dorotea, se interesa por Luscinda y queda prendado de ella al conocerla. El traidor Fernando envía a Cardenio con una carta para el hermano, en la que le pide que entretenga a Cardenio. Mientras, Fernando pide la mano de Luscinda a sus padres y éstos acceden. Cardenio acude a casa de Luscinda el día de la boda y ve, escondido tras un cortinaje, la ceremonia de matrimonio hasta que Luscinda cae desmayada; Cardenio, enloquecido, sale de la casa y se va al monte. Pero Cardenio no sabe que Luscinda confiesa después a sus padres que ama y está prometida a Cardenio, por lo que prefiere morir antes de casarse con Fernando. Los cuatro llegarán a encontrarse y Fernando, ante el amor de Cardenio y Luscinda, recobrará la compostura para renunciar a Luscinda y pedir a Dorotea que le perdone y le acepte por su esposo. La historia termina bien. Como todas las historias intercaladas tienen un contenido humanista, como las Novelas ejemplares, también lo tiene esta. Cervantes alaba la relación amorosa sincera y honesta de Cardenio y Luscinda, reconoce el derecho de Dorotea, de cualquier mujer, a ser resarcida en su honor, independientemente de que sea de clase humilde o no, y denuncia la actitud egoísta, abusiva y falsaria de Fernando —de familia noble pero innoble—, de cualquier hombre, que no cumple su palabra con Dorotea y además intenta forzar la voluntad de Luscinda. Aunque actualmente resultaría muy extraño que una mujer exigiera cumplir a un hombre su palabra de matrimonio sin desearlo. A pesar de que en la época era habitual que la mujer aceptara la voluntad de los padres al decidir el matrimonio, Cervantes defiende la necesidad de que los padres y los pretendientes respeten la libertad de elección de la mujer y denuncia los engaños antojadizos de algunos hombres. El sacerdote tío de Marcela no tiene interés económico en que su sobrina se case pero los padres burgueses o nobles sí, porque un matrimonio ventajoso aumenta su riqueza, su prestigio y su poder. Una postura egoísta y materialista, pero no ética ni moral ni respetuosa ni sana.

El humanista Cervantes sabe que ninguna relación de pareja se puede asentar sobre la desconfianza o sobre la falta de libertad de cada uno de los miembros.

Pero esta larga historia intercalada incluye otra, aunque la primera es vivida y esta nueva es contada, leída como novela auténtica. Es la novela de El curioso impertinente, que se inicia en el capítulo XXXIII y llega hasta el XXXV. Anselmo y Lotario son amigos íntimos. Anselmo se casa y muy pronto comienza a sentir celos, no celos actuales ni retrospectivos, sino futuribles, proyectivos, por las dudas de que su mujer se mantenga siempre fiel en el futuro. Anselmo llega a sentirse tan obseso por la idea que pide a su amigo que corteje a su mujer, Camila. Lotario se niega, pero Anselmo ruega e insiste y Lotario accede disgustado. Camila rechaza a Lotario, pero tanto insiste Anselmo ante Lotario que éste persevera a su vez y Camila termina por ceder. Cuando Anselmo se entera muere de dolor sabiendo que él es el culpable de su infortunio; también lo es del de su amigo, que se enrola en el ejército y muere en la guerra, y del de su mujer que, al saberlo, ingresa en un convento. En el capítulo XLIV de la Segunda parte, Cide Hamete teme que algunos no se den cuenta del sentido de esta historia, lo que subraya su interés. Esta novela sentimental evidencia los severos riesgos de los celos y de la desconfianza en la mujer. El mismo Anselmo reconoce por escrito, antes de morir, que su comportamiento ha sido necio e impertinente, por lo que pide perdón a su mujer. Anselmo ha desconfiado de su mujer y, más aún, no ha aceptado su derecho moral a actuar con libertad en el futuro. El humanista Cervantes sabe que ninguna relación de pareja se puede asentar sobre la desconfianza o sobre la falta de libertad de cada uno de los miembros. Y más, es una necedad poner en riesgo la estabilidad emocional con cualquier prueba.

La historia del cautivo, Ruy Pérez de Viedma, y de la mora Zoraida, del capítulo XXXIX al XLI, subraya la misma idea con interesantes variantes. Zoraida, mora de familia rica de Argelia, se enamora de un cautivo español y quiere ser cristiana. Zoraida provee los medios para que los dos puedan escapar a España, convertirse al cristianismo y casarse. Y así sucede. Por cierto, Zoraida es bien recibida y acogida en España. Se defiende la libertad de la mujer, pero ahora no sólo para elegir esposo sino para elegir también religión, modo de vida y país de residencia. Es una mora la que decide ir a España y vivir como cristiana, pero lo que importa es la libertad de elección y, por tanto, no impide la elección inversa. La actitud del cautivo, por cierto, es continuamente la de un caballero, siempre solícito y atento ante la dama, como corresponde al ideal de la época.

La historia de la hija del oidor y del mozo de mulas, de Clara y de Luis, capítulos XLII y XLIII, es una nueva versión, ahora más natural, de esa defensa de la libertad de elección de la mujer. Clara es una joven que se enamora de un joven vecino, Luis. No pueden hablar salvo por señas, pero los dos saben que se quieren. Clara tiene que acompañar a su padre, oidor, juez, a un viaje por trabajo, y Luis les sigue, disfrazado de mozo de mulas, de criado, porque quiere casarse con ella. El oidor, hermano casualmente del cautivo, Ruy Pérez de Viedma, cuando se entera de la situación aceptará con naturalidad la voluntad de su hija, aunque espere a contar con el padre del muchacho. Que el padre sea un oidor, juez importante, añade un valor especial a la historia, porque es una autoridad en legalidad (como el cura tío de Marcela lo es en religión) y, por tanto, en lo que es o no correcto. La aceptación de la voluntad de elección de la hija, de la mujer, es un reconocimiento moral de su legitimidad.

La historia del cabrero enamorado, capítulo LI, casi al final de la Primera parte, añade una nota distinta sobre la mujer. Eugenio es un joven enamorado, como Anselmo, de Leandra. El padre le da a elegir con quien casarse, pero ella se queda prendada de un donjuán vividor, Vicente de la Roca, un muchacho atractivo que no trabaja pero viste de modo atractivo, sabe tocar la guitarra y sólo se dedica a atraer y seducir a las mujeres. Leandra huye del pueblo con Vicente, pero poco después vuelve tras ser abandonada por su amante. El padre de Leandra la mete en un convento (teniendo en cuenta las consecuencias sociales de tal circunstancia en la época) y Eugenio, Anselmo y otros enamorados lloran la pérdida de Leandra. Leandra ha podido elegir como marido un buen muchacho, pero se ha dejado engañar por un conquistador, por un seductor sin escrúpulos. Una historia que actúa como advertencia: todos nos podemos equivocar, pero es conveniente que la libertad de elección de la mujer sea completada y correspondida por ésta con el ejercicio de la responsabilidad, de la elección inteligente, y con la superación de tentaciones peligrosas y perjudiciales.

 

La Segunda parte se inicia también con participación de la mujer: don Quijote vive con un ama y una sobrina. Las dos han cuidado de don Quijote hasta conseguir que se reponga, pero no quieren que don Quijote vuelva a las andadas y protestan cuando ven que puede irse. Las dos mujeres tienen conciencia de la realidad y saben que el comportamiento de su amo y tío obedece a la locura. Como suele suceder en el conjunto de la obra, las mujeres son más prácticas, realistas y responsables que los hombres, como veremos que sucede también con la mujer de Sancho, Teresa Panza.

Frente al idealismo irracional del hombre se opone el racionalismo práctico de la mujer, y se protesta por tener que obedecer convencionalmente al marido.

Por otro lado, un pequeño fragmento del capítulo I parece enlazar con el cercano LI de la Primera parte, el de Eugenio, el cabrero enamorado de Leandra. Don Quijote dialoga con el cura y el barbero sobre la historia de Roldán. El cura dice que Angélica la Bella rechazó al héroe y a muchos pretendientes de alta categoría y prefirió a un pajecillo morillo y pobre. El barbero pregunta a don Quijote si nadie se ha burlado de Angélica, por esa razón, y éste responde que no y que no es propio de pechos generosos vengarse de una dama con malas palabras. El doble mensaje caballeresco es claro: hay que respetar la voluntad de la mujer, aunque parezca que se equivoque, y un rechazo no justifica nunca responder de manera grosera o irrespetuosa. Por cierto, el elegido por Angélica era paje, de trabajo humilde en un mundo rico y nobiliario, y moro en una sociedad cristiana, pero podía tratar exquisitamente a la dama.

Teresa Panza cobra protagonismo en el capítulo V. Frente a las fantásticas ilusiones de su marido de llegar a ser gobernador de una ínsula y de hacer condesa a su hija, Sanchica, y prestigio a su hijo, Sanchico, Teresa insiste en que le gusta la igualdad y no la soberbia ni la riqueza, y protesta porque las mujeres tengan que obedecer a sus maridos, aunque sean “burros”. Frente al idealismo irracional del hombre se opone el racionalismo práctico de la mujer, y se protesta por tener que obedecer convencionalmente al marido.

La historia del enamorado Basilio, con las bodas de Camacho, en los capítulos XIX, XX y XXI, inciden sobre un tema ya tratado, la necesidad de que la mujer elija marido. El rico Camacho ha pedido la mano de la bella Quiteria y el padre se la ha concedido. Pero Quiteria está enamorada de Basilio, un labrador pobre, y éste le corresponde. Basilio finge suicidarse delante de todos los asistentes a la boda y pide que, antes de expirar, su amada se case con él, pues va a morir enseguida y ella quedará libre. Camacho accede y, a continuación, Basilio descubre el engaño. Camacho se enoja, pero al final todo se calma con el reconocimiento de que si una mujer ama a un hombre es lícito que se case con él y que incluso éste llegue a engañar sólo con ese buen fin.

El retablo de Maese Pedro, en los capítulos XXV y XXVI, por un lado, muestra la locura de don Quijote, que confunde una representación de títeres con la realidad, pero lo que importa ahora es esa representación, que trata de cómo Gaiferos libera a su esposa, Melisendra, presa en Zaragoza. De nuevo, la defensa de la libertad, ahora física, de la mujer. Es más, mientras está presa en la Aljafería de Zaragoza, un moro da un beso a la fuerza a Melisendra, ella le escupe y se limpia, pero más interesante es el comportamiento del rey moro, que ve la escena y castiga al moro nada menos que a doscientos azotes. El rapto de una mujer es innoble y no justifica el menor abuso, que es reprobable y punible en cualquier caso. En el capítulo XXIX don Quijote intenta emular a Gaiferos liberando a una hipotética reina de lo que él considera un castillo, en realidad un molino de un río.

El capítulo XXX inicia las aventuras con los duques y del falso gobierno de Sancho en la falsa ínsula, hasta el LVII. También en estos capítulos se puede vislumbrar un comportamiento más humano en la duquesa que en el duque. Ya como gobernador de la ínsula, a Sancho se le proponen varios falsos juicios. El capítulo XLV, con el juicio de la mujer falsamente violada, que muestra lo injusto de los posibles excesos de algunas mujeres en sus denuncias, se complementa con el XLVI. Los excesos o falsedades en las acusaciones de una mujer son perjudiciales para el conjunto de las mujeres, por el riesgo de restarles credibilidad. En ambos se alaba la firmeza y fidelidad de los amantes que pueden evitar falsas denuncias.

En el capítulo XLVIII y en el LII doña Rodríguez pide la ayuda de don Quijote para que haga justicia exigiendo que el prometido de su hija, de dieciséis años, cumpla y se case con ella, pues rechaza casarse después de haberla poseído, de modo similar a lo que se contó en la historia de Fernando y Dorotea de la Primera parte. El hombre debería cumplir con la palabra dada a una mujer, aunque en el LII don Quijote advierte de que no se debe confiar en promesas de amor, fáciles de hacer pero muy dudosas de cumplir. La misma muchacha dice que su amante no es un caballero pues la engañó, en el LVI. Y en el XLIX Sancho descubre, una noche de vigilancia, a una muchacha de unos dieciséis años vestida de chico, con su hermano vestido de chica. La muchacha ha salido de su casa así para disimular que es mujer, pues su padre la tiene encerrada diez años. Sancho no da importancia a la travesura y les manda para casa. Cervantes parece denunciar sutilmente la represión y la privación de libertad de la mujer.

Una serie de aventuras, relacionadas con los requiebros de la joven Altisidora a don Quijote, que se defiende, en los capítulos XLIIII, XLVI y LVII, y en el LXII, en el que dos damas bailan con don Quijote hasta ponerle en apuros, tratan de la fidelidad que el caballero debe guardar a su dama. Pero como se sugiere en el capítulo LXX, en el que Altisidora se enfada por los desplantes de don Quijote que, por ser fiel a Dulcinea, es demasiado frío con ella, nada debe impedir al caballero ser cortés y amable con cualquier mujer, aun cuando rehúse aceptar una proposición. Lo que también puede ser válido en situación inversa.

La mujer es capaz de tomar la iniciativa, actuar y arriesgar incluso la vida, igual que un hombre, con tal de conseguir su amor.

La denuncia de los celos reaparece en el capítulo LX, con la historia de Claudia, que mata a su prometido, Vicente, porque ha oído que se iba a casar con otra, lo que no era cierto. Claudia es perdonada por Vicente antes de morir y, desgarrada de dolor, maldiciendo los celos, decide ingresar en un convento. Esta historia complementa, a la inversa, la historia del Curioso impertinente que termina en el capítulo XXXV de la Primera parte. Si en aquel capítulo los celos absurdos llevaban a Anselmo a la muerte, quizá por un infarto, aquí, de modo paralelo, los celos llevan a Claudia a algo peor aún, a una vida de purgación y sufrimiento por culpabilidad. Los celos son muy malos consejeros y llevan siempre a la ofuscación y a la desgracia.

La historia de la morisca Ana Félix, en el capítulo LXIII, casi termina la presencia de la mujer en la novela y complementa a la historia del cautivo de la Primera parte. Ana, hija del morisco Ricote, ha sido expulsada de España con toda su familia. Un muchacho vecino cristiano, don Gregorio, la ha seguido hasta Argelia porque está enamorado de ella, pero a él lo retiene el rey de Argel y ella, para salvarlo de la esclavitud, hace creer al rey que Gregorio es una chica (con menos atractivo que un chico para el rey, de tendencia homosexual) y que ella, Ana, tiene un tesoro escondido en España. El rey la manda a España, vestida de hombre, con un grupo de moriscos y dos soldados turcos. Ella comanda la embarcación con la esperanza de salvar a don Gregorio a su vuelta. Se invierte parcialmente aquí la historia del cautivo y Zoraida, pues es una mujer quien toma la iniciativa, como en los capítulos del XXXIX al XLI de la Primera parte, pero con la diferencia de que es una mujer quien decide traer a España a su amado. La mujer es capaz de tomar la iniciativa, actuar y arriesgar incluso la vida, igual que un hombre, con tal de conseguir su amor.

Así llegamos al momento más triste de la historia, la muerte de don Quijote, en el capítulo LXXIV. Parece que está todo dicho, pero no. Don Quijote se está muriendo y Sancho le anima a vestirse de pastor, salir al campo y buscar a su amada Dulcinea, es decir, a seguir falseando la realidad imaginando otro mundo. Pero el caballero ya es consciente de su realidad y responde de una forma muy proverbial, “ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Como jugando con la frase proverbial “tener pájaros en la cabeza”, don Quijote es consciente de su locura pasada, porque su amada Dulcinea solo ha sido una quimera que ya se ha evaporado. Volviendo a la realidad, hace testamento, sobre todo a nombre de su sobrina, con una condición, que no se case con un hombre que lea libros de caballerías, es decir, que el elegido sea cabal, que no pierda el tiempo ni fantasee innecesaria y peligrosamente. Hay que ser consciente de la realidad, no idealizar absurdamente ni dejarse llevar por fantasías perniciosas. Crear una falsa visión de una mujer —o de un hombre— nos lleva al error y posiblemente a la desgracia. Sólo una conciencia clara de la realidad nos permite actuar adecuadamente en pro de nuestra felicidad y de la de los demás.

Ahora nos toca a nosotros elegir qué leer, cómo invertir nuestro tiempo, cómo actuar: o andar por la vida renunciando a ser caballeros, como villanos, o decidir ser caballeros, aunque no seamos andantes. Hombres y mujeres podemos ser conscientes de esta parte esencial del pensamiento de Cervantes: actuar de forma caballerosa implica no despreciar, engañar, humillar o agredir. Respetar a los demás como iguales y libres nos hace más justos, más libres, más atractivos, más felices, nos acerca más a la paz, a la armonía personal y social, y facilita el progreso y la mejora de la sociedad.

A la manera cervantina, latina y renacentista, “vale”, salud, lector.

Emilio Tadeo Blanco
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