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Necrológica

jueves 26 de agosto de 2021
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Yo acababa de presentar mi segundo libro, Inmersión en mí mayor, cuando me conoció; ayer supe de él por última y definitiva vez. Mi primer libro, de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque no pueda retirarlo de la Biblioteca Nacional, había sido una de esas prematuras purgas del alma cuasi adolescente, que he preferido no reeditar, aunque quizá, con una atenta y justificada edición, valga la pena revisitar algún día, aunque no ya por mí. Yo había dado por concluida la desazonante y descabalada relación que me unió, durante casi un año, mientras preparaba mi tesis, Supremacía de la subjetividad en Francisco de Quevedo, a Pearl, una espectacular tejana que estudiaba Filología en la Complutense, mayor que yo en edad y mucho más en experiencia, y que, aparte de compartir conmigo inquietudes amatorias y enseñarme inglés con un polvoriento acento norteamericano, me llevó a un final que ya auguraba su nombre, un Pearl Harbor en que fui yo, eterno y patético Pierrot, al final del juego y la comedia, el tocado y hundido. Con la amarga purga en sal marina, vino mi segunda inmersión lírica. Aquel acto fue un éxito espectacular. La presentación sagaz, sutil, elogiosa —quizá excesiva— de Jaime, la lectura de algunos fragmentos por una jovencísima María del Pilar, para mí nunca fue Ana Belén (aunque sí una eterna Eva), acompañada al piano por el añorado Reverendo —aquel ángel de pórtico románico que sólo hablaba con sus teclas, blancas y negras—, junto a mis palabras finales de síntesis y agradecimiento, congregaron a toda una caterva de amigos y compañeros. Uno de ellos fue el que me lo presentó (ahora, tras tantos años, yo escribo su necrológica), creo que acababa de llegar de no se sabe dónde, poco importa, y me saludó lleno de tímida admiración, como un discípulo al maestro, a pesar de que debíamos de tener la misma edad. Llevo muchas necrológicas escritas, pero ahora siento que esta suya es singular. ¿Qué le hacía exclusivo, desde aquel primer momento, único en una sociedad aplastada por la común vulgaridad de lo anodino? ¿Qué misterio le hacía destacar, sobresalir con su sola presencia, siempre discreta, sobria, correcta, prudente y humilde como una sombra vagarosa? ¿Qué le convertía en sentencioso con sus escuetas, imprescindibles y sencillas palabras? Este es mi centrado homenaje.

Me saludó y me dio la enhorabuena, entusiasmado por la obra, pero apenas pude sonreír y quizá darle las gracias.

Tardamos en coincidir más de un año, el tiempo que duró mi embarazo de mellizos: mi primera obra de teatro, Espejo roto, y de mi tercer libro de poemas, Me miro en ti. Sí, fui alternando la escritura de las dos obras. Sentí muy pronto la necesidad del diálogo, como la del Quijote con Sancho, otro quijote en negativo fotográfico, quién sabe si la mirada entre Dorian Gray y su retrato, ¿acaso no nos miramos, no nos hablamos todos así? Por la misma época yo caí más que enamorado, enfebrecido y calenturiento, por Amelia, tanto que era capaz de bailar en claqué por ella no ya en cuatro lados de una habitación, como Fred Astaire en Bodas reales, sino en los seis, incluyendo la quinta y sexta, o en la cuarta pared teatral, porque en nuestro pisito alquilado entraban y salían, como en un escenario, continuamente amigos y algunos familiares, hasta que Amelia los echaba a la calle, siempre con una sonrisa cariñosa pero sin contemplaciones, para que yo pudiera seguir escribiendo. De esa pasión sin márgenes ni índices que me salvó de las profundidades y de una incipiente depresión (los escritores solemos cargar la pluma en ese tintero negro, o azul marino, cuando no rojo) surgieron los versos de Me miro en ti, una de las primeras bodas civiles de España y mis dos mejores libros, mis hijos Jacobo y Luna. Espejo roto tuvo que luchar con el infortunio, la baja en el último momento de Josele, que había ensayado el papel de la coprotagonista con Manuel Galiana, entonces ya un reconocido actor que, al leer la obra, quiso representar al protagonista. Josele, parece que prematuramente proclive a las desgracias, se torció un tobillo en el ensayo de una de las escenas más violentas y tórridas y tuvo que ser sustituida in extremis por Silvia, por cierto, un pleno acierto. Hubo pocas críticas en los diarios de Madrid, todas positivas, hasta la del ABC, pero esa semana la detenida página de José Monleón en Triunfo fue memorable; Monleón supo ver y ponderar no sólo la calculada trama emocional externa, sino la crítica larvada a un contubernio tardofranquista en franca descomposición por todos sus francos, aunque no flacos, flancos. La noche del estreno, tras más de un año, como decía, le volví a ver con mi joven amigo y admirador Luis Martínez de Merlo, entonces estudiante de Filología (y compañero de Pearl), que seguía mis pasos publicando algunos imprescindibles libros de poemas. Él, tras Luis, me saludó y me dio la enhorabuena, entusiasmado por la obra, pero apenas pude sonreír y quizá darle las gracias, desbordado por los abrazos, enhorabuenas y alborozos. Desde aquella inicial mucha mierda, siempre la máscara teatral me ha acompañado en el escenario, tal vez como acompaña siempre a todos.

Fue en 1980 cuando volví a saber de él. A comienzos de ese año comenzó la publicación de Cuadernos del Norte y mi amigo Juan, director de la revista, que había conocido el verano antes en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander —donde me habían solicitado que diera unas conferencias—, me pidió unos poemas. Yo tenía ya preparados los de Narciso sin fuente, que se publicó luego, el otoño de ese año, en Visor, justo tras un poemario del noble castellano sin castillo ni casa ni escudo León Felipe. Se los envié a Juan y aparecieron en aquel primer número. Por extraña razón, el ahora difunto leyó aquellos poemas y poco después recibí un sobre con una carta suya, enviada a la redacción de Cuadernos en Oviedo. Recuerdo que en ella vertía unos acertados y elogiosos comentarios, muy expertos, sobre aquellos poemas ya de mi madurez. Dejé la respuesta para más adelante, pero mis compromisos eran ya tantos que la fui posponiendo, su carta con su remite se traspapeló y no pudo ser. Fue mi último poemario publicado, pues desde entonces me centré en el teatro y la novela, aunque un buen puñado de poemas duerme en uno de mis archivos, pero el supino tono, más erótico que sentimental, me ha llevado a contenerme y mantenerlos sin publicar. Ahora ya puedo confesar que su origen no estaba en la venerable madre de mis hijos, sino en una joven actriz que entonces formaba parte del reparto de mi segundo drama, Transito al mañana, a la que ayudé mucho en sus ensayos… La natural caballerosidad me obliga a ser celoso de su nombre. De Transito (no un despistado Tránsito, como he visto en algún estudio, quizá por relacionarlo lógicamente con la Transición política), estrenada en el teatro Lara, a pesar de resultar un nuevo evento, un éxito sin paliativos, he de reconocer que no quedé muy satisfecho. Gregorio, el director, en aquella época de destape en la que se había consagrado Victoria Vera en ¿Por qué corres, Ulises?, quiso acentuar con la puesta en escena el contenido sexual —incluso con algún desnudo integral, bien disimulado por las luces, sobre el que yo mantuve mis reservas—, con lo que mi incisiva meditación sobre la situación política y el convencional bipartidismo de entonces parecía desplazarse por momentos a un segundo plano.

Volvía a verlo en cada estreno, Deshojo mi rosa, protagonizada por José Sacristán, impagable en su papel de Florencio (¡lo que hace un nombre!, como afirma Unamuno al referirse a san Judas Tadeo en San Manuel Bueno, mártir), como impagable es siempre como anfitrión amigo en su casona de Chinchón; No es nada personal, con la que conseguí el Premio de la Crítica en el 86, con un entrañable recuerdo, la asistencia a su estreno y los parabienes de Buero Vallejo, siempre sublime y exigente, justo el día en que le comunicaron la concesión del Premio Cervantes (que a mí no se atreverán a darme nunca —tampoco Cervantes ni Shakespeare recibieron el Nobel—); Un catalejo en el ombligo, mi primera comedia, con Imanol Arias, empeñado en que él era Cosme, tal cual, mi primera y única comedia pues, a pesar del éxito, debido en parte a Imanol, hay que reconocerlo noblemente, no acabé de sentirme a gusto con el humor en un pandémico mundo tan contaminado, macilento, y moribundo… En efecto, en cada estreno le veía, venía a saludarme, haciéndose con paciencia un hueco, me decía unas palabras amables, apenas audibles, y se desvanecía entre las sombras de la multitud de espectadores.

Él ni siquiera pudo entrar, y sólo le vi asomar su cabeza y saludarme con la mano entre el gentío que se tuvo que quedar en la calle.

Pasaron unos pocos años en que casi no me pudo ver. Yo entré en una severa crisis y volví sobre todo a la novela, con mi trilogía, triplemente literaria, El pronombre de Salinas, Dámaso en la ciudad y Rosa en su Plaza Mayor. A pesar de los ruegos de Destino, me negué a celebrar actos multitudinarios, tan sólo acepté algunos más próximos a la intimidad más afectuosa, como las presentaciones y charlas en la Librería Alberti, con mi adorable Lola, siempre requiriéndome para sus actos. La gente no sólo no cabía en el limitado espacio, sino que me dificultó la entrada y la salida de la librería. Él ni siquiera pudo entrar, y sólo le vi asomar su cabeza y saludarme con la mano entre el gentío que se tuvo que quedar en la calle. Uno de aquellos días comencé a sentir que mi sensación de soledad es directamente proporcional a la cantidad de gente que me rodea. En una conversación con Gala (que valdría para un denso ensayo sobre los géneros en sus sentidos específicos literario y sexual), en su casa de Córdoba, me comentó —a bastón bajado— lo mismo: nunca se había sentido menos solo, a pesar de su proverbial rebeldía, que cuando vivió casi totalmente aislado en su celda cartuja, con su torno para la comida. Por cierto que también le oí decir, con su voz siempre serena, modulada y firme, que la política era para los que no sabían hacer otra cosa. No le quise hacer caso…

Ya entonces recibía continuas peticiones para comprometerme políticamente con el partido, quizá por mi intervención en la vida pública con mis combativos artículos. Fue precisamente Alfonso, ya un tanto hastiado del belicoso bregar en la maraña política, quien me instó a presentarme a las elecciones de 1993. Yo acepté con la condición de hacerlo sin carnet. Felipe, me dijo a los pocos días, estaba de acuerdo. Fue un éxito inesperado porque, a pesar de mis dudas de salir elegido —por mi posición en la lista—, fui el último de mi circunscripción en entrar en el Parlamento. A veces los hados nos castigan con el éxito. Aquella vida frenética y apasionante, al principio, se fue descabalando, desarbolando y precipitando a la ruina velozmente. Las voces eran de las portavocías; las consignas, de un misterioso arriba; las propuestas talentosas y valientes se diluían como azucarillos entre la red inconcebible de intercambios, concesiones, negociaciones y presiones de poderes fácticos, territoriales y sectoriales; las decisiones llenas de buena voluntad se dormían en el marasmo burocrático. A medida que la legislatura avanzaba, crecían como cactus bien regados, cubiertos de pinchos, mi tedio y desencanto. Los individuos, envueltos en jactancia y prepotencia frente a las inercias formidables de la sociedad, nos parecemos a veces a algunos perros machos, que levantan la pata para marcar el territorio, aunque no les salga una gota. Algunas de las cartas que recibí entonces fueron de él. Me felicitaba por mis declaraciones y artículos, planteaba alguna duda e incluso me sugería alguna iniciativa sobre algo. Con ayuda de mi secretaria, siempre le respondí dándole las gracias. Pero cuando en 1996 se dio el vuelco definitivo, la situación empeoró y cronificó. Yo nada tenía que ver en aquel lugar, en aquel ámbito en el que no se podía hacer nada, salvo resistir tras una barricada atrincherado en la impotencia. Para que sobreviviera mi herido ego, tuve que convencerme de que el valor de la acción no dependía sólo de la respuesta recibida. Al injustificado fracaso político se unió la íntima inquietud por mi obra literaria, que apenas avanzaba, cuando siempre he preferido crear a recrearme en lo creado. Aun así, pude volver al teatro, con éxito de público y crítica, con Graciela en su galería, sobre las confusas relaciones personales y económicas en el ambiente de las artes plásticas, tema que siempre me ha interesado, por mis amistades con pintores, como Carlos y Antonio, y mis pinitos y cipreses. Sí, también le vi cuando se acercó a felicitarme, cumpliendo su rito, en el estreno. Mi vida familiar, por último, se resintió igualmente. Amelia decidió separarse de mí y volverse a su Valencia, no sé si más por mis infidelidades conocidas o por la desatención conyugal y paternal, forzada por mis infértiles compromisos políticos y sociales.

En fin, para qué seguir con una retahíla de títulos y avatares cuando todo esto ya lo conté en mi primer tomo de Memorias, Mirándome en la oscuridad, en Mondadori, que también le firmé cuando vino a la presentación en la Casa del Libro (yo habría preferido la Alberti, de nuevo, pero la editorial insistió). Vino entonces no con Luis Martínez de Merlo, que excusó su presencia por unos compromisos en Estados Unidos, sino solo, como otras veces le había visto. Ya por entonces había decidido que mi vida estaba en la escritura, escribir, a veces con el fondo sublime de las músicas de Richard Strauss, de Schönberg o de la voz excelsa de la Callas, tan profunda, diversa y delicadamente humana, como ahora, mientras escribo esta necrológica, oigo de fondo, estribos adentro, la Fanfarria de Aaron Copland. Nunca me he sentido más dichoso que escribiendo esas primeras páginas sobre mi infancia, los primeros juegos, las relaciones con mis hermanas, los paseos por la montaña, escuchar las viejas leyendas, como la repetida de la bruja Tana cuando se convertía en gato negro de largos bigotes, que tanto sueño me quitaba por las noches, los sobaos del desayuno, los churros con chocolate de los domingos, mis veloces paseos en bicicleta, descubrir mi primera e inocente mirada deslizarse, en la misa, desde la tersura superior de las rodillas de mi prima a las sutiles pero evidentes prominencias de su blusa, los tebeos, El Capitán Trueno, Hazañas del Oeste, Mortadelo y Filemón, mis primeras lecturas, Mostrenco, las novelas abreviadas de Bruguera —con sus páginas de viñetas—, alguna novela de Los cinco… Pero el tiempo huye y apremia, más raudo que un Estudio para piano de Czerny, y cuando nos cerca por los cuatro costados con los cuatro jinetes del Apocalipsis, entre la polvareda del 666, queremos volver al Paraíso.

Ayer, al no saber nada y no responder a sus llamadas, Luis había llamado al hospital y había preguntado por él.

Ayer volví a saber de él, infausto. Fue tras la demorada presentación de mi segundo tomo de memorias, El ojo con que te veo, publicado también por Mondadori. Me llenaron de emoción los elogios de Félix, siempre apoyándome, aunque desde hace años no compartamos ideario. Contó algunas anécdotas que recordaba casi mejor que yo, como cuando quedamos con Arrabal y nos quiso demostrar que podía escribir una comedia en una noche, como decía de sí mismo Lope de Vega, y entre copa y copa de Benedictine. He de reconocer que la escribió, Turris ebúrnea singularis, recordaba Félix que se llamaba, aunque Fernando no la recogió en su teatro completo. Nos pasaba los folios, que Félix fue numerando, para que nosotros y algunos más, como una respingona periodista del diario Libération con la que había venido desde París, fuéramos haciendo una lectura dramatizada al tiempo que indicábamos consignas que Fernando se había comprometido a cumplir. Comenzamos en el inevitable café Gijón y acabamos, tras pasar por un tablao flamenco en una cueva por la plaza de Carros, derrengados, apoyándonos unos en otros, sorprendidos, como unos vampíricos pecadores noctámbulos, por el sol entrando por Recoletos. Este segundo tomo me ha sido de dolorosa escritura. En este segundo período se han acumulado la muerte de Amelia (aunque estuviéramos separados siempre fue única para mí), la reaparición fortuita y misteriosa de mi primer amor adolescente, que ni pudo materializarse entonces ni puede reavivarse ahora, la extraña polémica, incomprensible e injusta si no torticera, en torno a mi novela Expreso a Bilbao, quizá porque, situada en la época del terrorismo etarra, era inevitable que algunos personajes vertieran comentarios que han sido mal o maliciosamente interpretados, por alguna crítica. Un novelista no puede hacer hablar a sus personajes anacrónicamente, en función de un futuro para ellos obviamente desconocido, ni de forma que expresen las opiniones del autor, sino del modo que en coherencia tipológica les corresponda, pero algún crítico salido de no se sabe qué pesebre o cuadra, sigue sin saber distinguir entre las voces del autor, del narrador y del personaje. Situaciones semejantes se encuentran en Patria y muy pocos se han atrevido a criticar a Aramburu, ¿por qué a mí sí?, ¿por envidia quizá? Peor fue el comentario de esa cuarta y mitad de individuo (no lo cito para mayor escarnio) que dijo que mi novela tenía algunas similitudes con El invierno en Lisboa, de Muñoz Molina. ¿Cuáles?, ¿que las dos tienen un topónimo en el título?, ¿que las dos tienen intriga, como todas las novelas del mundo? En esta desdichada España novelesca la crítica no ha mejorado desde el Tribunal literario de Galdós. La extraña marcha precipitada de mi hija a Edimburgo, la más sorprendente decisión de abandonarme de Julia, después de siete gozosos años de convivencia (todavía me resulta ininteligible su porqué, porque supongo que debió de haberlo), ¿cómo y con qué rellenar, disimular o endulzar la carencia?, y algunos problemas físicos que describo en el libro, como la aparición en mi vida de la edulcorada diabetes, las arritmias y el infarto, que obligaron a colocarme un marcapasos, y el arreglo de mi boca, tras la precipitada y ordenada caída de buena parte de mis dientes como en un juego de fichas de dominó, han terminado por amargarme estos últimos años y extender tormentosos nubarrones, en forma de abandono, caos y pinchazos, sobre el tercer y último tomo, necesariamente corto y ahora ya acabado, de mi autobiografía. Es peor esta sensación de perder la plasticidad magmática e irse gélidamente petrificando. Llega el día en que no sólo se diluye la esperanza, sino que hasta la espera hastía. Tras los aplausos y las fotos de rigor, de la prensa y de los móviles, al final de la presentación, se acercaron Luis y nuestra común amiga María Luisa, que casualmente había vuelto a pasar unos días a Madrid desde Pisa. Me extrañó no verle también a él. Luis, serio, premonitorio, me dio la noticia: había estado hablando con él hacía unos pocos días, le dijo que se estaba leyendo El ojo… Le encantaba, como todo lo mío, y pensaba venir hoy para que se lo dedicara, pero anteayer le llamó desde urgencias de La Paz, le estaban haciendo unas pruebas. Ayer, al no saber nada y no responder a sus llamadas, Luis había llamado al hospital y había preguntado por él. Había fallecido esa misma noche. No pudo venir a mi presentación, ya no podrá venir a ninguna presentación. A veces los libros se dejan a medio leer, a medias, como a veces se quedan a medio escribir, truncados como algunos proyectos, algunos amores, algunas vidas. Quizá la obra también así esté acabada, como los esforzados Esclavos de ese atormentado Miguel Ángel manierista o su desoladora Piedad Rondanini, con su Cristo inestable y delicuescente en brazos de la madre, como el más precario e indefenso ser humano.

Quiero que esta despedida suya sea mi última necrológica.

Ahora yo escribo una necrológica, no una necrológica más, sino la suya, única de único, la de su presencia intermitente, velada, grisácea y difusa, la de su combate de hombre común ya acabado. No la escribo para él, sino para quienes le conocieron o desconocieron, como no se compone un réquiem para que lo escuchen los muertos sino para confortar a los que, día a día y hora a hora, ahora están muriendo (hodie mihi, cras tibi) y miran temblorosos a Lázaro. Quiero que esta despedida suya sea mi última necrológica. Dentro quizá de unos días o unas horas, tanto da, alguien escribirá la mía (si Juan Cruz, mi más que íntimo amigo, devoto hermano de cofradía, es decir, doble hermano, no la ha esculpido ya en pórfido ¡y sin prisa…!); alguien loará mi metro de estantería, mis estrenos clamorosos, mis artículos desperdigados en mil publicaciones, mis conferencias (de las que, por cierto, Editorial Akal prepara la publicación en breve de una amplia selección, pues yo guardaba muchos apuntes desarrollados) y, quizá, mi permanente compromiso político —no con un partido, sino con unos principios inalterables (libertad, igualdad, fraternidad)—, mi conversación arborescente —lo reconozco sin ambages— y talante empático, seré pasto de críticos, profesores eméritos, doctorandos y ratones de biblioteca; también alguien hurgará con sus puercas pezuñas renegridas y hociqueará baboso y gruñidor en alguna de mis viejas y numerosas heridas o de mis cicatrices cauterizadas, secuelas de un latir entregado. Nada importa. Abandonado, por último, por Eufrósine, no temo a Tánatos. Yo disfruté cada latido sublime de este viejo reloj de bolsillo que se me atrasa, acaba y para, haciendo la carne verbo, pergeñando esas páginas, esos versos, esos diálogos, palabra a palabra, gozando cada línea de vida, cada salida a cualquier escenario; lo demás es la caída de las máscaras, el eco de la pasión, la ceniza de la furia, la sombra del silencio; metamorfosis, fosco vacío y ausencia. Telón. Ojalá fuera luminoso asombro.

Descanse en Paz.

Emilio Tadeo Blanco
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