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La utopía estética contenida en Ariel, de José Enrique Rodó, y Cartas sobre la educación del hombre, de Friedrich Schiller

lunes 20 de enero de 2020
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Quema de libros en la Alemania nazi
La sensibilidad de los hombres hacia la belleza no garantiza la bondad. Quema de libros en la Alemania nazi.

Nicolás Gómez Dávila, en sus Escolios a un texto implícito, dice: “Basta que la hermosura roce nuestro tedio para que nuestro corazón se rasgue como seda entre las manos de la vida” (27). En otras palabras lo que nos dice el autor colombiano es que el encuentro del hombre con la belleza es casi una experiencia mística, después de ese encuentro algo cambia en la sensibilidad del ser. A lo largo de los años muchos escritores, filósofos y artistas han exaltado la belleza, incluso ven como respuesta a los problemas de la cultura el abocamiento del hombre a ésta. Este es el caso del escritor uruguayo José Enrique Rodó, quien en su ensayo Ariel, título que hace referencia al personaje shakesperiano, apoya la construcción de una sociedad moralmente perfecta en la sensibilidad del hombre hacia la belleza. Al igual que Rodó, y mucho antes de que éste publicara su ensayo, el poeta y filósofo alemán Friedrich Schiller desarrolla esta teoría en su libro Cartas sobre la educación estética del hombre. En este ensayo, abordaremos la visión contenida en ambos libros sobre la estética como método para lograr la sociedad ideal.

Ambos escritores denuncian de manera explícita lo vulgar que resulta una sociedad en la que reina el utilitarismo.

Antes de ahondar en el cuerpo o justificación de la idea del hombre sensible a la belleza como ideal, resulta oportuno exponer el contexto en el cual se producen estos textos utópicos. Como bien sabemos la utopía nace como una crítica al mundo real e inmediato, por ello la utopía es un país que no existe, completamente idealizado. En este caso ambos escritores parten específicamente de una crítica a los regímenes políticos de la época; Schiller en las primeras páginas de Cartas sobre la educación estética del hombre expone que su motivación de escritura de dichas cartas parte del horror que sentía al saber de las crueldades cometidas bajo el gobierno del Terror en el país vecino; Francia bajo su percepción era indigno de un Estado libre porque su pueblo no era moralmente perfecto: “Hay que emprender el camino a través de lo estético para resolver prácticamente aquel problema político, porque es a través de la belleza como se llega a la libertad” (30). Rodó, por su parte, así también como lo hace Gómez Dávila en sus escolios, dedica una parte de su ensayo a la crítica del sistema político visto como el ideal en el momento, la democracia. Según el autor la democracia es un sistema imperfecto, los hombres de espíritu pueden ser sometidos a los caprichos de una multitud mediocre, puesto que uno de los principios de este tipo de gobierno es la igualdad; para Rodó la jerarquía es esencial y sana, razón por la cual se opone a este sistema. Así pues si Ariel es el espíritu de la razón y el ideal, Calibán, su opuesto, es la democracia, y por consiguiente la destrucción de la jerarquía, así como también de la sociedad ideal.

Sin embargo, más allá de estas particularidades ya mencionadas, ambos escritores denuncian de manera explícita lo vulgar que resulta una sociedad en la que reina el utilitarismo. Schiller, por ejemplo, dice: “La utilidad es el gran ídolo del tiempo, para el que trabajan todas las fuerzas y al que han de rendir homenaje todos los talentos” (28), dicho espíritu de utilitarismo trae a consecuencia que la educación sea especializada. Si bien el escritor alemán reconoce que la especialización trajo como fruto el progreso científico y de saberes de la humanidad, también denuncia que la misma dota a los hombres de una experiencia fragmentaria; el hombre entonces no es un ser completo, en uso de todas sus facultades, ello además dificulta la convivencia entre un hombre y otro puesto que ya no se entienden: “No vemos simplemente a sujetos aislados, sino a clases enteras de hombres, desplegar únicamente una parte de sus aptitudes, mientras que el resto apenas están indicadas con una leve huella, como en los órganos atrofiados” (43).

Así también lo expone Rodó, el cual exhorta a la juventud de América a que, a pesar de este fenómeno que denominamos especialización, cultive su espíritu, interesándose por todas las áreas y no apasionándose o concentrándose únicamente en una dejando atrás al hombre puro, absoluto: “Debe velar, en lo íntimo de vuestra alma, la conciencia de la unidad fundamental de nuestra naturaleza, que exige que cada individuo humano sea, ante todo y sobre toda cosa, un ejemplar no mutilado de la humanidad, en el que ninguna noble facultad del espíritu quede obliterada y ningún alto interés de todos pierda su virtud comunicativa” (12). Es por ello que ambos autores rinden culto a lo que fue la cultura griega en su máximo esplendor. En los hombres griegos libres reinaba la belleza o, como diría el escritor Albert Camus, la mesura; el hombre guardaba una estrecha relación con la naturaleza, la misma le daba forma y en ella confluían los sentidos y la razón. Estos hombres se dedicaban tanto a los deportes y el entrenamiento militar como a las artes y las ciencias. Sin embargo, ello era posible gracias a la tenencia de esclavos, que les permitía tener el tiempo de ocio necesario para desarrollar su humanidad.

Si bien Schiller y Rodó se asemejan en los puntos ya mencionados, Schiller traza, de manera sistemática, una separación entre el mundo de las sensaciones, los impulsos naturales y la razón, la intelectualidad y el deber:

Vigilar éstas y asegurar sus límites a cada uno de los impulsos es la tarea de la cultura, que, por tanto, debe a los dos una justicia igual y ha de defender el impulso racional contra el sensible y a ésta contra aquél. Su función, pues, es doble: primeramente, proteger la sensibilidad contra los ataques de la libertad; en segundo lugar, garantizar la personalidad contra el poder de las sensaciones. Aquello lo alcanza mediante la educación de la capacidad sensitiva, y esto, con el cultivo de la capacidad racional (78).

Como podemos ver, Schiller señala en su análisis que ambos impulsos se encuentran en una perenne lucha dentro del hombre y cualquier dominio sobre el ser de alguno de ellos conllevaría a lo negativo, es decir, al hombre imperfecto. En el caso de una predominancia por parte de la sensibilidad nos encontramos en un estado salvaje, el hombre estaría siempre en contacto con su sentir y la naturaleza que le rodea y por lo tanto al estar controlado por sus instintos destruiría la moral; en el otro extremo está el hombre denominado por Schiller “bárbaro”; éste se encuentra atado a su intelecto manteniéndose de esta manera alejado de los influjos externos de las sensaciones para mantenerse así mismo incorrupto; no obstante, sin percatarse, la predominancia del intelecto sobre su sensibilidad lo convierte en un ser indolente, incapaz de percibir la naturaleza a su alrededor, delimitado por las apariencias de la sociedad que le rodea, sin libertad. Apartando el hecho de que la existencia de un hombre plenamente racional, según el autor, sería difícil dada la naturaleza del hombre, su voluntad es volátil, por ello confiar la voluntad a la razón es equívoco, el hombre está tentado a seguir su instinto natural.

Para Rodó, al igual que para Schiller, la perfección moral no se alcanza solamente a través del deber, sino también a través del instinto.

En Ariel, por otra parte, la diferenciación y a su vez la interacción de estos dos impulsos presentados por Schiller no es tan clara. Rodó nos presenta a Ariel como un consumado hombre ideal, alejado de los extremos que se mantienen en desequilibrio en el hombre imperfecto, y a Calibán como la representación del ser irracional que es únicamente esclavo de sus impulsos. Se puede decir entonces que si bien el autor alemán nos muestra un concepto del ideal del ser con base en una educación estética, Rodó nos presenta al hombre utópico consumado en Ariel y nos muestra una sola cara del hombre imperfecto, el salvaje. Por esta razón se puede percibir en Ariel una mayor exaltación a la razón.

Otra cualidad de ambas obras reside en la apreciación que se establece a la obra del filósofo alemán Immanuel Kant. Esencialmente se entiende una crítica al ideal de la razón ilustrada, construcción utópica que se fundamenta en el conocimiento humano y es base filosófica del movimiento de la ilustración del cual Kant formaba parte, siendo uno de sus mayores exponentes. Esta crítica resulta evidente en la obra de Schiller, teniendo en cuenta que la ilustración fue uno de los desencadenantes de la Revolución francesa y todo lo que representa aquel suceso.

Por otra parte, Rodó de manera explícita critica al filósofo partiendo de una cita que se le atribuye en la que éste establece la moral de una manera rigurosa y austera: “Dormía y soñé que la vida era belleza; desperté y advertí que es deber” (22). Para Rodó, al igual que para Schiller, la perfección moral no se alcanza solamente a través del deber, estimulando únicamente el impulso racional, sino también a través del instinto. En la estimulación que produce la belleza está la armonía de estos dos impulsos. Así pues la belleza permitiría que la vida se base en la libertad y no en el deber: “Considerad al educado sentido de lo bello el colaborador más eficaz en la formación de un delicado instinto de justicia (…). Nunca la criatura humana se adherirá de más segura manera al cumplimiento del deber que cuando, además de sentirle como una imposición, le sienta estéticamente como una armonía” (20).

Como podemos apreciar, en ambas obras se justifica y se plantea la educación de la sensibilidad del hombre hacia la belleza como una necesidad para lograr el ideal de una sociedad moral, libre, conformada por el hombre de espíritu. No obstante en ninguno de los dos libros hay un plan práctico para llevar a cabo la idea. Como mencionamos anteriormente, Rodó se limita a mostrarnos a ese mejor hombre a través de Ariel sin fundamentar los parámetros necesarios para que la educación estética tenga lugar; de igual forma Schiller delimita un horizonte para el hombre moralmente perfecto sobre el cual balancea los impulsos racionales y naturales del ser; si bien se refiere a la disposición estética que tiene que tener el hombre, aparte de ello no encontramos unas directrices que nos permitan establecer una escuela para la educación estética del hombre que ambos autores proclaman necesaria. Estos autores no presentan, como Simón Rodríguez en Sociedades americanas, por ejemplo, un programa político para implantar la educación pública y establecer un método definido para la enseñanza.

Así también no sólo se presenta el problema de la practicidad de esta idea sino también la veracidad de la misma. En resumen estos autores señalan, siguiendo el pensamiento aristotélico que establece que lo bello en sí mismo es lo bueno, que el hombre al poder distinguir lo bello de lo feo, y decantarse por lo primero, puede reconocer lo que es bueno y malo, y hacer lo correcto. De acuerdo a esta teoría, en una sociedad donde se cultivan la belleza y la cultura debe prevalecer el hombre perfecto, es decir, el hombre incorrupto y bueno.

No obstante, como cualquier concepción utópica, la planteada por los autores en cuestión es rebatible. La historia se encarga de refutarla a través del terrible suceso conocido como la “solución final”. El verdugo es un pueblo enaltecido culturalmente, patria de autores como Goethe y músicos de la talla de Bach, que fue presa de la corrupción moral al cometer uno de los genocidios más relevantes de la historia. En el prólogo de su libro de ensayos Más allá de la culpa y la expiación, Jean Améry, escritor austríaco que sufrió el confinamiento en Auschwitz, expresa el desconcierto del humanista ante esta realidad abominable:

No cabe duda: todas las monstruosidades que hemos presenciado no anulan el hecho —que hasta hoy me ha permanecido oscuro y a pesar de todas las laboriosas investigaciones de tipo histórico, psicológico, sociológico y político ya aparecidas y que todavía aparecerán, imposible en el fondo de aclarar— de que, entre 1933 y 1945, en el pueblo alemán, un pueblo de elevada inteligencia, productividad industrial y riqueza cultural sin parangón —¡el pueblo de “poetas y pensadores” por excelencia!—, se perpetró precisamente el crimen al que me refiero en mis ensayos (40).

La belleza no es por antonomasia una representación de lo bueno, sino que puede existir y desarrollarse a través de la barbarie.

La razón —tan alabada por Rodó— justificó el mal en la Alemania nazi. El nazismo afianzó su política en teorías como el darwinismo social, que argumenta un proceso de selección y/o distinción social en el que una raza, la aria en este caso, se encuentra por encima de otra, lo que la establece como la más apta para su desarrollo, estimando a esta raza inferior como un paria a eliminar o ser manipulado por su homónima superior. Así mismo, encontramos la idea del superhombre planteada por Nietzsche, una visión del ser entregado tanto a la razón como a sus impulsos, estando en debido equilibrio para concebirse como el hombre perfecto, al igual que estima Schiller. Sin embargo, esta superioridad le exime de convenciones éticas o morales ya que sólo él mismo podría determinar la moralidad de las cosas, pensamiento adoptado y asumido por los nazis quienes se veían como una raza superior habiendo alcanzado el estado de superhombre y, por lo mismo, con el deber de hacer prevalecer su estirpe. En este sentido resulta oportuno mencionar también el hecho de que el filósofo, considerado por muchos como el más influyente del siglo XX, Martin Heidegger, fue simpatizante del partido nazi. No obstante, así como intelectuales apoyaron al nazismo también personas que hacían gala de una sensibilidad hacia la belleza y que se desarrollaban como artistas fueron cómplices o congeniaron con el régimen nazi, siendo este el caso de la cantante francesa Edith Piaf, por ejemplo, o la diseñadora de igual nacionalidad Coco Chanel, esta última reconocida como una espía del régimen alemán.

En conclusión, la sensibilidad hacia la belleza de los hombres no garantiza la bondad puesto que, a diferencia del pensamiento aristotélico, la belleza no es por antonomasia una representación de lo bueno, sino que puede existir y desarrollarse a través de la barbarie. Teniendo en cuenta esta noción, surge la interrogante: ¿realmente hubieran sido escritos estos libros si sus respectivos autores hubieran vivido los horrores de la guerra y la posguerra? Si consideramos la caída de la principal utopía social de la modernidad, el marxismo, con la desintegración de la Unión Soviética y los consecuentes cambios en los paradigmas de pensamiento que esto generó, la respuesta a esta previa interrogante sería una negativa. El pensamiento intelectual actual, en su mayoría, ya no concibe la esperanza en la utopía. Se han derrumbado los pilares de la esperanza, afianzando el escepticismo. Cabe consultar los títulos de libros, series y películas actuales para constatar la resonancia del genero distópico que surge como degeneración de la utopía.

 

Referencias

  • Améry, Jean. “Prólogo a la segunda edición (1977)”. Más allá de la culpa y la expiación: tentativas de superación de una víctima de la violencia. Traducción: Enrique Ocaña. España: Pre-Textos, 2001. 39-46.
  • Gómez Dávila, Nicolás. Escolios a un texto implícito. Colombia: Villegas Editores, 2002.
  • Rodó, José Enrique. Ariel y Proteo selecto. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1993. Impreso.
  • Schiller, J. C. F. Cartas sobre la educación estética del hombre. Traducción: Vicente Romano García. Madrid: Aguilar, 1969. Impreso.

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