Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Mefisto, de Klaus Mann, una obra sobre el totalitarismo y la degradación social

lunes 29 de noviembre de 2021
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Klaus Mann
Klaus Mann retrata el espíritu de aquella sociedad, en la que unos creyeron y se aliaron con el infame poder nazi.
La libertad es como la vida, sólo la merece
quien sabe conquistarla todos los días.
Goethe, Fausto.

Entre los horrores creados por el hombre el siglo pasado, dos guerras mundiales así también como bombas nucleares, está el régimen totalitario exhibido, por ejemplo, en dos grandes potencias como lo fueron la Alemania nazi y la Rusia estalinista. El totalitarismo busca la opresión y dominación sobre el individuo de manera total, por ello sus fines y sus medios resultan más sombríos que los de una dictadura o una tiranía. Resumiendo su sistema, podemos decir que es la monopolización del Estado por parte de un solo partido político, jerárquico, que impone una ideología utópica a las masas, justificándose en la “ciencia” historicista, y a su vez haciendo uso de la propaganda para dogmatizar, puesto que ejercen el control en todos los medios de comunicación, y el terror.

Para el régimen totalitario no existe ninguna esfera de actividad del hombre que deba escapar de su control; domina el ámbito de educación, el político, el social e incluso el religioso, lo que conlleva una pérdida de la libertad en el ámbito tanto público como privado. El individualismo en estos regímenes es una palabra mal vista, lo correcto es pensar, actuar y por lo tanto vivir como parte de un colectivo homogéneo, siguiendo una conducta estándar. Estos regímenes, no obstante, llegan al poder con el apoyo popular e incluso cuando se establecen a sus anchas en éste siguen contando con la fidelidad de sus seguidores.

Además de coartar todo tipo de libertades, estos regímenes expresan públicamente su rechazo hacia los valores y los principios morales; el fin justifica los medios. Así pues, los derechos humanos son profanados y las masas se convierten en cómplices y ejecutoras de crímenes. Quizá el ejemplo más popular de dichas transgresiones perpetradas colectivamente yace en la matanza sistematizada del pueblo judío y otras minorías, raciales o políticas, por parte del nazismo (no obstante, no deberíamos olvidar las purgas y los gulags, los juicios aplaudidos en el estalinismo).

Los jóvenes dogmatizados por el régimen aclamaban el comienzo de la masacre en donde restituirían el orgullo despojado a la nación.

Recordemos que según la historia Adolf Hitler llegó al poder con el apoyo de la mayoría del pueblo alemán. Su continua fidelidad lo encumbró como dictador y le permitió llevar a cabo sus planes, conocidos por el pueblo, expuestos en su siniestra ideología sustentada en la biología, el darwinismo social, y su discurso de recuperar la “grandeza” de una Alemania humillada por la derrota en la Gran Guerra y el famoso Tratado de Versalles. Así pues, se le consintió desarrollar su proyecto; eliminar a las minorías, consideradas deleznables, e invadir Europa, lo que dio comienzo, como bien sabemos, a la sangrienta Segunda Guerra Mundial. Ante estos hechos conocidos, es normal quedarnos perplejos pues nos preguntamos sobre la naturaleza del espíritu de aquella sociedad alemana: ¿estas personas subyugadas eran víctimas o victimarios?

En la novela Mefisto, de Klaus Mann, vemos retratado el espíritu de aquella sociedad, en la que unos creyeron y se aliaron con el infame poder nazi y otros huyeron o se le opusieron y formaron parte de la resistencia tanto en el exilio como en el país teutón. El prólogo nos sitúa en un tiempo posterior al desarrollado en el resto de la narración, pero aún un poco antes del inicio de la guerra, es decir, cuando los nazis están elaborando los preparativos y están cómodos en el trono. Así pues, mientras ello ocurría, en pleno apogeo económico la sociedad se desenvolvía en un ambiente de arrobamiento, aprovechando la época de abundancia. Por otro lado, los jóvenes dogmatizados por el régimen aclamaban el comienzo de la masacre en donde restituirían el orgullo despojado a la nación.

“Mefisto”, de Klaus Mann

El narrador nos describe una de aquellas fiestas lujosas, en honor a uno de los líderes nazis, en la cual se derrocha y se ostenta la prosperidad. En este escenario los invitados claramente están encantados y profesan su admiración a ese poder perverso y tan atractivo a primera vista. Un joven extranjero, invitado a la celebración, observa a los alemanes y los juzga como títeres puesto que su comportamiento parece mecánico. La espontaneidad no está permitida en los regímenes totalitarios; la verdad está condenada; para codearse con el poder hay que actuar; es decir, mentir.

El lugar en donde me encuentro es, sin duda, generosamente fastuoso, pero tiene algo de siniestro. Estos seres tan bien ataviados tienen una viveza que no inspira precisamente confianza. Se mueven como marionetas, de forma curiosamente convulsiva y torpe. En sus ojos se oculta algo, no tienen la mirada limpia, hay en ella miedo y crueldad (…) (Mann, 1986: 6).

Estas personas comunes que celebran, ¿no tienen conciencia? Si bien no ejecutan los asesinatos con sus manos, son capaces de traicionar a sus semejantes y están a sabiendas de los campos de concentración y las purgas. Esta realidad grotesca resulta, como confiesa el joven, siniestra y terrible. ¿Dónde quedan la piedad, el valor por la vida humana y la defensa de la verdad?

Hannah Arendt, en su análisis sobre este asunto, en su libro Eichmann en Jerusalén, explica que a través de la banalización del mal el gobierno nazi consiguió “eliminar la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico” (2003: 153). En Alemania los ciudadanos que acataban la ley de su país eran más peligrosos que los que la infringían; todo lo que declarara el Führer se consideraba como ley. La muerte contra los “enemigos” de la patria, es decir, cualquiera que se opusiera al nazismo, era considerada como un procedimiento consecuente y necesario. Según el discurso nazi, éstos eran seres inferiores, ellos se encargaban de deshumanizarlos; así pues, no había nada que reflexionar, el nazismo sólo le pedía a su pueblo que siguiera el statu quo; eso hicieron y muchos ni siquiera tenían cargo de conciencia por los crímenes cometidos, como es el caso de Eichmann, quien adormeció su conciencia.

La banalización del mal disipa la conciencia moral, lo que para el filósofo Immanuel Kant, en su tratado Fundamentación de la metafísica de las costumbres, es la cualidad innata, ya que se origina en la razón práctica, común a cada hombre, para diferenciar y valorar entre lo bueno y lo malo (2007: 5). Así pues, esta imagen de completa ceguera ante lo atroz se representa en la novela en Lotte Lindenthal, la esposa del Gordo, uno de los líderes nazis más poderosos:

Por la mañana, si miraba por encima del hombro de su marido, veía ante él, sobre el escritorio renacentista, las condenas a muerte; por la noche mostraba la blancura de sus senos y el artístico peinado de sus cabellos trigueños en los estrenos de ópera o en las mesas engalanadas de los privilegiados, a los que honraban con su trato. Lotte era inconmovible, intocable, porque era inconsciente y sentimental (Mann, 1986: 18).

Otra imagen del tipo de hombre que constituía aquel pueblo nazi es la figura del joven Hans Miklas, el cual forma parte de lo que se considera en sociología como “masas”, es decir, su comportamiento está dictado por el colectivo, necesita estar en un grupo para poder sentirse pleno. De acuerdo a autores como Hannah Arendt y Erich Fromm, este individuo colectivo es, antes de formar parte de la masa, un hombre aislado, sin relaciones sociales valiosas, sin una conexión profunda con su entorno, sin un dios o una religión a que aferrarse y que le vincule con otros creyentes.

Sin las masas el líder sería inexistente y sin el líder las masas seguirían siendo una entidad informe.

Para escapar a esta soledad que le mantiene sumido en un estado de angustia constante, este hombre busca darle sentido a su vida con la incorporación a un partido político, y de esta situación sagazmente se aprovecha el totalitarismo que a cambio le demanda sacrificar su libertad voluntariamente. Le brinda seguridad, un propósito utópico, el sentido de pertenencia y orgullo, pero le niega su individualidad, casi por completo, y lo convierte en un número, en una masa moldeable capaz de realizar acciones espantosas. Todo totalitarismo “exige en pago la adopción de un tipo de vida que, a menudo, se reduce únicamente a actividades de carácter automático o compulsivo” (Fromm, 168). El nacionalsocialismo sabía que para lograr sus ambiciosos objetivos debía sacrificar la individualidad del hombre, su humanidad, y convertirlo en materia; en otras palabras, en parte de un ejército con disciplina o una sociedad de autómatas.

Según el psicólogo Erich Fromm en su libro El miedo a la libertad, en el fenómeno de las “masas” y el líder totalitario hay una relación de simbiosis; es decir, una unión recíprocamente dependiente: sin las masas el líder sería inexistente y sin el líder las masas seguirían siendo una entidad informe (268). En ambos se manifiesta, en mayor o menor grado, lo que el autor denomina impulsos sadomasoquistas y destructivos, con oscilación de papeles. Masoquismo en cuanto las masas quieren ser dominadas; el líder les proporciona lo que antes mencionamos, el sentido de su vida, y además las libra de asumir responsabilidad sobre sus acciones. Sadismo en cuanto éstas quieren sentirse poderosas y oprimir al Otro, es decir, la oposición política, las minorías raciales o simplemente el resto de las naciones. Mefisto comprueba la teoría del psicólogo: en su mayoría los personajes vinculados con el nazismo, por convicciones u oportunismo, presentan dichas características; la voluntad de poder y el deseo de ser dominados.

Miklas es un joven pobre, hambriento, sin lazos familiares estrechos; su padre falleció en la Gran Guerra y no lleva una buena relación con su madre. A pesar de trabajar duro es mal considerado por sus compañeros de teatro. Es por lo tanto un ser solitario y resentido, características que le atraerían fatalmente al partido. Ulrichs y Bárbara, personajes que se compadecen de este joven desgraciado, se dan cuenta desde el primer momento de que él es una víctima del movimiento nazi que se aprovechó de su necesidad de aferrarse a algo, su inexperiencia y apasionamiento juvenil; le han instaurado aquellas ideas irracionales y violentas. Para Ulrichs, personaje que pertenece también a la “masa” (siendo su centro de vida el partido comunista), el odio de este muchacho sólo está mal encaminado, él podría sumarse al colectivo comunista que, si bien imparte otra ideología, proyectada hacia un futuro imperfecto y que también busca ser científica y no lo es, en el fondo está conformada por la misma base humana llena de desprecio y displicencia moral:

Hans es, en el fondo, un buen muchacho. Lo sé, he hablado con él muchas veces. De un joven como él hay que ocuparse mucho y con paciencia; así se le podría ganar para una buena causa. No creo que esté perdido para nosotros. Su rebeldía, su descontento general han caído en mal lugar: ¿comprenden lo que quiero decir? (Mann, 1986: 30).

Cuando llega Hitler al poder y Ulrichs intenta aliarse con la burguesía liberal, ellos lo rechazan porque saben que el comunismo también es totalitario; éstos desprecian la tolerancia, la libertad y la felicidad individual. Ulrichs fracasa, no logra convencerlos con su discurso de luchar juntos ahora y después veremos quién se queda en el poder. Es así como el nazismo asciende y establece el totalitarismo, con la ayuda de los empresarios y las familias adineradas que miraban con espanto el movimiento comunista pensando que el nazismo era más manejable. Como retrata la novela, mucha gente pensaba que sublevarse contra los nazis no era lo más aconsejable, a pesar de la advertencia de intelectuales como el profesor Brückner, por ejemplo, era mejor dejar que la historia siguiera su curso:

(…) es una manía absurda querer nadar contra la corriente. Como persona moderna, hay que comprender el nacionalsocialismo, un movimiento con futuro, que contiene muchos elementos positivos y cuyas pequeñas faltas, por ejemplo el molesto antisemitismo, ya serán reparadas (Mann, 1986: 151).

No se percataron de la fuerza destructiva nazi. Ulrichs es asesinado y el joven Miklas también. El segundo se convertiría en disidente al ver sus esperanzas traicionadas, a pesar de que estuvo desde el inicio con el movimiento no triunfa con su ascenso. La realidad es esta: el nazismo premia a los oportunistas. Todo por lo que luchó fue en vano; el objetivo de su odio, Hendrik Hofgen, el protagonista de la novela, en un principio comunista y enemigo del nazismo, ha sido perdonado y ha llegado como nunca a la cima, bajo las alas infernales del Führer y sus amigos. Esta traición fue insoportable para Miklas, a pesar de su fanatismo, y es que su necesidad de dominación no fue tenida en cuenta, solamente fue pisoteado.

Hendrik Hofgen es un actor que finge todo el tiempo para encantar a los demás: finge que sus manos son preciosas, que es comunista y al final que es un nazista.

El siguiente tipo de sujeto que tenemos es el que podemos catalogar “hombre romántico” y está representado en el poeta Pelz. Éste está interesado en el movimiento nazi por su impulso destructivo, su desmesura y su voluntad de poder, como se lo confiesa a Hofgen. Siente fascinación por el peligro y lo heroico, además de lo primitivo. Rüdiger Safranski, autor del libro Una odisea del espíritu alemán, es uno de los escritores que exploran la influencia del espíritu romántico en el nazismo. Su análisis da como conclusión que el aporte del romanticismo consistió en la rebeldía, el rechazo a la realidad, el querer destruir las normas sociales y la búsqueda de un absoluto. El nazismo con su perversa audacia aprovechó el lado negativo y extremo del romanticismo y revirtió aquello que le era contraproducente; sabemos que una característica esencial de aquel movimiento cultural es la exaltación de la individualidad y subjetividad; el nazismo pues supo dirigir aquello hacia la búsqueda del “gran singular: el alemán, el pueblo, el trabajador, el espíritu” (Safranski, 327).

Por último, está el hombre oportunista representado en el protagonista del libro y muchos de los personajes secundarios que le rodean. Hendrik Hofgen es un actor que finge todo el tiempo para encantar a los demás: finge que sus manos son preciosas, que es comunista y al final que es un nazista; en fin, su vida es un teatro. Él es ambicioso, egocéntrico y con un complejo de inferioridad debido a su procedencia; se avergüenza de su origen y su familia. El centro de su vida es su profesión; vende su alma al diablo por conseguir el éxito. Su degeneración estriba en que no construye verdaderos lazos emocionales, es capaz de vender a sus amigos y amantes por beneficiarse a sí mismo.

Naturalmente, la voluntad de poder prima sobre los demás impulsos del personaje. Hofgen se sentía bien al estar bajo los focos y ser admirado por los demás; al estar en el público se sentía extraño y molesto; no obstante, este impulso no estriba en ser solamente el centro de atención, él generalmente tenía una actitud déspota con sus compañeros y cuando dirigía una obra se complacía en humillarlos en los ensayos: “Desde allí seguía explicando, organizando, criticando. A nadie libraba de sus palabras cínicamente degradantes (…). Como todos sufrían, el humor de Hendrik mejoró sensiblemente” (Mann, 1986: 45).

A pesar de disfrutar mucho cuando oprime a los demás, Hofgen también quiere sentir dolor, liberarse y dejar fluir su lado vulnerable. Esto es lo que busca en Juliette, la Venus negra, con sus botas de caña alta. Hofgen siente una atracción fatal hacia el poder que le supera y ella es extravagante, decidida y fuerte. Así pues, comienza una relación donde los papeles se invierten; Juliette le humilla: “En lo que respecta a Hendrik Hofgen, lo que de ella le había impresionado no fue el título, aunque también éste le había gustado enormemente, sino sus vivaces, crueles ojos, y los músculos de sus piernas color chocolate” (Mann, 1986: 53).

Sin embargo, los papeles en esta relación están invertidos sólo en apariencia, Hofgen es el director de este performance. Él ha asignado los papeles y a pesar del amor que le profesa, a veces es consciente de que él mismo se engaña. Es incapaz de preocuparse o interesarse por alguien sinceramente. Por lo tanto, sus relaciones son incómodas. Así pues, Bárbara con su papel asignado de “ángel bueno” resultó irritante al ser espontánea; para Hofgen ella se transformó en su mala conciencia y él no está interesado en cumplir con su exigencia de honestidad y felicidad. Además, ésta le hace sentir inferior por su aire culto, su procedencia burguesa y noble que le recuerda constantemente la propia. Su matrimonio nunca tendrá un momento de plenitud o dicha. Cuando firme el pacto con el diablo, renunciará a ellas inevitablemente y luego se casará con una actriz ambiciosa que le comprende y sabe relevarse a un segundo plano, es decir, ser sumisa y apoyarlo.

Nicoletta, amiga de Bárbara, tampoco tiene escrúpulos, es ambiciosa y caprichosa. Al igual que Hofgen con sus manos, ella es capaz de convencer de que sus piernas son preciosas, convierte su vida en una farsa. Si bien podríamos pensar que sacrifica su carrera por amor, el narrador nos aclara que no es así: Nicoletta encuentra al padre perdido en Theophil, su voluntad de poder y su necesidad de someterse a una voluntad superior se ven saciadas al estar a su lado. Theophil es alguien a quien puede admirar, una persona influyente culturalmente y con aires de grandeza que a su vez es capaz de someterla: “Nicoletta se sometía a su inconmensurable e irritable voluntad, ella que llevaba la cabeza muy alta, pero deseaba que le dieran órdenes” (Mann, 1986: 111). No obstante, cuando él pierde su vitalidad e influencia, la actriz lo deja y va al encuentro de Hofgen, ahora más poderoso que nunca.

La acción política es difícil, todo el pueblo es vigilado, además de los cuerpos de seguridad del partido se tiene que lidiar con la policía secreta.

Fausto tiene conciencia y reconoce al final de su tragedia que no se burla de nadie, él es burlado por el poder. Él es sólo un títere del demonio y eso también lo saben todos los que le rodean, sus antiguas amantes, sus viejos compañeros, y los nuevos, que le ayudan a continuar la siniestra representación: “Tú no eres decente, eres un simio del poder y un payaso para el entretenimiento de los asesinos” (Mann, 1986: 266).

Si bien presentamos en el ensayo diversos tipos de individuos cómplices del régimen, quienes acallaron su conciencia y le ayudaron, hay que tener en cuenta el terror que siembra el totalitarismo a las oposiciones, ellos no tienen ninguna piedad por la vida y lo expresan públicamente (como en la llamada “noche de los cuchillos largos”). Aquellos hombres que no podían salir se veían condenados a permanecer en silencio, esperando el desenlace de la tragedia. La acción política es difícil, todo el pueblo es vigilado, además de los cuerpos de seguridad del partido se tiene que lidiar con la policía secreta, gente común que para ascender de puesto, cubrirse las espaldas o por puro fanatismo acusa a su vecino y le condena a la muerte o a la crueldad de los campos de concentración.

Quien se rebelaba, ya sabía a qué se arriesgaba. El que decía la verdad, tenía que contar con la venganza de los mentirosos. Quien intentaba difundir la verdad y luchaba a su servicio, estaba amenazado con la muerte y con todos los horrores que solían anteceder a la muerte en las cárceles del Tercer Reich (Mann, 1986: 260).

En conclusión, el discurso totalitario que siempre articula nociones del “hombre nuevo” o “la raza superior” propone derrumbar la noción formulada por Kant en aquel conocido ensayo para la cultura occidental titulado ¿Qué es la Ilustración?: el hombre ilustrado. Este ideal es alcanzado mediante la educación, no la dogmatización. El hombre ilustrado necesita libertad para desenvolverse. Libertad intelectual y política para cultivarse e individualidad para hacer uso de su razonamiento y juzgar así lo que le rodea. El hombre ilustrado ya ha cumplido su mayoría de edad; es decir, no necesita que le ordenen o le guíen. Es lo contrario al fanatismo de las masas, el oportunista o el apolítico. Este hombre actúa de acuerdo a su razonamiento, valorando su conciencia moral y cumpliendo su deber, aceptando la responsabilidad de su vida.

 

Referencias

  • Arendt, Hannah (1974). Los orígenes del totalitarismo. España: Taurus.
    (2003). Eichmann en Jerusalén. España: Lumen.
  • Fromm, Erich (2018). El miedo a la libertad. Buenos Aires: Paidós.
  • Kant, Immanuel (2007). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Puerto Rico: Pedro M. Rosario Barbosa.
  • Mann, Klaus (1986). Mefisto. Barcelona: Salvat.
  • Safranski, Rüdiger (2012). Una odisea del espíritu alemán. España: Tusquets.

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio