
La relación entre la conciencia (para-sí) y el cuerpo (en-sí) es la relación más importante que se puede experimentar en la existencia; notablemente es la primera relación del existente y es ontológica; es decir, viene en el paquete de ser humano. Como tema principal de este artículo se expondrán los aspectos que le dan importancia a esta relación; como segundo tema se ha escogido la relación entre la mala fe y el psicoanálisis. En la exposición de ambos temas se han utilizado extractos de la obra de Jean-Paul Sartre El ser y la nada.1
La primera mención que hace Sartre de la relación entre la conciencia y el cuerpo es designada como relación existencial.2 A partir de allí, mayormente en dos párrafos, nos presenta los detalles de los componentes de la relación: las estructuras de los componentes, los medios de relación entre ellos, el origen de la relación, cómo se establece y cuándo se establece.
Los componentes de la relación
La conciencia. Ella obtiene de sí misma su ser-consciente; la conciencia es su propio fundamento. La conciencia está sostenida por una perpetua contingencia que ella retoma por su cuenta sin poder suprimirla jamás. La contingencia perpetuamente evanescente del cuerpo, que infesta a la conciencia, la liga al ser que se es sin dejarse captar nunca; es lo que se llama la facticidad de la conciencia: el hecho bruto de ser esta conciencia en el mundo. La facticidad es la que permite decir que la conciencia es o existe. La conciencia (para-sí) es necesaria en tanto que se funda a sí misma; como ser necesario es un ser cuya posibilidad implica existencia.
Sartre nos dice —sirviéndose del verbo existir como de un transitivo— que existe el cuerpo de la conciencia y la relación entre conciencia y cuerpo es una relación existencial.
En otras palabras, la conciencia es un ser que habita en el existente, pero no tiene nada de sustancial; es apariencia, es decir, existe apareciendo. La relación entre conciencia y cuerpo es una relación existencial; es decir, de la conciencia no puede existir su cuerpo sino como conciencia; el cuerpo es una estructura consciente de la conciencia.
De acuerdo con lo anterior, puede decirse que, como ser abstracto que es, la conciencia carece de las características del cuerpo tales como posibilidad de errar o equivocarse, olvidar hacer algunas de sus funciones o establecer sus relaciones. Se continuará exponiendo aspectos y detalles de la relación existencial y luego, al tratar el segundo tema, se verá qué más se ha encontrado sobre la conciencia, motor de la relación existencial.
El cuerpo. ¿Qué es el cuerpo para la conciencia? Para empezar, no pertenece a los objetos del mundo porque existe una distancia que los separa de la conciencia, pero se quiere saber cómo se da el cuerpo a la conciencia. Sartre nos dice —sirviéndose del verbo existir como de un transitivo— que existe el cuerpo de la conciencia y la relación entre conciencia y cuerpo es una relación existencial.
Nacimiento, pasado, contingencia, necesidad de un punto de vista, condición de hecho de toda acción posible sobre el mundo: esto es el cuerpo, así es para mí. No es, pues, en modo alguno una adición contingente a mi alma, sino, por el contrario, una estructura permanente, condición permanente de posibilidad de mi conciencia como conciencia y como proyecto trascendente hacia mi futuro.3
El origen de la relación
El surgimiento de la conciencia (para-sí) en el mundo hace existir a la vez el mundo como totalidad de las cosas y los sentidos, como la manera objetiva en que se presentan las cualidades de las cosas. Lo fundamental es la relación con el mundo, y esta relación define a la vez el mundo y los sentidos, según el punto de vista en que uno se coloque.
Esto remite a la distinción clásica entre el alma y el cuerpo: el alma utiliza el utensilio que es (el cuerpo). Entonces el mundo, como correlato de las posibilidades de que se es como conciencia, aparece desde el surgimiento del ser en el mundo, como el esbozo enorme de todas sus acciones posibles.
La percepción se trasciende naturalmente hacia la acción; es más, no puede develarse sino en y por proyectos de acción. El mundo se devela como un creux toujours futur.4 Porque se es siempre futuros para uno mismo.
El instrumento que es el cuerpo no se emplea, se es; el cuerpo es perpetuamente lo trascendido. Así, el cuerpo, siendo lo trascendido, es el preterido, es el pasado. El cuerpo es doblemente necesario; primero, porque es la recuperación continua del para-sí por el en-sí: y el cuerpo es necesario, además, como el obstáculo que hay que trascender para ser en el mundo, es decir, el obstáculo que se es para uno mismo.
Se puede captar claramente la unidad de ambas necesidades: ser-para-sí es trascender el mundo y hacer que haya un mundo trascendiéndolo. Pero trascender el mundo es precisamente no sobrevolarlo, sino comprometerse en él para emerger de él; es hacerse necesariamente uno mismo esta trascendencia.
El cuerpo de la conciencia no puede existir sino como conciencia. El cuerpo pertenece a las estructuras de la conciencia no-tética (de) sí, llamada también conciencia no reflexiva o conciencia no posicional. ¿Se puede, sin embargo, identificarlo pura y simplemente con esa conciencia no-tética? No es posible, ya que la conciencia no-posicional es conciencia (del) cuerpo como aquello que ella sobrepasa. En una palabra, la toma (del) cuerpo es lateral y retrospectiva; el cuerpo es lo descuidado, y es, sin embargo, aquello que ella es. La conciencia no es nada más que cuerpo; el resto es nada y silencio.
Cuándo se establece la relación existencial
La relación existencial es parte del proyecto fundamental realizado por el surgimiento de la conciencia en el mundo. El proyecto fundamental, que es ontológico, es total impulso hacia el ser, su relación original consigo y con el mundo y con el otro, en la unidad de relaciones internas.
¿Cómo se establece el origen de la relación?
La relación entre la conciencia y el cuerpo se origina en la conciencia por medio de la tercera forma de reflexión: la reflexión impura, es la conexión con el cuerpo. La unidad absoluta de lo psíquico es, en efecto, la proyección de la unidad ontológica de la conciencia (para-sí) en el cuerpo (en-sí). Es lo que el psicólogo estudia con el nombre de hecho psíquico; es lo que se da primeramente en la vida cotidiana.
La conciencia existe como una conciencia traslúcida de ser otra que los objetos de los cuales es consciente.
El para-sí (conciencia) es necesario en tanto que se funda a sí mismo; como ser necesario es un ser cuya posibilidad implica existencia. El para-sí es un ser que debe existir a la vez en sus tres dimensiones. Siendo presente, pasado y futuro a la vez, dispersando su ser en tres dimensiones, el para-sí, por el solo hecho de nihilizarse, es temporal.
La primera dimensión de la conciencia es la temporalización. Se está en presencia de dos temporalidades: la temporalidad original (no tética, no posicional) del para-sí, cuya temporalización somos nosotros, y la temporalidad psíquica (tética, posicional) del cuerpo: que aparece a la vez como incompatible con el modo de ser de nuestro ser y como una realidad intersubjetiva; objeto de la ciencia; objetivo de las acciones humanas.
La segunda dimensión es la reflexión. Se está en presencia de tres formas de reflexión. La primera es conciencia de las tres dimensiones del para-sí. Es conciencia tética de fluir (para-sí, trascendencia). Es conciencia no tética de duración (en-sí, facticidad). La segunda forma es la reflexión pura (reflejo), simple presencia del para-sí reflexivo al para-sí reflexionado, es a la vez la forma originaria de la reflexión y su forma ideal; el para-sí trata de adoptar un punto de vista externo sobre él mismo. En el par “el reflejo-reflejante”, es la forma por la que el para-sí encuentra su propia nada. El para-sí puede ser sólo en el modo de una reflexión causando al en-sí ser reflejado como no siendo un cierto ser. En otras palabras la conciencia existe como una conciencia traslúcida de ser otra que los objetos de los cuales es consciente.
La reflexión impura, tercera forma de reflexión, es un esfuerzo abortado de la conciencia (para-sí) para ser cuerpo (en-sí) permaneciendo sí misma. La reflexión es impura cuando se da como “intuición del para-sí en en-sí”. Movimiento reflexivo y espontáneo para hacer lo reflejo como en-sí; es un intento de parte de la conciencia de llegar a ser su propio objeto. La reflexión impura o cómplice implica la reflexión pura, pero la trasciende porque lleva más lejos sus pretensiones; la reflexión impura es la constitución y develación de la “temporalidad psíquica”, la contemplación, los estados psíquicos del para-sí. Es lo que el psicólogo estudia con el nombre de hecho psíquico; es lo que se da primeramente en la vida cotidiana. Es conexión de la conciencia (para-sí) con el cuerpo (en-sí). La unidad absoluta de lo psíquico es, en efecto, la proyección de la unidad ontológica de la conciencia (para-sí) en el cuerpo (en-sí).
La mala fe y el psicoanálisis
En El ser y la nada, la última línea del tema Libertad y responsabilidad termina con la siguiente aseveración de Sartre: “…la mayor parte de las veces rehuimos la angustia en la mala fe”.5
En los siguientes párrafos trataremos de exponer la relación entre el psicoanálisis empírico y la mala fe identificada por Sartre, utilizando extractos del tema Mala fe y mentira.6
El valor no puede develarse sino a una libertad activa que lo hace existir como valor por el solo hecho de reconocerlo como tal. Se sigue entonces que la libertad es el único fundamento de los valores y que nada, absolutamente nada justifica la adopción de una u otra escala de valores. Somos libres y responsables del uso de los valores. Esta relación entre la libertad y el uso de los valores causa angustia.
La angustia es, pues, la captación reflexiva de la libertad por ella misma. La huida ante la angustia no es solamente esfuerzo de distracción ante el porvenir; intenta, además, desarmar la amenaza del pasado. Hay un conjunto de procesos por los cuales se trata de enmascarar la angustia: se capta el posible evitando considerar los otros posibles, de los que se hacen los posibles de un prójimo indiferenciado; se rehúye la angustia intentando ser captados desde fuera como un prójimo o como una cosa. En una palabra, se huye para ignorar, pero no se puede ignorar que se huye, y la huida de la angustia no es sino un modo de tomar conciencia de la angustia. Así, ésta no puede ser, propiamente hablando, ni enmascarada ni evitada. Huir la angustia y ser la angustia no pueden ser exactamente lo mismo: si se es angustia para huirla, supone que se puede ser descentrado con respecto a lo que se es, que se puede ser angustia en la forma del “no sería”, que se puede disponer de un poder nihilizador en el seno de la angustia misma. Este poder nihilizador nihiliza la angustia en tanto que se rehúye y se aniquila a sí mismo, en tanto que uno la es para huirla. Es lo que se llama la mala fe. No se trata, pues, de expulsar la angustia de la conciencia ni de constituirla como fenómeno psíquico inconsciente, sino de que, pura y simplemente, puede uno volverse de mala fe en la aprehensión de la angustia que se es, y esta mala fe, destinada a colmar la nada que se es en la relación consigo mismo, implica precisamente esa nada que ella suprime.
La existencia de la mala fe es muy precaria; es cierto que pertenece a ese género de estructuras psíquicas que podrían llamarse “metaestables”.
El ser humano no es solamente el ser por el cual se develan negatidades en el mundo; es también aquel que puede tomar actitudes negativas respecto de sí. La mala fe es una mentira a uno mismo dentro de la unidad de una sola conciencia; para ello es necesaria una intención y un proyecto de mala fe. A través de la mala fe una persona busca escapar de la libertad responsable del ser hacia el en-sí. La mala fe descansa en una vacilación entre la trascendencia y la facticidad que rehúsa reconocer ninguna de las dos por lo que realmente son o sintetizarlas.
La mala fe no viene entonces de afuera a la realidad humana ni es lo mismo que la mentira: es en efecto mentirse a uno mismo. Para quien practica la mala fe, se trata de enmascarar una verdad desagradable o de presentar como verdad un error agradable.
En la mala fe, uno mismo enmascara la verdad. Aquel que se afecta de mala fe debe tener conciencia (de) su mala fe, ya que el ser de la conciencia es conciencia de ser. Hay, en efecto, una “evanescencia” de la mala fe: es evidente que ésta oscila perpetuamente entre la buena fe y el cinismo. La existencia de la mala fe es muy precaria; es cierto que pertenece a ese género de estructuras psíquicas que podrían llamarse “metaestables”, pero no por ello presenta menos una forma autónoma y duradera, hasta puede ser el aspecto normal de la vida para gran número de personas. Se puede vivir en la mala fe, lo cual no quiere decir que no se tengan bruscos despertares de cinismo o de buena fe, pero sí implica un estilo de vida constante y particular. Da mucho que pensar ya que no se puede rechazar y es difícil de comprender la mala fe.
Para escapar a estas dificultades, suele recurrirse al inconsciente. Sartre observa que por la escisión del “ello=id” y del “yo=ego”, Freud escindió en dos la masa psíquica, distingue yo soy yo, pero no soy ello. No tengo una posición privilegiada con respecto a mi psiquismo no consciente. Yo soy mis propios fenómenos psíquicos; por ejemplo, soy el impulso de robar tal o cual libro de un anaquel, pero no soy esos hechos psíquicos en tanto que los recibo pasivamente. Ese robo, por ejemplo, que se interpreta como un impulso inmediato determinado por la rareza, el interés o el precio del volumen que se va a hurtar, es en verdad un proceso derivado de autocastigo, más o menos directamente vinculado a un complejo de Edipo. Hay, pues, una verdad del impulso al robo, que no puede alcanzarse sino por hipótesis más o menos probables. El descubrimiento de esa verdad necesitará del concurso del psicoanalista, quien aparece como el mediador entre las tendencias inconscientes y la vida consciente. No puede uno conocerse sino por intermedio de un prójimo, lo que quiere decir que se está, con respecto al “ello”, en la posición de un prójimo.
El psicoanálisis empírico —para Sartre— sustituye la noción de mala fe con la idea de una mentira sin mentiroso; permite comprender cómo se puede no mentirse sino ser mentido, ya que coloca a uno con respecto a sí mismo en la situación del prójimo frente a sí mismo; para ello reemplaza la dualidad de engañador y engañado, condición esencial de la mentira, por la del “ello” y el “yo”. No es necesario recurrir al inconsciente para explicar la mala fe: ésta está ahí, en plena conciencia, con todas sus contradicciones.
El psicoanálisis empírico —según Sartre— no ha permitido ganar nada, ya que para suprimir la mala fe ha establecido entre el inconsciente y la conciencia una conciencia autónoma y de mala fe. Por haber rechazado la unidad consciente de lo psíquico, Freud se ve obligado a sobretender por doquiera una unidad mágica que vincula los fenómenos a distancia y por encima de los obstáculos. Se ha hipostasiado y “cosificado”, pero no evitado la mala fe. Así, por una parte, la explicación por lo inconsciente, por el hecho que rompe la unidad psíquica, no puede dar razón de los fenómenos que, a primera vista, parecen pertenecerle. Por otra parte, existe una infinidad de conductas de mala fe que rechazan explícitamente este tipo de explicación, porque por esencia implican que no pueden aparecer sino en la traslucidez de la conciencia.
Hay realidades como la ausencia, el odio, la prohibición, el pesar, la tristeza, la angustia, la alteración, la alteridad, la cosificación, la repulsión, la distracción. Como éstas existen cantidades infinitas de realidades experimentadas por el ser humano que en su estructura son habitadas por la negación como condición necesaria para su existencia; son las llamadas negatidades y son utilizadas como conductas de mala fe.
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