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Escritura, universidad y tejido social

lunes 19 de julio de 2021
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Escritura, universidad y tejido social, por Myriam Burgos de Ortiz y Luis Augusto Ortiz González
Con las manos pintadas en las cuevas hace miles de años, el ser humano dejaba constancia para sí mismo y para otros de su presencia, de su paso por la vida. Cueva de las Manos en Ciudad de Perito Moreno (Argentina). Arte de 9.000 a 13.000 años de antigüedad. Fotografía: Mariano
“Porque escribir/leer, esa interacción antigua, no es otro modo de expresar lo que nos pasa y de enterarnos de lo que pasa, sino el propósito de civilizar lo que nos pasa y lo que pasa, distanciado para comprender mejor”.
Fernando Savater

Introducción

Hay situaciones cotidianas que, por su mismo carácter de frecuentes, pasan desapercibidas a la mayoría de las personas; son —si se quiere— cosas intrascendentes. Así, cuando alguien toma un papel impreso para leerlo o redacta un texto, por breve que éste sea, son prácticas que no merecen la atención del resto de las personas. La cotidianidad les ha negado el valor que todo, todo ello encierra.

Paradójicamente, ese tipo de acciones, esas acciones supuestamente baladíes, son el punto de partida para mirar con detalle, con mirada lenta, pausada, todo lo que ello encierra, en esa relación ser humano-texto escrito y las múltiples implicaciones que tienen la lectura y la escritura en la construcción del tejido social que subyace a todo grupo humano.

Los aprendizajes susceptibles de lograr, la mayoría de las veces, están encerrados en —aparentes— pequeñas cosas. El brasileño Celso Furtado alguna vez decía acerca de las múltiples implicaciones económicas inmersas en un objeto, que hacían posible que el estudio de un terrón de azúcar encerrara buena parte de la historia de la humanidad. Y es que lo aparentemente pequeño, aquello que pasa desapercibido para muchas miradas, en realidad no lo es. Es más, podría asegurarse que, al final de cuentas, no existen aquellas pequeñas cosas; lo que en realidad se dan son miradas pobres, rápidas, fugaces, con todas sus incapacidades y limitaciones para desentrañar lo que en ellas subyace, de hacer diversas, múltiples y hasta contradictorias lecturas de toda la riqueza y potencialidad que en el plano material e inmaterial ellas encierran.

Desde la universidad, gracias a la lectura y la escritura, se contribuye a la construcción y recomposición del tejido social.

La presente reflexión gira sobre esas dos prácticas cotidianas no suficientemente apreciadas y valoradas, como son la lectura y la escritura, con la pretensión de mostrar cómo ellas son —por excelencia— constructoras del tejido social, dentro y fuera del espacio de la universidad. Se pretende, por lo tanto, señalar las potencialidades que dichos procesos encierran para que, así, quienes habitamos el espacio universitario hagamos de ellos herramientas que contribuyan a la construcción de comunidades académicas como una forma de ir uniendo, trenzando, reconfigurando esos múltiples y diversos hilos/ideas que conforman el tejido social, a tal punto que la universidad y sus actores sean ese gran telar que necesita la sociedad.

El texto está redactado en tres planos: en el primero de ellos hay un somero recorrido por la historia de la escritura, mostrando su papel desempeñado en ciertos momentos históricos relevantes de la humanidad; el segundo está dedicado a reflexionar sobre los profesores y los estudiantes, como personas dedicadas, por excelencia, a las tareas de leer y de escribir; el tercero se refiere a cómo desde la universidad, gracias a la lectura y la escritura, se contribuye a la construcción y recomposición del tejido social.

 

Los textos

El ser humano que escribe, el ser humano que lee, representa —en última instancia— la repetición de una práctica iniciada en los albores de la humanidad, cuando en una lejana, distante en el tiempo, cueva de Altamira, con cazadores en las paredes y bisontes que huían, dejó plasmado, congelado en el tiempo el acontecer de sus días.

Sin embargo, además de las clásicas escenas de caza, aparecen otras formas de pintura/escritura no suficientemente valoradas. En las paredes también se encontraron manos pintadas, como queriendo decir “aquí estoy yo”. En ese momento el ser humano dejaba constancia para sí mismo y —quién sabe si lo supiera— para otros de su presencia, de su paso por la vida. Y es que la escritura, en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, tiene como finalidad intrínseca la de plasmar esas dos grandes variables que encierran la existencia humana, como son el tiempo y el espacio, y para ello juega uno de sus papeles, como es el de servir de memoria. Sin embargo, la escritura encierra una tercera posibilidad, su capacidad de ser trascendente, la cual, paradójicamente, se alimenta de tiempo y de espacio, pero que de manera simultánea se convierte en su antítesis, pues ella misma en la práctica, al trascenderlos, borra tiempos, desecha espacios.

La función básica realizada en ese lejano pasado histórico por la escritura era la de capturar el instante preciso que se vivía; contarse y contar a otros sus vicisitudes, sus prácticas y, por qué no, de asignarle ese papel premonitorio de desentrañar la inquietud que atañe a todo ser humano: ¿qué pasará mañana?

En el transcurrir histórico de la vida y la humanidad aparece la arcilla, ese sagrado regalo de la naturaleza que posibilitó, al permitir horadar su superficie, dejar plasmado el sentir de un pueblo. Sí, gracias a los avances de los pueblos mesopotámicos, estamos usted y nosotros disfrutando de las múltiples riquezas y posibilidades que encierran la escritura y la lectura.

Si en el pasado primitivo del ser humano era la caza el modo de subsistencia y ello se reflejaba en lo que escribía/pintaba, en este nuevo momento lo que más pesaba en estos pueblos mesopotámicos era el comercio, y por ello la escritura jugaba el papel de dejar constancia de dichas acciones. Continuaba primando el aquí y el ahora como la razón que los movía a escribir, a dejar plasmado su quehacer. La escritura como memoria, ya no en la mente de sus participantes, sino como un elemento externo al ser humano, en este caso, por medio de tablillas de arcilla.

¿Y qué gran ventaja representó acudir a un elemento externo para en él dejar memoria de un determinado acontecimiento? Significó que el ser humano pudo dedicar su capacidad mental a otras acciones mucho más complejas y significativas que la mera recordación; se creaban las condiciones para poder pensar más, hacer nuevas elucubraciones y, por qué no, proyectarse más allá del tiempo y del espacio en que se vivía.

Y es que al ser humano no le basta ni lo que tiene ni el espacio en que habita. Sus necesidades, sus pretensiones, van más allá del aquí y del ahora, y todo el infinito tiempo y el universo mismo son los mares en los cuales navega y hacia los cuales enfila sus ideales, y en ello pone su existencia. Son esos quiméricos viajes los que dan sentido mismo a la existencia, en la medida en que se tornan retos, metas, puertos a los cuales se quiere arribar, y de allí que el empeño surja, los ideales estén presentes y con ello la escritura como esa compañera donde se plasman ilusiones y proyectos que, en la medida en que se van cumpliendo, van dando paso a nuevas ilusiones y proyectos.

Uno de los hechos relevantes en Grecia antigua fue el nacimiento de la filosofía, esa actitud interrogativa ante el mundo.

La vida de la escritura tuvo un gran florecimiento durante la antigüedad. Grecia y Roma fueron culturas que consignaron su dinámica social, desde el canto a sus dioses y sus proezas —condensados en La Ilíada, La Odisea y La Eneida—, pasando por disposiciones legales (códigos de los cuales se sirvieron generaciones posteriores, incluyendo la nuestra, para hacer sus leyes), hasta las reflexiones acerca de la existencia misma, esa pesquisa sobre la razón de ser que tanto ha inquietado e inquieta a hombres y mujeres, como los Diálogos de Platón. Esta obra continúa vigente acerca de las reflexiones permanentes del ser humano y marca el inicio de la ruptura que hacen los griegos de la materialidad para adentrarse (y de paso inaugurar) la reflexión sobre el mundo espiritual que acompaña y hace humano al ser humano.

Uno de los hechos relevantes en Grecia antigua fue el nacimiento de la filosofía, esa actitud interrogativa ante el mundo, ese cuestionamiento permanente y no de aseveraciones tajantes, tal como lo expresase Fernando Savater cuando señala que ella “se compone de cierto tipo de preguntas más que de un recetario de respuestas”.

Son esos “modos y formas de vivir”, tal como define la filosofía Ortega y Gasset, lo que constituye el aporte más destacado del pueblo griego, pues en esencia es una invitación —reiterada invitación— a pensar la vida, a cuestionar su existencia y, en últimas, retomando a Viktor Frankl, a darle, a construirle sentido a la vida misma.

Fue allí, en Grecia, y posteriormente en todos los momentos y lugares donde la filosofía, acompañada necesariamente de la escritura, desarrolló diversas teorías y enfoques, en esa perspectiva constante del ser humano en darse respuesta acerca de la razón de ser de la vida, pregunta que surge a raíz de percatarse de lo efímero —a diferencia de los dioses— de su existencia.

Sin embargo, a pesar de la importancia que llegó a tener la escritura en la construcción de formas de pensar y de abordar el mundo, tuvo un largo período de silencio, de cuasi completa desaparición. Fue la Edad Media el momento de su imperfecto entierro, imperfecto en la medida que el supuesto cadáver de la escritura tenía vida, la cual volvería a la luz con ese esplendoroso momento de la historia de la humanidad conocido como el Renacimiento.

El Renacimiento fue arte por todos sus costados, desde el golpe de cincel sobre el mármol, pasando por la paleta, los pinceles y lienzos, hasta el de la música nacida de la viola, del laúd, del mandolín y de la espineta. En medio de todos ellos y, para ser más precisos, como parte de ellos, está la escritura (en sus diversas manifestaciones), pues todo tipo de obra que requiera de largo aliento, donde sea indispensable planificar, hacer, revisar, corregir, reestructurar, tiene en la escritura su compañera permanente, su amiga inseparable, su apoyo constante.

Mas la escritura no se queda meramente en el limitado plano de soporte a otros procesos, pues su dinámica interna y sus vastas potencialidades le confieren una autonomía tal que podría decirse, perfectamente, que la escritura tiene en sí misma vida propia.

Una palpable muestra de ese poder de la escritura se percibe en la aparición de obras como La Divina Comedia, El Decamerón, reflexiones diferentes sobre un mismo asunto, la vida, una con visión un tanto ilusa y quimérica; la otra, aterrizada y mundana. Y así como nacieron obras con diversas miradas acerca de la vida, ve la luz aquella que, posiblemente, sigue siendo la más leída inclusive en nuestros tiempos —aunque su reconocimiento no se haga público—: El príncipe.

Y es precisamente esta última obra donde el autor, de una manera profana, muestra las grandes riquezas que la escritura encierra, cuando en su introducción/dedicatoria dirigida a Lorenzo de Medici, manifiesta:

Cuantos se proponen alcanzar el favor de un príncipe, suelen ofrecer las cosas que más pueden agradarle o cuya posesión se sabe que le complace más, como caballos, armas, telas de oro, piedras preciosas u otros objetos adecuados a su grandeza.

Deseando yo dar a Vuestra Magnificencia una prueba de adhesión no he hallado entre las cosas que poseo ninguna que me sea más querida y de la cual haga más aprecio que mi conocimiento de los negocios públicos, logrado por mi larga experiencia en otros tiempos y la lectura continua de la historia antigua.

Es precisamente en esas palabras donde se alcanza a percibir una de las tantas caras de ese plurifacético personaje que es la escritura. Allí se hace evidente cómo la escritura es capaz de enseñar a partir de recoger, sistematizar y reflexionar episodios históricos.

Maquiavelo pudo percibir el papel aleccionador que podía lograr con la palabra escrita capaz de orientar —como es su caso particular— a quien tenía en sus manos el destino de un pueblo. ¿Acaso sabría que unos quinientos años después seguiría siendo objeto de estudio y aplicación por parte de los gobernantes?

No puede verse como simple coincidencia, sino como causalidad, que el papel enseñante de la escritura estuviese ligado al nacimiento y el funcionamiento de las primeras universidades. La lectura —en voz alta— de los clásicos por parte del maestro sería la pauta rectora para el aprendizaje; sería esa palabra escrita la que haría posible la formación de los doctos de esa época, precisando que esas voces salidas de los libros eran objeto de un riguroso análisis, confrontación y debate en ese espacio del saber que es la universidad desde sus orígenes.

El Racionalismo nace del deseo humano de querer —pretensión ilusa— reducir el saber humano a parámetros cuantificables, medibles y, por qué no, exactos.

La universidad, como ente construido por y para el bienestar de la sociedad, tiene un compromiso ineludible con el conocimiento, y para ello cuenta con las potencialidades que brindan la lectura y la escritura. Es de tal magnitud la presencia de estos procesos en el quehacer universitario, que si se pretendiese resumir el papel que debe cumplir la universidad, es necesario retomar al físico José Fernando Isaza, quien expresara: “Yo creo que lo más importante que tiene que hacer la universidad es enseñar a leer”. A ello habría que añadir el otro proceso solidario con la lectura, como lo es la escritura.

En similar perspectiva se expresa Azriel Bibliowicz cuando señala: “La función central de las universidades es la de enseñar a leer y a escribir. Esta es una forma algo simplificada de resumir la labor de estas instituciones, pero si sólo lograran dicho propósito estarían cumpliendo cabalmente con su finalidad”.

Volviendo al recorrido histórico de la escritura, nos encontramos con la Edad Moderna y su más destacada expresión filosófica, el Racionalismo, que nace del deseo humano de querer —pretensión ilusa— reducir el saber humano a parámetros cuantificables, medibles y, por qué no, exactos.

Ahora bien, es necesario reconocer que el Racionalismo aporta elementos teóricos y beneficios prácticos, los cuales disfrutamos y que contribuyen al actual nivel de vida de la humanidad; también resulta indispensable señalar que no menos cierto es que introdujo la visión —perversa, nos atrevemos a calificar— de que sólo la razón puede y debe dar cuenta de nuestra existencia, de que su mera aplicación sería el camino para llegar a lo máximo a lo que aspira el ser humano: la felicidad.

No se pretende aquí rechazar de plano el aporte que tal corriente de pensamiento logró en la humanidad, sólo que la visión unilateral de lo que constituye la existencia del ser humano no es posible captar desde y sólo con un determinado enfoque. Sin embargo, fue ese momento de supremacía del espíritu racionalista el que propició la formulación de reiterados interrogantes sobre la naturaleza, permitiendo con ello el avance de la ciencia en sus diversas expresiones. Es la encarnación del Discurso del método y con ello la mayéutica renace y orienta el quehacer humano.

Mas la vasta, compleja y angustiosa vida de cualquier hombre, de cualquier mujer, está signada por fuerzas de diverso orden y orientada por una gama amplia de paradigmas que no permiten reducir a un solo plano que tenga la capacidad abarcante de captar, explicar y dar buena cuenta de esa continua búsqueda de eso que se ha denominado comúnmente vivir.

La posmodernidad, como una etapa más por la que transita el ser humano, ha estimulado a la humanidad a preguntarse de una manera más vasta acerca de ese pretencioso propósito de comprender lo que es la vida, del sentido mismo que cada uno de los seres humanos le asignan a ésta, del tránsito que realiza a través de esa difusa línea que se llama tiempo. Ha sido este momento actual (y como todo instante en el tiempo, fugaz) el que ha permitido que se pueda lanzar diversas miradas, realizar diversas lecturas acerca del papel que —inconscientemente, en la mayoría de los casos— cumple el ser humano.

Este fin de la historia (¿fin de la historia?) si bien ha creado espacios para pensar y repensar la vida, también ha generado un nihilismo extremo que ha sido fácil de detectar en buena parte de sus escritos. Así, es posible afirmar que lo común de estos tiempos, en términos de escritura, es que no haya un común escribir, pues aparecen las más diversas y hasta contradictorias expresiones, fruto de la crisis de la valoración que acompaña este presente histórico.

Así como la escritura ha ido variando, modificándose en cuanto a la función que desempeñaba para pasar de ser memoria, archivo de momentos idos, de manual de enseñanza para el logro de mejores resultados, hasta llegar a ser la exploradora de nuevas posibilidades y de nuevos mundos, las técnicas para elaborarla también han presentado cambios sustanciales. La pared, algún rudimentario pincel y hasta la mano misma como medio de impresión, cedieron paso a la pluma y el pergamino, a la impresión mediante tipos móviles (maravillosa creación de quien, paradójicamente, muriese en la ruina, Johannes Gutenberg), llegando a las formas electrónico/virtuales del momento actual, y con ello la obligación de aprender una nueva semiología que permita la comprensión de los nuevos textos y de los nuevos lenguajes. ¿Habrá que pensar en nuevas estrategias para decodificar estos nuevos lenguajes? ¿Es necesaria una nueva reflexión acerca de las nuevas escrituras? ¿Será que escribir y leer en el momento actual comporta la creación de nuevos paradigmas? Estos son algunos de los interrogantes que acompañan a la humanidad en este nuevo milenio.

 

Directivos, estudiantes y profesores son esa tripulación que, con su accionar, direcciona y redirecciona el sentido de su viaje.

Los tejedores

Existe un sinnúmero de personas que escriben por motivos diversos. La alfabetización universal (pretendido logro que contribuye al bienestar de la humanidad), si bien no se ha alcanzado a plenitud, ha posibilitado la difusión masiva de la práctica de la lectura y de la escritura, y gracias a ella millones y millones de personas disfrutamos —desde diversas ópticas y con disímiles intencionalidades— de las riquezas que encierran los procesos textuales.

Ahora bien, esa llegada a la lectura y la escritura ha sido posible gracias a la existencia de un ente socialmente creado para la producción, la conservación y la difusión del conocimiento como lo es la escuela. Ha sido ella por antonomasia la fecunda madre, la celosa guardiana y eficiente divulgadora de lo que se edifica en ella para el bienestar de la sociedad.

En el espacio escolar hay diversos actores que participan de un modo u otro de su dinámica y hacen que ella, como un navío en la sociedad, tome un determinado rumbo. Directivos, estudiantes y profesores son esa tripulación que, con su accionar, direcciona y redirecciona el sentido de su viaje, pero en esta reflexión se hará énfasis sólo en estos dos últimos estamentos, en aras a establecer cómo a través de sus prácticas de lectura y de escritura elaboran tejido social.

Profesores y estudiantes tienen en la lectura y la escritura, en esas diversas y complejas relaciones con el texto, uno de sus puntos —el más importante, posiblemente— de encuentro. Sin embargo, esta importante relación está caracterizada por algo que va en contravía misma de los procesos textuales; lo que se da, en la mayoría de los casos, es un marcado monólogo frente a los textos, hecho que remite a la necesidad de reflexionar acerca de la comunicación que se da entre los seres humanos y de éstos con los textos.

Si aceptamos que en todo proceso textual que realiza una persona (bien sea de lectura, como una forma de acceso al mundo de las ideas concebidas por el autor, o, en caso contrario, escribir como la posibilidad de construir y reconstruir el mundo que nos rodea para darlo a conocer a otras personas), es una comunicación bidireccional, es decir, diálogos entre personas que pueden no conocerse, la lectura y la escritura se constituyen en el medio ideal para establecer dicho intercambio de ideas.

¿…Y cuál es la importancia que se le asigna a la comunicación y a sus nexos con la lectura y la escritura…? Así como se puede asegurar que el lenguaje construyó al hombre como un ser social, podemos afirmar, a su vez, que el ser humano es, en esencia, lenguaje, comunicación. Piénsese lo que constituye el quehacer diario de una persona; lo que hacemos todos los días y a todas horas las personas es hablar: habla el conductor en la manera como dirige su vehículo, aunque no musite palabra alguna; habla el médico cuando lee un diagnóstico, aunque sus labios ni su pluma se muevan para nada; habla el peatón que dirige sus pasos hacia un sitio predeterminado, eludiendo obstáculos y acortando caminos, aunque vaya solo y en silencio.

El ser humano es comunicación permanente, es el ser con capacidad de conversar con el otro, con el entorno y consigo mismo. Habla hasta en los sueños, lenguaje bastante —pero aún no suficientemente— estudiado.

Si el ser humano habla de diversas, de múltiples maneras, en variedad de espacios y contextos, despierto y dormido, ¿por qué la escuela no ha sabido emplear esta capacidad-necesidad que tiene el ser humano de estarse comunicando permanentemente…?

La escritura y la lectura se han tomado —por lo general— como tareas que caen más en el plano de la codificación/decodificación de signos, como un escuchar a un autor que expresa sus ideas, pero con poca incursión en hacer de estos procesos verdaderos diálogos, donde el estudiante asuma ese doble rol de aprender a escuchar (leer) y de asumir el riesgo de hablar (escribir) con otras personas que a lo mejor no conoce.

Esta concepción hace que en ocasiones nuestros profesores quieren saber si hemos leído tal o cual texto y conducen al estudiante a volverse eco de X o Y autor. Así, nos vemos diciendo que “durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior…”, pero con una voz que no es la del estudiante, que de una manera mecánica reproduce lo que nuestro Nobel dijera, pero con sus palabras, en una comunicación que sólo proviene del autor, sin la necesaria reacción por parte del estudiante.

¿Qué tipo de situación hemos propiciado en los estudiantes frente al hecho de leer…? Se ha generado en la práctica un monólogo, un habla sin sentido, una labor de muñecos de ventrílocuo. Y lo hemos estimulado por la sencilla y casi única razón de que, tal como se asume la lectura, Gabriel García Márquez lo dijo, lo escribió y con ello basta, como si la intencionalidad del autor hubiese sido de hacerlo en solo una dirección, hacia nosotros.

Las palabras del autor deben retumbar y quedar oscilando en nuestro cerebro, haciendo de nuestra cabeza una gran caja de resonancia.

¿Y cuándo esa lectura se vuelve diálogo y, por lo tanto, tiene sentido para las personas involucradas…?. Cuando el autor habla y nosotros le hablamos; cuando el autor expresa sus ideas y nosotros —con respeto, pero también con coraje— somos capaces de responderle, de decirle que sí compartimos sus puntos de vista, pero que aun así se quedó corto, le faltó algo, olvidó u omitió expresar que… Esto es lectura: la capacidad de escoger un sitio tranquilo, sosegado, para sentarnos junto con el autor y dejar que él, palabra por palabra, línea por línea, nos hable, párrafo tras párrafo nos cuente de su cosmovisión, nos haga saber qué piensa y cómo lo piensa. Y allí, al frente, en la otra silla, estemos nosotros —pero no mudos, sino expectantes— escuchando, pero también interactuando, dialogando palabra tras palabra, línea por línea, expresándole a su vez el estar o no de acuerdo con lo que nos dice; escuchándole, pero haciéndole preguntas; bien sea sonriendo, como también frunciéndole el ceño, pero, a fin de cuentas, hablando con él.

Este diálogo no puede quedar allí; las palabras del autor deben retumbar y quedar oscilando en nuestro cerebro, haciendo de nuestra cabeza una gran caja de resonancia, un mar de dudas. Y no sólo la cabeza debe trabajar; es indispensable que nuestra mano se mueva y, asiendo una pluma, seamos capaces de construir una respuesta a sus expresiones, que le podamos también contar lo que pensamos acerca de lo por él dicho y, por qué no, de narrarle de nuestras ilusiones y fantasías, de anhelos y frustraciones, de dichas y congojas.

Como se puede observar, la posibilidad de transformar la apatía de los estudiantes por la lectura y la escritura tiene en nosotros, los profesores, un gran aliado, siempre y cuando decidamos darle a los procesos textuales otra mirada, construyamos otros enfoques, que hagan de leer y de escribir procesos vivos, dinámicos y que, sobre todo, muevan a los estudiantes a participar, a vivenciarlos.

Sólo cuando nuestra escuela esté dispuesta a invitar a los estudiantes a descubrir en los libros la escritura y la lectura como otras manifestaciones de la capacidad, de la infinita capacidad de comunicarnos que habita en todos y cada uno de nosotros, sólo a partir de ese instante estudiantes y profesores podremos dimensionar lo que en realidad es leer y escribir y, de este modo, lanzarnos a la aventura de construir personajes y acciones, de tejer dramas y tragedias, de reconstruir mitos y leyendas, así como la inmensa, la inmensa riqueza de poder hablar con todos aquellos seres vivos que habitan en ellos.

 

El tejido social

¿Qué es la sociedad en general si no un gran tejido, un inmenso tejido donde se entrelazan acciones, deseos, ilusiones, sueños y realidades, gustos, disgustos, amores, desamores, encuentros y desencuentros, en fin, todo lo material, inmaterial y espiritual que podemos generar los seres humanos?

Frente a ese inmenso mar de situaciones y vivencias surgirán disímiles lecturas, encontradas opiniones y allí, en medio de esa sociedad, está presente la escuela, nutriéndose de lo que ese conglomerado produce, pero de manera simultánea analizándola, cuestionándola, proponiendo nuevas interpretaciones y alternativas a esa realidad.

La sociedad es cuerpo vivo que se teje y desteje, que se construye, reconstruye y hasta se destruye y en ella vive la escuela, jugando ese papel de puente entre el pasado y el futuro, pues a la vez que recoge el legado cultural dejado por otras generaciones, se proyecta hacia el futuro, con el propósito de construir mejores condiciones de vida para el conjunto de la sociedad.

¿Y cuál es el aporte de la escuela a esa sociedad? ¿Qué responsabilidades tiene la escuela con la sociedad en que se erige? ¿Qué papel desempeñan los procesos de lectura y de escritura dentro de la construcción del tejido social?

Comencemos por señalar que tres son los pilares, y al mismo tiempo funciones vitales, de toda institución de educación superior: investigación, docencia y extensión. Sus recursos y esfuerzos deberán estar encaminados a la realización de tales postulados.

La investigación, asumida como ese interrogante constante y permanente que el ente universitario hace sobre sí mismo, sobre el ser humano, sobre las diversas y complejas relaciones que tejen entre sí y de las relaciones que éstos construyen respecto de la naturaleza. Es sobre esas dinámicas infinitas complejas y hasta contradictorias sobre las cuales transcurre la universidad, construyendo respuestas, respuestas siempre parciales y provisionales y que a su vez generarán nuevas preguntas, en un caminar dialéctico de afirmar y negar que consolida a la ciencia en sus diversas manifestaciones.

La ciencia, más que verdades, son sólo islotes a los cuales ese náufrago del tiempo que es el hombre llega, recorre, recupera fuerzas y emprende de nuevo su odisea de viajar y viajar. Ese caminar perenne que la humanidad emprendió desde el primer día de su existencia se asemeja mucho a ese Sísifo de la mitología, quien con grandes esfuerzos lleva una roca —esa gran roca que es equiparable a su vida misma— a lo más alto de la cima, desde donde, inexorablemente, rueda hasta el llano, para dar comienzo a otro colosal esfuerzo de llegar hasta lo más alto.

La docencia es esa tarea solidaria a través de la cual las viejas generaciones inyectan en las nuevas el virus de la duda.

Son esas tareas agotadoras las que le dan sentido a la existencia del ser humano y, simultáneamente, la razón de ser de toda universidad. Nosotros, hombres y mujeres vinculados a las universidades colombianas, somos parte indisoluble de ese gran interrogante al que siempre se le da respuesta parcial e imperfecta, una respuesta a la que se denomina ciencia.

La investigación no agota por sí misma la labor universitaria; será a través de la docencia, de ese compartir con nuevas generaciones para llevarlas a que —de manera similar que lo hacen los docentes— se interroguen, pongan en duda lo existente y se lancen a construir nuevas respuestas, que de paso darán origen a nuevas preguntas, en un círculo dialéctico permanente, infinito.

La docencia es esa tarea solidaria a través de la cual las viejas generaciones inyectan en las nuevas el virus de la duda, pero que al mismo tiempo brinda las herramientas teóricas y prácticas para que construyan nuevas soluciones, pero que también se forjen nuevas preguntas. No es posible pensar que dentro de las universidades se brinde docencia sin la presencia desestabilizadora y provocadora de la investigación, pues llevaría a todo el estamento universitario a un repetir constante de lo que otros ya han descubierto, y en la dinámica de los tiempos, quedarse quieto es sinónimo de retroceder.

Por último, y no por ello menos importante, la extensión cumple el valioso papel de poner de lleno en contacto a la universidad con su entorno, bien sea para probar las teorías que ha construido, para vivir la experiencia de llegar a las comunidades cargados de respuestas, pero saber que muchas de ellas no son las apropiadas a sus características, a sus necesidades y recursos. Extensión que permite que las comunidades pregunten lo que los miembros de la universidad no se han preguntado, para contribuir desde cada uno de los campos del saber a la construcción de respuestas que se constituyan en un aporte para elevar la calidad de vida de esas comunidades.

Si se revisa detenidamente cada uno de los tres campos de acción antes citados, ellos convergen en un mismo punto: el conocimiento. Y es que la universidad tiene un compromiso ineludible con el conocimiento a través de la investigación, la docencia y la extensión, pues lo que hace en síntesis es abordar los tres momentos en que se mueve el conocimiento: producción, conservación y difusión.

La posibilidad de abordar el conocimiento en cualquiera de los tres momentos citados requiere, indefectiblemente, de la presencia de los procesos de lectura y de escritura. No es posible pensar en incursionar en la construcción de conocimiento si hay ausencia de una revisión previa del estado del arte del campo en el cual se trabaja, revisión bibliográfica que permitirá establecer qué hay de nuevo en un determinado tópico del saber, cuáles los campos poco explorados, desde qué perspectivas se han abordado el sujeto/objeto de estudio, todo ello como requisito indispensable que evite repetir lo que otros ya han hecho.

La escritura también juega su papel en la construcción de conocimiento, en la investigación. Todo proceso de investigación parte del hecho de observar y de registrar lo percibido y es en ese registro donde está presente la escritura, capturando el instante, lo vivencial, lo que es necesario tomar para hacerlo objeto de posterior reflexión.

Sin embargo la escritura y la lectura como registros de una realidad no se agotan allí en su labor de apoyo a la construcción de conocimiento; sus potencialidades también brindan la posibilidad de edificar actitudes en aquellos que la practican. La escritura y la lectura son también vías para trabajar en la construcción de democracia, posiblemente una de las prácticas de las que más está urgida la sociedad colombiana y mundial.

Se asumen aquí la lectura y la escritura como formadoras de democracia, porque su práctica obliga a aprender a escuchar a otras personas, a intentar comprender lo que otros dicen, a asumir con respeto y una buena dosis de humildad lo que diversos autores se han atrevido a plantear sobre uno u otro tópico del saber, a reconocer que, si bien se posee un determinado conocimiento sobre una temática, mucho es lo que se desconoce y, por lo tanto, es necesario e indispensable aprender a aprender para poder crecer y posteriormente compartir.

Si valioso es leer en el sentido de escuchar, no menos importante lo es escribir en la perspectiva de construcción democrática, dentro y fuera de la escuela. Y es que escribir es una práctica democrática, porque requiere que quien lo haga piense en el otro, en ese posible lector que se desconoce, pero con el cual se desea establecer un diálogo, contarle algo, motivarlo en una determinada dirección, intentando brindar una claridad tal que posibilite al lector la aceptación de nuestros puntos de vista.

Esas diversas tareas inherentes a la labor de escribir hacen que este proceso se constituya en una forma de racionalizar un saber, un querer aprender a hacer, un aprender a decir.

Escribir es, además, una actividad democrática, porque implica sopesar muchas variables en la relación que como escritor se establece con sus interlocutores; así, para aquellos que estamos comenzando a aprender a escribir, realizar este tipo de práctica nos obliga a una serie de tareas que, en muchas ocasiones, no son percibidas a primera vista por el lector: seleccionar el tema, delimitar el aspecto sobre el cual se va a trabajar, darle un ordenamiento lógico al contenido, realizar la presentación del mismo, construir un discurso coherente, con un tratamiento serio, profundo, pero al mismo tiempo ameno, motivador para el lector; emplear una adecuada sintaxis y ortografía y en fin un cúmulo de acciones, que incluso para quien adelanta la tarea de escribir tampoco resultan totalmente conscientes.

Esas diversas tareas inherentes a la labor de escribir hacen que este proceso se constituya en una forma de racionalizar un saber, un querer aprender a hacer, un aprender a decir. Y son precisamente estos rasgos presentes en la escritura los que generan una tensión creadora, una actitud de comprensión y de respeto por el otro, por quien lee, lo que en esencia se puede calificar de una actitud y una práctica de carácter democrático.

Las relaciones que establece el autor no se quedan únicamente en los planos escritor-lector y escritor-materia de escritura; hay una más, válida y necesaria como las otras dos anteriores; es la relación escritor-contexto. El autor se ubica en un plano geográfico y temporal, del cual se nutre y toma como referencia, bien sea para ratificar lo que la existencia misma presenta, como también para plantear críticas, para sugerir cambios. Es esta otra posibilidad de un accionar crítico-constructivo, una manifestación más de las potencialidades de índole democrática que encierra y que brinda la escritura a quien la asume desde una perspectiva amplia y profunda, de constructor y deconstructor de una realidad.

 

A modo de conclusión

Esta reflexión ha tratado de demostrar las diversas manifestaciones tenidas por la escritura a lo largo de la historia de la humanidad, jugando el rol de memoria externa, recopiladora de saberes construida por otras generaciones, artilugio para sistematizar la perenne reflexión sobre la existencia, hasta llegar a ser el medio para construir nuevos conocimientos y concepciones políticas, y todo ello inscrito en la perspectiva de transformar el orden/desorden existente.

En todas las diversas manifestaciones anotadas es posible detectar la labor comunicadora que desempeña la escritura y la lectura, y comunicación es comunión de personas, es tejer lazos de uno u otro orden entre seres humanos, incluso con aquellos que, por factores tiempo y espacio, nunca hemos conocido ni conoceremos.

Gracias al binomio escritura-lectura los seres humanos hemos podido crear lazos que nos aproximen y nos hagan más humanos, bien sea porque comenzamos a compartir un ideal de carácter científico, de índole social o, por qué no, la belleza encontrada en la palabra escrita. Mucho es lo que les debemos los seres humanos a la escritura y la lectura, tanto que es posible afirmar que gracias a ellas somos más humanos, más conscientes de la necesidad de otros seres humanos que compartan con nosotros todo lo que la vida nos brinda, con alegrías y sinsabores, con triunfos y con derrotas, que hagan posible esa búsqueda y construcción de sentido a nuestra fugaz existencia.

En una sociedad como la nuestra, en la cual tejer relaciones resulta sumamente difícil, porque —lastimosamente— es más lo que no divide que los que nos une, donde vivir es un verbo que sólo se conjuga en pasado y con los ojos mirando hacia arriba, cargados de nostalgia, donde un sinnúmero de colombianos narramos nuestra existencia a partir de la sangre derramada en un torrente que pareciese que no tiene fin, escribir, esta práctica tan antigua, y para muchos baladí, es esa valiosa posibilidad de construir lazos, de tejer los lazos que nos permitan reconocernos iguales y diferentes, habitantes de una nación que debe construir ese objetivo común que alcanzaremos con ese trabajo mancomunado de usted, de ese, de aquella, de todos nosotros, que sin conocernos hemos construido lazos que nos unen en la perspectiva de un bienestar común y gozoso.

La palabra escrita encierra importancia en la perspectiva de construir comunidad académica, capaz de agrupar a sus docentes para reflexionar acerca de los rumbos a tomar de toda universidad, en aras de hacer cada vez más de ella una excelente servidora de la sociedad.

En marzo de 1979, Jorge Luis Borges decía acerca del libro:

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones del cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.

Esta reflexión de Borges acerca del libro, y de paso de las prácticas de lectura y de escritura, es una clara invitación a redimensionar esos dos procesos que si bien tienen valoración en un espacio de la sociedad (la universidad) siguen siendo asuntos de una poca o relativa valía para el resto de la sociedad, y con ello desperdiciar las posibilidades de hacer de la memoria, de la imaginación, dos ingredientes básicos que permitan tejer, retejer, destejer y volver a tejer ese gran entramado que constituye el tejido social que es la sociedad, nuestra sociedad.

 

Luis Augusto Ortiz González
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