
Las fotografías son cortesía de la poeta Edda Armas.
I
Alfredo Armas Alfonzo se reencontró en 1962 con un territorio que le era familiar desde la infancia: Cumaná y todo el ámbito de la costa sucrense, donde había vivido con su familia en 1929 y adonde regresó, años después, para una estancia a la vez fructífera y amarga, como suelen serlo los acontecimientos importantes de la vida.
Eso implicó un regreso a sus raíces, regreso cumplido desde una larga estancia en Caracas y otros lugares del mundo: la emigración a Oriente, como fue llamado este retorno, afloró los nexos espirituales con el paisaje y las historias familiares. Es dentro de esa estructura vivencial donde comienza a realizarse la obra El osario de Dios, publicada en 1969, pero terminada en primera escritura entre 1967 y 1968. Mediante ella, Armas Alfonzo se propuso la construcción de un espacio desde donde surgieran las iluminaciones-historias que le fueran dando concreción y realidad a ese espacio. Esto representó un esfuerzo de ordenación: las narraciones se constituyeron como un fresco o las fotografías de un álbum familiar en el cual hacen intersección o contacto las historias individuales y colectivas. El texto así concebido podría considerarse una novela, en el sentido más antiguo del término, ese que nos remite a la existencia de una saga, un cuento hilvanado que permite, a través de los relatos, coordinados o yuxtapuestos, la ordenación del entorno caótico, proposición que el escritor ejecuta como en cumplimiento de una necesidad vital, y cuya consistencia sirve de soporte al espacio y las acciones de una realidad cosmogónica colectiva.
Estas historias, que involucran a un pueblo y unas familias, narran su formación, sus luchas, su cotidianidad, y se corresponden con la noción de pequeñas cosmogonías.
El osario de Dios es un conjunto de ciento cincuenta y ocho relatos breves, a veces brevísimos, que están yuxtapuestos dentro de un cuerpo narrativo cuya homogeneidad semántica se produce mediante personajes reiterados: Mamachía, Caota, el comandante Ricardo Alfonso, el general Zenón Maracaputo, Piquihuye, el general Arévalo Cedeño, el maestro José Gelasio Barreto, don Cándido Rojas, el tallador de santos, Lucía Serpa, María Maricua, Rafael Armas, la niña Tura, Mercedes Alfonso, Cielito Lindo, Máximo Cumache y otros, que figuran en anécdotas distintas, se trasladarán en tiempos y paisajes a todo lo largo de la obra. Asimismo, las referencias a lugares específicos como Clarines, Sabana de Uchire, Píritu, Puerto Píritu, y el uso de voces regionales para designar plantas, aves y otros animales, contribuyen a crear esa sensación de unidad en el texto. El lenguaje y el tratamiento del tiempo pertenecen a la índole de la narración oral: se oye la voz que cuenta:
Máximo Cumache no se resignaba a ver cómo bajo el cielo sin nubes el sol le retorcía las hojas al maíz recién sembrado.
Entonces Máximo se traía de su casa al San Antonio de palo sin cabeza que él guardaba para la ocasión en el mismo baúl donde tenía la tijera y el peine de barbería, unas revistas manoseadas con desnudos de mujer y los papeles de la casa.
Lo ponía boca abajo, nadie sabía con qué, porque como ya se sabe, si sólo existía de los hombros en adelante mal podía clavarlo de cabeza; lo paraba, pues, con los pies para arriba en un tronco de pericoco que a pesar de tener mucho tiempo cortado siempre retoñó, en todo el centro del conuco, y lo pelaba con un bejuco de picatón. Lo insultaba, lo ofendía, pero de verdad verdad, con esas palabrotas que los arrieros les gritan a los burros malamañosos. Le pedía que mandara el agua, que qué vaina era esa, grandísimo pendejo, que esa vaina no.
Entonces caía el aguacero, pero era peor, porque estaba tres días lloviendo y los chorros de agua sacaban al maíz de raíz, o lo tumbaban y Máximo Cumache qué iba a estar parando mata por mata de maíz.
El osario de Dios, 117, p. 164.

De esta manera, los personajes y los lugares se hacen familiares, conformando un espacio cósmico perfectamente diferenciable, demarcado: un espacio que es posible llamar patrio. En ese espacio, además del territorio, se van desenvolviendo las historias. Estas historias, que involucran a un pueblo y unas familias, narran su formación, sus luchas, su cotidianidad, y se corresponden con la noción de pequeñas cosmogonías. En este caso, ellas incumben a una comunidad estructurada de acuerdo con un modelo agrario semifeudal, en el que los miembros de las familias primordiales son creadores y destructores, a la vez, y el resto de las gentes insertan sus anales dentro del contexto generado y alimentado por las familias primordiales.
Este enfoque de la memoria familiar, por una parte, provoca la obliteración del tiempo que transcurre: la eternidad es inducida por la repetición de las historias: la guerra, el hambre, la muerte, el amor, la soledad, la fiebre: todo reencontrado en la vida de cada uno. Por la otra, implica la construcción de un centro donde es posible reencontrarse con las raíces. Ambas vertientes: la del rescate del espacio (del territorio) y la del recuerdo, conducen por igual al camino donde el hombre busca, por sus propios medios, con sus propios recursos, la vida eterna. Y este deseo, en un país aún traumatizado por los estremecimientos y los espasmos de un abrupto tiempo de cambios, presupone la necesidad de trascender la historia tradicional (la aceptada por el sistema) y, en un acto subversivo por excelencia, develar la memoria ancestral y poner de manifiesto la búsqueda de identidad como un destino
El osario de Dios se va transformando en la Cuenca del Unare a medida que las palabras y las acciones van siendo cada vez más pasadas, cada vez más oníricas.
Por lo demás, la estructura concebida por el autor es abierta y de esa manera permite no sólo la yuxtaposición de textos dentro de ese cuerpo llamado El osario de Dios, sino que hace posible el establecimiento de vínculos con obras posteriores como Angelaciones (1979), Este resto de llanto que me queda (1987) y Los desiertos del ángel (1990). Habría que señalar además que ciertos acercamientos al territorio y las historias se hacen adoptando recursos propios del realismo mágico, lo que significa una potenciación de lo vivido real mediante la palabra y las imágenes que con ella se crean:
Al comandante Bustillos, que había peleado al lado de Ezequiel Zamora con Don Ricardo Alfonso, lo tuvieron que enterrar en la propia sala de su casa. Estuvo lloviendo una semana entera y el cuerpo se descompuso.
Cuanta vela le prendían cuanta vela le apagaban las mariposas, que venían del monte en espesas nubes negras. No se quitaba el fusil y los truenos removían la casa. Uno de esos centellazos iluminó la escena del velorio como si fuera de día y por un rato persistió el hedor del azufre.
La viuda y los peones pensaron que era el diablo y no faltó quien dijera que al comandante Bustillos se lo llevó el diablo.
Esa y muchas noches más el ganado no cesó de mugir de una manera fea que atormentaba (85, p. 124).
Otra característica que es necesario mencionar es la convivencia casi natural de vivos y difuntos: no solamente se trata de constantes menciones a los cementerios “de arriba” y “de abajo”, sino del tráfico de espíritus, la naturalidad con que se toman las muertes, sus causas y sus consecuencias, como si existieran vías comunicantes entre el mundo de los vivientes y sus familiares, amigos y conocidos del más allá:
Nosotros no renunciamos al deber de localizar la huesa común donde enterraron a Antonio Calcurián, que le calentaba la oreja a Luciíta Rojas, de muchachita ella, cuando La Libertadora. Lo que son las cosas. A Antonio Calcurián lo fusila el general Pío Yaguaracuto y doña Lucía Serpa no llega ni siquiera a cobrar los siete reales de arepas y empanadas que Antonio Calcurián le debía y Luciíta Rojas termina casándose con el teniente Ricardo Alfonso. Es ya imposible asignar un sitio en la tierra a Antonio Calcurián. Donde uno excave en Clarines se halla una osamenta. No quedaron muy lejos, sin embargo, pues vueltos a juntar casi medio siglo después, Mamachía está dentro de la iglesia, justo bajo la cúpula, y Antonio Calcurián afuera, bajo la intemperie, todavía parece esperarla (127, p. 176).
Esta condición se ve reforzada por la concepción territorial que va manejando el autor: el osario de Dios se va transformando en la Cuenca del Unare a medida que las palabras y las acciones van siendo cada vez más pasadas, cada vez más oníricas: bajo la cúpula del cielo, que es la misma cúpula de la iglesia de Clarines, se van convirtiendo los paisajes en algo meramente señalado: paisajes que bien podrían ser la duplicación muerte/vida planteada por los kari’ñas. Para esta nación indígena, el hombre transita sin advertir las fronteras que separan su territorio del de los muertos:
Entonces la laguna de Unare era salina y laguna. Era laguna en el invierno cuando la rebasaban las aguas del río que tenía su nacimiento, decían, en la vía a La Pascua, cerca de Pariaguán, y de ahí hasta su estuario, en donde las esperaba la mar, las aumentaban los caños y las madreviejas, la tierra de Ipire, la tronitrosa entrega del Güere, que cuando crecía parecía excavar las barrancas, y hasta el Aragua les suplía su parte. Era salina en el verano, cuando de tanta inmensidad quedaba sólo una poza al pie del morro. Entonces, de la restinga a la otra orilla de El Alambre no había sino sal y una sabana de vientos, toda resquebrajada (73, p. 108).
Esta laguna fantasmal, enormemente blanca bajo la luz de la luna, es el contraste con el mar de Puerto Píritu, trasfondo de los amores con Josefina Arredondo, cuya preciosa tumba quedó al lado del camino del corazón de Sixto. Por otra parte, no son pocas las catástrofes que suelen reunir a vivos y muertos:
La creciente alcanzó a Bocaunare en la noche, ya la tierra lobreguecida, del 17 de agosto de 1918, y barrió hasta con las tumbas que se habían acumulado durante treinta y ocho años de precaria residencia de los Rojas en aquel recodo mustio, donde sólo pervivía un raquítico olivo, de esa como península de salitre, arena, viento empecinado y peces muertos.
No faltó la lluvia además.
Cuando aclaró el tiempo, ya la mañana avanzada, se veían flotar en el mar, a la distancia, aquellos como barcos sin arboladura que no se dirigían a ninguna parte (128, p. 177).
El osario de Dios implica la radicalización de una voluntad de nombramiento del territorio y las historias de la Cuenca del Unare y sus adyacencias.
II.
Sin embargo, la más importante asunción de Armas Alfonzo en El osario de Dios es la que concibe la palabra como entidad creadora: la palabra desvinculada no sólo de la cosa que nombra y su significación, sino también de su función instrumental, con el fin de hacerla solamente palabra hacedora de cosas que no existen o que cobran existencia gracias a la acción del escritor. Sin lugar a dudas, en esta asunción subyace el concepto de mímesis, pero no en el sentido de mera duplicación de la realidad, sino en el del establecimiento del vínculo entre dos planos interrelacionados: el de la palabra poética y el de la cosa que designa. Hay que aclarar que esa interrelación no lleva implícita la legalización de una mentira. Ciertamente, y como expresa Salvador Mas Torres:
Al hablar de dos planos interrelacionados entre sí hay que tener presente que una cosa es decir lo falso, en el sentido de decir mentiras, y otra muy diferente es poner nombre a lo que no es: se trata de diferenciar entre la simple mentira epistemológica frente al engaño ontológico.
Armas Alfonzo abraza, a partir de El osario de Dios, la posición de Gorgias con respecto a la palabra creadora. Gorgias es el primero de los antiguos en expresar que la palabra poética era algo más que una forma de interpretar la inspiración divina. La concibe entonces como lógos, es decir, cree que: por medio del arte de la palabra, sometida mediante técnicas poéticas, el alma podía ser seducida y mágicamente transformada. En la interpretación de Armas Alfonzo, esto se logra aplicando un juego de luces y sombras, así como una perspectiva que inventa un espacio (y, consecuentemente, una historia) de manera tal que ambos, espacio e historia, confluyen en una noción ontológica de patria. “La patria no es un pedazo de suelo bajo un pedazo de cielo”, escribe en uno de sus relatos. El logro estético de esta invención de la patria sólo derivará de las posibles inferencias que el lector haga de lo que se imita, a partir de la cosa imitante, que es la obra.
En realidad, El osario de Dios implica, como se ha venido recalcando a través de todo este texto, la radicalización de una voluntad de nombramiento del territorio y las historias de la Cuenca del Unare y sus adyacencias, que de una manera tan vigorosa habían marcado al escritor. Como expresa Ramón Ordaz:
La singularidad de su narrativa tiene raíz en la procedencia del autor. De tanto evocar y convocar las historias de su región, de situar el personaje más desapartado y marginal para darnos su pincelada, de desempolvar objetos y retratos familiares, a través de los cuales se anudan muchas historias, de ser el obstinado anotador de la fauna y flora de su región —una vasta sinonimia de nombres tópicos de animales y plantas de la cuenca del Unare—, muestrario que enriquecería por vía de la literatura la labor de Pittier, Tamayo, Phelps; son parte de la sumatoria en el hontanar que nutre y sirve a su oficio de narrador poeta ya que muchas de sus evocaciones están marcadas, no cabe duda, por una motivación anacreóntica.

Esta voluntad corresponde, a su vez, a una necesidad de establecer una patria que permitiera obtener el seguro de la memoria colectiva no sólo para dar concreción y realidad a esas comunidades habitadoras de la Cuenca del Unare, sino para construir un recurso que contrarrestara la acción del tiempo. Esa es la base de todo mito. En realidad, la obra de Armas Alfonzo tiene como raíz la condición mítica. Esto, entendiendo como mito no solamente el conjunto de las historias primordiales, sino la conjunción de historias cotidianas de diferentes tiempos y relatos epopéyicos que conforman un todo que se podría denominar mito genuino. El mito genuino, ese que brota espontáneamente desde las profundidades de la memoria, determina con su presencia una realidad cuyo carácter colectivo corresponde al valor colectivo reconocido por Martin Buber como un “estado de vigilia”, refiriéndose a un fragmento de Heráclito: “Los que están despiertos tienen [en contraposición a los que duermen] un único cosmos en común, es decir, un único mundo del cual participan todos conjuntamente”.
La cualidad lingüística de lógos que asume Armas Alfonzo no solamente impide el aniquilamiento de la conciencia, sino que sirve de soporte a una estructura literaria que, en este caso, es favorablemente fragmentada. El flujo del mito genuino dentro de tal estructura literaria pone en evidencia algunas de las imágenes que le confieren a ésta vitalidad al ubicar las historias en perspectiva. La ironía es la clave, en este sentido, pues profundiza los efectos al producir el necesario alejamiento del espectador con respecto a la cosa que sucede (que se narra). Los hechos históricos, las trazas de la epopeya que es uno de los fundamentos del mito genuino, se tratan irónicamente:
Juan Cancio González Baquirito no era verdad que era inmortal. Sobrevivió a la toma de la iglesia de Clarines aquel 12 de enero de 1871 que tanto recordaba Mamachía y sobrevivió además a muchas guerras y a otras muchas heridas, pero cuando mi hermano Felo lo exhumó del viejo cementerio de Barcelona antes que Josefina Armas le hiciera meter un tractor, Juan Cancio González Baquirito no era sino un huesero ya deshecho y se le había mineralizado la sonrisa sobre el rostro.
El hueco de la bala sobre la ceja izquierda era un tercer ojo apagado y misterioso (13, p. 35).
La manifestación de una objetividad natural, propia del mito genuino, no contrasta en modo alguno con las funciones de la conciencia ni debilita la fuerza de ésta, permitiendo a la estructura de las imágenes evocadas salvaguardar, junto con el carácter colectivo de la realidad lingüística de que participan, el equilibrio entre conciencia e inconsciente. Si el inconsciente es efectivamente colectivo de por sí, según lo expresa Carl Jung, éste se mantiene en equilibrio en la psique humana cuando entra en relación con otro elemento colectivo como la conciencia en estado de vigilia.
El lector está consciente del espacio territorial desde donde brota la voz narrativa, aunque éste no sea explícito.
Todos los argumentos señalados anteriormente apuntan a la necesidad de explicitar cómo Armas Alfonzo usa el mito genuino para conseguir el efecto de construir una patria. La génesis de esa patria determinada por el flujo mítico se caracteriza por una base reminiscente, y, consiguientemente, de relación con el pasado, puesto que el flujo mítico requiere del afloramiento de un pasado tan remoto que pase a ser considerado eterno presente. Como acotación gramatical, este eterno presente, sinónimo de in illo tempore, se narra generalmente en copretérito. Resulta por lo menos interesante que el copretérito sea llamado por la Gramática española pretérito imperfecto o presente relativo, porque implica una acción durativa que se relaciona con otra pasada. Pero volviendo al asunto tratado fundamentalmente, es evidente que, para cumplir esa apropiación mítica, el escritor considera indispensable plantear la territorialidad de sus historias, es decir, asumir el espacio como una demarcación geográfica. Así comienza:
Había una cruz en La Cruz de Belén, otra en La Cruz del Zorro, otra en La Cruz de Píritu, otra en La Cruz de Pacheco, esto es al norte, al sur, al este y al oeste, sin contar las tres de El Calvario, donde se rascaban el lomo los chivos en caso de necesidad (1, p. 23).
Pero lo llamativo es que esa voz, aparecida sin previo aviso, contando, describiendo las protecciones limítrofes de su territorio, continúa con absoluta confianza:
Qué nos iba a pasar. Cuando a las cruces se les podría la pata Pedro Iginio labraba otras que pagaban las rentas y las viejas las cogían para leña. A este humo y a esta lumbre le atribuían muchos bienes. Quienquiera que a su rescoldo se mantuviera ya no se moría de males del cuerpo, ni de entuertos ni de acechanzas ni de maldades. Concho Guaita no lo creyó porque para la fecha de este conocimiento Concho Guaita había sustituido su Dios.
De esa manera en El osario de Dios se van construyendo las historias. Lo curioso es que el lector está consciente del espacio territorial desde donde brota la voz narrativa, aunque éste no sea explícito. De alguna manera, uno sabe, por referencias textuales, por alusiones lingüísticas, por la identificación de toponímicos, por el contenido de la flora o de la fauna, por las voces regionales, dónde estas historias y estos personajes van entrelazándose:
Trabajaba la tierra de Unare este Concho Guaita y no dejó de guardar restos de suelo en las uñas ni siquiera después de muerto, a pesar de la mortaja (3, p. 25).
Las historias aparecen como iluminaciones de algo que comienza o concluye, y, en esas iluminaciones, la percepción territorial es reconocimiento de la permanencia (¿de la pertenencia?) tal como en el caso de Concho Guaita, quien se llevó a la muerte vestigios de su tierra. Por otra parte, todo paisaje por él descrito lleva presente, indisoluble, la presencia humana:
La orilla de costa entre Píritu y Bocaunare, que comienza en un cocal donde cohabitan las iguanas, y de ahí en adelante no es sino chirivital, sigue la línea de la restinga hasta los manglares del río que el tío Ricardo identificó como de la especie de los rizophoras. Antaño aquello fue arenal y a ratos ciénaga donde compartían la precariedad ecológica la culebra cascabel y un cangrejo repelente que hace cuevas entre el barro pútrido y las vísceras de los animales muertos, pero entonces ya había dejado de ser arenal y la sulfurización de las aguas de la laguna y la evaporación tenían convertida la restinga en un camino de peces extinguidos, un como espeso suelo blanco, hecho de los cuerpos de los bagres, la lisa, el róbalo, la mojarra, y los cristales de sal. El oxígeno les faltaba y la fauna la custre escoraba donde creía sobrevivir, sin éxito.
El campesino se aprovechaba a veces de esta carne salada y reseca. Venía desde La Fila y en tejos la iba desprendiendo y cargando en sacos que luego amarraban a las enjalmas.
Máximo Cumache le alababa el gusto al curagüito (123, p. 172).
La patria es el hombre y, en ese sentido, en el sentido de las recuperaciones que tocan lo humano más profundo, Armas Alfonzo sí es un escritor patriota.
Historias patrias, ángeles y narración oral
El tratamiento de los episodios históricos es uno de los elementos que refuerzan el proceso de construcción de una patria. Alfredo Armas Alfonzo los trata con la seguridad de quien los ha oído, relatos pasados de generación en generación y conservados en la memoria colectiva: son episodios de la guerra de independencia, pero, sobre todo, de la Guerra Federal y sus secuelas, como la Genuina y la Revolución Libertadora, y de alzamientos como el del general Arévalo Cedeño, hechos que conmovieron el país venezolano desde las últimas décadas del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo XX. Lo cierto es que el tratamiento irónico, a veces con los tonos de un humor cáustico, reduce el horror de las crueldades, pero también la sonoridad de las heroicidades, colocando en una perspectiva familiar, alcanzable, las anécdotas:
Bolívar viene en retirada, perseguido por el indio Chaurán, mientras Jiménez recoge el parque que dejaron los patriotas tras la derrota.
Se mete al pueblo por la que llaman Calle El Sol, remontando el Cerro de Los Chivos, por ahí viene la caballería con Bolívar adelante, de colorado, blanco y oro, dobla la esquina de la casa que después fuera de Mercedes Alfonso y por ahí parten hacia el bajo de Chacín, buscando el sur que es por donde queda el camino real de Onoto y de Zaraza, por donde viene el ganado de El Chaparro.
Al ruido salen las Sifontes y la menor de ellas que fue la abuela de Gertrudis Sifontes, que era una chaporretica bonita, le dijo adiós a Bolívar con la mano. Bolívar paró el caballo y aprovechó de pedirle agua. La muchacha corrió y se la trajo en una taza de orilla azul. Bolívar bebió y agradeció el favor. Ya el indio Chaurán subía el Cerro de los Chivos, se oían cerquita las descargas, y Chamberlain había botado mucha sangre.
Las Sifontes guardaron la taza como un tesoro. Para uno, la rota de Los Barrancones está contenida en la porcelana que las Sifontes mostraban tan orgullosas (79, p. 117).
La precisión en los detalles, la mención de referencias espaciales, se produce por la necesidad de ubicar a la audiencia, dado el carácter fundamentalmente oral, y, por eso mismo mítico, del relato que se hace. Como alguna vez escribió Armas Alfonzo:
Yo me siento frente a una máquina cuando me reclama cierto estado anímico propicio y me pongo a recordar viejos episodios que alguien me contó en las noches de luna de mi pueblo u oí referir a terceros, recostado de alguna puerta. Biografías municipales. Pequeñas historias de pueblos con aleros y tejas o cañizos ahumados, con callejones que dan al monte o se abren al cementerio rural y a los rastrojos. Un escenario donde se asoman, como sábanas tendidas al viento, los fantasmas de los muertos, de las quemas y del verano.

Los episodios de estas guerras, de estas historias, a menudo pertenecen a la memoria familiar: una memoria simbólicamente presidida por el comandante Ricardo Alfonso, cuyo retrato omnipresente fue pintado por Tovar y Tovar, pero también por otros soldados, otros villanos y otros héroes:
Fuerzas de La Libertadora tomaron Sabanauchire y pusieron un retén entre las dos casas, la de la familia y la del almacén, donde siempre prefirió vivir don Ricardo. Cuando Mamachía tenía que ir a llevarle algo, se hacía acompañar de Luis Velásquez, que era más que hermano, hijo del abuelo.
Andrés Campos mandaba esa tropa. Andrés Campos, de los Campos de Río Chico, de buena familia. Venía con fiebre alta y su ordenanza le colgó la hamaca entre las dos ventanas de la casa de familia. Andrés Campos pedía agua, entonces un soldado fue a la puerta de la sala a solicitar el favor.
Los Alfonzo se disponían a acostarse y la señorita Mercedes se mecía en una hamaca y rezaba cuando con la culata del máuser empezaron a golpear la puerta. Entonces la madre levantó un calvario de cinco cruces sobre el silencio y el pavor suyo y de sus hijas (103, p. 143).
Ante estos elementos cabe preguntarse si Alfredo Armas Alfonzo fue un escritor patriota. El no espontáneo, acentuado hiperbólicamente, parece ser la primera respuesta, si se considera el desprestigio actual de la palabra patria, el desgaste por utilización excesiva en que han caído sus símbolos. Sin embargo, la noción prístina de patria remite a un símbolo que es en sí mismo: la condición de pertenencia y de identidad. La patria no solamente es el origen, sino que es también la referencia, la guía en el camino y el sitio final al que nos envía el periplo de la existencia. La patria es el hombre y, en ese sentido, en el sentido de las recuperaciones que tocan lo humano más profundo, Armas Alfonzo sí es un escritor patriota, alejado de los símbolos usuales: para él, las cruces del pueblo de Clarines, el cementerio de arriba y el cementerio de abajo, la laguna de Unare, las matas de treyolí que un día viera en Boca de Uchire, la reseda, la rosa y el girasol que percibiera en la vía hacia El Tigre, el mar apenas si rumoreante, visto desde el campanario de la iglesia de Píritu: esos son los símbolos de su patria y a esos se atiene como reales. Esos deberían ser los dibujos heráldicos de su escudo de armas. Esos deberían ser los signos secretos de identificación de aquellos que han nacido o que han transitado, en la vida y en el texto, por la Cuenca del Unare, el territorio de Alfredo.
Y, en todo momento, por esos mismos signos, es posible tener presente una esperanza, no tan remota: la de que el contenido ético de una literatura que rescata ontológicamente la patria se transforme en sedimento estético de una ética personal y colectiva distinta de la que actualmente debemos afrontar. Tal vez Armas Alfonzo no lo planteó de esa manera. Tal vez no fue esa su intención, pero ¿no cabría esa posibilidad redentora dentro del rito de desafíos y de honras que trazó al construir el territorio épico del Unare para nosotros y nuestras generaciones futuras?
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