
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario
I
He estado tratando de recordar cómo y cuándo comenzó mi afición por la lectura. Recuerdo vagamente una casa con un pasillo largo que daba a un patio interior. Recuerdo una mecedora de paletas y un perro que vivía en la azotea. Y recuerdo a mi madrina Carmen Sarabia leyéndome historias de aquellos hermosísimos libros de hojas brillantes y esplendorosas imágenes que mi padrino Manuel Gil me regalaba casi desde que nací.
II
Por supuesto, me cautivaban las historias. Había algo mágico, maravillosamente inexpresable, en aquellos signos que yo no podía descifrar aún, pero que eran perfectamente descifrables para mi madrina. No puedo recordar el tono de su voz. Sólo recuerdo la resonancia. Mi madrina era costurera, como mi madre, y no siempre tenía el tiempo que yo exigía para aquellas sesiones de lectura. A veces las interrumpía sin llegar al final y aquel final estaba supeditado para cuando yo “me portara bien”, asunto tan impreciso que implicaba comer todas las zanahorias o dormirme en la noche sin protestar. Así que a los tres o cuatro años decidí aprender a leer y nadie sabe cómo lo logré. Sólo que, al notarlo, me inscribieron en una de aquellas escuelitas caseras donde se llevaban las sillas. Aquello fue en Monte Piedad. Había una acera alta y Arecio, el hijo adolescente de mi otra madrina, Mercedes Pérez, era el encargado de llevarme y traerme.
A los doce, trece años, yo era una criatura excéntrica e ilustrada que se refugiaba en la lectura y en la música de las inconsecuencias de un mundo doméstico que sentía hostil.
III
Luego vino la debacle: el dictador de aquel tiempo tuvo el deseo de construir los superbloques y desalojó sin aviso y sin protesto a los habitantes de aquel espacio. Pude ver cómo la bola tumbaedificios desmigajó mi casa y nos lanzó a un vaivén de otras casas que apenas si podían llamarse mucho tiempo hogares. Para entonces, ya sabía refugiarme en la lectura. No es que mis padres tuvieran muchos libros. Pero mi madre leía a Andrés Eloy Blanco, a Andrés Bello, a Rubén Darío y a Víctor Hugo. Y así leí poesía. La situación económica y social de la Caracas de aquellos años de 1958, 1959, se nos hizo insostenible. Ya en Angostura vivían mis tíos Tirso y Manuel y allá fuimos a parar.
IV
En la escuela donde me inscribieron, el colegio La Divina Pastora, había una biblioteca. Se pagaba un real por el alquiler de una semana y la monja encargada escogía el libro. Quién sabe cuáles eran sus criterios. Yo era una niñita de nueve o diez años y comencé a leer vidas de santos, ya se sabe, san Francisco de Asís, santa Clara, esas cosas. Y, sorprendentemente, las poesías de santa Teresa de Jesús y san Juan de La Cruz. Los místicos.
Además, tenía unos magníficos libros de texto de historia universal (Secco Ellauri) y de historia sagrada. Y cuando pasé para el cuarto grado, mi padrino Manuel me regaló todos los tomos de El tesoro de la juventud, que yo leía con pasión, como si fueran historias de ficción. Como resultado, a los doce, trece años, yo era una criatura excéntrica e ilustrada que se refugiaba en la lectura y en la música de las inconsecuencias de un mundo doméstico que sentía hostil. No porque lo fuera en verdad sino que yo era “distinta”. Y ni mi madre ni mi padre entendían por qué.
Jugaba a veces, claro. Iba a la misa y al cine con mis padres y mi hermana. No había televisión en Angostura, así que durante años y años mi distracción era: leer. Y escuchar música. Clásica, además.
V
A los trece comenzó mi rebelión. Ya estaba en el liceo donde, para mi inmensa fortuna, estaba una biblioteca enorme donada por el poeta Héctor Guillermo Villalobos y nadie que controlara mis lecturas. Leí a Balzac en dieciséis tomos gigantes. Leí a Tolstoi y Turgueniev. Leí a Gallegos y Díaz Sánchez. Leí al Marqués de Sade y Anatole France. Leí a Mauriac y Verlaine. Leí El Satiricón, de Petronio. Leí cuanto caía en mis manos: los periódicos del día, los wésterns de Marcial Lafuente Estefanía y Ross Talbot. Leí historia de Venezuela. Leí a Corín Tellado y Bárbara Cartland. Leí a Verne. A Stevenson y a Kipling y a Bradbury. En inglés, además. Leí Buenhogar y Vanidades. Leí Selecciones y Carson McCullers. Leí a Hesse y a Sartre. Leí a Henry Miller y a John Donne. A Cervantes y a Shakespeare. Leí. Y escribí unos poemas absolutamente malos porque la Poesía me fue negada.
Cuando me tocó escoger la carrera universitaria, oscilé entre Historia y Literatura. Ya me había aficionado a la historia regional y también a la genealogía. El sitio escogido fue el Pedagógico de Caracas. La especialidad fue cosa del azar de una moneda. Literalmente. Así inicié y culminé estudios de Castellano, Literatura y Latín. Gracias a Dios. En el Pedagógico tuve la oportunidad de organizar mis lecturas y conocimientos y la invaluable oportunidad de cursar estudios avanzados de Griego, Latín y Francés. En el Pedagógico descubrí la literatura alemana y a Rilke. En el Pedagógico me enamoré de los ritmos del Siglo de Oro español. En el Pedagógico me imbuí en la lectura de los clásicos grecolatinos, tanto en filosofía como en literatura. En el Pedagógico aprendí el valor de leer tomando en consideración el contexto histórico de las obras. En el Pedagógico aprendí que toda obra literaria es un discurso y una estructura. Es decir, en el Pedagógico perdí la inocencia de lectora y ya nunca más la recobraré. Pero refiné mi placer.
En el año 2011 estuve a punto de morir como consecuencia de un coma diabético. Me costó trabajo reinsertarme en el mundo y una de las cosas que me ayudaron fue el uso de las tablets para leer.
VI
Hace años que dejé de leer indiscriminadamente. 67 años después de aquellos días en los que mi madrina Carmen me leía a los Grimm o a Andersen, hoy escojo más o menos. Me gustan las novelas policiales (Chesterton, Conan Doyle, Christie, Robert Galbraith, Lindsey Davis, Víctor del Árbol). Me gustan las novelas históricas (Bernard Cornwell, Sebastián Roa, Gonzalo Giner, Antonio Penadés). Y me gustan las crónicas, siempre me han gustado. Leo con fruición distractiva eso que llaman “literatura ligera”. Leo siempre a los mismos poetas: Rilke, José Pulido, Néstor Rojas, los Salmos de David.
Y leo la literatura norteamericana, esa omisión que tuve durante años, hasta que Aquiles Lambert Marcano, en la redacción de Antorcha, puso en mis manos la obra de William Faulkner. De allí en adelante me volqué hacia las literaturas de Estados Unidos e Inglaterra. En su lengua. Y, ah, sí: la lectura me otorgó la escritura: ocho novelas, algunos cuentos, crónicas, veintidós libros de ensayo, innumerables artículos de opinión y reportajes y entrevistas no son producto de un talento especial. O no del todo. Son fruto de muchas lecturas. Y mi frustración es grande al comprender que la vida no me alcanzará para leer lo que me falta.
VII
En el año 2011 estuve a punto de morir como consecuencia de un coma diabético. Me costó trabajo reinsertarme en el mundo y una de las cosas que me ayudaron fue el uso de las tablets para leer: no sólo fue el dispositivo y la comodidad de leer en la cama sino el mundo de libros que me abrió: pude leer analíticamente a Hannah Arendt, por ejemplo, y entender su relación con Heidegger. Pude leer artículos contemporáneos y estar al día. Y comencé a creer que ya estaba presente el paradigma del libro electrónico, dada su versatilidad y accesibilidad. Creo que ese es el futuro. Por supuesto, los tradicionalistas y nostálgicos se rasgarán las vestiduras, que si el tacto, que si el olor. Pero esa creencia me llevó a proponer al Chino Álvarez crear una editorial de libros virtuales. Y ahí vamos.
VIII
¿Qué se le pide a una editorial?
Que los libros sean legibles, bellos y sin errores (en lo posible).
Que los libros aporten a los lectores contenidos éticos, estéticos y literarios que toquen sus vidas.
Que los autores de esos libros reciban respeto, consideración y remuneraciones por su trabajo.
Que haya promoción de la lectura en general y de los autores en particular.
Que practique la honestidad intelectual.
No sé qué más. Los grandes y adictos lectores que somos a eso aspiramos.
- Centenario de Alfredo Armas Alfonzo:
La voz colectiva desde los osarios de Dios - viernes 6 de agosto de 2021 - Lo que la lectura me ha dejado - jueves 27 de mayo de 2021
- Declaración de principios - martes 20 de abril de 2021