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La otra cuestión homérica

viernes 13 de enero de 2023
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Detalle de “Homero y su guía” (1874), de William Adolphe Bouguereau
Si Homero quiso que los dioses no tomaran en serio a sus actores, tampoco debemos pensar que los hayan tomado en serio, en el auditorio, sus espectadores. Detalle de “Homero y su guía” (1874), de William Adolphe Bouguereau

Scott Buchanan nos recuerda que hay una leyenda de Platón siendo poeta cómico antes de conocer a Sócrates. Si el rumor es falso, sostiene, “Platón es ciertamente un comediante al menos en sus diálogos” (p. 13). Buchanan insinúa que, en realidad, el héroe de la comedia es un ignorante al igual que el héroe trágico, sólo que mientras que éste aprende fácilmente a enfrentarse al desamparo de su fatalidad, aquél continúa siempre indiferente frente a ella: “Este es el secreto de la escritura y la lectura de los diálogos platónicos. Son comedias, y Sócrates es el héroe cómico arquetípico de todos los tiempos” (ibíd, p. 15). Ante el hecho de saber que no sabemos nada Buchanan nos invitará entonces a salir, al igual que Sócrates, con una sonrisa irónica ante las fatalidades de la vida.

Ironía, cómo término, sabemos que remonta a la palabra griega eiron, personaje de las comedias de Aristófanes y que significaba “fingidor”. Su uso, sin embargo, se aplicó luego para redefinir aquel método socrático: considerando que el tipo más sabio de toda Atenas era el que más preguntas hacía, no se pudo menos que pensar que lo que estaba haciendo era fingir lo que sabía (o lo que no sabía). Ahora, recordemos que después de las devastadoras guerras médicas, Atenas se vio obligada a reconstruir el panorama de su comunidad; recordemos también que para ello dio forma canónica a los grandes trágicos Esquilo, Sófocles y Eurípides exponiendo sus estatuas en el teatro Dionisio. Hecho curioso es que poco más de medio siglo después de su muerte, Sócrates, que había sido condenado por corromper a los jóvenes de Atenas, haya tenido también su propia estatua en la entrada del Pompeion, uno de los lugares más sagrados de la polis. Es decir, si el final de este griego burlón no fue una premeditada decisión personal tanto así como una fatal ironía para su pueblo, debería uno preguntarse: ¿qué realmente fue?

Si sigue siendo difícil de comprender la ironía socrática, ir más atrás de Platón y su héroe parecería, ya a esta altura, una tarea imposible. De La autora de la Odisea, sin embargo, aprendimos de Samuel Butler que los rastros de la ironía quizás hayan sido aún más poéticos y originarios. Para el caso, Butler habría aventurado la teoría de que la Odisea misma brotó de la pluma de una joven siciliana, y que “las escenas del poema reflejan, en esencia, las costas de Sicilia y aledañas” (p. 3.361). El hecho de que los críticos de Butler lo hayan considerado, si no un ironista, otro completo irrespetuoso, no impidió que éste se atreviera a riesgos mayores y se haya arrastrado a Homero a lugares incluso más socráticos. En una conferencia titulada El humor de Homero, Butler comentó que el propósito de la Ilíada habría sido, a pesar de su notable violencia, “que sus oyentes no la tomaran en serio” (ibíd., p. 2.648). Frente a la compleja especulación que el círculo académico sigue adornando en torno a Homero, la conclusión de Butler parece tan simple y evidente que rebosar de asombro resulta inevitable. Su teoría, a resumidas cuentas, concluye así: si Homero quiso que los dioses no tomaran en serio a sus actores, tampoco debemos pensar que los hayan tomado en serio, en el auditorio, sus espectadores.

Se puede incluso decir que Homero ha hecho que los dioses tomen no el mejor sino el peor lado de toda decisión posible.

Esta conferencia no debe adoptarse como una declaración exhaustiva de las opiniones de Butler sobre la cuestión homérica: pues subestimar la extensa labor crítica acerca de Homero no fue el punto de este autor sino más bien estimar su breve costado humano. Se puede incluso decir que Homero ha hecho que los dioses tomen no el mejor sino el peor lado de toda decisión posible, razón ésta que nos obliga a pensarlos, si no graciosos, al menos de una manera atractiva. Más allá de que el humor y la violencia puedan colaborar a la perfección en esta épica, el tipo de lecturas que nos deja Butler, no obstante, es uno de sabor un tanto amargo. Entendible es que quitarles seriedad a los dioses nada tenga de irracional ya que, siendo eternos, no tendrían por qué preocuparse de tomarse algo en serio. Preocupante, sin embargo, es que nos interpela a nosotros como seres finitos. “Que Homero no sea enemigo de la risa —habría invocado ya Pope— puede verse en varios lugares de su poema, pues por muy serio que parezca está mezclado de muchas alegrías”. No está de más detener la mirada en el humor de Homero cuantas veces lo deseemos, pero separar a la Ilíada de la Odisea quizás nos dé mejores razones para saber, al menos, de qué otra manera podemos reírnos con él.

El hecho de que este poeta misterioso fuera uno o una legión de poetas, poca o ninguna relevancia tiene si lo que acá seguimos buscando es, a la par de Butler, el humor para con su pueblo. Mucho se ha dicho sobre la importancia que Ilíada y Odisea han ofrecido como entretenimiento oral; poco, sin embargo, sobre los porqués de la distancia temática entre una y otra epopeya. Acaso especular brevemente cuáles fueron los motivos que llevaron a Homero a cantar sobre un viaje en lugar de otra guerra pueda ser un detalle necesario para responder a esta otra cuestión, y no sólo porque puede hablar sobre sus más profundas motivaciones sino, y más importante, porque a lo mejor esta vez nos pueda decir más sobre el humor de nosotros mismos, los mortales.

“Si una mujer de su era intenta componer una épica —especulará Butler en referencia a la Odisea— casi se verá obligada a tener a un hombre como figura central, pero maximizará a su esposa e hijas trazándolas con una mano más sutil” (ibíd, p. 3.366). Si un poeta intenta cantar uno de los eventos bélicos más grandes de su era —especularemos nosotros en referencia a la Ilíada— es presumible verlo obligado a figurar a la ira como figura central, pero deberá encontrar, como todo artista, un sutil y obligado contraste si quiere maximizar una próxima epopeya. Posiblemente albergar una primera idea requiera como paso fundamental aceptar esta premisa como una motivación necesaria en Homero, un acicate para emprender su nueva búsqueda como poeta. Es decir, si todos estamos de acuerdo en que la Odisea contrasta de su pretérita en un sentido estético, lo primero que Homero debió aceptar es que eran más bien sus oyentes quienes necesitaban escuchar una trama estéticamente contrastante. Nunca sabremos si el público homérico estaba un tanto harto de tanta espada y sangre en masa. Tampoco sabremos si el desafiante regreso de Ulises de diez años hubiese durado (después de los diez pretéritos de guerra troyana) otros diez minutos de auditorio sin una cierta pizca de familiaridad y sentimentalismo. Lo cierto es que, después de tanto ego e individualismo aquileo, Homero decidió que su próximo héroe debía contar al menos con una familia y unos amigos de batalla. Y después de tanta cólera y rudeza, un mínimo de genio y versatilidad tampoco pudo dejarse de lado a la hora de devolver a su héroe a casa. Entender que la primera épica se ofrece distanciada de la segunda es entender, acaso, que este canto decidió principalmente distanciarse del campo de batalla. Y claro que Ulises no ha estado ajeno a las adversidades, pero que Homero haya evitado dejarlo atrapado en otra monótona y bélica adversidad, tampoco es casualidad. En otras palabras, diríamos que la misma consternación frente a una guerra inagotable fue la que pudo haber obligado a este poeta a renunciar a una inagotable huida: su Odisea.

Este nuevo escenario vemos que nos traslada, en esencia, desde aquel mundo crudo y verosímil a otro completamente atractivo y teatral. A lo mejor no fuera el propósito de este Homero odiseico sacar al auditorio de contexto, pero sacarlos de paseo utópicamente por las vastas extensiones del mar Egeo quizás era lo más necesario a lo que podía aspirar. Este paseo claro está que no quedará limpio de inminencias, pero de nuevo: podríamos suponer que de Jonia uno jamás querría salir si sólo es otra guerra y no un poco de diversidad lo que espera. Ulises se involucrará en batallas con mortales, ninfas y titanes, pero no está de más recordar que el principal motivo de Homero es no aburrirnos con ellos. La vida en esta épica vemos que ya no es más un conflicto tedioso sino más bien uno necesario para aprender a entretenerse. Y si el heroísmo antes ganaba por impulsos de cólera, quizás se gane esta vez un mejor lugar en el público si se digiere con algo de ingenio. T. S. Eliot insinuó que “pocos críticos han admitido alguna vez que Hamlet, la obra, es el problema principal, y Hamlet, el personaje, sólo el secundario”. Ahora, con la Odisea y su entretenimiento podría uno decir que ocurre casi lo mismo. Pensemos que esta obra pone en marcha un viaje que se aleja no sólo de la guerra sino también del propio Homero, pues se inicia en esta épica una operación que, de influencias orientales, no tiene precedentes en la literatura occidental: un cuento marco; operación en la que Homero decide salirse de sí para darle por unos extendidos versos la voz a su héroe. Alejarse del narrador real y acercarse al representado vemos que nos arrastra a un cambio tanto de escenario como de perspectivas, ya que no se termina de dejar en claro dónde empieza el juego de Homero y dónde concluye el de Ulises.

Homero ya nos presenta la ironía incluso antes de que el propio Sócrates nos diga cómo se debe (o no) fingir.

Pues si el humor homérico tiene, como insinuó Butler, un lugar de referencia además del Olimpo, podríamos decir que acá estamos en el lugar indicado. Cuando pensábamos que Platón poseía todos los recursos necesarios para tomarnos el pelo a través de la voz de su héroe favorito, vemos en este momento que Homero ya nos presenta la ironía incluso antes de que el propio Sócrates nos diga cómo se debe (o no) fingir. E incluso antes también que él, la voz homérica, se nos vuelve más efectiva en la medida en que su Ulises nos lleva a ironías más novedosas y preocupantes. En Hipias menor Sócrates defendía ya la eficiencia de Ulises por sobre Aquiles asintiendo que una inteligencia engañosa siempre es mejor que una incapaz de engañar, y aun así nuestro filósofo juega a que no sabe lo que sabe. Homero en cambio sabe al menos que hay algo esencial que no debemos olvidar: jugar a creer. Pues tomarle el pelo a titanes, ninfas o al propio auditorio, no tiene en él ninguna diferencia y de ahí su ironía más pura y originaria, pues entre sus seres fantásticos y nosotros hay para Homero un solo viaje: todos podemos ser las historias que nos contamos. A pesar de toda la acción que articuló en la Ilíada, vemos que nuestro poeta es uno que termina creyendo, por encima de las realidades de una guerra, en la capacidad de la palabra para accionar lo real; en la voz de su último aventurero, ¿qué otra oportunidad pudo haber tenido Homero para entrar a un lugar totalmente diferente al de la Ilíada si no es el de salirse de él mismo e invitar al mundo a disfrutar de su irónico disfraz?

El disfraz, bien sabemos, ha sido un tópico plenamente recurrente en esta épica. Los soldados se disfrazan de caballo mientras que Ulises y sus hombres, asimismo, se disfrazan de carnero para escapar de Polifemo. Tanto para escapar del peligro como para derrocar a los pretendientes en el último tercio del poema Ulises también recurre al disfraz para recuperar a su familia, y para brindar ayuda a su preferido Atenea a menudo hace de las suyas disfrazándose de Méntor. El clasicista Wolfgang Schadewaldt ha llamado a esta estrategia “identidades en fuga”, pues devolver el héroe a casa es devolverle nada menos que su identidad de honor. El linaje está ligado al símbolo de poder y sin este estatus no hay relato que valga, de modo que en el viaje no puede haber nada azaroso sino más bien una finalidad que se debe alcanzar: un regreso político. Ahora, si Homero se disfraza de Ulises para invitarnos a nosotros a entretenernos a la par, recuperar su identidad no puede estar más por debajo que la de engrandecerla, de superar al propio Aquiles. Gregory Nagy desglosó el nombre “Aquiles” como una combinación de akhos, “angustia”, y lawos, “persona”. El diseño, apunta Nagy, está construido para operar en una persona que “sólo trae turbación para su pueblo, que sólo ofrece angustia” (p. 74). Engrandecer a un nuevo héroe, como vemos, no tiene en Homero otro propósito sino volverse más jovial, menos turbado y angustiante, ejercicio que por inercia acaso nos pueda llevar a localizar mejores paralelos respecto a Ilíada, a los divertimentos que Butler tanto destaca del Olimpo.

Veamos, en la línea de Nagy el erudito Jasper Griffith había ya objetado que no sólo Aquiles sino que toda la epopeya troyana es “un poema de fatalidad más que de lucha” (p. 102), remarcando que a pesar de la violencia la Ilíada no insinúa, como en la Odisea, la acción como mero desafío. La guerra de Troya, nos dice el crítico, es una advertencia, “una clave en Homero para señalar la relación entre uno y su mortalidad” (ibíd., p. 96). Pues si Butler nos invita a contemplar a los dioses jugando con marionetas mortales desde el Olimpo, el humor en la Odisea casi que podríamos decir que funciona mejor justamente por el mismo contraste: ahora es Ulises quien jugará mano a mano con nosotros. El Homero odiseico sabrá despreocuparnos de las fatalidades de la vida porque sabe que sus nuevas diversiones podrán ahora competir, a escala humana, con las de sus propias divinidades.

Siendo eternos, dijimos que el juego entre el bien y el mal se puede volver para los dioses tan difuso como su lapso, razón por lo que difusa también se vuelve su capacidad para tomarnos en serio, para empatizar con límite alguno. En la Odisea vemos que este juego gana incluso profundidad: una diosa le ofrece al protagonista la propia inmortalidad. Aun así, y a pesar de que Calipso quiera traer a Ulises a la eternidad misma, vemos que nuestro héroe prefiere seguir eligiendo su hogar, seguir corriendo detrás del tiempo. Y si necesita tiempo es porque ahora Homero sí prefiere empatizar con nuestra humanidad. No sin fundamento Aristóteles acierta en su Poética que Odisea es, en relación a la “simple y patética Ilíada”, una aventura plenamente “compleja y ética”. Ahora, esta inversión, que por interpelar lo humano nos acerca de nuevo a un reflejo más simbólicamente socrático, es la que podríamos decir que, de nuevo, distanciará a Ulises del tipo de ironía a la que acude Sócrates. El Sócrates platónico establece su legado por corromper juventudes pero lo logra, diríamos, no precisamente por ser jovial. Su ironía es novedosa y preocupante pero en la medida en que se vuelve más y más compleja Platón parece querer insinuarnos que su héroe podrá ser digno sólo de risas astutas y maduras, ¡pues atender a Sócrates puede significar estar más atento incluso que Platón! Si Ulises es astuto lo es, en cambio, a través de una ironía completamente inmadura. Sus novedades y preocupaciones corromperán todo lo que encuentren a su paso pero Homero dejará en claro que esto será sólo para purificar a su auditorio, para reflejar lo más puro de su héroe: nuestra propia infancia.

Homero decide resolver esta venganza vistiendo al héroe de vagabundo y a través de juegos de recreación, ¿no parece una tarea más bien digna de travesuras?

Cuando observamos a Ulises planeando vengarse de los pretendientes por la falta de respeto que han acometido en su hogar observamos una tarea tan política como digna de disgusto, es cierto, pero de ahí a que Homero decida resolver esta venganza vistiendo al héroe de vagabundo y a través de juegos de recreación, ¿no parece una tarea más bien digna de travesuras? Cuando vemos a Polifemo respondiendo a sus camaradas que fue “nadie” quien lo burló también vemos a un aristócrata dispuesto a rebajarse a la altura de un carnero con tal de recuperar su identidad de honor. Pero siendo ese el caso, ¿cómo puede uno, después de esta secuencia, no salir a la par del héroe con una carcajada tan gloriosa como la de un niño? Estos ejemplos, sólo por remarcar algunos de sus innumerables, nos dejan entrever un motivo que en relación a Ilíada se vuelve fundamental para comprender su nuevo humor: es el viaje de Ulises una oportunidad para renacer, una clave para señalar, contrario al Alquiles que remarca Griffith, la relación entre uno y su vitalidad. Con un héroe salpicado de tanta angustia y muerte, a fin de cuentas, acaso era inevitable que las alternativas conduzcan todas a un mismo destino. Es decir, ¿a qué otro protagonista podría Homero haber escapado si no era a uno completamente renacido?

Harold Bloom se ha arriesgado a teorizar que los tres primeros libros de la Torá han sido escritos por una mujer, y por sobre todo por una mujer con sentido del humor: J. Dios moldea la arcilla, nos dice, “pero no como el alfarero sino a la manera de un niño que hace tartas de barro, sin seguir ninguna regla y con sus propias manos” (p. 41). El crítico está seguro de que un abordaje como el Génesis debe leerse seriamente como un mero infantilismo, una ironía que para gusto de sus hijos esta autora estuvo dispuesta a crear más por el puro placer de ser madre que teóloga o cronista. Adán y Eva son los Hijos de la Historia y no sólo alegóricamente. Ellos, dos pequeños sin vergüenza de toda sexualidad, deberán aprender como paso irreversible de su maduración a pagar por sus travesuras y a descubrir su Caída: “Debemos ser como niños listos al leer o escuchar a J —aclara Bloom—, porque su estilo, dentro de la historia primitiva de la humanidad (y no sólo allí), es como un tipo de literatura infantil más sofisticado que cualquiera de las que conocemos” (p. 317). Ahora, si la autora de la Odisea no es una madre narrando relatos para niños es al menos un abuelo que, dedicado a una eterna civilización, nos sigue mirando a nosotros como a un niño. No es infantilizar a Homero lo oportuno de esta situación sino más bien atenderlo con la misma sofisticación con la que él nos sigue cantando: disfrazándonos de infantes así como él también disfraza toda su odisea. Borges objetó que “toda gran literatura se convierte siempre en literatura infantil”, e inevitable es que nuestro argentino estuviese sugiriendo, como era su costumbre, más ironías. Acaso que el humor homérico no ofrezca respuesta alguna a su enigma quizás a esta altura ya poco importe; sólo baste reconocer, si queremos seguir maravillándonos con su voz, al menos algunas francas preguntas: ¿quiso esta vez Homero que escuchemos al padre de la Ilíada o a alguien que decidió cantar sobre su nuevo héroe favorito y no se le ocurrió mejor manera que poniéndose (al igual que la “madre” del Génesis) el disfraz de un hijo? ¿Qué es ese disfraz dentro de un disfraz sino la declaración de que todo viaje será, a fin de cuentas, una simple ironía de entretenimientos? ¿Y que es ese perpetuo viaje sino el canto de nuestra propia vida, de la propia civilización: desde la muerte aquilea al renacimiento odiseico?

La aversión que los críticos han vertido en Butler ante la sugerencia de que “detrás de la Odisea se esconde una mujer” es la misma con la que nos encontraremos si se nos sugiere que entre sus intenciones también se esconde la seducción de la comedia. Como lector, después de todo, no ofrecerle un mérito de gracia al único compositor que sigue alimentando el guion de cada alma occidental, es lo único que a mi entender merece la pena declarar como tragedia. Quizás Homero no sea Sócrates, y quizás su jovial ironía tampoco tenga la necesidad de corromper juventudes, pero despedir su carrera tan sólo con miradas circunspectas y simples tonos académicos, no quepa duda de que es también haber despedido su sabiduría.

En estima a su docencia: Carla Rossi
Duval Hudson
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