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Alicia Peña

martes 7 de junio de 2016
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La oficina huele a cerrado, a pesar de que cada día a las ocho se abre la puerta de entrada y hay una ventana que comunica con el patio exterior. La fueron a hacer en un pasillo abandonado del edificio, en la planta baja. Hay poca luz por lo que la dependencia del neón se hace inexcusable, si se quiere leer los papeles correspondientes a la jornada, o acertar con los números del teléfono situado encima de la mesa. Allí se limpia poco, porque al estar tan alejada del grueso de dependencias del edificio nadie se acuerda de ella ni de las quejas de sus inquilinos, así que de vez en cuando se espolvorea un poco de líquido ambientador con olor a fruta madura, y a tachar otro día del almanaque. Parece mentira, pero el espacio está tan bien aprovechado, que es imposible pensar que allí conviven tres personas sin que lleguen nunca a tropezar una con otra.

Habían oído hablar —en el rato del café— de otra aparición de la monja por la planta quinta del edificio inteligente, que un poco más y acaba con la vida del pobre vigilante.

Aunque para empezar a situarnos debemos decir, convivían, porque desde un veinte de julio la situación cambió tanto, que la oficina entró a formar parte de lo que por aquel edificio se conoce como “dominios de la monja”, de la cual todo el mundo hablaba y nadie la había visto. Los más viejos del lugar cuentan que en otros tiempos el solar estuvo ocupado por una congregación religiosa, que por mano del destino y de la Administración pública tuvieron que abandonar ese espacio, donde en la actualidad se levanta un moderno edificio inteligente, aunque se ve que no lo suficiente como para poder detectar las andanzas de esta singular hermana. Se conoce que no se fueron de allí totalmente satisfechas y quedó la estela de este misterioso personaje, que en la actualidad marca el devenir del edificio y en particular de esa insignificante oficina olvidada en lo que antaño fuera un callejón cualquiera. Como digo convivían tres personas, cada una de ellas con su mesa correspondiente y enfrascadas en la batalla diaria con los papeles, pero luego de aquel veinte de julio, comenzaron a suceder hechos extraños que llamaron la atención de esta minúscula oficina. Uno de los componentes del trío dejó de ocupar su mesa habitual y nunca más se supo de él; no se sabe si fue trasladado, sufrió de algún tipo de accidente o se jubiló de forma anticipada. Sus dos compañeros comenzaron a echarlo de menos, notaban que no asistía al trabajo y dejaron de percibir el olor a tabaco, que delataba bien a las claras que no entraba en la oficina. Sea porque entró en vigor la ley antitabaco, que no permitía fumar en el interior de las oficinas o porque coincidió con una racha de papeleo que nublaba la vista, lo cierto es que pasaron los días y el trío pasó a convertirse definitivamente en un dúo. El jefe pasaba de vez en cuando por la puerta, se asomaba a la ventana, veía los ordenadores encendidos y sin decir ni media palabra continuaba su camino, para coger el ascensor inteligente, que le iba contando mientras ascendía las últimas novedades concernientes a su departamento, amén de darle también los últimos cotilleos del Real Betis que para eso lo tenía programado desde su pentium personal, con el salvapantallas del estadio Manuel Ruiz de Lopera. Todo un detalle para alguien que tenía los minutos contados, y que se sabía era uno de los motores de la empresa.

La monja, fiel a su destino, comenzó pronto a dejarse sentir por las cuatro paredes de aquel rincón: no se sabe cómo, pero la mesa que un día fuera abandonada presentaba siempre el mismo aspecto, en ella no aparecían telarañas ni más motas de polvo que las habituales, ni incrementó el número de manchas, ni se notaba nada especial salvo pequeños detalles como el del ordenador, el sonido del teléfono, que aunque nadie lo cogía, sonaba cada día y hasta había veces que se parecía escuchar el clic de haber colgado. Pero ¿quién se iba a fijar en esos detalles? El ritmo de trabajo no daba para tanto chismorreo y el dúo permanecía tieso en sus sillas correspondientes ensimismado con sus respectivas tareas. Habían oído hablar —en el rato del café— de otra aparición de la monja por la planta quinta del edificio inteligente, que un poco más y acaba con la vida del pobre vigilante, que alertado por los empleados acudió a ver qué sucedía con la máquina de los refrescos pues según ellos la monja estaba cogiendo provisiones para toda la congregación; se ve que se le rompió alguna lata, manchó el pasillo y cuando el pobre hombre llegó de prisa y corriendo, porque esta vez sí que la pescaba con las manos en la masa, ¡zas!, dio con sus huesos en las duras losas del suelo, llevándose un porrazo en la cabeza como para acordarse de la congregación entera incluida la madre superiora. Sus compañeros en los monitores centrales del edificio no daban crédito a lo que éste les contó cuando se recuperó porque lo que es verla, verla, no la habían visto, y los empleados preferían meter la nariz dentro de la pantalla del ordenador, antes que asomarse a ver qué pasaba.

Allí se estaba para trabajar, no para esas tonterías que decían los demás que pasaban por el edificio. Así que el dúo de la oficinita de la planta baja no iba a ser menos y estaban para lo que estaban. Cuando eran tres y como la puerta de entrada era semitransparente, siempre tenían que estar atentos para no darse un trastazo, con la figura que se perfilaba al otro lado; así que había una regla no escrita según la cual tenía preferencia la figura a la que no se le distinguían las dos manos por encima de los hombros y en continuo movimiento; ahora que son dos no han podido abandonar la regla, porque más de una vez se han encontrado con la figura al otro lado de la puerta moviendo las manos, estando ellos dos en el mismo sitio; se han mirado, se han encogido levemente de hombros y han continuado con su trabajo.

Hasta aquel veinte de julio había ligeras noticias de las andanzas de la monja, pero muy de tarde en tarde y repartidas por todo el edificio, fue a partir de esa fecha cuando se multiplicó su actividad y comenzaron a ponérsele los pelos tiesos a más de uno. En la oficinita del dúo se estropeó un ordenador y había que seguir pasando los datos día a día para que el mundo continuase girando, por lo que se hacía necesario utilizar la mesa que un día ocupase el tercer componente del trío —el ausente. El asunto parece simple, pero lo cierto es que cuando alguno de ellos se disponía a cumplimentar esa función, les resultaba materialmente imposible sentarse en la silla que ocupaba esa mesa; daban vueltas alrededor de ella, lo intentaban de forma delicada, brusca, de improviso, a la de tres y… no había narices de permanecer sentado; terminaban en el suelo por lo general o aburridos en la mayoría de las ocasiones. Pensaron en llamar al servicio de mantenimiento pero ¿para qué? Si no venían a limpiar el polvo, iban a venir para un asunto así, además ¿cómo lo explicarían? Lo mejor era apañarse con los dos ordenadores restantes, que ya pasaría el de la ibeeme dándose una vueltecita rutinaria y que él diese el cante de la silla. Otra solución lógica era quitar esa silla y poner una de las suyas, que si se dejaban montar, pero aquí tropezaban con otro inconveniente: ni tirando los dos al mismo tiempo conseguían mover el maldito asiento, que parecía fundido a las losetas del suelo. Un día, uno de los dos compañeros tenía poca hambre y decidió saltarse la media hora de desayuno, y como estaba solo y por tanto no haría el ridículo se fue con toda decisión a la mesa, cogió la silla, le dio dos patadas y salió despedida por los aires como si fuera un trasto cualquiera (por un instante se quedó sin saber qué hacer). A continuación la recogió, se sentó en ella y se puso a trabajar en el ordenador como si tal cosa. Completó su tarea, y ya que estaba allí comenzó a curiosear por otros programas y al llegar al del antiguo inquilino de la mesa, se llevó la sorpresa del día cuando comprobó que no se hallaba detenido su trabajo en el veinte de julio, estaba actualizado como si el compañero ausente no hubiese faltado ni un solo día. Aquello era demasiado gordo para andar pregonándolo, por lo que decidió guardar silencio y meterse en sus asuntos y no en el de los demás, pero desde ese momento la figura de la monja quedó grabada en su cabeza. Lo que sucedió con la silla no tenía explicación humana posible, la silueta de la puerta tampoco, y encima aquel rincón de la oficinita funciona como si el ausente estuviese sentado tras la mesa. No sabía el tiempo que sus nervios aguantarían sin explotar pero de momento decidió seguir la vida normal, sin meterse en más hondura; su compañero tampoco ayudaba demasiado, posiblemente por la misma razón que él, porque habría vivido alguna situación que le tendría sumido en el mutismo.

Un plástico de considerables dimensiones destinado a tapar los muebles estaba moviéndose hacia arriba desde el suelo donde se encontraba, y cada vez presentaba signos más evidentes de ir tomando forma humana.

Pero los hechos en el resto del edificio confirmaban, cada vez más a las claras, que la hermana estaba dispuesta a mantener en vilo a todo el mundo y de vez en cuando se escuchaba el relato de alguna de sus andanzas. Como la mayoría tenía relación directa con los servicios de seguridad, eran estos quienes peor estaban llevando el asunto. El episodio de la máquina de los refrescos se quedó en pañales ante un nuevo hecho acaecido en esta ocasión en la planta segunda, donde se encontraban dos pintores cumpliendo con su trabajo sobre media mañana: uno de ellos —el más joven— se asoma de repente detrás de una mesa que habían puesto en el pasillo y le dice al otro que estaba en un andamio:

—¿Has visto lo que hay aquí detrás de la mesa?

El del andamio suelta la brocha en el cubo y gira el cuello para mirar. El joven al sentirse observado se coloca detrás de la mesa y con toda la agilidad de la que es capaz, comienza a realizar un ejercicio de piernas flexionadas y tronco recto de tal manera que desde la perspectiva del de la brocha, aquella persona estaba descendiendo una escalera. Por poco se le salen los ojos de las órbitas cuando finalmente ve desaparecer la cabeza de su compañero detrás de la mesa. De reflejos algo lentos, tardó lo suyo en bajar del andamio y acercarse a ver qué había sucedido, porque cuando movieron la mesa entre los dos, aquel espacio estaba tan liso como el resto del pasillo y el edificio era lo menos parecido que uno pueda imaginarse a un castillo con cámaras secretas o algo por el estilo. Cuando se asomó con todo cuidado a la parte de atrás de la mesa y descubrió la figura de su compañero agazapado como un conejo, la emprendió a gorrazos con él mientras el otro era un estallido de risa en estado puro. Aquella escena había sido seguida desde el primer momento por los encargados de turno de la sala de monitores, y el pataleo que formaron al ver el desenlace final, fue una clara muestra de lo bien que se lo pasaron ante aquella pequeña obra cómica. Lo cierto es que no duró demasiado el jolgorio puesto que al estar todos pendientes de los pintores, pudieron comprobar también cómo, de espaldas a éstos, un plástico de considerables dimensiones destinado a tapar los muebles estaba moviéndose hacia arriba desde el suelo donde se encontraba, y cada vez presentaba signos más evidentes de ir tomando forma humana, como si se tratase de una gran carpa que cubriera a una persona de singulares proporciones. Ninguno de los dos pintores se dio cuenta de este movimiento por lo que el servicio de vigilancia se puso manos a la obra, y se dirigió hacia esa segunda planta a toda leche, porque aquello tenía toda la pinta de ser otra actuación de la monja. Los monitores quedaron inservibles porque el plástico lo cubría todo y no dejaba ver nada con nitidez, así que los dos servidores del orden, comunicados directamente con un tercero a las pantallas, fueron puestos al corriente en todo momento de cuál era la situación. Corrieron todo lo que pudieron sin saber qué se iban a encontrar, pero preparados mentalmente para afrontar cualquier situación; porra en mano irrumpieron en el pasillo desde el ascensor y, al llegar a la altura de los pintores, se encontraron a éstos sentados en la base del andamio con los pelos alborotados y la mirada perdida, manchados de pintura por todas partes y sin responder a las llamadas de atención que les estaban haciendo. Fue necesario avisar a los servicios médicos para que los trabajadores recobrasen la conciencia de lo que pasaba a su alrededor, aunque de momento el pasillo se quedase a medio pintar y los hechos por esclarecer, porque ninguno de los dos tenía el más mínimo interés en volver a hablar del asunto.

Así pasaban los días, la monja cada vez gozaba de más poder dentro del edificio inteligente y aunque sus actuaciones no causaban daños físicos, sí que comenzaba a preocupar dentro de la cúpula dirigente de la empresa, el estado psíquico de los empleados, por lo que decidieron poner el caso en manos de una persona responsable, cauta, inteligente y con bastantes años de servicio —según aconsejaban los informes técnicos pertinentes. Descartaron en todo momento contratar a nada ni nadie procedente del exterior, porque querían máxima discreción y que este extraño fenómeno se resolviese internamente sin intrusismos ni estridencias, por el buen nombre de aquello a lo que representaban. El departamento de personal, junto al de recursos humanos y a los sindicatos, se pusieron en marcha; se procesaron todos los datos hasta el más mínimo detalle y el resultado final fue la aparición en pantalla de un rostro con nombre y dos apellidos: Alicia Peña Espejo, de la que nadie en la cúpula tenía la menor referencia.

Alicia Peña había sido elegida como la persona ideal para resolver una situación de extrema dificultad —según un complicado proceso informático—, pero ni su propio jefe podía dar fe de su existencia.

Era necesario ir descendiendo peldaño a peldaño en la escala del poder para llegar hasta alguna persona que de una manera u otra conociese ese rostro o lo hubiese visto por algún rincón del edificio, porque su ocupación actual no estaba clara y el lugar en el cual desarrollaba su trabajo tampoco aparecía por ningún lado. ¿Cómo era posible semejante descontrol? Se cruzaron las acusaciones, se crisparon los ánimos y todo parecía que iba a quedar en otra actuación impecable de la monja, cuando la foto del personaje en cuestión fue a aparecer en el pecé cuyo salvapantallas lucía de blanco y verde. El jefe al ver la foto de su subalterna con un letrero de “se busca” al lado, se temió lo peor, aunque fue tranquilizándose cuando leyó que no se trataba de nada grave. Se puso en contacto con sus superiores —según se le ordenaba— y sin darle demasiadas explicaciones le pidieron que la buscase y la hiciera llegar al despacho del director general. El jefe de Alicia se personó en la oficinita y al preguntar por ella al dúo, éstos se encogieron de hombros, porque ambos tenían muy claro que aunque no estaba, sí que estaba. ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquella situación? Hubo un veinte de julio con una tremenda bronca entre ella y uno de sus compañeros, estando el jefe por testigo, pero aquello pasó, cada cual se ocupó de lo suyo y nadie hasta ahora había dicho nada. El jefe de Alicia comenzó a hilar fino. ¿En realidad cuánto hacía que no la veía? La conexión a la red hacía posible trabajar sin necesidad de presencia física y él —honradamente— lo único que controlaba es que estaba al día la parcela de trabajo asignada a su subalterna. ¿Qué le diría ahora a sus superiores, después de pasado tanto tiempo? ¿Dónde estaba Alicia?

Por fortuna para sus intereses y los de su familia, cuando fue a contar aquella extraña historia que no sabía por dónde cogerla, se encontró que sus inmediatos superiores desconocían e ignoraban de todas, todas, la existencia de esa minúscula oficina perdida en el último pasillo de la planta baja. No aparecía en ningún plano, no constaba en ninguna estadística, se desconocía a qué se dedicaban las personas que en ella trabajaban y, lo que es peor, Alicia Peña había sido elegida como la persona ideal para resolver una situación de extrema dificultad —según un complicado proceso informático—, pero ni su propio jefe podía dar fe de su existencia. Conforme el tocho de papeles fue ascendiendo peldaños, comenzaron a temblar las butacas, el miedo se adueñó de la estructura jerárquica y cada despacho por el que pasaban los papeles tenía más cosas que callar que ganas de esclarecer los hechos, por eso Alicia Peña —a la que nadie preguntó por su larga ausencia— se quedó de una pieza cuando llegó al despacho del director general, fue agasajada con todos los honores y luego de ensalzarla cada uno de los presentes por méritos que ella misma ignoraba, terminó quedándose a solas con el máximo representante del poder, que le leyó en vivo y en directo su nombramiento como subdirectora general, o lo que es lo mismo: número dos, en femenino singular, de aquella monumental empresa dueña entre otras cosas del más moderno edificio inteligente que se había construido en la ciudad. De la monja para qué le iban a contar nada, ¡que se divierta! Ya se le ocurriría a tan privilegiada mente la solución para que los empleados se despreocupasen o a lo mejor terminaban todos aceptándola como compañera y participando de sus juegos y ocurrencias.

La oficinita quedó como estaba, con las tres mesas en activo y el dúo entregado de lleno a su cotidiana tarea, con el jefe asomándose por la ventana de vez en cuando, tan sólo faltaba una foto de la mesa de Alicia que ahora figuraba en un lugar de privilegio del edificio, en un despacho de ensueño: se trataba de su hermana Flora, que posaba junto a ella el día en que tomaba los hábitos como sierva de Dios.

José Rodríguez Infante
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