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Todos, menos yo

Carlos Briones

—¿Cómo has quedado? —me pregunta Ina Martin.

—Lleno —digo lentamente—. Lleno, como nunca —agrego.

Da igual lo que hagamos, Ina Martin siempre quiere saber cómo he quedado, cómo me siento, cómo estuvo, etc.

No me molesta, pero me distrae; me obliga a pensar en mí; siento un calor maternal, que no siempre coincide con mi temperatura interior. Así como ahora que disfruto un momento de curiosa satisfacción. Sí, estoy satisfecho. Y eso no es habitual en mí. Hemos comido muy bien. El salmón con arroz, acompañado de una salsa al vino blanco, corresponde a una de esas antologías de efímeras obras de arte.

—Este restaurante ha sido un buen hallazgo —le comento.

—Tienen buenos cocineros —me dice, y me cuenta que el dueño es argentino y que sólo contrata a estudiantes para su personal. Este rasgo, no sé por qué, no me gusta; y le pido que me cuente por qué. No me interesa, sólo quiero que hable, para poder concentrarme en la camarera que nos ha atendido, una muchacha muy bella; hija de un colombiano y de una alemana, según me cuenta. Debe tener unos veinte años. La agilidad de sus movimientos, el brillo de su piel y la vivacidad de sus ojos, lo denotan. Delgada, con pechos pequeños y erguidos, y con unas nalgas que forman una perfecta manzana. Mientras, lentamente, degusto una porción de Tiramisú, Ina Martin me cuenta que todos quieren irse a la cama con ella.

—¿Todos? Todos, menos yo —le corrijo y casi me atraganto.

—Lo sé —me dice, a secas, sin entonación.

El relato de Ina Martin es interesante. La mayoría de las estudiantes universitarias se prostituyen para pagarse los estudios. Eso ya lo he escuchado de otras alumnas mías, y le rebato diciéndole que eso sólo lo hacen las de bajos recursos. Ina Martin me cuenta de casos de muchachas cuyos padres tienen una posición bastante acomodada. El tema me interesa, pero me irrita. ¿Por qué no saben esto los idiotas de la Comisión de Becas? Ina Martin pide un Zambuca: una copa de anís con tres granos de café, que antes de servirse, delante del cliente, la muchacha de nuestros comentarios le da una flambeada.

—A mí no me gusta muy flambeado —dice Ina Martín y apaga la llama azul con la palma de su mano derecha. Le duele, se la lame y me la muestra. Los bordes de la pequeña copa han quedado marcados en su mano blanca y fina; se la beso. Me pide que se la chupe; se la chupo. Me pide que se la muerda; se la muerdo. Ina Martin se toma su zambuca. Después me da a probar de su boca.

Me agrada que ella tenga estas ocurrencias. Pido otro zambuca. Lo dejamos un rato más y lo apago yo con un plato. Se lo toma de un viaje. Ina Martin perfecciona su habilidad. Deja un poco en la garganta, y yo tomo de su boca. Le chupo hasta la última gota. Cada vez que Ina Martin se traga un nuevo zambuca, yo digo: "¡Por la amistad!", "¡Por la vida!", "¡Por la libertad!". Y así, cuatro o cinco zambucas.

No sé hasta dónde podríamos llegar, pero después del cuarto zambuca ha empezado a atendernos otra camarera, y yo necesito hablar con la muchacha de las nalgas como manzana. Tengo una idea.

Para ir al baño hay que pasar por delante del bar. Al lado del bar está la puerta batiente que da a la cocina, asomo la cabeza y el dueño del Arlequin, con su aspecto y su panza de latifundista carajo, me pregunta:

—¿Qué querés? Aquí entra solamente el personal.

—¡Discúlpeme, señor! Solamente quería felicitar al maestro cocinero. Lo que hemos comido ha estado delicioso. ¡Gracias!

—Bueno —me contesta y me pregunta—. ¿Vos no sos latino?

—Además —sigo como si nada—, quería hacerle una atención. ¡Maestro! ¿Qué se sirve?

—¡El personal no bebe! —dice el gordo de muy mala manera. Después corrige—. No bebe cuando está de servicio.

Suelto la puerta batiente y me voy al baño. Me molesta la palabra servicio. De las cinco personas que están en la cocina, ninguna me interesa. No está la camarera que yo busco. Sigo las flechas que indican WC. Bajo al subterráneo. Al lado izquierdo, en un hueco, afirmada en la pared, está ella.

—¡Hola! —le digo a la vez que le sonrío de la manera más encantadora que puedo, pero no me contesta—. ¿Me podría decir dónde está el WC? —le pregunto en español.

—Da (ahí) —me contesta en alemán. Me molesta. Realmente me molesta. Cambio de táctica. Comienzo a mirarla fijamente. Primero le miro el pelo; después, fijamente, la cara, sus hermosos y normales ojos marrones. Me acerco. Me mantiene la mirada con indiferencia. Me permito el más estúpido, el más inadecuado de los gestos: le toco la comisura de los labios.

Me retira la mano, sin violencia, y mirándome fijamente a los ojos me dice en perfecto castellano:

—100... ¡a mano!

Me sorprende. Pero no me inmuto. Si hay algo que he aprendido bien en la vida es a no inmutarme, por nada, ¡jamás!

—Y 300, ¡por el servicio completo!

—¿Dónde? —pregunto con naturalidad.

—¿Sí o no? ¡Primero! —dice ella con picardía, pero con firmeza.

—Sí —digo, con más curiosidad que con deseo.

—¡Aquí! —me indica, y se mete en un cuartucho que hay debajo de la escalera, lleno de trastos y de artículos para el aseo.

Enciende la luz. La sigo, entro y me afirmo en la pared.

—¿Qué? —me pregunta.

—¡Espérame! —le digo. Tengo una idea y además tengo ganas de orinar—. Estoy que me hago. Espérame, vuelvo en seguida.

—¡Nada! ¡Te jodes!

—Te pago primero. ¿Sí quieres?

Me mira con desconfianza. Saco un billete de cien marcos, se lo doy y le digo: "Ya vuelvo". Salgo; de golpe me meto en el cuarto del WC y orino tranquilamente. No hay nadie. Termino bien, muy bien, y con la joya en la mano, me voy a los lavamanos.

Me lavo sólo con agua. Alguien entra. Termino abruptamente. Mis movimientos son claramente sospechosos; pero el tipo que ha entrado tiene la cortesía de mirar hacia otro lado. Salgo, y con las manos mojadas todavía, me meto en el cuarto.

—¿Por qué te has demorado tanto? ¿Qué te crees, que voy a estar aquí toda la noche? ¡¿Ah?!

—Me lavé primero —le digo con naturalidad, justificándome.

—¡Ahhh! ¡Estos catedráticos! —comenta despectivamente y apaga la luz. Me pregunta algo, pero en la oscuridad no entiendo nada. La oscuridad me ha golpeado físicamente.

—Pero ¿qué has hecho? —me dice en alemán—. ¡Estás empapado!

—Como te dije: me lave —sus manos están ardiendo y son de una suavidad increíble, pero yo no estoy en forma. Ella lo confirma.

—Esto así no va a funcionar —me dice con desánimo.

—Si hubiese un poquito de luz —le digo con voz de guiñapo.

—Was?! (¿Qué?) —me dice en alemán—. ¿Tienes miedo?

—No, tesoro —le explico con afecto—, es que soy escritor.

—Y eso, ¿qué tiene que ver?

—¿Te dice algo el nombre de Borges?

—No, nada —me responde despreocupadamente.

—Borges. Jorge Luis Borges —repito—, el autor de El Aleph. El Aleph es el punto desde donde se ve todo el Universo.

—¡¿No te das cuenta dónde estamos?! No estamos en la Uni —me aclara brutalmente—. Además, esto así no va.

Enciende la luz, me mira de mala manera y me devuelve el billete. Entonces siento la fragancia de su cuerpo joven.

—¡Espera! —le digo con otra voz—. Esto no es tan simple —y remarco las palabras como ella lo hace—. Tus cien marcos, más otros 200, y la luz se queda encendida.

—¿Y..? ¿Qué más? —me pregunta con indiferencia, sin agresividad.

—Nada más. ¡Gracias! —le digo en castellano. Ella está en una posición incómoda. Se lo digo—. Ponte cómoda.

Le explico que necesito que ponga su brazo alrededor de mi cuello para tener lo más cerca posible su axila.

—Was?! (¿Qué?) —repite en alemán.

—Nada —le digo—. No más preguntas. No más concilios.

La fragancia que sale de su cuerpo joven es algo divino. A media voz y agitado recito: "Los mozos marineros, suelen por divertirse / cazar albatros, grandes pájaros de los mares...".

—¿Qué estás diciendo?

—Un poema de Baudelaire.

Realmente está trabajando muy bien. Yo no estoy como en los viejos tiempos, pero puedo estar orgulloso de mí mismo.

—¡Puf! Me cansé, voy a tener que cambiar de brazo.

Lo hace. Mi pasión por Baudelaire me obliga a comerme su axila. La muchacha es una maravilla, pone bastante de su parte. No puedo creer que me haga sentir lo que siento. Le hago cariño. Le meto los dedos en el cabello. Pero de repente pienso en mis hijas y trato de frenarla.

—Déjame —protesta con suavidad y agitada. La dejo.

—Vamos a ser justos —digo y apago la luz. Me acelero.

—¡Todavía no! —me pide—. Otro poquito. Me gusta —agrega. Se baja los tirantes de la camiseta y cuando siente que está por hacerme alcanzar la meta, me presiona la nuca. Me descontrola.

—¡Oh! Así me gusta —dice y me gobierna.

No son precisamente los viejos tiempos, pero se parecen.

Me muerde de manera muy suave y muy medida. Me llena de besos. Restriega su cara en mi pecho y me ruega:

—No te vayas, mi Teseo. No te vayas, mi fantasma —y me acaricia la joroba como cualquier otra parte de mi cuerpo. La dejo hacer. Su ternura en la oscuridad es algo grandioso. Tengo ganas de llorar, pero me quedo callado para no hablar estupideces. De todas maneras le pregunto cómo se llama.

—Ariadna —me dice con naturalidad.

—¿Cómo la diosa? —le pregunto con admiración.

—Sí, como la diosa —me confirma. Luego agrega—: Yo soy la diosa —y se sonríe, pero en la oscuridad no veo su sonrisa.

—¿Qué edad tienes?

—Miles de años... ¿Qué haces? —me pregunta con otra voz.

—Estoy buscando el interruptor —le contesto con naturalidad.

—¡No! La luz ahora no. Por ningún motivo. Te causaría horror.

—Pero sí yo ya sé cómo eres —le digo mientras me arreglo.

—No es verdad. Tú de mí no sabes nada —y vuelve a remarcar las palabras—. Cuando estés listo, yo te abro la puerta.

—¿Me das un beso? ¿Me das un beso ahora que sé que eres una diosa?

—No, nada. ¡Sal! —me ordena con inusitada dureza.

—¿Por qué eres tan dura?

—A ti no te importa. Y ahora ¡sal!

Abre la puerta y salgo. Subo; paso en silencio por delante del bar. No hay nadie. En la cocina todavía hay luz. Ina está dormida. La lampara de su mesa es la única que está encendida. La despierto; la tomo de un brazo y salimos, con cuidado, pero al subir las escalinatas que dan a la calle, tropezamos con algo y hacemos ruido.

—Te lo dije —me dice Ina Martin, mirando el cielo de Hamburgo—, todos quieren acostarse con ella.

Y yo le repito, abrazándola, y pensando en Baudelaire:

—Todos, menos yo.

    Hamburgo, 1991


       

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