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El caballero de reluciente armadura

Gabriel Blanco de la Portilla

"Ahora veo que allá, en el límite del brezal, las antorchas se multiplican. También nuestros centinelas las han descubierto: oigo el pífano que da la señal de alarma, desde lo alto de la torre. ¿Cómo terminará la batalla?".
Monólogo nocturno de un noble escocés.
Ítalo Calvino (1958).

Estuve sentado por horas con él, hablando.

Hablamos de la vida, de la muerte. Pobre hombre, no tenía consuelo... Yo tampoco.

Sólo podía escucharlo taladrar mi mente con su monótono discurso.

—Ya no existen lugares donde esconderse, sólo estos inmundos bosques de hierros retorcidos —decía con la voz quebrada por tanto tabaco y alcohol—. He perdido mi corcel y, de mi espada de acero toledano, sólo la empuñadura tengo entre mis manos. De los castillos, sólo unas cuantas rocas que se mezclan con las de los cerros cubiertos de fango negro y pestilente. Ni siquiera danzan las brujas en las noches de luna llena y las hadas se han transformado en hermosas doncellas pensadas una y mil veces. Los lobos son apenas unas pieles fétidas que vagan por el estiércol y una lluvia inagotable quema las plantas y horada las conciencias. Ellos están cerca, puedo sentirlos.

—No es nada, no te preocupes —decía yo, tratando de calmarlo. Mojó su garganta con un trago de licor y continuó.

—Las cruzadas ya no tienen sentido; no hay tierras nuevas para la conquista y para tallar su nombre en las rocas de sus playas lejanas. No las hay porque el mar está seco y sin vida y las barcas todavía humean sus recuerdos de sal. No hay misterios ni supersticiones, las ciencias los han derrocado del imperio de las tinieblas, que quedaron abandonadas a su suerte, sin sustancia. ¡Ahí vienen..! Escucho sus voces, sus cantos de ultratumba...

—No..., es tan sólo un perro... —dije entre dientes mientras acomodaba un pedazo de cartón que el perro había tirado, para protegernos del frío. Me miró con los ojos llenos de lágrimas, acurrucándose en el rincón.

—Ya no sé si Tú existes, si Yo existo, si nuestro amor existe. Cómo va a existir sin corcel y sin espada —sentenció mientras bajaba su vista al suelo húmedo—. Cómo podré rescatarla si los castillos no tienen malvados caballeros ni bestias encantadas..., no tienen dragones ni hechiceros, no tienen sus torres, porque no hay ya castillos. Cómo emborracharme sin tabernas, cómo olvidarte sin prostitutas ni juergas... No queda ya romance, porque no hay papel ni plumas, ni tinta. No hay sangre en mis venas, no hay venas en mi cuerpo... Ni tan sólo un hidalgo con quién batirse a duelo por sus favores...

Con esa última frase se incorporó velozmente y buscó algo en sus bolsillos sin sacarme los ojos de encima. Eso me asustó. Sacó una vieja fotografía muy borrosa, no pude verla.

Una sonrisa se dibujó tímidamente en su rostro. Continuó.

—Dicen que la hicieron con saliva y que después devoró a su creador. También que es una vieja hechicera que se convierte en doncella dulce y hermosa, sentenciando a rememorarle eternamente a quienes miran su corazón. ¡Nuevamente ese sonido agudo, están demasiado cerca!

Aprovechando su distracción momentánea, tomé su botella. Tras un breve pero abundante sorbo, dije:

—Debe ser el perro que pasó hace un rato.

Seguía lloviendo y teníamos mucho frío. Volvió a meter su mano en el abrigo.

—Con sólo unas monedas en el bolsillo no puedo pretender que ella me ame. Tampoco puedo robar tesoros y joyas, porque ya no existen los arcones... Sólo existen esas bestias que rugen y brillan en la noche. ¡Los chirridos, el olor a quemado... ya están aquí!

Esta vez también yo los escuché. Pude ver sus siluetas recortadas entre las luces azules y rojas que giraban sin detenerse. Cargaron sus armas y caminaron casi a la carrera hacia nosotros.

—¡Ahí están, disparen a quemarropa! —dijo el oficial y todos, sin piedad, dispararon contra nosotros.

Allí se detienen mis recuerdos del pobre borracho. Me sentía muy mal. Varios proyectiles habían impactado en mi pecho y eso me provocaba un gran dolor y al mismo tiempo, cierto regocijo. Por fin conocería a la muerte, era cuestión de segundos. Tuve sensaciones muy extrañas, como si mi cuerpo se despegara del suelo y pudiera ver toda la escena desde el aire. Estábamos cerca de los muelles. El mar era un gran espejo de aceite y yo parecía volar sobre él. Podía graduar mi velocidad, detenerme. También era consciente de lo que estaba pasando. Sabía que si lo cruzaba en ese instante, ya no podría volver, moriría definitivamente. No fue muy difícil tomar la decisión. Estaba harto de la vida que llevaba...

Si bien nunca había estado allí antes, llegué a un lugar conocido. Era más cálido que el callejón que había dejado atrás. Una atmósfera vaporosa me rodeaba. A lo lejos, pequeñas lucecitas se acercaban lentamente. Cuando llegaron hasta mí pude reconocer a mis seres queridos, pero no pude ver al borracho. Fue entonces que comprendí que ya estaba muerto.

Estuve así unos cuarenta días con sus noches, aunque no podía diferenciar claramente los unos de las otras. Muchas voces me dijeron que tenía que regresar, para remendar mis errores y así, en la próxima vida, poder reencarnar en un plano superior. Al principio pensé que se trataba de un agradable sueño y que pronto despertaría en la cama de algún hospital, con el pecho vendado y mi esposa recriminándome el hecho de andar vagando por las calles. Tal vez las voces se referían a eso cuando hablaban de volver.

El día cuarenta y uno pude comprender todo. Desperté en un ambiente familiar, sumergido en un caldo de color rojizo. Al abrir mis ojos, me vi pequeño, como de unos cuentos centímetros. Apenas podía separar mis dedos, cuando entendí que el largo cordón que salía de mi vientre me conectaba con mi madre. Una nueva madre, una nueva oportunidad.

Pasaron cinco meses. Había crecido bastante. Del líquido que me rodeaba ya quedaba muy poco. Las paredes del útero me aplastaban rítmicamente. Entonces vi la luz, casi frente a mi rostro. Algo comenzó a empujarme. Mi cabeza parecía desarmarse al pasar por aquel conducto tan estrecho. Tuve que acomodar mis hombros para poder salir. La luz se hacía cada vez más intensa. Por fin estaba afuera, enceguecido.

Es lo último que recuerdo de entonces. Después vienen a mí imágenes de mi padre, cuando yo tenía unos cinco o seis años. Un hermano, un perro, una casa quinta con pileta.

Hubo veces, ya un poco más grande, que me pareció haber vivido una situación determinada en otro tiempo, anterior. Jamás presté demasiada atención al respecto.

Recuerdo más vívidamente mi adolescencia. Viajes por Europa, colegio privado, vacaciones en los Alpes suizos, esquiando. La muerte de mi padre, la fiesta de egresados. Mi viaje a Alemania.

Recuerdo como si hubiese sido ayer cuando conocí a Ruth en Erfingen, un pequeño pueblito al sur de Stutgart. Nuestro casamiento un año después. La llegada de nuestro primogénito Eric el primero de julio del noventa y cinco. También la inauguración de la Empresa de Mantenimiento del Medio Ambiente que fundara junto a mi esposa. Su romance con el gerente de compras...

Y el frío de las calles por la noche, caminando sin dirección, por los muelles.

Hasta que esa noche de invierno, lluviosa, escuché una voz en el callejón.

—Ya no quedan lugares donde esconderse, sólo estos inmundos bosques de hierros retorcidos...

Podría reconocer esa voz por toda la eternidad. Me senté junto al borracho, observándolo, esperando a que me reconociera. Continuó.

—He perdido mi corcel y de mi espada de acero toledano, sólo la empuñadura tengo entre mis manos. De los castillos, sólo unas cuantas rocas que se mezclan con las de los cerros cubiertos de fango negro y pestilente.

—Esta noche vamos a morir —le dije con la voz calmada de la experiencia. Me ignoró...

—Ni siquiera danzan las brujas en las noches de luna llena y las hadas se han transformado en hermosas doncellas pensadas una y mil veces. Los lobos son apenas unas pieles fétidas que vagan por el estiércol y una lluvia inagotable quema las plantas y horada las conciencias.

Volví a interrumpirlo.

—Ahora va a pasar un perro —logré que me mirara aunque fuera por unos instantes—. No hay almas para tanta gente —le dije con la voz quebrada y tragando saliva al mismo tiempo. No hablé más. Esperé. Un rato más tarde, llegaron las luces azules y rojas, las siluetas, los disparos.


       

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