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Rulfo

Mario César Cámara

Imagínese lo siguiente: a causa de una violenta discusión con su padre, Ballardo está viviendo en un hotel desde hace dos meses; ha tomado esta determinación y cree que tendrá una vida, en general, surcada por la desgracia. Un amigo suyo, Rulfo, algunos años mayor que él, se entera de lo sucedido y va a visitarlo. El hombre en cuestión ha ganado bastante dinero con un negocio que no quiere explicitar demasiado y decide alquilar un piso del hotel (en realidad una pensión miserable) para mudarse a ese lugar. El sitio transmite espanto pero a Rulfo parece gustarle o al menos no importarle. Poco a poco Rulfo va ganando la confianza del dueño del hotel y al cabo de algunos meses se transforma en su socio. Determina, entonces, que es tiempo de juntar dinero. Consigue dos amigas y las pone a trabajar. De este modo, todas las noches recauda la plata que pagan los hombres por las habitaciones y el dinero que ganan sus mujeres en las citas. El dueño del hotel le profesa verdadera admiración, más que socio parece su empleado; comienza, en cambio, a tener recelos contra Ballardo, el asunto se inicia por cuestiones poco significativas, pero eso basta para que lo trate como un bastardo, lo vigile y hasta pretenda que Rulfo lo eche. Tras dos semanas de persecución -no por parte de Rulfo-, se podría decir que de cacería, Ballardo termina en la calle. Este episodio me lo contó Ballardo un día que fui a cortarme el pelo a su peluquería, le dice Vargas a Rojas. Hizo un relato extenso, que abundaba en detalles muy esclarecedores de una personalidad tan peculiar como la de ese muchacho. Rulfo es un sujeto del cual se puede hablar horas, dice Rojas hablando para Vargas. Yo tuve oportunidad de conocerlo. Fue en Montevideo, hace ya varios años, en un club donde tocaba una orquesta de tango, porque él era bailarín de tango, supongo que estará enterado, sí, me contó Ballardo, dice Vargas, y esa noche figuraba como principal atracción, dice Rojas. Hablé sólo unas palabras con él, por un amigo en común, Miguel Ríos, dueño del club. Debo admitir que lo que más me impresionó cuando lo vi, fue su rostro. Parecía tener un defecto en la mandíbula, como sí ésta fuera demasiado corta, eso provocaba que los dientes superiores le sobresalieran y la cara adquiriera una mueca desagradable. La luz del lugar también contribuía y el efecto era poderoso. Sin embargo, y no le miento, lo acompañaba una mujer bellísima que no se separaba de él ni un instante. Mi amigo Ríos lo contrató por insistencia de alguien que lo conocía y lo apreciaba, le dice Rojas a Vargas, le hizo tanta propaganda que accedí, dice Ríos. El día que Rulfo llegaba habíamos acordado telefónicamente que iría a buscarlo, le dice Ríos a Rojas. Durante la mañana comencé a sentirme impaciente, no sé explicarlo bien, era como un mal presentimiento. En realidad, supongo, quería dejar plantado a Rulfo y cortar todo el asunto antes que empezara. Finalmente fui, desacredité mis sensaciones y me llegué hasta el aeropuerto. Cuando veníamos en el auto y empezamos a charlar, por iniciativa de él, supe que había algo distintivo en Rulfo. Empecé a creer, desde entonces, que él era un hombre, en algún sentido, admirable. Lo llevó a ver el club y luego lo dejó en el hotel, le dice Rojas a Vargas. A la noche bailó como jamás había bailado nadie desde que tengo el club, dice Ríos, cuenta Rojas, la gente no dejaba de aplaudir y la noche siguiente el local estuvo lleno. Todo un éxito. Cuando terminó el show, Rulfo se acercó hasta la barra y empezó a hablar de música y mujeres, lo hacía con soltura, con rapidez, al final de algunas frases dejaba un espacio vacío, un fragmento de silencio por el que demostraba que hablaba de otra cosa. A Rulfo le apasionaba la noche por un sentido de búsqueda, de libertad. Decidieron ir a comer, le dice Rojas a Vargas, Rulfo, su amiga, Ríos y su esposa. Conclusión: al otro día Rulfo se fue con la mujer de Ríos. Tenía un don especial con las mujeres, dice Ballardo, le dice Vargas a Rojas, con su fealdad de aliada si quería conquistar a alguien lo hacía en cuestión de minutos, ¿tuvo muchas mujeres?, le pregunta Vargas a Ballardo, se casó siete veces, dice Ballardo, tuvo infinidad de mujeres, con decirle que se casó siete veces, le cuenta Vargas a Rojas. Habrá tenido unos cuantos hijos, asevera Rojas, casi una docena, le dice Ballardo a Vargas, pero creo que nunca quiso a ninguno, es más puedo asegurar que jamás los quiso y tengo una historia que contar al respecto: a una hija la mató él, sí señor, como usted me está escuchando. Me enteré que Sofía se drogaba y la fui a buscar para llevarla a vivir conmigo, de manera de poder distanciarla del grupo de chicos que la había metido en eso, le dice Ballardo a Vargas. Busqué a Rulfo y cuando lo encontré le dije, tu hija se droga, llévala con vos, me dijo, ya la llevé, tenela un tiempo, cuando vuelva de Brasil nos juntamos los tres y hablamos. Desde ese día que Ballardo le habló, dice Vargas, hasta que Rulfo volvió transcurrieron dos meses. Una mañana escuché un rugido de motor y supe que era él, dice Ballardo, luego sonó el timbre, abrí la puerta y ahí estaba, con un traje blanco y un pequeño bolso de cuero negro, parecía un loco y a la vez le quedaba bien. Ballardito, ¿cómo estás?, me dijo. Me alegré, no voy a mentirle, aún no estaba peleado con él y era mi maestro, le cuenta Ballardo a Vargas. Preparó una buena comida, le dice Vargas a Rojas, y comieron con su hija. Esa era su promesa y la cumplió. Rulfo estaba de buen humor, contó anécdotas del viaje y Sofía y yo nos divertimos como hacía tiempo no lo hacíamos. Usted sabe Vargas que para mí hablar de esto es muy difícil. Terminamos de comer y Rulfo dijo, traje una sorpresa, fue hasta el cuarto y volvió con una bolsa llena de droga. Estuvo una semana con su hija y se drogaban juntos, dice Vargas. Sofía, como usted ya habrá deducido, retomó el vicio para no dejarlo nunca más. Sabía algo en relación a esa historia, le dice Rojas a Vargas, pero hay quienes afirman que no es verdadera, que Rulfo sólo tuvo hijos varones. Pese a ello, me seguí viendo con Rulfo, dice Ballardo, porque me dijo que lo había hecho para asustar definitivamente a su hija, y yo como un idiota pensé que Rulfo era muy inteligente para mí. De las personas que conocen o han conocido a Rulfo, la mayoría, le dice Rojas a Vargas, lo definen como un hombre que podía alcanzar extremos de crueldad. Lo dice Ballardo, lo dicen las mujeres que Rulfo tuvo, lo dice el mismo Miguel Ríos aunque lo justifica. No nos olvidemos, dice Vargas, que Rulfo le robó la esposa a su amigo y se fugó con ella, verdad, dice Rojas, pero ahí no terminó esa historia, no, le dice Ríos a Rojas, yo pensé que jamás iba a volver a verlo, pero quiso el azar o la fatalidad que mi deseo no se cumpliera o sí, vaya a saber uno; al tiempo, más o menos un año después, lo encontré por la calle y se detuvo a saludarme como si nada hubiera pasado. Intenté reaccionar, creo que pensé en pegarle, poco pude hacer sin embargo, su naturalidad me deslumbraba y me dejé arrastrar por su manera de hablar. Su voz poseía una seducción única, tomaba las palabras y uno sentía que hacía dibujos con ellas. Utilizaba distintos tonos, matices, inflexiones. Rulfo podía encantar todo lo que se le pusiese delante y él lo sabía, ese era su arma, ¿qué pasó después que se saludaron?, le pregunta Vargas a Rojas, caminamos unas cuantas cuadras, le dice Ríos a Rojas, y luego él se despidió y yo no me atreví a decirle nada, ni una palabra, nada sobre mi mujer. Durante unos meses dejé de verlo, dice Ballardo, le cuenta Vargas a Rojas, pensé que quizá se había matado en alguno de sus viajes, pero me equivoqué y aprendí que con Rulfo uno siempre falla, no hay predicciones. Reapareció impecablemente vestido y con una sonrisa propia de alguien que regresa de muy lejos. Andaba con auto nuevo, era fanático de los autos. Me invitó a comer, consiguió una amiga para mí y salimos toda la noche. Cuando uno salía con él había que atarse a lo que viniera, el momento del fin era impredecible. Con decirle que al amanecer estaba empecinado en que nos tomáramos un avión y fuéramos a desayunar a Mar del Plata. Tenía tanto dinero que no sabía cómo terminar de gastarlo. Logramos convencerlo de que era una locura. Me llevó a mi casa, nos despedimos y no lo volví a ver hasta seis meses después; ¿cómo estaba?, le pregunta Vargas, pobre como un villero, dice Ballardo, le dice Vargas a Rojas, imagínese, continúa Vargas, un día no tenía ni para comer un sandwich de mortadela y al día siguiente era capaz de mandar una postal desde París. Rulfo, como correctamente dijo Ballardo, era un muchacho imprevisible y también, esto lo agrego yo, excesivo, dice Vargas, podía ser muy bondadoso mientras convivía con alguien, dice Rojas, y de pronto, sin explicaciones, desaparecer para siempre. Es verdad, dice Ríos, Rulfo era un exceso viviente, su vida era, cuanto menos, melodramática, él sabía mucho más de lo que sus enemigos creen.

Pobre como un villero, dice Ballardo, aquel día tuve que invitarlo a comer y le di dinero para una semana de hotel. Había estado en Mar del Plata jugándose, metódicamente, todo lo que tenía, en el casino. Además conoció a Irene, con quien convivió un mes. Cansado y sin dinero regresó a Buenos Aires. Esa pobre mujer comenzó a rastrearlo como si en ello le fuera la vida y al fin obtuvo su recompensa, lo halló y se casó con él, le dice Ballardo a Vargas, y al principio Rulfo parecía feliz, consiguió trabajo en un club de tango y así se mantenían. Voy a empezar a vivir tranquilo, Ballardito, me decía. Era evidente que Rulfo estaba diferente, le dice Ballardo, pero se equivocaba de nuevo, le dice Vargas, exacto, contesta Ballardo, aunque juro que Rulfo parecía hablar en serio. Cuando nos había convencido a todos de su cambio, desapareció. Regresó a los dos meses pálido como un cadáver y con una fortuna a cuestas, dice Vargas, compró una casa para Irene y volvió a huir al día siguiente. Mi amigo Ríos, dice Rojas, cierta vez lo encontró en un bar, borracho como para matarse. Entró y lo llevó a su casa, dice Rojas. Me hablaba de sus hijos, dice Ríos, una y otra vez se preguntaba cuántas veces los había visto. Recordaba sólo unas pocas. Y decía, te das cuenta la clase de tipo que soy. Se habla mucho de la crueldad de Rulfo, pero quizá también habría que hablar de los precios que Rulfo debió pagar en su camino hacía la verdad, dice Ríos. ¿Qué verdad?, pregunta Vargas, ¿qué camino? Traté de explicarle cuán valioso era, dice Ríos, pero a él nada parecía importarle. A veces tenía sus épocas, dice Ballardo, dice Vargas, siempre tomaba, pero cuando se ponía mal tomaba tanto que uno pensaba que se iba a morir. Se tiraba en la cama y no se levantaba en semanas, el whisky en una mano y un cigarrillo en la otra. Se volvía loco, una bestia enojada con el mundo. Lo iba a ver y me decía cosas raras, cosas que no decía cuando estaba bien. Quería tranquilizarlo pero no se me ocurría nada. Él daba vueltas y vueltas en la cama y seguía delirando. En mi casa estuvo una semana, dice Ríos, lentamente se fue recuperando. Por último volvió a ser el mismo de siempre, a excepción de su voz que se resistía a la normalidad, dice Ríos. Su amigo Ríos admiraba a Rulfo, le dice Vargas, en cambio Ballardo, como usted ya habrá supuesto, terminó por odiarlo, verdad, dice Ballardo, comencé a darme cuenta con lo de su hija y terminé de enterarme quién era Rulfo cuando me invitó a San Pablo. Todo sucedió después que se casó con Mirta, la mujer de su vida según sus propias palabras. Un lunes, lo recuerdo con exactitud, pasó por mí casa y me dijo, nos vamos a vivir a San Pablo, bien, dije yo, suerte. No era sorprendente que Rulfo iniciara un viaje, vivía viajando, dice Ballardo, dice Vargas. Al tiempo, cuando me lo imaginaba establecido en algún barrio de San Pablo, Rulfo reapareció: le llegó una carta, dice Vargas. Una carta en la que me decía que pase por la Policía Federal a retirar un pasaporte a nombre suyo, que pregunte por el sargento Estévez, que no habría ningún problema, después venite con el pasaporte que tengo un negocio para hacernos ricos, dice Ballardo, le dice Vargas a Rojas, no traigas plata que yo me encargo de todo. Actué igual que en mi juventud, me guió la inocencia, dice Ballardo, dice Vargas, fui a la Federal, retiré el pasaporte, mándele cariños a Rulfo, me dijo Estévez, le dije a mi reciente esposa que me iba una semana y salí rumbo a Brasil. Llegué agotado por el viaje, le entregué el pasaporte y me llevó a una pensión miserable, sabe lo que me dijo, ayer se me venció el contrato de alquiler del departamento y no me lo quisieron renovar. En la pensión estuve una semana, me echaron cuando se me acabó el dinero, él, por supuesto, no aportó ni un centavo. Supe después que, durante esos días, había caminado tranquilamente por las calles más peligrosas de la ciudad, o sea que sin saberlo estuve por perder la vida. A los siete días me llevó hasta una casa y me dejó en la puerta, golpea y decí que venís de mi parte, vuelvo a la noche, confiá, mañana arreglo todo, dijo el hipócrita. Golpeó la puerta y lo atendió una mujer desnuda, dice Vargas, escucha Rojas, no me pregunte motivos porque ni yo intenté buscarlos, le dice Ballardo a Vargas, dije que venía de parte de Rulfo y ella largó un inacabable discurso en portugués del que no entendí una palabra, me hizo entrar y me preparó comida. Comí, me bañé, dormí un rato, podría decirse que estaba tranquilo. La casa era limpia, silenciosa y la mujer había desaparecido. Pero llegó la noche y llegó la gente. Entraban, salían, maricas, travesties, drogadictos, parecía que todo San Pablo tenía la llave de ese maldito lugar, dice Ballardo, cuenta Vargas. Por fin a las tres o cuatro de la madrugada, cuando la casa era una enorme orgía, aparece el señor, el rey, me refiero a Rulfo, obvio, con una negra increíblemente hermosa, el negocio que te dije no salió, pero te saqué el pasaje de vuelta, pensé que era lo mejor que me había pasado. Lo invitó a tomar algo y lo llevó a una whiskería. Apenas entramos me dejó solo y se fue con la negra a un reservado. Me acerqué a la barra, pedí una cerveza. Sé que va a sonar tonta mi declaración pero estaba contento, feliz porque al otro día sabía que me alejaba de aquella ciudad. De pronto me tocan la espalda y cuando me doy vuelta la veo a Mirta, la esposa de Rulfo. Entre la decepción de mi arribo y el desastre de mi estadía había olvidado preguntarle a Rulfo por su esposa. Estaba borracha hasta el límite, destruida, hecha una vieja. ¿Sabe lo que había pasado?, le dice Ballardo a Vargas, una semana después de llegar a San Pablo, Rulfo la hizo trabajar de puta y cuando tuvo ganas la abandonó. Mirta aún hablaba de él, me decía que lo quería y Rulfo estaba con la negra, besándose, a cinco metros de ella, dice Ballardo, dice Vargas. Mirta, dice Rojas, es la mujer que acompañaba a Rulfo cuando reapareció en el club de Miguel Ríos. Estaba sentado, fumando, cuando levanté la vista y vi que entraba Rulfo, dice Ríos, lo acompañaba una mujer, me la presentó, Mirta, un amigo, Miguel, mi esposa. Luego me apartó y me dijo ¿qué te parece?, es muy hermosa, dije, no estoy enamorado, dijo él, simplemente me gusta, motivo suficiente para que mate a alguien si intenta quitármela. Creí que era una amenaza, él me había robado a mi mujer, quizá temía que yo intentara hacer lo mismo. Pero logrando sorprenderme agregó, sí la querés es tuya, vos perdiste una mujer y lo justo es que yo también pierda una. Para mí, desde entonces, quedamos a mano. No recuerdo qué contesté, sí sé que hice una broma y la charla se desvió. Pasó algunos días bailando y continuó hacia Buenos Aires. Me dijo que venía de San Pablo e iba a visitar parientes. Al año siguiente regresó y lo eché, jamás volví a verlo, dice Ballardo. Me dijeron que tiene un restaurante en Bolivia, dice Vargas. Miguel Ríos, dice Rojas, me contó que en una última visita a su club ya no lograba bailar. Creyó que le quedaban semanas o cuanto mucho un par de meses de vida, dice Ríos, dice Rojas. Una mañana llegué al club y encontré una carta, me voy a España, decía, gracias. Supe que en realidad había vuelto a la Argentina para luego radicarse, definitivamente, en Brasil, dice Ríos, dice Rojas.


       

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