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Jorge Gómez Jiménez |
Camila
—¡Apúrate, Camila, tenemos que salir! La niña paciente obedecía a Teresa, su madre. Abandonaron el hogar y fueron hacia la parada de ómnibus, luego viajaron un largo trecho hasta llegar a una vieja casa con piso de tierra. La madre pronunciaba unas palabras que Camila no entendía a través de una pequeña ventanita de la puerta, y le era franqueada la entrada. Había gente conversando, ambas tomaban asiento, hasta que de otra habitación llamaban a Teresa, la pequeña esperaba en su lugar sin decir nada y luego, de regreso, su madre le recomendaba: —¡Mucho cuidado con abrir la boca! ¡De esto nada a nadie! El silencio era recompensado con una bolsita de caramelos 1/2 hora. La niña no entendía lo que sucedía, sólo sabía que después de escuchar a sus padres discutir, en esas peleas que precedían al no diálogo, y donde ella se convertía en mensajera de los dos, posteriormente se iniciaba el mismo viaje. Camila pensaba que dentro del recinto al que entraba su madre había un médico o un hada que volvía a la normalidad, aunque temporariamente, la vida de sus padres. A medida que iba creciendo, su madre ya no la llevaba a ese lugar, entonces Camila creía que todo estaba bien y la felicidad era un milagro. Un día Camila conoció a Alberto, con él descubrió la miel del primer beso, la tibieza que se escondía en sus cuerpos al caminar abrazados por la calle, se querían, pero el padre no aprobaba esa relación argumentando que el adolescente no estudiaba ni tenía trabajo fijo. La oposición y el destino los separaron. Los padres, que querían lo mejor para ella, la ayudaron a superar el trance. Luego pasaron sin pena ni gloria otros candidatos, hasta que apareció Daniel, un muchacho algo mayor que ella, muy bien visto por la familia, ya que tenía un buen trabajo, un título profesional y... Camila se merecía lo mejor. La jovencita estaba tan enamorada que, a pesar de sus profundas creencias religiosas, y pensando que así lo retendría, una noche de verano se entregó en cuerpo y alma a vivir ese amor. Ella suponía que luego comenzarían a planificar un futuro juntos; pero Daniel, a pesar de estar enamorado, lo único que pensaba era vivir el presente con esa muchacha fresca y candorosa. Al cabo de dos años y sin fines matrimoniales, Daniel le propuso a Camila no verse más, él no se consideraba maduro para casarse y no quería hacerle perder más tiempo. Camila lloraba largamente sin poder reponerse. Teresa, partida por el dolor de ver sufrir a su hija, le dijo: —Camila, ¿recuerdas aquel lugar donde me acompañabas de niña? No sé si aún existe aquel hombre, pero si quieres hacemos el intento... Así fue que, como en un sueño, volvieron a transitar aquel camino, y llegaron a la casa donde parecía que el tiempo se había detenido. Esta vez entraron las dos. Las recibió un anciano a quien la madre dijo: —Don Pedro, le traigo a mi hija, la pobrecita anda penando de amores. El anciano se dirigió a Camila y preguntó dulcemente: —¿Tienes alguna prenda o retrato del muchacho? —¡Sí! —respondió la jovencita, ella tenía una foto carnet de Daniel entre sus documentos. —Mira, niña, yo sobre la foto pondré esta fina lanza que es un imán, él girará y girará, hasta que al fin se detendrá. El imán no miente, si queda horizontal sobre la foto, como cortándole el cuello, no hay esperanzas, pero si queda vertical, vuelve, seguro que vuelve. Camila temblaba, pálida mientras el imán giraba. Se detuvo al tiempo que el anciano decía: —¡Vuelve, querida! ¡Ten paciencia! ¡Seguro que vuelve! Se sucedían las visitas al anciano del mismo modo que las hojas del calendario iban cayendo. Daniel estaba de novio, luego se casó, tuvo dos hijos, pero el imán decía que tuviera paciencia, que algún día él volvería. El anciano murió, Camila rescató la foto y consiguió un imán exactamente igual, con el cual todas las noches soñaba que Daniel volvía. Hoy, cuando Camila hace girar el imán y le dice a Teresa: —¿Ves, mamá? ¡Vuelve! —ella, su única visita diaria, le contesta: —Sí, hija querida... ¡Vuelve, seguro que vuelve!
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