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Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 90
19 de junio de 2000
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Dos artículos

Andrés Pérez Domínguez


Veranos de libros

El verano de 1978 lo pasé en Inglaterra, luchando en la Guerra de las Dos Rosas, en pleno siglo XV. Luego, aquel mismo verano, recuerdo haber comenzado otra aventura en Meung, Francia, allá por el primero de abril de 1625. No dudo que por aquella época también tuviese la suerte de bañarme en alguna playa: estaba a punto de cumplir nueve años, conque no voy a negar que a esa edad no fuera capaz de darme algún chapuzón yo solo. Aunque no puedo afirmarlo de un modo categórico, sólo puedo querer recordar que sucedió algo parecido. Con los veranos anteriores me pasa lo mismo, más que el frescor del agua de la piscina o la envidiable tranquilidad de un verano infantil, recuerdo mis aventuras junto al Guerrero del Antifaz y a su inseparable Fernando, a los hermanos Kir —Osmín, Soleimán y Shantal, si la memoria no me falla—, así como también conservo una idea mucho más nítida y precisa de las imposibles andanzas del Capitán Trueno en la Selva Amazónica del siglo XII, del bravo Jabato rebelándose contra los centuriones en el mismísimo Circo de Roma, o del incombustible Roberto Alcázar persiguiendo sin descanso al malvado Svintus, que del alborozo de la llegada de las vacaciones.

Cambiar la realidad por la ficción puede no ser más que una enfermedad, quién sabe, pero hay cosas que suceden y uno no puede más que admitirlas sin alzar la voz para desmentirlo. Además, conservo una imagen gráfica como prueba: algún curioso de mi familia me retrató una tarde de aquellos veranos mientras acompañaba ensimismado al del Antifaz y a sus inseparables amigos Kir a luchar por la bella princesa Aixa, a quien recuerdo enamorada del Guerrero hasta las trancas —bueno, ella jamás habría utilizado esta expresión—, igual que Zoraida, ante cuyas sugerentes curvas el héroe enmascarado —Adolfo de Moncada, para quienes compartíamos su secreto—, no sucumbió ni una sola vez. Al menos que se sepa.

En una escena de la película Los Búfalos de Durham, alguien le hace un comentario a Susan Sarandon acerca de Kevin Costner: "Es un tipo raro: una vez lo vi leer un libro en el que no había ni una sola fotografía". Quizá fuera durante el verano de 1978 cuando yo me convertí en un tipo raro: gracias a Stevenson y a Dumas descubrí los libros de verdad, la letra impresa sin dibujos. Y hasta el día de hoy, aquella maldición no me ha abandonado. He perdido la cuenta de cuántos lugares he visitado desde entonces, y ya no sólo durante el verano, sino en cualquiera de las vacaciones escolares. Desde aquel verano, hasta hoy, no ha habido un día que no haya buscado un hueco para tomarme un descanso de mí mismo y meterme dentro del pellejo de gente como John Silver, o de Mowgli, a quien siempre recuerdo como un niño pequeño y desamparado en el Roquedal del Consejo mientras Akela, el Lobo Solitario, intercede por él; para sentarme junto a iluminados geniales como Hari Seldon, procesado por adivinar el terrible y caótico futuro de la Galaxia; acompañar a queridos amigos como Frodo Bolsón, de Bolsón Cerrado, junto a esa cohorte inolvidable, jugándonos más que la vida por salvar La Tierra Media; sufrir junto a tipos como Winston Smith, traicionándose a sí mismo, resignándose a admitir su escandalosa cobardía ante la inminencia de la tortura; sorprenderme ante las decisiones de fulanos enigmáticos como Michael Corleone, convirtiéndose en gángster a su pesar; conteniendo el aliento en la enésima fuga del valiente Henri Charriere; desengañarme junto al espía Alec Leamas, tiroteado sin misericordia cuando intentaba saltar el Muro de Berlín, acordándose, sin saber muy bien por qué, de las caras de unos niños dentro de un coche; observar alucinado, escondido tras unos matorrales, a Ralph, a Piggy, a Jack, a Simon y todos los demás niños náufragos, dejándose llevar por la Naturaleza, arrastrados por la crueldad de la Condición Humana; meterme dentro del cerebro atormentado por el pasado de un tal capitán Darman, que había venido a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca; asentir con agrado cuando un astronauta llamado Bowman se convierte en un dios, o colocarme junto al Viajero, preguntándome igual que él cómo ha podido la humanidad dividirse en dos especies tan antagónicas como los eloi y los morlocks...

En fin, son tantos que llenarían varias páginas. En estos días preagosteños, cuando los suplementos culturales de los diarios apuntan las lecturas del verano y se ufanan de mostrar las listas de los libros más vendidos, quizá me decida a coger mi viejo álbum para echar un vistazo a la foto de ese niño que leía tebeos hace ya tantos años y tal vez compararla con alguna instantánea que seguro alguien me tomará cuando me pille desprevenido este verano, en otro mundo, absorto de la blanca arena y del mar que me rodee, en compañía de algún fulano inolvidable, espero que a miles de leguas de distancia. Puede que entonces, intentando contener la turbación, coloque esta nueva foto junto a la otra en el viejo álbum y me concentraré igual que si estuviera mirando un pasatiempo, mordiéndome sesudamente el labio inferior mientras me esfuerzo en adivinar dónde radica la diferencia.

Y es que, a pesar de todos los esfuerzos que hagamos por evitarlo, no somos más que el resultado de lo que fuimos.


Aviadores italianos

El reportaje aparecía en un diario. Las fotografías muestran a dos entrañables abuelos inmaculadamente trajeados. Son el último vestigio vivo de los pilotos italianos que lucharon en las Brigadas Internacionales. Uno de ellos, Paolo Moci, nos sorprende con una desagradable noticia: los aviones italianos también bombardearon Guernika. El mismísimo general Moci iba al frente de tres aparatos italianos. Pues qué bien. Hay secretos que es preferible llevárselos a la tumba.

Pero el anciano militar parece enorgullecerse de ello. He tenido la suerte de no haber estado nunca en una guerra, pero no me hace falta pensar con mucha intensidad para imaginar lo diferente que debe de ser un bombardeo visto desde la seguridad casi inquebrantable de un avión que sufrirlo agazapado mientras los cascotes vuelan a tu alrededor, o corriendo para ponerte a salvo mientras suenan las sirenas, o acaso tan sólo quedándote en tu casa, apretando las palmas de las manos contra los oídos, pidiéndole a Dios, si es que aún crees en algo dada la precariedad de tu situación, que todo termine de una vez.

Ahora que se cumplen cincuenta y cinco años de las matanzas de Hiroshima y Nagasaki, me acuerdo de frases tan poco afortunadas como la de aquel piloto americano al que le pusieron un micrófono delante de las narices, mascando chicle con el orgullo de quien ha cumplido con su deber, recién llegado de una misión en los primeros días de la Guerra del Golfo: "Parecía un árbol de Navidad", decía. Se refería, claro está, a las luces tan enternecedoras que las estelas de los misiles trazaban en la noche iraquí. Pero ya lo he dicho antes: esto de los bombardeos es sólo cuestión de perspectiva. Si no, que se lo pregunten a los iraquíes, o los serbios, o a los muertos en Guernika. No quisiera caer en la tentación de mostrarme partidista: supongo que hay ocasiones en que resulta contraproducente no intervenir militarmente, y criticar sin más los bombardeos de la Otan es tan estúpido como apoyarlos sin reservas. Pero, por desgracia, los que se llevan la peor parte en las guerras son los que no visten uniforme. Me pregunto qué culpa tienen los ciudadanos de los crímenes de sus gobernantes, sobre todo si no han sido elegidos democráticamente.

Como soy tan ignorante, esta cuestión de trascendental importancia se me escapa del entendimiento. Menos mal que aún tengo frescas en la memoria las palabras del insigne aviador italiano que bombardeó Guernika: "Las guerras las hacen los políticos. Los militares las ejecutan. La culpa de todo la tiene el pueblo, que todavía no es lo suficientemente sabio, culto y educado. Y los políticos, ya lo sabe usted, salen del pueblo... Ahí está el problema: hasta que no eduquemos al pueblo, la guerra se cernirá como un peligro en el horizonte".

Esta frase, pronunciada seguro tras un largo razonamiento, me trae a la memoria a José Bonaparte cuando se quejaba a Napoleón de la imposibilidad de manejar un país como España, donde no había dos que tomaran café de la misma forma. Lo mismo se lamentaba De Gaulle de los franceses, aunque él se refería a la enorme diversidad de quesos. Cuando alguien comienza a decir sandeces como éstas es porque está tan alejado de la realidad que se cree inmensamente superior a quienes están por debajo de él, más o menos como debió de sentirse el general Paolo Moci al frente de aquella patrulla de aviones italianos que colaboraba con la Legión Cóndor, el veintiséis de abril de 1937, mientras hacía pedazos Guernika.


       

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