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Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 90
19 de junio de 2000
Cagua, Venezuela

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Juan Pablo Martínez

Mauricio Darlo se llama. Tiene la piel curtida por el sol y el agua salada y fría con la que convive todas las mañanas. Estaba un domingo por la tarde, más exactamente desde las 2 de ese verano del 97, en la cancha. Tiene una caña infernal, que a esas alturas de la vida es una anécdota más. Cuando aspira el humo del cigarro que tiene en sus dedos siente que el estómago se le revuelve, pero justo cuando cree que va a tener que vomitar, todo mejora y logra tragar aire. Don Mauro, como todos lo conocen, está cansado, necesita un trago de vino, tinto por supuesto, sólo un trago más para llegar al final del partido sin sobresaltos. No reconoce casi ninguna cara entre la gente que habitúa la tribuna Andes del estadio Playa Ancha. Sólo esos viejos regordetes y adinerados que van siempre y que no se contentan nunca, ni cuando el equipo caturro golea.

El calor sofoca, el equipo parece que corre cada vez más poco, y las ganas ya no se ven a flor de piel. "Estos güeones juegan por la plata nomás", piensa. "No como antes, cuando los muchachos eran todos cabros conocidos, de por ahí, todos porteños claro. Niños wanderinos hasta la medula". Las caras están largas, aburridas, sólo algunos hinchas ebrios animan la escena. Él saca su caja de vino de entre sus ropas, su chaquetón recio y pesado, bebió un sorbo largo. Era como si tomara agua hirviendo, sintió un escalofrío general, y luego un bienestar casi inmedible, que duró lo mismo que un pestañeo. Una larga bocanada al cigarrillo y ya todo cambia, se hace menos insoportable el día domingo y justifica el no haberse quedado en su casa, golpeando a sus hijos o pateando a su maldito perro. Don Mauro se para, palabrea a los jugadores, palabrea al público que no grita, palabrea a los jugadores del otro equipo y luego se sienta, sabiendo que el trabajo está hecho, el desahogo le permitirá llegar al próximo fin de semana, soportar la apestosa semana de trabajo y decepciones. Se acuerda por un momento de lo que pasará el lunes, la pesca ha estado la mala y la mar mañosa como una mujer vieja. Nada que un buen sorbo no aleje por el momento, a concentrarse en el partido, en la cancha.

Los ratos se le hacen cada vez más cortos, el primer tiempo se acaba y todo el mundo se para de sus asientos para reconstruirse o caminar por un pan con palta y jamón para soportar el hambre que a esa hora aprieta la guata. Don Mauro no siente hambre, sabe que luego se dejará caer en la casa del Ramón. "El Moncho me salva la tarde", seguramente van a tomar algo y a matar el sol mientras la hora de ir a la cama se acerca. Toma un trago largo, lo encuentra ya más seco que los anteriores, más grueso y rico.

Los quince minutos pasan rápido, los equipos ya están en la cancha, casi nadie se ha dado cuenta de ello. A don Mauro le dan ganas de mear. Junta sus huesos lastimados y se para dolorosamente. Camina hacia el baño chocando con toda la gente que se apura para acomodarse a ver el segundo tiempo. Entra al baño, el lugar apesta a orines, en la puerta está sentado el viejo que pide unas monedas por un trozo de papel. Mauro entra al baño por un costado, evitando el trámite. No piensa ocupar papel. El viejo lo mira de reojo y gruñe un puñado de malas palabras. Don Mauro baja su marrueco apresuradamente, necesita mear. Cuando por fin logra soltar el chorro, siente que alguien le toca el hombro. Es el mismo viejo de la puerta.

—Oye, tú, toma un trozo de papel y pásame 50 pesos que sea po.

—No tengo plata, hombre, vuelve a tu asiento tranquilo.

—¡Hey! A ti te conozco, hombre; tú eres el pescador, tú vives acá en Playa Ancha.

Don Mauro voltea la mirada y apenas lo observa. No le interesa en lo más mínimo encontrarse con alguien ahí, en ese momento, no quiere hablar con nadie. Sube su marrueco y voltea. Busca un cigarro en su chaqueta y lo enciende.

—No te recuerdo, viejo. No sé quién eres.

—Sí, sí, yo me acuerdo de ti, nunca me he olvidado de tu rostro infeliz.

Mauricio Darlo frunce el ceño, no puede recordar con claridad ese rostro, más viejo y enfermo que él, que tiene en frente. Es un viejo gordo y bajo de estatura, con el color típico de alguien que ha tomado buenas cantidades de vino malo en los últimos años. Tiene olor a encierro, a moho. Don Mauro no puede recordar nada acerca de él. Lo aparta con el brazo, no es primera vez que le pasa algo así, alguien que le quiere recordar alguno de sus pecados de juventud, algo que hizo que jamás le había importado, que jamás le importaría.

—¡Sí, tú eres el mismo güeón de hace diez años! —Mauricio Darlo voltea, ya no está de ánimo liviano como antes, de hecho comienza a enfurecer. Vuelve a observar el casi grotesco rostro que lo molesta. Algo llama la atención en ese par de ojos. A pesar del cansancio obvio, a pesar de la mala noche, a pesar de la edad, ahí hay rabia, odio, emoción por el encuentro esperado desde hace mucho. Mauricio Darlo trata de apresurar sus pensamientos, trata de llegar luego a una conclusión logica, trata de adivinar qué ha pasado con ese hombre quizás hace cuánto tiempo. La exaltación es evidente.

—Dime de una vez quién eres, güeón, antes que te saque la madre por la boca.

El viejo tirita, ya casi no puede hablar de emoción, de miedo, de ira reprimida, del mayor de los sentimientos. Con débiles pasos se acerca a Darlo, lo toma de las solapas y acerca su rostro al oído para susurrar unas palabras. "Tú, güeón, no te acuerdas, mi gente en cambio no se olvida de ti, desde hace mucho". Darlo está pasmado, no logra encontrar la clave, no logra aclararse. Una vez más el viejo se le acerca al oído: "Una vez cagaste mi vida, güeón, y cagaste a todos los que conozco, acuérdate nomás, güeón". Darlo trata de apartarlo, pero el viejo está firme de sus solapas. Él nunca ha sentido remordimientos, ahora no es eso lo que lo mueve, sólo es el pavor que tiene al frente hecho hombre lo que intriga y casi hace que tema un poco. Sabe que un "no sé de que me hablas" no sirve en estos casos, sabe que hay algo más, algo de verdad.

—Soy Gustavo Espinosa, güeón, "el Tabo", ¿te acuerdas de algo ahora?

Darlo siente que el pavor le sube como una gota de sudor frío por el espinazo, como un tirón de adentro. De pronto hace más frío, de pronto el ruido de afuera, de la cancha, se apaga por completo. Darlo siente cómo es atravesado por un par de ojos llenos de dolor, de algo fuerte, casi interminable.

Entonces todo vuelve a su mente, a tropezones, un montón de imágenes que al principio no importan. Años de olvido, bastan pocos segundos para que algunos hechos queden donde deben estar para siempre, martillando para siempre sin parar, sin dejar huella aparente, pero cambiando todo sin remedio. Darlo ya sabe exactamente ante quién está lidiando, contra quien va a tener que luchar desde ahora y en cualquier momento. Después de mucho tiempo el miedo en su forma pura golpea a Darlo con furia, sin siquiera preguntar.

Imágenes de la mujer golpeada, gotas de sangre que salpican la muralla de la pequeña pieza donde Darlo vivía de joven con Isabel, gritos, insultos, vasos de vino a medio tomar y un olor apestante a cigarros mezclado con humedad. Darlo golpea el rostro de esa linda joven una y otra vez, mientras se escuchan los llantos de hambre de su primer hijo, en el cuarto de al lado. El mundo se le viene encima y se desquita con lo único que tiene. Luego sabía que podría dormir muy tranquilo, extrañamente relajado y confiado que después de despertar, todo estaría donde antes, y su mujer estaría ahí para darle desayuno. Seguramente habrá despertado con dolor de cabeza, con resaca. Ya no se acuerda muy bien. Sí recuerda haberse levantado tambaleando y haber caminado al comedor, recuerda cómo se inclinó y cómo trató de resucitar a ese cuerpo inerte, recuerda cómo zamarreaba su cabeza, cómo la llamó una y otra vez, también recuerda que un llanto de niño lo sacó de su estupor. Trata de imaginarse llorando, trata de inventarse alguna escena en su mente, quizás para tener el derecho posterior a pedir perdón, pero le es imposible. No lloró ninguna lágrima. Después sólo fue huir, arrancar por mucho tiempo antes de volver.

"El Tabo" se vuelve furia, dolor. La herida de un hijo que se pierde por algo ajeno a la voluntad de Dios es algo que no se olvida, menos se perdona. Muchos años de rencores se concentran en ese momento. Don Gustavo está ahí para algo, y no lo dejará pasar.

Mauricio Darlo da un paso hacia atrás, Gustavo lo abofetea con fuerza, Darlo se sorprende, está a punto de caer sobre sus espaldas, se siente mareado pero logra apoyarse en el muro del baño, afuera los ruidos de la cancha vuelven, la gente grita, la hinchada ha despertado. Darlo trata de incorporarse rápido, aunque tiene la mente nublada. Siente un dolor agudo en el estómago, se levanta y observa un manchón rojo que se va agrandando acompañado de una sensación de calor incomparable, pero que para él no es desconocida. Darlo está herido. Levanta la vista y ahí está el apestoso rostro de don Gustavo, mirándolo, ahora con otra expresión en su boca, satisfacción. Darlo se desvanece, no es como las heridas que había sufrido antes. El metal ha perforado el estómago y no hay nada qué hacer. Don Gustavo Espinosa, "El Tabo", mira todo con calma, Darlo agoniza, cae de espaldas al fondo del baño, encima de los orines. Las fuerzas se le van rápido. Don Gustavo se sienta en el banquito, respira hondo, trata de calmarse. Lo logra, busca un recuerdo grato en su añosa mente, el dulce rostro de una niña que hace mucho no ve.


       

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