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Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 90
19 de junio de 2000
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Amar a tiempo perdido

Enrique Coll


I

El miércoles en el funeral de quien fuera su tío no pudo más con el afecto estrangulado desde hacía mucho tiempo. Al finalizar el rosario, todavía con lágrimas en los ojos disimularon sus primeras emociones. Detrás del féretro juraron en silencio encontrarse en el parque.

—Si la muerte avisa que llega debemos prevenir nuestras salidas —así lo dijo y así se cumple.

Religiosamente concurren con algún detalle para compartir, un regalo, un obsequio, un secreto muy personal, una evidencia que delata. Se atreven. Les importa poco lo que sucede con la vida antes o después de cada encuentro, no se involucran y punto. Afortunados a veces y a veces no, se miman por horas, por minutos o se enteran que estaban allí y nunca se vieron. De acuerdo al clima se juntan para intercambiar libros, escuchar música, provocar un toque sensual o realizar un absurdo desborde sexual. Restaurar el amor o amar a tiempo perdido. Tal cual, se separan en el camino de piedras frente a la laguna, en el café del museo detrás del parque o un jueves en la mañana.

No hay intención para que cada tacto se corra en uno, todo lo contrario, un paréntesis es mejor. Te vi, sentí y hasta allí. Nunca más allá de las fronteras del parque.

Cada tropiezo es un hallazgo atrevido, desmesurado, queda el recuerdo de haberlo hecho por primera vez, como la primera vez. Los encuentros ya tienen su curso. Hundirse en lo mismo, conversar acerca de qué pasaría si, o es mejor dejarlo hasta aquí, es el fin del atajo. Ya la existencia tiene sus lunes o lo que es peor sus domingos.

No piensan en la tía viuda del tío, en realidad no piensan en nada. Es su encuentro, de nadie más.


II

Un principio del destino es aquel miércoles por ejemplo. Sentados allí donde se reza y se llora, los abrazos de duda condolencia; lo siento. Ahora qué será de ella, la gente que entra y no se atreve, el chocolate caliente, el consomé, el cigarrillo y el cura que llega tarde porque no conoce al muerto.

Aquel miércoles por ejemplo a las dos de la tarde, la carroza atiborrada de coronas, los sobrinos pequeños que no saben o los nietos que aguardan. Aquel miércoles de inmensa soledad, de hasta aquí llegó la cruz de la enfermedad; cárgalo tú que siempre te tuvo cariño. Acompáñame no quiero que se quede sola cuando lo quemen. Toma mi pañuelo, tómale la mano. No te apartes de ella, mira que tiene meses sin dormir. Ella tan recta, tan joven a pesar de la muerte.

Como aquel miércoles a las siete de la noche cuando su hermana, mi madre se quedó en su casa y le llevé ropa para que se cambiara. Pobre, está muerta de cansada, le daré una pastilla para que duerma. Al regresar de la farmacia la encontré en la cocina con un cigarrillo en la mano y una taza de café en la otra. Sola como sería de ahora en adelante. Sola porque ya todos estábamos cansados de esa eterna enfermedad, de médicos con falsas esperanzas, facturas de hospitales y seguros que no pagan. Sola. Nos miramos mientras le daba las pastillas y un vaso de agua. Sola como sería de ahora en adelante. Me acerqué para admirarla como siempre lo había hecho. Desde pequeño ella me gustaba. Él era mi tío favorito no por ser él sino por ser ella. Sin querer consolarla tomé sus manos, apagué el cigarrillo y retiré la taza. Sin un lo siento miré sus ojos verdes débiles de espera, espera y espera. Me miró con esa mirada de miércoles de partida, mas no dice nada. Recostó su cabeza sobre mis hombros, ahí la dejé hasta sentirla dormida. Las pastillas no fueron necesarias, la vi dormir como siempre había querido.

Mi madre, cansada de todos los días; voy para casa de tu tía, quiero saber cómo sigue tu tío; dormía en la habitación de abajo. La levanté en mis brazos, ella sin saberlo se aferró tiernamente a mi cuello. Subí las escaleras sin sentir su peso o cansancio, era un sueño, solo un sueño, el de ella y el mío a la vez. Abrí despacio la habitación, con cuidado de no despertarla la acosté sobre la cama. Apagué la luz y escuché que susurraba no te vayas, acércate no quiero estar sola. Caminé por el otro lado de la cama y me senté a tu lado, tomaste mi mano sin abrir los ojos, me acariciaste. Apenas son las ocho, dije mientras dejaba caer mi cabeza sobre la almohada. Despertaste agotada derramando lágrimas de madrugada sollozando la muerte. Más de una vez recordaste que ya todo había acabado. Más de una vez te apartabas y llorabas. Al rato desperté para encontrar tu mirada sobre mis ojos dormidos. Más de una vez tu sonrisa borró el lamento, iluminó nuestro primer encuentro.


III

La muerte se delató en mi tío aquel miércoles en la tarde.

Eran las seis cuando salimos del consultorio con la muerte sobre nuestros hombros, conscientes de haber vivido, sin saber si fue suficiente. Nos sentamos en el parque, caminamos por la vereda. Tu tío lanzó piedras sobre el lago, una y otra vez las observó rebotar sobre el agua como rebota la vida. Se veía tan joven, despreocupado, nos tomamos de la mano. Así comenzó nuestra despedida. Del hospital al parque, del parque a la casa, de la casa al parque, del parque al hospital. Primero solos, luego con la enfermera, luego solos otra vez. Era tan fácil, "sólo cruzamos el parque y ya, allí está el hospital, mi sufrimiento. Y si te lo digo al revés mejor me siento. Cruzamos el parque y a media cuadra el restaurante donde te conocí, y un poco más allá nuestro hogar donde espero morir".

Con el murmullo de la madrugada, narrabas lo narrado. Una y otra vez repetías esta historia a familiares o amigos. No sé si eso colmaba tu vida, sólo siento cómo te duele.

—Debemos esparcir sus cenizas, nunca dijo dónde, me imagino que en el parque. Esta ciudad alguna vez fue tan suya. Prefiero derramarlo aquí y saber que cuando venga podré sentirlo con el aire.

Con rasgo de muerte amada dejé una vez más que tu desahogo nos encogiera. Con el recuerdo de la muerte tan cerca decidí apartar el deseo de amarte demacrada. Apenas hoy es jueves y todavía hueles a miércoles de velas, vestidos negros, coronas y rosarios familiares.

Qué será de ella ahora que está sola y con esa casa tan grande. Lo mejor es que se mude, que lo olvide cuanto antes. Debemos convencerla para que se vaya de viaje. Sí, tal vez Europa le haga bien. Debe cambiar de ambiente por un tiempo. Fue tan de recaídas su sufrimiento que lo que necesita ahora es un largo descanso. Amén, dijeron en coro las tías antes de iniciar el rosario.

Un padre nuestro, un ave María; tías en luto y rosarios armados nos separan. Un padre nuestro, un credo, un ave María. Mi pañuelo seca tus lágrimas otra vez. Te veo, te quiero, las campanadas del reloj que retumban en el salón, el cura que se persigna y nosotros que damos gracias. El deseo que repica, el tic tac que nos provoca el impulso natural para el olvido, hurgar en el placer perdido o nunca obtenido.

Después de la misa que ofreció el padre Miguel me quedé solo contigo con la excusa de ver si necesitas algo. Me devolviste el pañuelo y rozaste mi mano.

Café, tienes hambre, quieres que te prepare algo. Sentados otra vez en la cocina no dijimos nada. Tu allí sentada frente a mí con los ojos apagados de tanta pena, con deseos de dormir y nunca despertar. Yo allí sentado frente a ti con treinta años menos, sintiendo que ahora eras mía, con dolor a muerte, con ganas de que fuera miércoles.


IV

Nueve rosarios, nueve misas de ceniza presente, nueve semanas y media, nueve encuentros diferentes; el tic tac que alborota el rito y anuncia el próximo miércoles por venir.

Tomados de la mano caminamos por el parque, nubes van y vienen, viento de lluvia arrulla los rostros. Nos sentamos allí sin que nadie se dé cuenta de nuestra apretada pasión atada por la muerte. La tarde temprana amenaza con ser diferente, como lo propusimos desde el primer encuentro. A esa hora poca gente disfruta la naturaleza enclaustrada en el centro de la ciudad. Paseantes, una y otra niñera, enfermera con su enfermo, niños en bicicleta y los perros de nadie. Casi de blanco suelto, liviana, insinuante, te atreves y esperas. Esa actitud tan juvenil que traiciona al físico, con ganas de aprender, de amar en transparente, de tomar el atajo aunque el dolor sea intenso por dentro.

Ese comportamiento tan tuyo después de la muerte. Te ves mejor, más joven, valiente, con ganas de romper copas, disfrutar de un buen vino, amanecer desnuda o mejor aun, tirar la vida por el tobogán de la felicidad a pesar de la edad.

Se presiente sutilmente el entierro del recuerdo de quien fuera mi tío. Me abrazas por la espalda y me dices al oído antes de morderlo, si tan sólo el final nos llegara de sorpresa, qué fácil sería la vida. Abrazada a mí me reconcilié contigo.

Sentados allí donde el rocío es rocío y el recuerdo una tormenta observo tu mirada perdida, no me atrevo a tocarte, vas en retroceso por la vida sin mirar para atrás, por puro instinto te asomas. Buscas desesperada romper con lo prometido. Yo no hago nada para impedir tu tristeza. Ya te tengo, con muerte o sin ella eres mía, te quiero. Nuestro amor es polen en el camino. Lo malo del amor amado no es el recuerdo sino los ahogos esporádicos que nos da la vida. Frágil, de blanco suelto, sin querer saber dónde y con quién estás, te acompaño hasta donde quieres llegar. La muerte nos revuelve la vida, invade nuestros sentimientos sin previo aviso o consideración consciente. Te dejo correr, no te detengo porque te tengo. La muerte nos abrió el destino.

—No ha pasado mucho tiempo. —Quise decirle que... —Sí, ya lo sé, mañana será otro día... Las cenizas de tu tío las cargo conmigo. No se separa, quiere que lo lleve conmigo adonde yo vaya. Presentí su mirada en el primer Padre nuestro. No me deja respiro. Mira, no te miento, está aquí conmigo —me mostró el cofre donde encierra aquella su vida traducida en polvo—. Ves, no te miento.

Tiemblo al pensar que su polvo ha sido testigo. Ella me toma por sorpresa, besa mis pálidos labios. Me provocó marcar territorio, esparcir sus cenizas en el lago, enterrar el cofre detrás del árbol.

—Es hora de que descanse en paz. Quiero regar sus cenizas aquí donde tú y yo también hemos sido felices. En este rincón con olor a despedida. Que mi vida siga su curso de la misma forma como su polvo recorrerá el parque. Lo dejo a él y te dejo a ti. Así será.

Liviana, de blanco suelto, valiente caminó con el cofre abierto. Atrevida recorre el empedrado camino, deja huella. Las cenizas se esparcen; las gotas de lluvia se incrustan en la tierra.

—No fue un sueño, fue amor verdadero, amor eterno, amor a tiempo perdido.


       

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