Concursos literarios
Eventos
Documentos recomendados
Cartelera
Foro de escritores
Ediciones anteriores
Firmas
Postales electrónicas
Cómo publicar en Letralia
Letralia por correo electrónico
Preguntas frecuentes
Cómo contactar con nosotros
Envíenos su opinión
Intercambio de banners


Página principal

Editorial
La ventaja de los lectores. Mientras los editores de España debaten el concepto de libro, los lectores siguen leyendo como si no pasara nada.

Noticias
Soprano galardonada. La estadounidense Barbara Hendricks obtuvo el premio Príncipe de Asturias.
¿Qué demonios es un libro? Los editores españoles se reúnen en Bilbao para redimensionar el concepto de libro, obligados por las nuevas tecnologías.
Feria tranquila. La Feria Internacional del Libro de Madrid terminó sin que se registraran problemas con las listas de los libros más vendidos, como sí ocurrió en ediciones anteriores.
Hernán Zamora gana premio Paz Castillo. El poeta letraliano se alzó con este importante premio por su poemario Desde el espejo del baño.
Medellín, allá vamos. El Festival Internacional de Poesía de Medellín está a punto de comenzar.

Paso de río
Brevísimos y rápidos del río que atraviesa la Tierra de Letras.

Literatura en Internet
Panfleto Negro. Una revista venezolana plena de un grueso aliento urbano y panfletario.

Artículos y reportajes
Vida y muerte en la poesía de Luis Franco. El escritor argentino Jorge Tula se adentra en la poesía de Luis Franco y le desentraña algunos secretos.
Dos artículos. El español Andrés Pérez Domínguez habla de libros y de guerras.

Sala de ensayo
La magia de la pelota. Tan cotidiana, no podría pensarse que la pelota haya representado alguna vez al cosmos. El escritor ecuatoriano Édgar Allan García se pasea por el juego de pelota a través de los tiempos.

Letras de la
Tierra de Letras

Amar a tiempo perdido
Enrique Coll
Poemas
Jorge Palma
Dos cuentos
Fabián Piñeyro
Poemas
Estela Iglesias
Muestra retrospectiva
Erasmo Sondereguer
Poemas
Ana Tornini
Historia de un nombre
Jorge Pereyra
Somos culpables
Norberto Grigioni
Barrio Puerto
Juan Pablo Martínez
Poemas
Teodoro Rubén Frejtman
Tres relatos
Gabriel Blanco de la Portilla
Poemas
Jorge Israel Hernández

El regreso del caracol
Revista Nacional de Cultura, Conac / La Casa de Bello
Solos de bajo, Ana María Cian
De ciertos peces voladores, Carlos Yusti


Una producción de JGJ Binaria
Cagua, estado Aragua, Venezuela
info@letralia.com
Resolución óptima: 800x600
Todos los derechos reservados. ©JGJ Binaria

Jorge Gómez Jiménez
Editor

Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 90
19 de junio de 2000
Cagua, Venezuela

Editorial Letralia
Itinerario
Cómo se aprende a escribir
info@letralia.com
La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras de la Tierra de Letras

Comparte este contenido con tus amigos
Tres relatos

Gabriel Blanco de la Portilla


¡Milagro!

"En el año 1263, un sacerdote germano que celebraba misa en la ciudad italiana de Bolsena se quedó atónito al comprobar que rezumaba sangre de las hostias guardadas en el sagrario. El fenómeno fue reconocido como un milagro por Urbano IV. Sin embargo, hoy los científicos creen que todo se debió a una bacteria, la Serratia marcenses, que es capaz de infectar la Sagrada Forma y produce un pigmento rojo. Para confirmarlo, Johanna Cullen, de la George Mason University, pretende aislar restos del ADN bacteriano en las hostias de Bolsena del siglo XIII".
(Revista Muy Interesante, Nº 114, abril 1995, p. 20).

Después de recibir los aplausos y congratulaciones de los asistentes al XIV Congreso de Microbiología Bacteriana, organizado por la Universidad Nacional de Bahía Grande, Elena corrió por los pasillos, escapando. Entró a su laboratorio y cerró la puerta con llave. Bajo el microscopio estaba ocurriendo algo increíble, lo que tanto estaba esperando. Revivir una bacteria muerta hace más de setecientos años.

No sólo había logrado recuperar una porción del ADN de las Serratias que habían vivido en las hostias de Bolsena, sino que también pudo reconstruir las bacterias completas. Bajo sus infatigables ojos se estaban reproduciendo por primera vez en la historia de la biología molecular seres que habitaron otros tiempos más antiguos, llenos de misticismo. Era el turno de la ciencia una vez más, tirando por la borda la fe en los milagros, dando una explicación racional a un fenómeno ocurrido hace siete siglos. Para Elena, ése era el verdadero milagro.

Meses más tarde, las colonias de Serratias se habían estabilizado. Su crecimiento estaba controlado, pero Elena quería más. Inoculó todo tipo de animales y ninguno manifestó el más ínfimo malestar. Parecía ser una bacteria inofensiva. En algunos casos, como en monos enfermos, presentaban notables mejorías en su aspecto general y al poco tiempo, lograban curarse definitivamente de las afecciones más serias.

Pero eso tampoco bastaba. Algo en el interior de Elena pedía más.

Aisló una cepa, la cultivó en un medio extremadamente rico en nutrientes. Crecieron mucho más rápido. El tamaño era mayor que el de las otras cepas. Las introdujo en una mufla a sesenta grados centígrados; crecieron más.

Pasó el tiempo, tal vez dos o tres meses. Las bacterias ya eran visibles a ojo desnudo. De color rosado brillante, crecían al tomar la luz del sol. Era extraordinario, inexplicable.

Pronto las Serratias habían alcanzado un tamaño considerable. Las más grandes llegaron a sobrepasar los cinco centímetros de diámetro. Elena era feliz, enfrascada en su laboratorio, observando atónita el crecimiento de sus bacterias.

Fue en el mes de diciembre y las fiestas estaban muy cerca, cuando a mí me trasladaron desde la Universidad de Princeton. Mi laboratorio estaba junto al de ella.

Sólo pude verla un par de veces..., tenía una sonrisa muy especial, como distante..., jamás nos presentaron. Era una linda mujer, no demasiado exuberante en sus formas, pero sumamente agradable e interesante.

En la noche de la víspera de Navidad sentí a través de la pared de mi laboratorio, unos ruidos extraños que provenían del de Elena.

Alguien estaba revolviendo sus cosas. Ofuscado, llamé con insistencia a su puerta. Los ruidos se detuvieron. Esperé unos minutos; nadie salió. Volví a mi laboratorio, recogí unos apuntes y cerré con llave la puerta. Aguardé unos minutos, expectante. No escuché nada. Me fui.

El lunes siguiente del receso por las festividades de fin de año, volví al laboratorio. El de Elena estaba vacío. Pregunté por ella, nadie supo decirme.

Tampoco pude saber de sus investigaciones. Intenté retomar su trabajo, pero fue en vano. Sus apuntes y notas habían desaparecido con ella...

Pasó mucho tiempo desde entonces.

A mí me becaron para el Smithsoniano, luego trabajé en Oxford y Cambridge unos quince años.

Pero ayer me sorprendí, quizás por última vez. La vi a Elena, caminando por el parque. No estaba sola. La seguí sin que ellos pudieran verme hasta su departamento de la calle cincuenta y siete...

La tarde se apresuró en apagar la luz del sol y la noche logró ocultarme detrás de unas matas que daban justo a la ventana del dormitorio. Desde allí pude ver a Elena quitándose el vestido. Su desnudez reveló un cuerpo que no correspondía a su edad. Era hermoso, ondulado y felino. Debo admitir que me excité al verla. Pero la excitación duró un instante cuando, con el rabillo del ojo, pude ver sobre su cama una silueta amorfa, de color rosado brillante, invitando a Elena, seductivamente a la lujuria.


Nuken heshc

Fue un verano muy corto en la isla Hermite. El sol apenas entibió las neblinosas mañanas y por las noches, la bruma caló mis huesos. Ese había sido mi primer verano en el paralelo 63, a sólo 25 kilómetros del Cabo de Hornos. Si bien no era el fin del mundo, a mí me lo recordó. Al este, las islas Wolaston, el resto, mar. Salvaje e indómito mar y el pasaje de Drake que me había traído hasta estas tierras australes, destrozando mi navío.

Nadie llegaba a estas latitudes, sólo de vez en cuando, un yamán de la tribu de los alakaluf solía visitarme con el pretexto de cazar lobos en mi isla... Sí..., mi isla..., parecía extraño, pero tenía un especial sentido de pertenencia por esas rocas amontonadas en el medio del océano. A pesar del frío, del viento, la soledad, sentía que esas tierras eran mías, como si hubiera nacido entre las matas y la nieve, como si una de esas oscuras nubes de tormenta me hubiese parido desde lo alto. La desolación era mi compañera. La vista me crecía día a día, y podía sentir presencias. De los albatros, de los petreles, de las ballenas, de los lobos. Era extraño, por momentos creí alucinar, pero era real.

Recuerdo una noche en particular, no podía conciliar el sueño... una voz..., tal vez un canto, taladraban mi cabeza. Por la mañana, sin saber por qué, corrí hacia la pequeña bahía. Fue algo impresionante. Un gigantesco cachalote había varado esa misma noche.

Ya muerto, me dispuse a recoger la mayor cantidad de carne que pudiera rescatar. Pensé en el yamán y en su gente, y como por arte de magia, aparecieron varias canoas encabezadas por la del yamán. Ese día hubo una gran fiesta en la Bahía del Cachalote.

Cosas como esas pasaban bastante seguido y no me refiero a los varamientos de cetáceos.

Unas noches después de aquella comilona, tuve otro de esos sueños raros. Soñaba despierto, consciente, esta vez con un niño cubierto de pieles. Era su llanto el que turbaba mis pensamientos, hasta que un destello helado, como un disparo de nieve, terminó con la pesadilla. Esa mañana, el yamán me despertó enardecido. Me reclamaba no sé qué cosa. En todos los años que pasé en esa isla, no pude aprender su lengua. Me arrastró hasta su canoa y navegamos por los canales hasta un paraje de ensueño donde yacía su pueblo. Al descender de la embarcación toda su gente me observaba aterrada, con lágrimas en sus ojos. Me guiaron hasta un montón de pieles que cobijaban a un niño..., ese niño..., muerto. Hablaban de manera rara, como si lo hicieran de lejos y en voz muy baja con sonidos guturales explosivos aunque no muy duros. Desde ese día los alakaluf me llamaron Nuken heshc.

Como el pequeño, muchos fueron pasando por mis sueños en vigilia, y con cada uno el destello era más frío, más penetrante... Lentamente los alakaluf desaparecieron de los canales, de las playas, de las islas. El yamán fue el último, tal vez por ser el más fuerte, o el más sabio. En aquella tarde de verano, detuvo su canoa en medio de la Bahía del Cachalote y esperó de pie..., mirándome. Traté de emborracharme para no soñar despierto, pero fue en vano. El sudor helado comenzó a recorrerme el cuerpo, mis piernas temblaron hasta hacerme caer y todo comenzó a girar a gran velocidad. Aparecieron ante mis ojos todos los momentos vividos con los alakaluf, sus danzas, sus ritos, sus voces, sus cacerías, sus gritos, sus risas. Bailando y gozando en la arena gruesa de la playa, se llevaron al yamán, que continuaba con sus ojos clavados en los míos. Una luz brillante cegó mis ojos y un estruendo silenció mis oídos. Cuando recuperé el sentido, el yamán y su canoa había desaparecido.

Pasaron siete años desde aquella tarde hasta que una fragata chilena me rescató de la isla Hermite.

Cuando arribé al puerto de Buenos Aires mis familiares no me reconocieron. Mis amigos me decían que estaba más alto, como más grande, que mi mirada había cambiado.

Meses después, tomando el té en la Recoleta, tuve la oportunidad de charlar con el profesor Cannals Frau, un importante antropólogo que estudiaba a los amerindios del extremo sur del continente. Charlamos largo rato sobre mis experiencias con los alakaluf. Horas más tarde se marchó, dejando olvidado un libro sobre la mesa de madera del café. Era un libro voluminoso que versaba sobre las lenguas de Araucania y Patagonia. Comencé a hojearlo y me detuve en un texto traducido de la lengua de aquel pueblo de las islas del sur. Con espanto y sorpresa descubrí el significado del nombre con el que me habían bautizado. Nuken heshc significaba devorador de almas.


De temores, cofres, espadas y espejos

Yo no contaba con revivir todo esto, pero cierto día vino alguien preguntando por las espadas y el cofre...

Dijo ser director de un museo de una población costera cuyo nombre no recuerdo. Se mostró muy interesado en el sitio exacto del descubrimiento. Casi en tono imperativo y con un extraño acento, quiso que abriera el cofre. Demoré intencionalmente en servir café pretendiendo que la visita fuera lo más breve posible. Cuando las excusas de la dialéctica no fueron suficientes, me incorporé, tomé el cofre, lo coloqué con extremada lentitud sobre el escritorio y por sus propios medios se abrió... Con sorpresa el hombre observó el interior totalmente vacío. Preguntó por la navaja con la empuñadura de marfil, por las tijeras de plata y por el resto de los utensilios que debería contener ese cofre.

Con plena seguridad en mis palabras, dije que jamás había visto los artefactos que mencionaba, que no sabía de qué me estaba hablando. Casi ofuscado, el enjuto caballero se retiró sin decir más.

Nunca volví a verlo hasta aquel día en el que después del trabajo, desaparecí... Como todas las mañanas recogí el diario que arrojan en mi puerta, mientras espero que el café tome su punto justo. Preparé unas tostadas con manteca y mermelada y desplegué La Nación sobre la mesa de la cocina. Y allí estaba. Su rostro. Su cuerpo apenas tapado con un sobretodo, sus piernas mal acomodadas (como si hubiera caído desde una gran altura) y en su mano derecha un maletín, el mismo con el que se había presentado en su primera y única visita.

Me sumergí en la nota.

No había en la zona grandes edificios, tampoco puentes o estructuras desde las que pudiese haber sido arrojado por otra persona o por sus propios medios. La hipótesis del periodista parecía coincidir con la de la policía. La única explicación lógica consistía en que el indocumentado personaje habría caído desde un avión o algún artefacto similar. No había testigos oculares de la tragedia. Simplemente apareció allí.

El humo de una tostada que se quedó trabada en el tostador me distrajo de la lectura. No comprendo por que razón pero lo primero que se me ocurrió fue revisar el cofre. Estaba abierto. En su interior, la navaja, las tijeras y el resto en perfecto orden, relucían como siempre. Al igual que las espadas colgadas en el muro. Me vestí y a las ocho y cuarto sonó tres veces tu bocina. Camino al trabajo no quise comentarte el accidente del extraño caballero y mucho menos su visita anterior...

Tampoco quise hacerlo durante el resto del día, aunque lo intenté. Por la tarde, cuando estaban por dar las cinco, sonó el teléfono. Del otro lado, una voz desconocida me ordenó que bajara al estacionamiento, que una persona importante me estaba esperando allí. Recogí mis cosas, me puse el sobretodo y caminé por el pasillo hasta el ascensor. Una vez adentro, oprimí el botón del subsuelo... Eso es lo último que recuerdo antes de despertarme en esta habitación...

Durante los primeros días de confinamiento no tuve la menor idea de por qué ni quiénes me retenían. Me mantuvieron incomunicado. Sólo abrían la puerta para darme algo de comer y de beber. Pasé casi todo el tiempo recorriendo los muros, buscando alguna saliente como para treparme y llegar hasta la diminuta ventana y así poder espiar por entre los barrotes, donde estaba. Todos mis esfuerzos fueron inútiles. Ni siquiera contaba con un catre o algo por el estilo. Solo un par de cobijas húmedas sobre un colchón hecho de bolsas de arpillera y paja seca, que con el tiempo y la humedad habían comenzado a fermentar y emanaban un olor nauseabundo al que no fue sencillo acostumbrarme...

Ya llevo tres meses acá y por los comentarios de mis "visitantes", creo que no me queda demasiado tiempo. Ya no tengo dudas de que esto que me pasa, que nos pasa, tiene algo que ver con el cofre y las espadas. Y me hace sentir culpable...

No supe (ahora sí lo sé) por qué tiene tanto valor algo que unos coleccionistas podrían pagar unos cuantos miles de dólares. Creo que su valor es más místico que económico.

Semanas atrás vino a verme un sacerdote (al menos esa era su apariencia). Al principio me observó mientras yo dormía. Días después comenzó a interrogarme acerca del cofre, de la playa, de las grutas. A veces junto con él venían otras personas, todos vestidos de la misma manera. Largas túnicas de colores oscuros, sandalias, una especie de turbante y casi todos con largas barbas que iban del color negro, pasando por el rojizo hasta el blanco. Salvo uno que parecía ser el más joven; de rasgos moros, ojos negros, cabello muy corto y perfectamente afeitado. Dada su prolija apariencia, era evidente que no compartía el mismo tipo de vida que los demás. De pocas palabras, solo se remitió a contemplar, con aires de sabiduría, los constantes interrogatorios acerca del cofre y las espadas...

Por momentos nos quedamos solos, el joven moro y yo, recorriendo con la mirada los bloques de piedra descascarados de los muros, la pequeña ventana con barrotes en lo alto, las manchas de humedad del techo, los adoquines del piso dispuestos en cuidadas guardas geométricas, algún plato de comida que se disputaban las ratas... Cada cosa que observé parecía tener un especial atractivo para sus ojos... Hubo veces en las que el sueño me venció y cuando desperté, él estaba ahí, observándome, pero no como lo hizo el primer sacerdote sino de otra manera, más indagatoria, más imperturbable. Como intentando intuir algo dentro de mí.

Con el correr de los días, los interrogatorios se hicieron más espaciados. El moro trajo el cofre y lo colocó sobre un pedestal de mármol muy bajo, a unos treinta centímetros del piso, en medio de la habitación. Pasó muchas horas del día observando el cofre en mi presencia. Pero fue en las noches que se mostró particularmente interesado. Observó mientras yo dormía, mientras yo soñaba. Sobre todo en las noches de luna llena, cuando su imagen se reflejaba en el espejo del cofre, iluminando la habitación con una tenue luz blanquecina que se mezclaba con la amarillenta de la vela de cebo posada sobre una pequeña saliencia de uno de los muros. Pronto descubrí que en esa noche de plenilunio yo soñaba con vos... Recorriendo aquellos lugares que nos eran comunes, buscándote, y algunas veces, encontrándote... También descubrí al moro, en las mañanas siguientes a esas noches, con cierto brillo en los ojos, como si supiera con certeza el contenido de mis sueños... Todavía entonces no comprendía qué relación guardaba todo esto. No podía entender qué tenía que ver el cofre con mis sueños, con este lugar, con los sacerdotes.

Cada día el moro entró a mi celda sin decir una palabra. Se sentó en un rincón y me observó comer, escrutó mis pensamientos con su mirada en las horas de vigilia y por las noches, mientras yo soñaba, él se mantuvo a la expectativa...

Poco a poco comencé a experimentar esa sensación de conciencia; como si alguien o algo en algún lado nos estuviera observando, alguien más, no solo el moro.

Quizá en los sueños me deja en libertad de acción y es ahí donde tus labios resultan como espadas... idénticas a las que encontramos en esa playa ajena a las cartas y a los atlas. Espadas enterradas en la arena. Y las que hallamos en las grutas socavadas por la marea. Y el pequeño cofre con la navaja, la lima de uñas hecha con barbas de ballena, las tijeras de plata, la brocha y el espejo.

Ya entonces retumbó en mi cabeza esa sensación de conciencia. Cuando arribó el carruaje tirado por caballos árabes tan negros como la pavura. La necedad de cumplir su mandato sin necesidad de hombres que los guiaran por las grutas y la playa. Nuestra esperanza, tan necia, de encontrar ese sitio que nos permitiera llenar tantos espacios vacíos.

A veces recuerdo tu imagen corriendo por la arena hacia las rejas del claustro labrado en el acantilado hace vaya uno a saber cuántas centurias. Tu vestido ondeante, tus pies descalzos... Yo, detrás de ti, con las espadas, el cofre y las rejas que se cierran en mi cara. Y vos del otro lado, llorando, deseando...

Ahora, con la distancia que procura el tiempo, presiento mi conciencia en ese cofre, en ese espejo y en las espadas que adornaban mi estudio. Esa voz que me observa, esa mirada que me susurra verdades que jamás se realizaron, o que por temor no produje. Y que tampoco vos te animaste a pronunciar, a causa del mismo temor. Será eso lo único que tuvimos en común, el miedo. La pavura que causan las espadas al tañir unas contra otras; el estupor que engendra el hallazgo de un tesoro; la decepción que trastoca la reflexión en un espejo...

En las noches aunque te sospecho en sueños, intento no verte con certeza. Entonces me invade la melancolía de lo que no pudo ser, pero al mismo tiempo, una extraña sensación de plenitud me invita a continuar observando el cofre. No así el espejo. Ya conozco su reflejo y no necesito otro para reconocerme. Sé que en mi mente hay espacio para otras reflexiones, otros tesoros y espadas. Pero en esta realidad que invento cada día, sólo hay lugar para un descubrimiento...

Por momentos creo necesario romper con mis estructuras y no pensar tanto en sentimientos ajenos a los míos. Y es en ese preciso instante en el que aparece la conciencia y el cofre que se abre y los recuerdos que inundan el calabozo. Recuerdos sumamente gratos, más que placenteros. Una sensación de calidez, de tiempos suaves, de reposo, de bonanza. De perfumes que creía perdidos, de emociones que dibujan sonrisas, todavía, después de tanto tiempo...

En los días, esas largas vigilias, mientras el moro se ausentaba, presentí encontrarte en cada esquina, en cada semáforo. Recorrí los sitios que nos eran habituales. El bar en la costa, la plaza con sus bicicletas, las vidrieras, las reuniones. Me consumió el ansia de verte de otra manera, más relajada, más adulta y por sobre todas las cosas, sin que nadie ni nada nos observe, así, sin miedo...

No pasó mucho tiempo hasta que el mismo moro comenzó a invadir mis sueños, nuestros sueños...

La primera vez yo intentaba escapar de mis captores, huyendo por los techos de unas construcciones de lodo muy antiguas. Varios hombres vestidos de negro me seguían desde las estrechas callejuelas. Cuando por fin creí haberlos perdido, salté sobre un carro que pasaba por ahí. Soñé una larga travesía que terminó junto al mar, en aquella playa donde encontramos las espadas y el cofre. Soñé que te encontraba ahí, esperándome, esta vez fuera del claustro. Corrí a tu encuentro, hasta llegué a percibir tu perfume, pero el moro se interpuso entre nosotros... Desperté sobresaltado... El Moro sonreía... Durante todo ese día no pude quitarme de la cabeza esa sensación de pérdida. Sabía que algo te había pasado.

Tantas veces como mis sueños deliraron con mi fuga y nuestros encuentros, tantas veces apareció él, trocándolos en pesadillas. Creo que así lograron dar con vos.

A través de mí, a través del cofre y del espejo.

Porque es ahí donde se reflejan mis sueños, mis pensamientos y no en la mente del moro... Ahora comprendo que él no tiene el poder que yo había imaginado; esa fuerza capaz de explorar las mentes dormidas la posee el cofre... Lo sé porque pude ver su rostro sorprendido a través del cristal. Esa noche sus ojos enmudecieron de terror. Esa revelación que se demoró tanto por fin se produjo. Reconocí en su mirada la de aquel enjuto caballero de acento extraño, aquel que había caído desde lo alto...

Desde esa noche tengo la certeza de la proximidad del final...

Muchas veces intenté utilizar esa fuerza para invadir los sueños de mi observador constante. Esperé hasta muy entrada la noche, aguardé que sus párpados pesaran sobre sus ojos, pero para cuando las imágenes de su mente comenzaron a delinearse en el espejo, él despertó violentamente y no volvió a dormirse. Tal vez él teme que yo sepa sus verdaderas intenciones, sus legítimos pensamientos... o peor aun... quizá le horrorice conocer la fecha exacta en la que dejará de existir...

Pero mi temor es mayor al del moro. Mi pavura radica en descubrir que el cofre no es el único portador de esa fuerza. Descifrar que ese poder es compartido involuntariamente por la conciencia de quien descubre el tesoro, de quien es capaz de extraerlo de su gruta... Ese es mi mayor miedo y su verdadero valor que no es el mineral ni el oro ni su historia. Lo que vale es su presente y los infinitos presentes de todos los que alguna vez han dado con el tesoro, porque de cada uno de estos inmensurables presentes está hecha la eternidad. La de los dioses y las minúsculas eternidades de los hombres...

No pasará mucho tiempo para que el moro y los suyos descubran la verdad acerca del cofre...

Espero llegar hasta vos antes de que eso ocurra...

Es la única forma de escapar de estos muros...

Mientras tanto, el delicado tesoro aguarda su destino en su pedestal, reflejando mis sueños de cada noche, ante la mirada atenta del moro. Él ya está cansado, me lo dicen sus ojos. Me lo repite mi conciencia...

Pronto habrá luna llena...

Pronto la marea cubrirá la playa y en la gruta el agua volverá a enterrar las espadas y el cofre...

Ya nadie podrá invadir nuestros sueños y seremos libres de viajar, de explorarnos el uno al otro, porque ya no existirán ni las espadas, ni el cofre con su navaja, sus tijeras de plata, su brocha, su lima... Tampoco habrá dos lados en el espejo...

Porque en la próxima noche de luna llena me soñaré rompiéndolo mientras el moro me sospeche soñando con vos...

Quizá no volvamos a vernos en esta realidad...

Pero sé que me soñarás de tanto en tanto...

como yo te pienso siempre, siempre...

    Dr. E. L. Holmberg. 30/06/97


       

Indice de esta edición

Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria.
Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
Página anterior Próxima página Página principal de Letralia Nuestra dirección de correo electrónico Portada de esta edición Editorial Noticias culturales del ámbito hispanoamericano Literatura en Internet Artículos y reportajes Letras de la Tierra de Letras, nuestra sección de creación El buzón de la Tierra de Letras