Letralia, Tierra de Letras Año VIII • Nº 96
21 de julio de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
El ataúd
Iván de Paula

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Sabía que ese señor entendería a la perfección sin preguntarme demasiado. Lucía muy confiado inmerso en su labor antiquísima y a la vez fastidiado, prisionero dentro de su piel arrugada por pigmentos de tabaco.

Sentí mareos cuando se abrió levemente la primera puerta, esperaba encontrar un funeral en pleno apogeo. Pero no, el salón estaba vacío y a la vez repleto de ataúdes; él se mantuvo sentado en el centro con sus piernas cruzadas, aguardando con indisimulada ansiedad el momento en el cual aquellos espacios fueran ocupados. Se entretenía observando la trayectoria de los carros que cruzaban salvajemente las dos vías de la avenida o seduciendo a la mirada del curioso que posaba sus narices sobre los vitrales de la entrada de su negocio, desde donde se podían evaluar los ataúdes más caros.

Me acaba de entregar esta carta donde me otorga plenos poderes sobre su cuerpo, dice que se suicidará mañana a las nueve de la mañana, quiere que le ayude a escoger el modelo de ataúd más adecuado acorde a su presupuesto. Bien, pues evaluemos lo que ofrezco... ¿está seguro?

Le mostré mi dinero. No le costó mucho esfuerzo la selección, el escogido estaba localizado a mano derecha, todo negruzco y carente de atractivos; era de pino tratado y le faltaban cepilladas, era estrecho y estaba repleto de hormigas quienes esperaban hambrientas el descenso de carne para devorarla. Me dijo que era de "tipo estándar" y que entraría sin forcejeos.

Me apuró a que penetrara al cajón y lo probara, casi lo hice... pero el deseo de vomitarle su gastada camisa me lo impidió. Me quedé cabizbajo observando la pésima terminación del crucifijo que descansaba sobre la parte superior de mi casi-ataúd... Estaba pintado de un color pseudo plateado que se deterioraba por la falta de un retoque de pintura antioxidante.

Le entregué el dinero sin mirarle al rostro, también mi carta manuscrita y firmada con mi garabato característico. Habíamos acordado que llegaría a las ocho y cuarenta y cinco de la mañana siguiente con un revólver cargado de una sola bala, me pararía delante del sarcófago antes de reventarme la sien.

Disfrute mucho hoy que será su último día... Beba mucho ron lavagallos para que se le empiece a pudrir el hígado, hártese de frituras para que se le jodan los intestinos... Metáselo a alguna puta de las que se juntan por la Duarte con París a ver si coge alguna ladilla que le acompañe cuando apague las luces, ¡haga algo inolvidable! No quiero que venga mañana sin una última buena historia que contarme.

¡Qué falta de respeto, sepulturero! si no fuera por mi urgencia le hubiera sacado los ojos con el llavero sacacorchos que ocultaba en el bolsillo, pero debía ultimar los detalles de aquel día que apenas comenzaba. Le di la espalda y abandoné el salón. Al salir, el smog me refrescó los pulmones. Me cercioré de que no me estuviera vigilando... La avenida aumentó su ritmo desquiciado... Desde ahí se escuchaban los gritos de algunos transeúntes que provenían desde unos tres metros de distancia... Era una turba que observaba cómo agonizaba un motorista atropellado por una Ford que prosiguió su ruta indiferente... La gente era morbosamente chismosa, si fuera aquel chofer yo también hubiera escapado. El infeliz se desangraba y de los curiosos ninguno se animó a llamar al 911, a pesar de que decenas de celulares adornaban sus preciosas y acicaladas cinturas... Penetré la multitud por puro placer contemplativo... El hombre tenía incrustado un peñón en el vientre y por esa abertura se le salían las vísceras a borbotones... Sus ojazos desbordados parecían calcular la dimensión de la antena radial que le quedaba al frente... Aún sostenía su casco protector como si acaso se lo volvería a poner... Algo improbable considerando su aspecto agonizante, casi alcanzando la categoría de cadáver.

Seguí mi ruta peatonal, me toqué las nalgas para confirmar que no me habían cartereado.

El sepulturero olfateó la sangre que se evaporaba sobre el asfalto, se cubrió con un gabán negro y se acercó sosteniendo un maletín hacia el lugar donde reposaba su posible próximo cliente... Los mirones le despejaron el paso y a la vez se persignaron. Lo divisaba a dos esquinas de mis espaldas, volteaba la cabeza con frecuencia sin acabar de desconectarme de la escena...

Iba rumbo a mi casa, día sábado once y cuarenta y cinco de la mañana... Mi mujer e hijo me esperaban para almorzar. Llegué y no los saludé. Aguardaban que me sentara junto a ellos... El locrio de camarones olía muy bien (mi mujer por lo menos era excelente cocinera)... Observaban sus platos servidos y me urgían a sentarme para darle las gracias a Dios y después comer... El sonido de los cubiertos delataba que la mayor prioridad era lo primero, no lo segundo.

Entré al baño. Saqué mi revolver de debajo de la loseta donde lo escondía desde hacía meses... Traté de no causar ruido encendiendo el radio a medio volumen... Le quedaba una bala, justo la que necesitaba para el domingo... Volví a ocultarla y cerré la puerta... Apagué el bombillo y me senté sobre el inodoro... Mi familia volvió a sonar los cubiertos y por los chirridos deduje que comenzaron el almuerzo sin mi presencia.


       

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