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Cinefilias

lunes 7 de marzo de 2016
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“Una sombra ya pronto serás”, de Osvaldo SorianoVoy a empezar por quinta vez a leer la novela Una sombra ya pronto serás, de don Osvaldo Soriano, que en paz descanse mientras, aprovechando mi inmortalidad, leo y releo su novela (todos, según Borges, antes de morir corremos el riesgo de ser el primer inmortal).

Cuando usted lea esta nota, si acaso los de la revista aceptan publicarla, yo estaré todavía leyendo la novela y siendo feliz con la loca forma de vida de los protagonistas, sus diálogos —en lo que Soriano fue un maestro— y su disparatada huida hacia no se sabe dónde.

En 1993 compré la novela por única vez. Todavía pensaba que uno debía tener una extensa biblioteca si amaba el conocimiento, lo cual J. L. Borges desvirtuó, al final, cuando se disponía a ser ciego de todo el cuerpo, argumentando que sólo se quedaba con unos cuarenta libros —creo que dio esa cifra—, los cuales eran suficientes para vivir, o sea, a su edad, para morir. Yo venía tarado desde la escuela con el cuento de que leer era lo más importante, y por eso compraba tanto libro. Después supe que lo más importante era comer. Pero ahora, pensionado y pobre, un pleonasmo, he descubierto que lo más importante es leer lleno, después de comer, por lo que saco los libros prestados en la biblioteca, invierto el dinero en comida, y así le doy gusto a Borges y al estómago.

Leí cuatro veces la novela antes de perderla, como se pierde la paciencia o la virginidad, es decir, por culpa de terceros.

Pero también es posible que los de la revista pongan mi nota en la basura y, para su desgracia, no pueda usted leer estas palabras cuyo objeto era recomendarle esta novela, una de las mejores que cayeron en mis ojos, amén de la visión de algunas piernas de señora que mejoraron sensiblemente el paisaje y me indujeron a amar las dioptrías de mis lentes.

Aquella vez leí cuatro veces la novela antes de perderla, como se pierde la paciencia o la virginidad, es decir, por culpa de terceros. Algo desconocido me impulsaba a leerla y releerla, hasta que la cuarta vez supe lo que era: hasta la fecha no había leído texto alguno tan cinematográfico como ese.

Entonces me dediqué a buscar quien hiciera la película. Primero le presté la novela a mi amigo Guillaume Maldonnè, a la sazón decano de cinematografía de la Universidad Periférica, con la condición de que buscara la manera de hacer la película, si le gustaba la novela. Y le gustó pero no salió con nada: era muy costoso hacer cine y no veía quién podía patrocinarnos. Entonces se la presté a mi admirada Kat Saint Marie, fotógrafa artística e hija de una familia acaudalada que, con seguridad, podría producirla. A ella también le gustó la novela pero se excusó de la realización para cine por alguna razón que ya no recuerdo. Al año siguiente un argentino que nunca conocí, Héctor Olivera, hizo la película, tal vez porque leyó en el aire mi frustración, llevada al sur por la brisa causada por el aleteo de la mariposa que en las antípodas se convierte en huracán, según la pluma flatulenta de algún escritor. Confieso que, a estas alturas, no recuerdo si la película me gustó.

Tampoco estoy seguro de si primero le hice la propuesta a Guillaume o fue a Kat, pero en todo caso uno de ellos, el último en leer la novela, se la robó. Y ya no tuve libro para hacer un tercer intento, por lo que me quedé con un regusto a frustración en la boca que ni la película de Olivera, el más áspero de los rones o el peor de los tabacos me ha podido quitar.

Amílcar Bernal
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