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Falofobia: el pene de Hércules y el castrador de Sevilla

jueves 7 de julio de 2016
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“Hércules desnudo” de Arcachon
A la izquierda, el Hércules desnudo de Arcachon, víctima del vandalismo. A la derecha, la escultura completa.

Circula por la red la curiosa información concerniente a una estatua de Hércules (Heracles para los griegos), instalada en la localidad francesa de Arcachon, cuyo pene ha sido varias veces mutilado.

A propósito de “quitarnos de encima el agobio del pene de Hércules”, al decir de uno de sus voceros, finalmente las autoridades municipales decidieron dotar a la obra de una prótesis desmontable que se le colocará en ocasiones especiales. Con su solución la han convertido en la que probablemente sea la única estatua del mundo provista de semejante artilugio.

La obra consiste en una monumental estatua de 3,10 metros de altura, original del maestro Claude Bouscau; es una alegoría en honor a la Resistencia francesa, rica en simbolismos. La elección de Hércules en sí es el más significativo: responde a que las hazañas de los guerrilleros de la Resistencia parecieran ser análogas a las suyas; los héroes reales, tanto como el héroe mitológico, expusieron sus vidas ante enemigos poderosos y aterradores. Hércules figura cubierto con la piel del León de Nemea, fiera que mató en uno de sus “trabajos”, representativa de las fuerzas germanas derrotadas; el rostro de la estatua reproduce el propio de uno de los anónimos guerrilleros de la Resistencia. El personaje exhibe sin ambages su respetable dotación viril, la cual simboliza el valor de los combatientes.

Fue inaugurada el 22 de agosto de 1948 en un parque de Arcachon, una ciudad descrita como un apacible balneario del suroeste de Francia, pero apenas se descubrió al público empezaron los problemas. Primero, la comunidad se sintió incómoda por el tamaño del falo de la figura, quizá un tanto exagerado por el autor en su anhelo simbolista. Le sugirieron cubrirlo, a lo que Bouscau se negó de plano; alegó que al mostrar la virilidad se ajustaba al conocimiento habido sobre el personaje y seguía la tradición de los artistas de prácticamente todo el mundo, desde los tiempos prehistóricos y en particular de los europeos a partir de la Edad Media, de acuerdo a la cual el miembro viril simboliza el valor y la potencia; no obstante, aceptó reducirlo en su tamaño; aunque aún así continuaba siendo grande, considerando su dimensión proporcional a la gigantesca estatua.

“Hércules y la Hidra”, Antonio Pollaiuolo, c. 1475
Hércules y la Hidra, Antonio Pollaiuolo, c. 1475.

No incurría el artista en ningún exabrupto. La leyenda atribuye a Hércules un pene enorme, así como inagotable energía sexual; una noche dejó exhaustas a las 51 hijas del rey Teseo; valiéndose de su méntula mató a la perversa hidra de Lerna; su arma es un garrote —alegoría universal del pene— y en la generalidad de sus representaciones aparece desnudo, esgrimiéndolo. En algunas obras figura la virilidad de Hércules doblemente simbolizada, por el palo que sostiene y mediante recursos de composición destinados a orientar la visual del observador hacia su genitalidad, tal como es notable en el cuadro de Antonio Pollaiuolo (s. XV).

No menos consistente fue su argumento concerniente a la tradición. Los antiguos grecorromanos no le daban mayor importancia moral a los desnudos; fue con el triunfo del cristianismo y principalmente como efecto de la influencia ideológica de san Agustín (s. IV), con su asociación del sexo al pecado, cuando la desnudez en la vida real y en la representación plástica se hizo infame, salvo contadas excepciones. Los artistas medievales se refugiaron en esa zona de libertad y le hicieron guiños al tabú eligiendo temas bíblicos que imponían la representación de desnudos; no por otra razón los más frecuentes en la iconografía cristiana de la época son Adán y Eva en el Paraíso, el Juicio Final, Susana y los viejos… Más adelante, a partir del Renacimiento se pusieron a la sombra de lo clásico o de lo heroico; pintar un grupo de apetitosas mujeres bailando desnudas en un jardín resultaba obsceno, no así si eran las míticas Tres Gracias. En las artes plásticas occidentales deberíamos esperar hasta la transgresión de Manet con su Le Déjeuner sur l’Herbe (1853) para aceptar el desnudo femenino en el marco de una situación realista cotidiana.

La aludida zona de tolerancia cedida por la jerarquía católica concernía a las representaciones de Jesús en ciertas situaciones; esto da lugar a la configuración de la corriente en la iconografía del Redentor de la obstentatio genitalium cristica, del todo explícita tratándose de las pinturas de Jesús niño, en cuyo contexto son más abundantes las obras en las que aparece el Niño exhibiendo Su Divino Pene, que en las que figura vestido. Se hace un tanto más discreta en las del Redentor adulto sometido al martirio, en cuyo caso el artista resuelve el paño destinado a cubrir sus partes pudendas formando un nudo o bulto, o sugiriendo de cualquier otra forma la presencia de una formidable dotación viril debajo de la tela.

“Crucifixión”, Hans Schäufelein, 1515.
Crucifixión, Hans Schäufelein, 1515.

Entre los pintores más atrevidos en lo de sugerir la dotación fálica de Cristo, destaca el discípulo de Durero destinado a ser uno de los mejores grabadores de su época, el alemán Hans Schäufelein (s. XVI).

¿Acaso la obstentatio genitalium cristica es una incomprensible contradicción entre la moral de la Iglesia y su laxitud ante estas obras, que hasta podrían verse como obscenas? De ningún modo; la actitud la justifican sólidas razones teológicas.

En la teología cristiana es esencial el principio de la Reencarnación, según la cual el Redentor se humaniza, o sea, se convierte en hombre, sin perder su naturaleza divina, y se encarnó en forma de varón; si Cristo fue casto y se entregó al martirio no fue por impotencia y falta de valor, sino en cumplimiento de la voluntad de Su Divino Padre pro la redención de la Humanidad. El mismo principio rige el celibato sacerdotal, y en su simbología de valor y potencia puesta al servicio de un ideal sublime: la libertad, la redención del pueblo francés, respalda ideológicamente al Hércules desnudo de Bouscau.

Lo de destruir o velar en su genitalidad las imágenes desnudas es una aborrecible práctica histórica. La más célebre, por la magnitud estética de las obras intervenidas y la trascendencia de los personajes involucrados, probablemente sea la ordenada por el papa Pío V en los murales de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.

A veces es el desafuero de un demente, o, como pareciera ser en el caso que nos ocupa, el acto vandálico de hideputas sin oficio. Siendo motivada por el fundamentalismo religioso o por principios morales, es una de las modalidades más estúpidas de la censura.

En algunos de esos aconteceres el perpetrador del desaguisado pareciera experimentar un conflicto de conciencia entre el respeto debido a la obra artística y la acción censora, y opta por soluciones más moderadas. En el Museo Arqueológico de Nápoles, por ejemplo, las autoridades no se atrevieron a desarticular las vistosas imágenes itifálicas (del griego, ithys: derecho, recto) del dios Príapo halladas en las ruinas de Pompeya y Herculano, pero las confinaron a un sótano, omiten toda publicidad al respecto e imponen obstáculos burocráticos a quienes se interesan en verlas: uno debe demostrar que su interés por esas piezas es “científico”, obtener ciertos permisos… O aportar discretamente una razonable cantidad de euros al bolsillo del custodio de turno…

Ocurren casos en los que se lleva a cabo la mutilación, absteniéndose el autor de destruir las partes cortadas, las cuales conserva fuera de la exhibición pública.

El último parece ser el del cardenal Pedro Segura con las estatuas desnudas romanas encontradas en las excavaciones de la antigua Itálica, actual Sevilla, hoy exhibidas en su Museo Arqueológico. Tuvo lugar en la década de los cincuenta, en pleno auge del nacional-catolicismo franquista —tiempo de morboso rigor moral— estando el prelado en funciones arzobispales en la ciudad. Los burlistas hispanos hacen mofa de Su Eminencia debido a ese acontecimiento, remoqueteándolo “El capador de Sevilla” entre otros improperios. Sin embargo, creo que, muy en sentido contrario, el mismo es uno de sus hechos que deberían conducirnos a exaltarlo con respeto; por otra parte, el cardenal Segura fue hombre íntegro, ilustrado y con los cojones suficientes como para oponerse al fascismo, aparte de que también les fueron útiles para tener un hijo secreto.

Encontrado un conjunto de estatuas romanas desnudas en excavaciones realizadas en la zona, el cardenal Segura recibió presiones de las autoridades civiles y religiosas superiores, y contra su voluntad se vio obligado a proceder a la mutilación viril; encargó de la tarea a una arqueóloga de su confianza, y determinó que las piezas fueran cuidadosamente cinceladas, etiquetadas y guardadas en cajas que depositaron por ahí, en el depósito del museo. A mi modo de ver, el cardenal actuó animado por la esperanza de que una vez cambiados los tiempos las esculturas fueran restauradas. Décadas más tarde aparecieron y, en efecto, procedieron a lo que quizá haya sido su expectativa.

Lucerna con la figura de Príapo encontrada en Pompeya
Lucerna con la figura de Príapo encontrada en Pompeya.

No obstante, al abordar el trabajo de reintegración los especialistas quedaron desconcertados: las piezas fálicas no coincidían con las estatuas. Algunos del equipo propusieron realizar estudios destinados a implantar los falos a las figuras a las que parecieran corresponder; otros objetaron esa solución, por cuanto significaba irrespetar el trabajo de la colega realizado medio siglo antes; finalmente se impuso el criterio de seguir lo indicado por las etiquetas; argumentaron que los romanos seguramente habían hecho en su establecimiento de Sevilla una especie de broma grotesca, dotando de falos incongruentes a las estatuas de dioses y héroes. No sería la primera vez; en las excavaciones de Pompeya se encontraron pequeñas figuras del dios Príapo provistas de méntulas desproporcionadas. De otro modo no había forma de explicar las razones de la responsable del etiquetado.

He ahí la razón por la que en el Museo Arqueológico de Sevilla nos llevábamos la sorpresa de ver un Cupido con un pene gigantesco y un gladiador romano con otro pequeñito.

El asunto siguió siendo intrigante, hasta que el doctor Francisco Peláez del Espino, catedrático de la Universidad de Sevilla y director del Instituto de Conservación y Restauración de Obras de arte de esa capital, descubrió lo que había pasado. La dama responsable del trabajo, si bien arqueóloga, era un tanto disociada, por decir lo menos, y además apegada a la bebida. Esas estatuas de hermosos varones, la tarea en sí, que involucraba la manipulación de soberbias virilidades, el trasiego de más de un odre de vino compartido con sus colaboradores, la obnubilaron, llevando su mente dislocada a imaginar bacanales y orgías; en el depósito del museo esa noche dejaron de ser ellos y se convirtieron en los entes de su fantasía; fueron faunos, sátiros engrifados, ninfas ardientes… La clasificación de las piezas fálicas se realizó en medio de danzas furibundas en cueros, descalzos, animadas por la clásica exclamación Evohe!; con las libaciones iban correteos y risas, caricias, suspiros… En otras palabras, en medio de un bochinche dionisíaco.

Sin embargo, los resultados de su investigación no llevaron a la debida restauración de las estatuas; las autoridades ordenaron volver a desmontarles los falos, y así quedaron.

Rubén Monasterios
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