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Dos obispos opuestos por el ano

martes 6 de septiembre de 2016
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La destrucción de Sodoma y Gomorra (1852), por John Martin (1789-1854)

Leo la cita en un artículo de la escritora mexicana Sabina Berman (“El ano y el arzobispo”; Proceso, 1-8-2016): “El ano del hombre no está diseñado para recibir”, afirma el arzobispo de México Norberto Rivera en un escrito de su autoría publicado en el semanario Desde la Fe; y sigue: “…está diseñado sólo para expeler. Su membrana es delicada, se desgarra con facilidad y carece de protección contra agentes externos que pudieran infectarlo. El miembro que penetra el ano lo lastima severamente pudiendo causar sangrados e infecciones”.

La postura tradicional de la Iglesia Cristiana y otros credos modernos ante la analidad hétero y homosexual no responde a repugnancia por la práctica, sino a una conjunción de circunstancias semánticas, históricas y políticas que condujeron a execrarla como el pecado nefando.

La reacción del prelado de más alta jerarquía de la curia nacional azteca, comenta Berman, responde a la disposición liberal ante los matrimonios igualitarios asumida por el presidente Peña Nieto, quien expresó su opinión favorable al someter el tema de su legitimidad al Congreso. Otros altos representantes del clero mexicano respaldan a monseñor Rivera; el obispo de Yucatán, Gustavo Rodríguez, se declaró “dispuesto al martirio” de ser encarcelado por su propósito de impedir “a toda costa” las bodas gais, incluso llegando hasta la violencia. Muy macho man estos sacerdotes. ¡Órale, si hasta parecen charros!

Por otro lado, monseñor Juan Vicente Córdoba, obispo de la localidad bogotana de Fontibón, se erige defensor de los derechos de las diversidades sexuales; no hace mucho tiempo comentamos sus inesperadas declaraciones. Con la más fresca irreverencia, dijo el prelado: “…no sabemos si alguno de los discípulos (de Jesús) era ‘mariconcito’ o si Magdalena era lesbiana, pero parece que no, porque bastantes pasaron por sus piernas”. Más allá de la jocosidad, añadió muy en serio que las conductas discriminatorias no son propias de la religión católica y remató su discurso sentenciando que “la homosexualidad no es pecado” (EFE, 14-5-2015); en tal sentido podemos entender que eso de dar por el trasero le tiene sin cuidado; porque si bien homosexualidad y coito anal no son la misma cosa, es obvio que están relacionados.

Monseñor Córdoba no trae a colación el siguiente argumento, pero es probable que su opinión se fundamente en las nuevas reflexiones en el marco de la Teología de la Sodomización; de acuerdo a estos enfoques, la postura tradicional de la Iglesia Cristiana y otros credos modernos ante la analidad hétero y homosexual no responde a repugnancia por la práctica, sino a una conjunción de circunstancias semánticas, históricas y políticas que condujeron a execrarla como el pecado nefando.

La primera concierne al episodio bíblico de Sodoma y Gomorra; hizo pensar que Dios aborrecía la analidad la creencia de que la destrucción de dichas ciudades fue por la homosexualidad imperante y el pretendido intento de los sodomitas de violar a unos ángeles. Y se pregunta uno: ¿por qué también acabó con Gomorra, cuyos ciudadanos nada tenían que ver con esa maldad? En realidad, a Dios le inquietaba muy poco la forma cómo resolvieran su sexualidad esas personas; las aniquila por otras razones.

La clave del malentendido está en la interpretación de la palabra conocer. Los sodomitas querían conocer a los ángeles hospedados en la casa de Lot. Con la palabra ocurre un error formal de la traducción al latín de los textos en hebreo, arameo y griego (siglo IV) que dan lugar a la Biblia, el cual lleva a un error conceptual.

En la Biblia “conocer” algunas veces significa “tener relación sexual”. Ese es su significado en la respuesta de María al arcángel Gabriel cuando éste le anuncia su destino de ser madre de Jesús: “¿Cómo puede suceder si yo no he conocido varón?”, en la que la Virgen utiliza el vocablo en cuestión en forma eufemística. Siendo este uno de los acontecimientos más conocidos de la Biblia y esa frase una de las más populares, hizo pensar que “tener relación sexual” era el significado principal de la palabra. Pero algunos eruditos argumentan que la palabra “conocer” no necesariamente se refiere a sexo; aparece unas mil veces en la Biblia, y sólo en una docena de frases se usa como eufemismo de tener sexo. Entenderla en sentido sexual respecto a los sodomitas y los ángeles —afirman los estudiosos— revela una mentalidad perversa, animada por el propósito de satanizar la práctica de gozar del trasero y de discriminar a sus practicantes, sean homo o heterosexuales. Los vecinos de Sodoma sólo quería saber quiénes eran los recién llegados.

El profeta Ezequiel sentencia el caso sencillamente: “Esta fue la culpa de Sodoma: sus moradores tenían orgullo, exceso de comida y próspera tranquilidad, pero no ayudaron al pobre y al necesitado” (16: 44-52). Jesucristo corrobora este juicio en el Evangelio de Mateo (10: 14-15). El pecado de los sodomitas fue el de transgredir la ley divina de respetar y amparar al transeúnte.

Es verídico que algunos Padres de la Iglesia y Apologistas Cristianos condenan la homosexualidad; es una actitud que aparece unos tres siglos después de la presencia de Jesús. El primero en asumir una postura adversa a la práctica fue Aurelius Augustinus Hipponensis (mediados del siglo IV) o san Agustín. La razón debe ser examinada a luz de su contexto sociohistórico.

Los Padres de la Iglesia fueron los sistematizadores de los fundamentos morales de la nueva y verdadera religión. Los enriquecieron con sus particulares criterios y los ajustaron a las condiciones sociales del momento histórico. El sexo anal, como muchas otras costumbres vigentes, era propio de los paganos; ergo, debía ser descartado de la moral cristiana. Obedeciendo a esa razón política —por tratarse de un debate por la supremacía, por el poder— fue condenado.

Muchos pensadores cristianos, de los primeros teólogos, practicaron el amor viril al mismo tiempo que despotricaban de él en sus sermones y escritos. Tómese el caso del precursor nada menos que del dogma de la Santísima Trinidad, Tertuliano (ss. II-III). Aunque era casado, no despreciaba un muchacho atractivo. Al fin y al cabo, era ciudadano romano, y para griegos y romanos antiguos disfrutar de los placeres de un efebo era cosa de costumbre.

A partir de los sermones y escritos de los apologistas de la nueva religión, cobra forma la idea del pecado nefando, cuyo significado es el de un acto antinatural, repugnante y horroroso, contrario a la moral, asociado a lo demoníaco.

Obsérvese que la analidad no aparece explícitamente mencionada en los Diez Mandamientos ni figura entre los Siete Pecados Capitales. Los Mandamientos vetan actos y pensamientos impuros: un concepto excesivamente extenso que puede abarcar desde comer con las manos sucias hasta la sodomía; entre los Capitales figura la lujuria, cuyo significado es exageración, concupiscencia. Y un sodomita hétero u homosexual puede ser moderado. Su exclusión de esas ordenanzas fundamentales de la moral cristiana, al menos significa que de insistir en considerarla como transgresión de las leyes divinas, sería un pecado venial o de tono menor.

La posesio per anus estando de acuerdo los involucrados, fuesen hombres o mujeres, apenas recibe alguna censura en las Sagradas Escrituras. Y aún es más intrascendente si el objeto del deseo es el trasero femenino, por cuanto san Agustín dictaminó que “el cuerpo de un hombre es tan superior al de una mujer como el alma lo es del cuerpo”.

A partir de la revisión del pensamiento teológico sobre el asunto, lo cierto es que le da la razón al obispo colombiano, monseñor Córdoba, tanto como a la posición permisiva del propio Francisco, quien declaro urbi et orbi: “¿Quién soy yo para juzgar a los gais?”. En sentido opuesto, no sustentan el veto a la posesio per anus de monseñor Rivera y otros jerarcas de la Iglesia Católica. ¿Pero tiene alguna base el repudio a partir de consideraciones biológicas, según lo argumenta el prelado mexicano?

Una de las razones por las que se originó el tabú a la analidad es lo que vulgarmente se conoce como “dolor del pasaje”, y sus consecuencias, verídicas o imaginadas; en efecto, atendiendo a la lógica del sentido común, si algo duele, es porque hace daño; tal es el punto de apoyo del razonamiento de monseñor Rivera. Siendo dolorosa y dañina para el sujeto receptor, viene a lugar pensar que consiste en una práctica “antinatural”; lo natural es entonces el coito vaginal.

Lo de las lesiones anales es un punto en el que tiene alguna razón el cardenal Rivera, aunque con una salvedad que me permito exponer con el debido respeto a Su Eminencia Reverendísima: la penetración por ese esfínter puede causar daño, en cuanto el instrumento sea descomunal o se lleve a cabo de una manera salvaje, sin seguir las reglas de Píndaro, tal como las dicta en su famoso poema a Ónfalo.

En lo concerniente a la antinaturalidad de la analidad, la perspectiva científica evolucionista lo ve de otro modo.

En la evolución de las especies la vagina es un órgano de muy reciente emergencia; en la etapa de aparición y desarrollo de nuestros remotísimos antepasados, los reptiles, el órgano de todas las especies existentes destinado tanto a expulsar los residuos alimenticios como a recibir el semen, fue la cloaca, por lo que en realidad el sexo anal viene ocurriendo desde muchos millones de años atrás; a la luz de esta evidencia resulta cuestionada la idea de su “antinaturalidad”.

El sexo anal fue práctica común y socialmente aceptada por las grandes civilizaciones antiguas de todo el mundo.

El comportamiento de penetración anal entre machos ha sido documentado en especies de animales altamente evolucionados; según especialistas del Museo de Historia Natural de Oslo, en unas mil quinientas especies animales, entre otros simios, cérvidos, cánidos, diferentes variedades de aves, cetáceos, bóvidos…; la observación sugiere con mucha fuerza que esa forma de la sexualidad podría estar determinada por la naturaleza, no por la cultura.

Por otra parte, tomemos en cuenta que la sexualidad humana tiene un propósito tan esencial como el reproductivo: la satisfacción anímico-sensorial, el placer, lo hedónico, recreativo o lúdico. En el pensamiento ilustrado moderno esta dualidad de fines de la sexualidad no se discute; no tiene uno que ser necesariamente hedonista ni mucho menos un depravado para admitir la analidad como un juego erótico perfectamente válido de una pareja. Más aun, creo que es una vigorosa tendencia de la sexualidad contemporánea, a partir del espacio que se le concede en los medios. Abruman los artículos elogiándola, promoviéndola y los que explican procedimientos para hacerla más placentera.

Finalmente, consideremos las evidencias históricas y etnológicas concernientes al sexo anal; fue práctica común y socialmente aceptada por las grandes civilizaciones antiguas de todo el mundo, lo mismo por los pueblos primitivos todavía existentes al margen de la globalización; los aborígenes no discriminaban entre hombres y mujeres y les asombraba la repugnancia hacia el acto de los europeos. Las aludidas evidencias son otra corriente que conduce a poner en tela de juicio el origen natural del tabú a la práctica en cuestión; muy en sentido contrario, parece serlo de la cultura, y no de la cultura en general, en cuanto característica esencial y distintiva de la especie humana, sino de las específicas configuradas en épocas relativamente recientes bajo la influencia de los pensamientos judeocristiano e islámico.

Quiero dejar bien claro que al meter baza en esta controversia obispal es ajeno a mi propósito inducir al lector a que salga vuelto loco por ahí clamando por una posesio per anus; simplemente pretendo poner el asunto de la analidad y demás aspectos de la conducta humana relacionados con ella, a la luz del conocimiento teológico y científico disponible.

Rubén Monasterios
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