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El pueblo donde el arte es una forma de vida

jueves 15 de diciembre de 2016
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Mercado de flores de Ciudad de Guatemala
En el Mercado de Flores de Ciudad de Guatemala se puede apreciar un popurrí de aromas que embriaga el olfato y permanece fijado en la memoria. Fotografía: Leyla Figueroa

Cuando viajamos fuera de nuestro país, en las ciudades donde nos detenemos, visitamos los mercados. Creemos que, aparte de hacerlo para degustar las comidas lugareñas, visitar el mercado es algo obligado si uno desea acercarse a la naturaleza de la gente común y la cultura de las mayorías.

Hay tres sitios de los cuales conservamos imborrables recuerdos vinculados a las sensaciones que en su momento experimentamos: el mercado de flores de Ciudad de Guatemala, el mercado de Chichicastenango y la iglesia de Santo Tomás en esta última población.

Nuestras remembranzas nos transportan al Mercado de Flores, anexo al Cementerio General de Ciudad de Guatemala.

Algunos años atrás viajamos a Guatemala, cuyo nombre significa en lengua náhuatle “lugar de muchos árboles”, denominación que constituye una promesa de relajante frescor. Ese pequeño país que cabe diez veces en Bolivia, nos sorprende como lo hace un guardajoyas al que no habíamos tenido acceso.

La visión desde el aire cuando el avión se aproxima a Ciudad de Guatemala es la de un tapiz vegetal con vida propia, tejido con hebras de todos los verdes, vistos o imaginados. Sólo es un preludio de lo que nos espera en tierra.

No queremos detenernos en el urbanismo de la ciudad, ni en las diferencias observadas entre zonas de la ciudad que revelan las desigualdades sociales. Nuestras remembranzas nos transportan al Mercado de Flores, anexo al Cementerio General de Ciudad de Guatemala, y nos sumergen en un universo de delicadas pero excitantes sensaciones. Allí se encuentran todas las flores de las regiones tropicales y subtropicales, bueno, casi todas.

Hay rosas, por ejemplo, con todos los matices de rojo, al blanco y al amarillo. Compiten rosas fragantes, de perfumes delicados o intensos con otras más discretas en sus atributos aromáticos, otras cuyas energías se concentran en rodear sus pistilos de pétalos robustos unos, translúcidos otros, con colores que van desde el rojo encendido de algunos atardeceres al sutilísimo rosa del alba.

Emulando en variedad y colorido pero superando a la familia de las rosas con la caprichosa estructura de sus pétalos están las orquídeas, casa reinante de las flores tropicales.

Aquí y allá asoman como desafiantes guerreros las Aves del Paraíso, con un penacho en el que se oponen los pétalos en vibrantes tonos naranja, por encima de un pétalo azul que desenvaina como un espolón.

El conjunto de coristas está integrado por las hortensias, los lirios, las azucenas, los jacintos, las cayenas, las calas, los girasoles, los alhelíes, los mishitos y otras flores de cuyos nombres no nos acordamos. Pegadas al telón de fondo, observamos las anónimas flores silvestres.

Flota en el aire bajo el sol trajeado de primavera un popurrí de aromas que embriaga el olfato y permanece fijado en la memoria. Un catador de fragancias de los que trabajan en las perfumerías de Grasse, al sur de Francia, nos miraría despreciativamente al escucharnos decir lo anterior, porque su sentido del olfato tiene un registro privilegiado que le permite distinguir con los ojos vendados la fuente de cientos de perfumes. Nosotros simplemente nos dejamos llevar por nuestros recuerdos y éstos nos remiten a la experiencia descrita cuando nos acercamos a una rosa fragante, a un ramillete de azahares o a un jazmín.

A tres horas al noroeste de Ciudad de Guatemala está Chichicastenango, población enclavada en el altiplano mesoamericano. Llegamos allí en un bus, la mayoría de cuyos ocupantes son descendientes de los maya quichés. El vaivén del vehículo hace que se desplacen por el piso dando chillidos dos chanchitos, y gallinas y pavos, piando para que les suelten las patas. Tuvimos la impresión de que, siendo domingo, los pasajeros llevaban sus trajes domingueros, diseñados por libérrimos coloristas.

El huipil que viste a una mujer indica su región, su etnia, si es casada y además muestra su habilidad para crear una obra de arte.

Luego caímos en cuenta de que tales son los vestidos cotidianos de los habitantes indígenas de la región y que, cuanto más se adentra uno en el altiplano, más comunes se hacen. Los trajes que vemos en las pinturas de damas y caballeros de las cortes que pueblan los museos europeos no superan la belleza de los trajes de los indígenas guatemaltecos.

Estos trajes no están bordados con hilos de oro y plata, no ostentan perlas ni piedras preciosas; su preciosismo nace de los exquisitos diseños y de las atrevidas combinaciones de colores. Los diseños fusionan figuras geométricas, flores y animales, especialmente aves de la mitología maya. Intercalados observamos animales bicéfalos. Al tacto, los textiles bordados de estas gentes son más sensuales que un brocado.

Esos trajes, que para los extraños no son más que una prenda de rara belleza, hablan de quienes los llevan. Aquéllos que pueden interpretar los códigos étnicos y sociales de las comunidades del altiplano saben que el huipil que viste a una mujer indica su región, su etnia, si es casada y además muestra su habilidad para crear una obra de arte. El huipil es una blusa cuadrangular con una abertura para pasar la cabeza y con costuras laterales, está confeccionada con tela de base roja, blanca o azul y afiligranada con multicolores diseños colmados de simbologías. Los que vemos en Chichicastenango tienen mayormente base azul índigo.

Con una mezcla de dignidad, orgullo y humildad, los hombres llevan trajes de lana o algodón con chaqueta recamada en los hombros y pantalones hasta la rodilla. Se tocan con un pañuelo grande muy adornado que a veces se enrolla en la cabeza a manera de turbante. Ese tipo de tocado también lo llevan las mujeres. La vestimenta de los niños emula a la de los padres.

Cuando llegamos a Chichicastenango, descubrimos las tejedoras de maravillas textiles. Ellas, que laboran en las aceras y en el mercado de la población, allí mismo venden sus prendas y telas. Trabajan en telares de cintura a los que llaman mecapal. Éstos tienen una tradición desde la época precolombina, en pleno esplendor de la cultura maya. Manejan los telares en cuclillas y aplican manos y pies en su trabajo, para construir una trama de rara belleza. Los esquemas de figuras y colores emanan de su acervo ancestral enraizado en la visión maya del mundo. A una tejedora puede tomarle de tres a ocho meses terminar un huipil, dependiendo de su habilidad y de la complejidad de su diseño.

El sitio de Chichicastenango ha sido reputado mercado regional desde la época prehispánica. Los jueves y los domingos a él acuden los artesanos y agricultores de las poblaciones del altiplano para vender o intercambiar sus productos. Llegar a Chichicastenango es sumirse en manifestaciones culturales que avivan todos los sentidos. El corazón actual es la iglesia cuatricentenaria de Santo Tomás, construida sobre la plataforma de un antiguo templo maya. A ella se accede por una escalinata que se vislumbra entre la fragante humareda producida por la quema de copal, una resina usada en ceremoniales religiosos por los habitantes de la región desde mucho antes de que los frailes españoles trajeran a América el incienso. En la escalinata también se detonan fuegos artificiales que contribuyen a la fumarada desde temprano en la mañana a manera de despertadores y cuyos estallidos continúan a lo largo del día.

El mercado se organiza por sectores según los productos ofrecidos. Los vendedores exhiben sus artículos en casetas portátiles que ocupan espacios tradicionalmente asignados a su especialidad. Allí están el consuetudinario y barroco sector de las flores y el de las frutas y vegetales. Un poco más allá, el aire se perfuma con las especias y plantas medicinales. Algunos de los aldeanos que venían en el bus que nos trajo de Ciudad de Guatemala están al lado ofreciendo sus pollos, cerditos y conejos.

La visita a la iglesia de Santo Tomás constituyó una experiencia inesperada.

Es un hallazgo un pequeño puesto que vende molinos de piedra manuales para machacar especias. No falta la venta de machetes de afilada hoja. Entre los turistas que revolotean de puesto en puesto, nos desplazamos hacia la zona de las cerámicas y la de las imágenes y máscaras talladas en madera. Algunas de éstas son copias de antiguas máscaras ceremoniales. Encontramos cajas primorosamente damasquinadas en maderas de diversos tonos desde el color miel hasta el marrón agrisado. Al lado, los joyeros ofrecen alhajas de filigrana en plata a precios irrisorios.

En el centro del mercado está el área donde convergen los vendedores de alimentos. La comida típica de Guatemala es una amalgama de platillos prehispánicos y españoles. Predominan los preparados a base de maíz, frijoles, chiles y moles, que recuerdan la comida mejicana. En el mercado de Chichicastenango se pueden degustar enchiladas, chiles rellenos, tamales, tacos, empanadas y otras comidas cuyos nombres no recordamos.

La visita a la iglesia de Santo Tomás constituyó una experiencia inesperada, aunque la construcción en sí no difiera de los cientos de iglesias de la época colonial hispanoamericana. Subimos la escalinata sorteando los pebeteros donde arde el copal que, de paso, nos sahúma en el trayecto. La iglesia tiene una entrada principal que da a las escalinatas y una lateral a mitad de la nave derecha. Dentro del recinto también arde copal frente al altar. A unos cinco metros de la entrada está la más sorprendente alfombra que hayamos visto porque su denso diseño está compuesto de pétalos de flores. La contemplación de esa maravilla nos deja sin aliento.

Al lado izquierdo del altar, el sacerdote oficia una boda colectiva. Cerca de veinte parejas están allí con sus trajes ceremoniales, herederos de los rituales maya quiché, para que el sacerdote bendiga sus uniones. Las parejas repiten en sus lenguas lo que suponemos son los votos matrimoniales. No logramos entender nada, y aunque supiéramos hablar la lengua local, son gentes venidas de todo el altiplano. Para un recién llegado no hay manera de comprender, considerando que en Guatemala se hablan cincuenta y dos lenguas y dialectos.

Volvemos sobre nuestros pasos para apreciar de nuevo la inefable alfombra que pronto se marchitará y mañana será remplazada por otra igualmente fugaz. Su contemplación nos recuerda que la belleza y la vida, una más que la otra, son efímeras, por lo que se hace necesario disfrutar de los goces estéticos que nos brinda la naturaleza y que están allí para deleite de todos.

El recuerdo de los días pasados en Guatemala tiene la impronta de las sensaciones vividas. A la distancia seguimos apreciando el virtuosismo de unas gentes sencillas que no parecen tener conciencia de que crean arte en su quehacer cotidiano.

Ana Irene Méndez Peña
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