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Carne de primera

sábado 24 de marzo de 2018
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Todo cuanto hago es por una razón. Cuando tengo un plan, trato de evitar interferencias. Por eso siempre tengo en mente un plan B. El manejo de una carnicería de categoría demanda total dedicación, pero vale la pena el esfuerzo. Mallorca está en mi horizonte.

Fantaseo con Mallorca. Cada vez está más cerca. He estado pagando por la compra de una pequeña villa en esa isla de ensueño en el mar Mediterráneo desde hace cinco años. En cinco más, cuando la acabe de pagar, podré retirarme.

No me tengo pesadumbre ni quejas. En mi Carnicería Mónaco no podría irme mejor. Los mejores restaurantes de la ciudad son mis clientes. A ellos se suma una treintena de señoras VIP que ni siquiera miran el monto de la factura, sólo dicen: “Mándesela a mi marido”. Son gentes que todas las semanas invitan amigos a cenar y exigen lo mejor. Me llaman los miércoles por la tarde o el jueves temprano para ordenar lo que desean, y yo las complazco.

Mientras trabajaba con Henry conocí a Carola. Era una chica de esas que parecen un durazno maduro pero firme al que provoca meterle el diente.  

Todos mis clientes saben que no trabajo los lunes. Los fines de semana son para mí de la más intensa faena. Es cuando preparo mis paquetes especiales, los que marco XX. Esta línea de productos la introduje hace tres años. Esos paquetes sólo contienen productos prémium, como lo exigen mis clientes.

Cuando llegué a este país, ni siquiera sabía hablar español. Conseguí empleo de mesonero con un compatriota nativo de Alsacia, Henry, que tenía un restaurant exclusivo con unos habitués envidiables. Henry tenía humor con una pizca de ingenio. A su sopa estrella la llamaba sopa Tutankamón. Era una crema de pollo con pequeños trozos de la pechuga del ave que sabía a gloria. Al pavo relleno con frutas le puso el nombre de Ramsés relleno con supuestos frutos del Nilo. Y así seguía el menú. Trabajé tres años con Henry como mesonero y aprendí el español.

Él me propuso que abriéramos un servicio de banquetes a domicilio, a mí me pareció buena idea, y me hizo su socio. Dijo que le gustaba mi disposición para complacer a los clientes y que ésta sería mi aporte para el negocio. Nos fue muy bien y yo reuní un pequeño capital que me permitió abrir la carnicería.

Mientras trabajaba con Henry conocí a Carola. Era una chica de esas que parecen un durazno maduro pero firme al que provoca meterle el diente. Era ligeramente rellenita y muy sexy. Después de vivir juntos por unos meses, nos casamos.

Cuando monté la carnicería, ella manejaba la caja. Después de dos años de duro trabajo contaba con un buen número de parroquianos. Una noche después de cerrar la caja y poner al día los libros, Carola se me abrazó y me dijo: “Somos ricos”. Pobre Carola, no tenía idea de lo que es ser rico. Tendría que ver las villas palaciegas de la Côte d’Azur con los Lamborghinis, Alfa Romeos, Porches y Jaguars fabricados por encargo estacionados en rotondas a un lado de los jardines de las villas.

Esa noche observé por primera vez brillar la codicia en los ojos de Carola. Eso no me gustó nada, tomando en cuenta que en este país la ley considera que los bienes del matrimonio se comparten a partes iguales entre los miembros de la pareja. No me gustó nada la idea de que ella se llevara la mitad de mi esfuerzo el día menos pensado.

Nunca tuvimos hijos. Yo no quería mocosos que vinieran a demandar buena parte de mi tiempo. Siempre he procurado ser dueño absoluto de mis días y emplearlos en lo que me dé la gana. Lo último es un bebé gritón que lo despierta a uno a medianoche para comer o porque quiere jugar.

Un empleado que tuve lo despedí porque se cortó el meñique izquierdo con la sierra. Estaba muerto de sueño porque su hijo de once meses no lo dejó dormir la noche anterior, primero con sus berridos y cuando le dieron de comer, el condenado bebé quería jugar y no se dormía ni dejaba dormir a sus padres. Trés empestant!

El negocio seguía floreciendo. Compré una granja de cerdos para poder controlar la calidad de la carne de mi carnicería. Los lunes eran días que dedicaba enteramente a la granja, donde dos jornaleros se ocupaban del cuidado de los animales. Importé cuatro hembras y un macho de cerdos Landrace, una de las mejores razas. Como es una cepa muy prolífica, pronto creció mi negocio, al punto que vendía ganado porcino a carniceros de otras ciudades.

Carola comenzó a ponerse pesada. Quería comprarse zapatos, carteras, ropa y lentes de marca, que le comprara los perfumes más caros. Que fuéramos en un crucero por el Caribe. Deliraba por un anillo de diamante de dos quilates como el que le había visto a una clienta. La lista era larga. Y yo no voy de vacaciones ni siquiera a mi natal Normandía porque no puedo dejar solo el negocio. Si me voy, tout est perdu. Se puso, más que pesada, necia. Llegué a querer desaparecerla. Al principio fue sólo una idea, pero a medida que ella se hacía más exigente más me atraía la idea. De allí a elaborar un plan fue cosa de un paso.

Contra mis deseos —pues no quería que nada se interpusiera con mis planes—, en los meses siguientes Carola y yo tuvimos peleas cada vez más frecuentes. Un día, para alivio de mi salud mental, me dijo que quería ir a visitar a su hermana en Costa Rica. Le pagué el viaje y le di dinero para que me dejara en paz por unos meses. A su regreso pareció venir con el ánimo de hacer borrón y cuenta nueva. Yo cedía ante sus reclamos de dinero y dejaba pasar, temiendo que se disgustara y se reanudaran las peleas. No quería levantar muchas olas que resultarían perjudiciales a mis propósitos.

Miré la cabeza de lado y comprobé que el perfil, con el cráneo al descubierto, seguía siendo bello.  

Tenía que hacerlo bien, y mi plan parecía perfecto. El día de su cumpleaños hace tres años, la llevé a cenar al restaurante Carrefour Doré, el más exclusivo de la ciudad, y el dueño se contaba entre mis clientes. Ordené una botella del champagne más fino y luego vinieron otras. Yo simulaba que bebía pero apenas me mojaba los labios en las burbujas. Quería tener muy clara la mente. Ella terminó por beberse casi tres botellas de champagne entre la cena y las dos horas que estuvimos bailando al son del conjunto musical en el salón de baile rodeado de espejos. Carola disfrutaba bailando ritmos movidos que yo detesto, pero le seguí la corriente porque no quería que se le agriara el momento. No era conveniente para mi plan. Cuando me pidió que fuéramos a casa, tuve que echarle el brazo por la cintura y apretarla contra mi costado para que no se cayera. En el camino de regreso se durmió.

Llegamos a casa, la cargué y la puse en la cama. Ella seguía siendo tan voluptuosa como siempre. Al verla yaciendo indefensa, por un momento estuve a punto de echarme atrás. Pero me encorajinó el pensamiento de que era tan avariciosa como rotunda de formas, así que no había vuelta. Lo haría como había planeado.

Le quité la ropa y la coloqué en la bañera. Debía actuar rápido y de acuerdo con el plan para obtener el resultado que esperaba. Busqué mis instrumentos y volví al baño. Deslicé los dedos por las vértebras de su cuello. Extendí su garganta, tirando la cabeza hacia atrás con la mano izquierda para exponerla bien. Con un cuchillo fuerte como un hacha y filoso como un bisturí, corté la cabeza de un tajo. El secreto de hacerlo de un tajo es conocer cómo funcionan las articulaciones vertebrales. Fue un tajo limpio, como debe ser. Apoyé el tocón del cuello en un recipiente de acero inoxidable para que destilara la sangre. Abrí la llave del agua fría de la bañera para que la sangre goteante fuera del recipiente escurriera con rapidez. No pude resistir la tentación, tomé el recipiente, vertí sangre en una copa y la bebí. Fue casi una experiencia religiosa.

Me ocupé entonces de la cabeza. Hice un corte por encima de las cejas, hasta las sienes y la raíz del pelo, rodeé las orejas por la parte superior y bajé el filo hasta la cerviz y separé el cuero cabelludo alrededor del cráneo. Halé con fuerza la cabellera y el cráneo quedó desollado y prolijo. Miré la cabeza de lado y comprobé que el perfil, con el cráneo al descubierto, seguía siendo bello. Sacudí ese pensamiento y puse la cabeza en un tobo plástico para que destilara la sangre como hago con los cerdos y cuando no goteó más la coloqué en una de las bolsas plásticas negras que había preparado. El cuero cabelludo lo metí en una de las bolsas grises destinadas a los despojos. Todo el proceso lo hice guardando las piezas en doble bolsa por razones de seguridad y en previsión de accidentes indeseados.

Después de eso fue tarea fácil. He descuartizado muchos cerdos y reses en mi trabajo y puedo hacer la tarea con los ojos cerrados. Fui poniendo las piezas en orden dentro de las respectivas bolsas que había marcado previamente. La carne lucía como la de un cerdo de primera clase bien cebado. Despedía un ligero olor a fruta muy madura por efecto del champagne.

Con el tiempo comprobé que con diferentes vinos y licores se obtienen distintos resultados. El brandy da resultados excelentes. Es un proceso como el que se hace con el pavo de Navidad. Se le compra en pie y el día de su preparación, muy temprano, se le hace beber brandy insertándole un embudo en la garganta, y luego se le espanta para que corra y el licor circule por su cuerpo. Se le mantiene corriendo y haciéndole beber más brandy. Cuanto más, mejor. Esto ablanda su carne y mejora su sabor. El problema es que no se puede hacer lo mismo con los ejemplares humanos.

Cuando terminé con los miembros cortados en trozos manejables, me concentré en el tronco. No hay una diferencia abismal entre la anatomía del cerdo y la del ser humano. Retiré las tripas y las lavé bien pensando que resultarían excelentes para la fabricación de embutidos. Son muchos metros de intestinos que rendirán muchos chorizos y butifarras. Aclaré cuidadosamente el estómago donde hasta hacía unos minutos se estaba procesando la opípara cena. El estómago es un órgano que nos iguala a todos. Un revoltijo con aspecto similar y olor a vómito deriva igual de comerse un plato de frijoles con arroz y beber cerveza que cenar con una langosta a la Termidor o un terrine de trufas y almendras con brochette de chipirones, acompañados de un buen vino blanco.

Separé las vísceras, que fueron a sus bolsas correspondientes, y di por terminado el proceso en casa. Cargué las bolsas en la furgoneta y me dirigí a la carnicería. Nadie me vio, y si alguien me hubiera visto, no le parecería extraño que saliera de casa y llegara a mi negocio a altas horas de la noche de un viernes, porque es lo que he hecho por mucho tiempo. Trabajo los fines de semana en la preparación de los embutidos que tanta demanda tienen. Mis métodos para preparar los embutidos son un secreto artesanal que se hizo más secreto a partir de esa noche.

El galpón situado detrás del negocio de la carnicería es amplio y lo he equipado con las máquinas más modernas para la preparación de mis productos. Lo que he cuidado siempre es de no trabajar con visión de producción masiva. Nada bueno sale de lo masivo. Aunque uso máquinas para facilitar mi trabajo, mi manufactura sigue siendo artesanal. Manejo personalmente el corazón del proceso. Mis ayudantes intervienen las piezas bajo mi cercana supervisión y luego se ocupan del empacado de los productos y de mantener los equipos en perfecto estado.

En ese fin de semana hice el experimento que justificaba todo mi plan. Todo lo que pude preparar con apariencia de ser una pieza de cerdo, como el jamón de pierna, el martes siguiente estaba expuesto en los exhibidores refrigerados. Hice cortes de lomo que lucían igual que los del cerdo. El resto de la carne lo molí junto con las vísceras y lo aderecé con mis especias secretas. Rellené las tripas y salieron unos magníficos chorizos. Tengo por costumbre probar mis productos como control de calidad; el domingo hice una parrilla en la terraza de mi casa con filetes de lomo y algunos chorizos. Resultaron con un gusto celestial. Pero me quedó en la boca un sabor a sangre que no cede.

Cuando terminé de comer la parrilla y me bebía una copa de vino de Bourgogne me vino a la mente un detalle que no había considerado. ¿Cómo explicar la ausencia de Carola? Tenía que pensarlo, pasaría ese puente cuando llegara a él.

De la necesidad surgió el plan B. Ese viernes a las doce de la noche salí de casa y tomé un taxi hasta la zona de los restaurantes y bares de la ciudad.  

El lunes siguiente, fui con los huesos y despojos acumulados de la semana anterior y los metí, como siempre he hecho, dentro del incinerador instalado en la granja. Las cenizas que produce el incinerador son un óptimo abono para los frutales plantados detrás de las cochineras.

La semana siguiente fue de arrebato. Para el jueves se habían agotado los nuevos productos y la gente seguía ordenando más. Eso me metió en problemas y tuve que pensar en un plan B. Uno no puede entusiasmar a unos clientes y luego no darles lo que exigen, sería funesto para el negocio.

De la necesidad surgió el plan B. Ese viernes a las doce de la noche salí de casa y tomé un taxi hasta la zona de los restaurantes y bares de la ciudad, que los fines de semana es un hervidero de gente en busca de diversión. Recobré una habilidad desarrollada en mi primera juventud. Llevaba en un bolso una gorra de taxista y herramientas del oficio que consiste en tomar prestados carros ajenos. Abrí un Mercedes estacionado a media cuadra de un restaurante donde se hacían apuestas para las carreras de caballos del domingo.

Me senté en el asiento delantero a esperar y a eso de las tres de la mañana vi venir a un hombre regordete tan borracho que se detenía frente a cada auto estacionado incapaz de conseguir el suyo. Bajé del Mercedes y me le acerqué. “Amigo”, le dije, “¿necesita un taxi? Aquí mismo está el mío. Mañana puedo buscarle en su casa y venimos a recoger su carro. Es por su seguridad, no está usted en condiciones de conducir”. El hombre me miró con los ojos vidriosos y respondió: “Tiene razón, campeón, porque he bebido mucho licor desde el almuerzo”.

El hombre se sentó a mi derecha en el asiento delantero y en cuanto arranqué el auto, le pregunté: “¿Quiere que llamemos a su esposa para que se tranquilice?”. “Yo no tengo esposa, vivo solo”, me respondió. “Perfecto”, me dije.

A los pocos minutos el hombre quedó inconsciente con la cabeza apoyada contra el vidrio de la puerta. Lo llevé directo al galpón de la carnicería. Este hombre me sobrepasaba en más de treinta kilos. Resultó difícil manejarlo pero saqué fuerza con sólo pensar en que complacería a mis clientes. Entonces dispuse de él como había hecho con Carola.

Como el negocio tiene que seguir, todos los viernes cumplo similar rutina, procurando cazar hombres o mujeres que viven solos y a quienes nadie suele reclamar. Si tienen sobrepeso moderado, que no luzcan de más de cuarenta años, son más elegibles. Casi siempre entre la fauna que llena los bares en los fines de semana abundan los ejemplares de ese tipo. Cuando abordan “mi” taxi, les interrogo. Generalmente están tan borrachos que se ponen parlanchines. Si tienen dolientes cercanos, simplemente los llevo a su casa y regreso en busca de otra pieza. Como en cualquier momento puede surgir alguien que empiece a husmear, un policía o un periodista, tengo siempre a mano un boleto de avión y una maleta preparada para volar del país a la menor señal de alarma.

Hasta ahora, mis asuntos van viento en popa, excepto por la curiosidad de Julia, la vecina del lado derecho de mi casa, una vieja averiguadora que parece la cronista del vecindario y que me preguntaba por Carola. Le dije que se había ido a Costa Rica. Que conoció a un compatriota en un cine en San José. El hombre estaba de vacaciones en la ciudad, es residente en Estados Unidos y gana mucho dinero en el negocio inmobiliario. Dos semanas después, Carola me escribió que quería casarse con él y se fue a Las Vegas para un divorcio rápido y no he vuelto a saber de ella. “Sólo espero”, dije a mi entrometida vecina, “que me mande la sentencia de divorcio para legalizarla aquí y poder casarme de nuevo”.

Tan bien van mis negocios que en octubre la Cámara de Comercio de la ciudad me dio una placa dorada donde consta que soy el empresario exitoso del año. El premio lo entregaron en un banquete en el salón Capricornio del Hotel Intercontinental. La paradoja es que las carnes que sirvieron en esa cena de gala fueron suplidas por mí. Los miembros de la Junta Directiva de la Cámara se dicen mis amigos y me ponen el brazo sobre los hombros. Yo sé que todo eso es simulación. Si yo fuera amigos de esos bourgeoises, me invitarían a su casa. Sólo soy su carnicero. C’est la vie!

Si tout va bien, en cinco años dejaré atrás la cacería, el negocio de carnes de primera y estaré en una playa en Ibiza bebiendo una sangría que me haga olvidar el sabor de sangre que se cuela en mi boca desde la noche del memorable cumpleaños de Carola hace tres años.

Ana Irene Méndez Peña
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