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La casa encapulla al hogar

jueves 22 de febrero de 2018
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No hay lugar en el mundo donde nos sintamos mejor que en casa. Las casas y todo lo que ellas albergan hablan de sus ocupantes. He visto casas con un salón cuyos dueños lo llaman “el bar” y ocupa un espacio preponderante. Otras, con un salón de juegos amoblado con una mesa de pool, mesas y sillas para jugar cartas y dominó, otra mesa cerca de la ventana para jugar ping pong. En estos tipos de viviendas los ocupantes son gentes muy sociables y nunca les faltan invitados.

Hay casas ostentosas caracterizadas por tener todo, o casi todo, doble. Doble salón: uno para recibir a diario y otro para ocasiones especiales. Dos salas de comedor ocupadas con los mismos criterios de los salones. Hasta tienen una cocina de lujo que parece sacada de una revista tipo Hola, nunca usada para que no desluzca y otra, con función proletaria, donde se prepara a diario la pitanza familiar. Es frecuente que en este tipo de casa la pareja duerma en cuartos separados porque el marido ronca en clave de león. Podríamos extendernos, pero creo que lo dicho da la idea.

Un hogar es una casa que se nos ha metido en el corazón y lo ocupa enteramente.

Por cada casa fastuosa hay miles de aquellas que los burócratas denominan eufemísticamente como de “un ambiente” para aludir a viviendas de, a lo sumo, veinte metros cuadrados de espacio “multifuncional”, esto es, ese espacio sirve para ver TV, de comedor, de dormitorio compartido por adultos y niños cuyas circunstancias hacen precozmente superfluas las clases de educación sexual. Si los burócratas fueran sinceros, en lugar de llamarlos multifuncionales, deberían designarlos cuchitriles o unidades de hacinamiento, en parangón con los vagones de trenes urbanos en horas pico.

No obstante las diferencias, sean éstas abismales o mínimas, todos llamamos “mi casa” al espacio que nos cobija. Aparte de las descritas, hay disimilitudes perceptibles o imperceptibles: no todas esas casas son hogares aunque eso necesariamente no salte a la vista.

Un hogar es una casa que se nos ha metido en el corazón y lo ocupa enteramente. Ese hogar hace un todo, inexplicable como el misterio de la Santísima Trinidad, con la vecindad, la población, la provincia o estado y el país donde se vive. Esos espacios, encajados unos dentro de otros como las matruskas, las muñecas rusas, se apoderan del corazón entero y cabe entonces la pregunta: ¿y qué pasa con los hogares que en la vida nos han cobijado con anterioridad al actual? Sencillamente, esos hogares dejan fibras cardiacas impregnadas de vivencias que hacen que el noble órgano se enternezca con los recuerdos de la infancia y de la juventud. Ese enternecimiento es algo inexplicado por sesudos científicos. Sentimos como si el corazón misteriosamente y, con esa brevedad que caracteriza a los hechos excepcionales, se disolviera como impalpable materia para recomponerse de inmediato y se ensanchara como un globo cuando le insuflamos el aliento sin apremios innecesarios.

Todo lo anterior podría pasar por la teoría general del vínculo casa-hogar. Ilustrémosla con un ejemplo hecho de vivencias y anhelantes aunque pedestres expectativas. Por ser el que tenemos más a mano, ese ejemplo es el de nuestra casa.

La casa que me alberga tardó tres años en ser asimilada por mí como hogar. No había base para ello, al contrario, eran muy poderosas las razones que justificaban la metamorfosis: era la primera casa adquirida a mi solo nombre, había escogido los colores con que se pintarían los interiores, exigido modificaciones en la distribución del espacio, seleccionado las piezas y los colores de las salas de baño; detalles por el estilo. Una explicación plausible a la falta de asimilación es que los hogares anteriores no dejaban entrar a la nueva casa, pero me gustaría intentar otra interpretación.

Una vez que acomodé los muebles después de ensayar variados esquemas de distribución, que colgué las pinturas y serigrafías, arreglados los closets e instalados los equipos, miré alrededor con satisfacción pero la casa seguía sin hacerme el guiño íntimo de la complicidad.

Hice sembrar grama en el jardín delantero y en el patio trasero. Planté árboles en sitios apropiados para que su sombra aminorara los efectos del inclemente sol vespertino pues la casa tiene la fachada orientada hacia el poniente. En el jardín crecieron dos cotoperices que, con el tiempo, alcanzarían seis metros de altura y cuyo ramaje abre en forma de globo achatado para proteger de los rayos del sol las ventanas de las habitaciones delanteras. Frente a la ventana de la sala, verdea un pino de no más de un metro y cuarto de alto, muy tupido y aglobado en forma de bulbo que se aguza hacia el firmamento.

Del patio trasero se apoderaron dos árboles también grandes: otro cotoperiz y un mango. Este último no falta en ninguna casa de mi región. Es un frondoso mango harto caprichoso. No obstante su veleidad, cuando en la mañana abro la puerta de la cocina que da al patio, el amigo mango con sus ramas cargadas de hojas color verde oscuro es la imagen de un amigo con los brazos abiertos para darme el fuerte abrazo con el que nos saludamos por estos lados.

Se supone que un mango que se respete da, al menos, una abundante cosecha anual, pero el mío echa frutas cuando se le antoja. Si lo hace, son escasas, redondas, y pueden pesar un cuarto de kilo, corteza en tonos que van del rojo al amarillo, pulpa dulcísima y sin desagradables hebras rodeando la semilla. Otras veces al veleidoso mango le da por engendrar también enanos, bocados exquisitos que pueden degustarse sin retirar la verdirroja corteza.

Mi mango no parece estar enterado de que pertenece a la familia Mangifera y en calidad de tal debe contribuir a la producción de la cosecha de treinta y tres millones de toneladas anuales con que la familia obsequia a la humanidad que habita las zonas tropicales. Es tan presumido este mango que no se deja tentar por los desafíos de los mangos de la vecindad que tapizan con frutas sus respectivos predios.

A uno de los poderosos brazos del mango se ciñe desde hace años una planta de orquídea. Es otra díscola. Dice el libro que las orquídeas deben florear por mayo, pues ella lo hace en diciembre y, si le viniere en gana, toma vacaciones. Me deja esperando dos años antes de mostrar su esplendorosa flor. Ésta es en forma de pequeña trompeta a la que se la ha cortado en bisel justo antes de que se abra en campana. La flor es de color púrpura que se difumina del fondo de la corola constituida por un pétalo único de borde delicadamente fruncido, sobre el cual resaltan los pistilos amarillos que, llenos de curiosidad, se asoman al mundo. A esa infatuada planta la consiento porque es capaz de mantener su apogeo por un mes y en eso es excepcional si se considera el tórrido clima.

No voy a extenderme describiendo todas las habitaciones de la casa, me bastará con hablar de mi cuarto de estudio porque es el recinto donde, aparte del dormitorio, suelo pasar más tiempo. Ya no tengo tantos libros como solía, cuando se hacía necesario usar estantes adicionales en el cuarto de huéspedes, cotidianamente dedicado a espacio alternativo para leer, o para ver televisión y videos en un sillón reclinable tapizado en pana azul oscuro.

 

La relación con los libros discurre de manera similar a la que mantenemos con las personas. Hay libros que leemos, releemos y siempre descubrimos nuevas facetas de su personalidad.

Hace dos años doné a la biblioteca de la facultad y regalé a mis amigos bibliófilos buena parte de los libros acumulados por años. Reducida a menos de la mitad, la biblioteca conserva mis libros favoritos. En un estante están los libros de literatura, de arte, de filosofía y la colección de premios Nobel editada por Aguilar. En el próximo reposan libros sobre Simón Bolívar y biografías suyas, la mejor de éstas es la del historiador colombiano Indalecio Liévano Aguirre.

Otro estante contiene biografías de personajes célebres (científicos, guerreros, monarcas, literatos, artistas) en ediciones populares; les siguen los tres tomos de las obras completas de Marx y Engels, al costado los tres tomos de El capital. No voy a presumir de haber leído El capital, pero siempre es reconfortante saber que está allí para una eventual consulta. En el lado izquierdo destaca otro tipo de libros, los adquiridos por su condición de objeto bello. El placer de hojearlos y detenerme a contemplar las ilustraciones, de deslizar la punta de los dedos sobre el papel glasé, justifica con creces su posesión.

La relación con los libros discurre de manera similar a la que mantenemos con las personas. Hay libros que leemos, releemos y siempre descubrimos nuevas facetas de su personalidad. Con esos, el vínculo es indisoluble. En ese aspecto diría que los libros les ganan a las personas. Pero, pensándolo bien, esta es una afirmación temeraria, porque, en realidad, de lo que no nos cansamos es de descubrir las sorpresas que nos depara el autor de un libro al cual atavía con los mejores ropajes del lenguaje. En esa categoría están Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez, autores de quienes siempre hablamos en presente porque nos referimos a su obra imperecedera. Sobre ellos conversé hace unos meses con mi querido amigo Rafael.

 

De Borges me dijo Rafael: “Él es constructor de fantasías que cautivan a la inteligencia y terminan por hacerle a ésta la vida grata y seductoramente impredecible. Borges nos lleva a recrear en la imaginación espacios imposibles pero que percibimos como verosímiles. Al final se da la comunión de la fantasía y la inteligencia, vínculo al cual la razón, desde Descartes cuatro siglos atrás, trata como a miembro segundón de la familia que florece en los meandros del cerebro. Borges no sólo disfruta construyendo laberintos literarios, confunde a sus biógrafos con el uso que suele hacer de seudónimos. Entre ellos se han logrado desenmascarar: Richard Francis Burton, George Orwell, Jonathan Swift, Adolfo Borges y Linda Reina Glamour”.

Yo salí en defensa del Gabo: “La fantasía de García Márquez apela a sentimientos y emociones. El Macondo de Cien años de soledad, por ejemplo, me remite a las historias contadas por mi madre acerca de su infancia rural. La universalidad del Gabo lo acerca al corazón de sus lectores y opera de manera similar en Polonia, Turquía, Texas, Galicia, Ferney-Voltaire, Nairobi, Kioto y en todos los rincones del mundo a donde llegan sus obras”.

Me detuve frente a la sección donde están ordenadas sus obras y seguí: “El deleite de sus historias en tono de cotidianidad, como ocurre con todos los grandes escritores, no significa que la obra sea predecible como sucede con los libros calificados de best-sellers y a los cuales es una patraña llamar literatura a la que vemos compartir los carritos de supermercados con una cadena de chorizos y una bolsa de papas. Es el manejo del lenguaje lo que deleita y sorprende hasta cuando el escritor cuenta una trama conocida por el lector, como hace Saramago con las historias bíblicas en su obra Caín”.

 

“No comparto contigo el que haya dos tipos de ficción”, me dice Rafael.

Sigo impertérrita ante la observación, en la esperanza de que al final esté de acuerdo conmigo: “Lo del Gabo es la fantasía que a veces, con aleteo de mariposa, o el batir poderoso de las alas de un cóndor en otras, nos hace ir ansiosos tras la pista de amores imposibles (El amor en los tiempos del cólera), de la decadencia y desmoronamiento de poderes políticos (El general en su laberinto), de los milagros con sabor a cotidianidad (Cien años de soledad), de la violencia cotidiana que reina en vecindades suburbanas (Crónica de una muerte anunciada), todo como parte de la tragedia humana, experimentada a su manera por cada generación, siendo como es universal y única”.

Una ventaja de los libros que escogemos para acompañarnos sobre las personas es que podemos llevarlos a casa y no son fastidiosos.

Rafael ha venido para comprobar que, en efecto, me he quedado con lo que deseo conservar, pero alberga la secreta esperanza de que todavía tenga algunos libros para regalar. Adivino su intención con las preguntas que me hace. Observa con cuidado otra estantería más pequeña ubicada sobre el escritorio, en la que forman doble fila las ediciones de Aguilar tamaño bolsillo, de encuadernado rojo y con letras impresas en plateado. Allí juegan a las letras Chejov, Dostoyevski, Wilde, Pérez Galdós y muchos otros que no enumero porque no se trata de escribir un registro. Rafael rebusca entre los títulos. Entiendo su interés pues él apenas comienza a construir su biblioteca y los amantes de los libros no nos cansamos de examinarlos.

A la derecha, otro mueble acoge las obras completas de Shakespeare en inglés y en español, Cervantes, Rómulo Gallegos, la Biblia, el Corán, dos tomos de Greek Gods and Heroes, de Robert Graves, Marcel Proust, Dickens, las obras completas de Quevedo, Edgar Allan Poe, Víctor Hugo, Octavio Paz, Naguib Mahfuz, Virginia Woolf, Milan Kundera, Isak Dinesen, antologías de cuentistas norteamericanos y por allí sigue la lista. Rafael quiere leer a Milan Kundera y me pide que le preste Masa y poder. Lo hago con gusto pero, sólo por si acaso, me dispongo a incluirlo en mi lista de libros prestados.

Sobre el escritorio reposan la computadora, la impresora y el escáner y dos bandejas acrílicas de esas usadas en las oficinas y que tienen sendos rótulos de entrada y salida. A mí me sirven para poner papeles que permanecen allí unos meses hasta que un día amanezco en vena de limpieza y los echo a la papelera. Eso nunca le ocurre a uno de mis libros. Me siento frente a la computadora y abro mi lista de préstamos y registro el que acabo de hacer. Eso me permite seguirles la pista a mis libros dados en préstamo, no es que aprecie más a mis libros que a mis amigos pero, como éstos, quiero que mis libros regresen a casa.

Una ventaja de los libros que escogemos para acompañarnos sobre las personas es que podemos llevarlos a casa y no son fastidiosos. Si los hemos adquirido porque tienen una bella portada pero su contenido no nos interesa mucho y no por eso los descartamos como tampoco lo hacemos con algunos bellos amigos fatuos a quienes toleramos. Podemos recurrir a los libros en cualquier día, a cualquier hora, no importa el clima que haga, y no se quejan ni se ponen a mirar el reloj con la intención de lanzar señales de que toquemos retirada.

Su paciencia, su ilimitada disponibilidad y su entrega total a satisfacer nuestras demandas hacen de los libros amigos insustituibles. No se quejan si, como parte de nuestra costumbre de leer antes de dormir, los dejamos caer al suelo; cuando la caída ocasiona una lamentable desencuadernación, queda a nuestro juicioso criterio la pronta reparación.

 

A la izquierda se abre la ventana sobre el jardín, justo frente a uno de los cotoperices que atraen a los pájaros en horas mañaneras. Debajo de la ventana hay un sofá de dos puestos tapizado con una tela con pequeños cuadros como mosaicos de un centímetro de lado donde se alternan diferentes tonos de verde. En él me reclino para leer o reflexionar, que viene a ser lo mismo por aquello del monólogo o diálogo interior, según el caso. Giro la cabeza para observar las pequeñas aves canoras, que se cobijan a la fresca sombra del árbol.

Hay un pajarito no más grande que mi pulgar, de color turquesa con iridiscencias en azul índigo en el dorso y pecho grisáceo que se posa en el antepecho exterior de la ventana. Se pavonea moviendo la cabeza mientras gorjea su práctica matinal. Sospecho que su imagen se refleja en el cristal de la ventana y esto le sirve para ensayar su actuación que luego repetirá frente a la pajarita por quien bebe los vientos.

Examinada la biblioteca, es necesario retomar el planteamiento inicial para no dejarlo deambular realengo. Después de tres años de vivir en la nueva casa, que la grama había prosperado, que los árboles me superaban en estatura, no mucho, pero algo; que los cuadros y afiches se asentaron en su ubicación definitiva, que los libros estaban en sus respectivos nichos, que había organizado los clósets, una mañana me despertaron unos acordes familiares provenientes de la misma habitación; enfoqué la mirada y me sorprendió ver al pajarillo de color turquesa con iridiscencias azul índigo y pecho grisáceo ensayando su acto frente al espejo del tocador.

La ventana del estudio había quedado abierta el día anterior y la avecilla decidió explorar el interior de la casa. Su vuelo lo llevó a mi dormitorio; al revolotear vio su imagen reflejada en el espejo y determinó que haría su ejercicio vocal frente a él, al ritmo de su gorjeo que sonaba en tres notas en clave de sol: si, do, re. Lo mejor que pude, pero con resultado algo zafio, hice coro al pajarillo y repetí sus notas musicales “si do re, si do re”. Bajo los efectos del encantamiento resultante, la casa se coló furtivamente y ocupó mi corazón, se arrellanó y con esto quedó completada la metamorfosis.

Respiré profundo, salté de la cama y seguí al pájaro. Él se fue por donde había venido dejándome en mi hogar. El avecilla sigue visitando la ventana, para cumplir con su trabajo canoro: gorjea sus notas mientras da cuenta del alpiste que a diario le abastezco.

Ana Irene Méndez Peña
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