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Su Silver Reed 150 y él

jueves 14 de mayo de 2020
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Su Silver Reed 150 y él, por Orlando Yedra
En otro tiempo, la máquina de escribir reinaba sin oposición. En Barquisimeto, el viejo servicio de mecanografía y gestoría suponía, para sus oficiantes, el diario trasegar entre los pasillos del Edificio Nacional y la plaza Bolívar.

1

Acudo a Google: ¿quién transcribe trabajos a máquina en Venezuela? El buscador me remite a una lista de vendedores en MercadoLibre. No es lo que me interesa. Especifico: ¿quién transcribe trabajos con máquina de escribir en Venezuela? La pantalla me devuelve la misma lista. Cambio entonces la pregunta: ¿quién repara máquinas de escribir en Venezuela? Leo un encabezado, “Reparación de máquinas de escribir”. Sin embargo, cuando accedo al sitio sugerido, el desencanto reaparece pues se trata de una oferta engañosa que camufla a los mismos vendedores de antes. Derrotadas mis esperanzas de hallar a algún paisano que preste servicios de transcripción a máquina o que las repare, no tengo más remedio que examinar la fulana nómina. Ahí voy. Alguien, en el Distrito Capital, publica la venta de máquinas Olivetti y Olympia; uno, en Aragua, presenta a los usuarios una Omegastar; en Lara hay quien ofrece una Panasonic eléctrica; se ve también cierta Aiko 6060 en Miranda; una Silver Reed 750 “impecable” salta desde tierra zuliana; gente de Caracas postula una IBM; otro postea una “antigua Olivetti” (¿qué tan antigua?) en el Zulia; de nuevo en Caracas, sale una “antigua Adler”, por allá una Brother. Llevan la delantera, con diferencia, los vendedores zulianos y caraqueños. (Por cierto: hay uno del Zulia que nos tienta con cierta pieza de colección: una máquina Underwood de los años cuarenta que, por lo menos en la fotografía, luce estupenda. Su precio equivale a cinco salarios mínimos. Es preciosa).

 

2

8 de enero de 2019. Poco después de las nueve de la mañana me acerco al Museo de Barquisimeto. La Librería del Sur está cerrada. Raro es que estuviera abierta, pienso. Salgo del recinto, doblo en la esquina donde está la señalización vial y tomo la acera. Sigo la ruta que marca la cerca de alfajol que resguarda un terreno baldío. Se adelanta por mi carril un señor algo subido de peso que va de camisa negra (imitación tercermundista de Lacoste). Apenas si puedo ver hacia adelante, pero en un resquicio que queda entre el hombre y la valla metálica distingo su silueta. Descansa tranquila sobre una mesa de madera pequeña. Ella misma es pequeña, más de lo que me había figurado. Ladeo un poco la cabeza y también logro ver la silla frente a la mesa, pero sin su ocupante acostumbrado. Y ella descansa allí, la pequeña máquina de escribir, sin su fiel amador. La imagen es poderosa y triste. Pero en unos segundos se disipa la confusa sensación. Al otro lado de la calle, apoyados sus codos en un muro de piedra, el señor Antonio conversa con un amigo. Nuestro gestor anda de chaqueta.

Es el único gestor-mecanógrafo que trabaja en los predios del emblemático Edificio Nacional. De seguro, el único de la ciudad, el sobreviviente de un oficio extinto.

—Yo llego aquí tempranito —dice con una sonrisa cordial—. Es que en la casa me aburro, y por eso prefiero venirme para acá. No me sale un guaro de trabajo, pero echo cuentos con los amigos.

Quedamos en el viernes para la entrevista. Me dio la impresión de que al principio de este diálogo Antonio no me reconoció. Tal vez haya sido así, pues sólo nos habíamos visto una vez en la que apenas si conversamos unos minutos. Aunque yo sí tenía años viéndolo, un solitario de esa esquina sentado frente a su máquina. “Aquí éramos muchos —señala hacia donde duerme su toñeca—, pero ahora quedé yo solo”.

Sí, ahora es el único gestor-mecanógrafo que trabaja en los predios del emblemático Edificio Nacional. De seguro, el único de la ciudad, el sobreviviente de un oficio extinto.

 

3

¿Aquella primera vez que hablé con Antonio? Vi una máquina de escribir en oferta por El Manteco (que, por cierto, no pude comprar pues otro se me adelantó) que no tenía la cinta. Fue el pretexto ideal para proponerle conversación al amigo. Esa mañana, me contó de las dificultades que tiene para conseguir la de su máquina. “Aquí ya no las venden”. La que ahora usa la obtuvo de un compañero que viajó a Mérida y compró una pues necesitaba que Antonio le prestara su “escardilla” para hacer un trabajo. Al devolverle la Silver Reed el hombre, en agradecimiento, acabó obsequiándole la cinta.

 

4

Un amigo muy querido me cuenta que en su casa siempre hubo máquina de escribir. Él y su hermano la reservaban para aquellos trabajos que precisaban de una presentación más pulida. Incluso, dice, a mediados de los noventa su hermana se dio el lujo de comprar una Panasonic eléctrica. Allí se ahorraban las molestias de cuadrar manualmente el final de cada línea. Escribías, mirabas la pantalla, justificabas el texto y luego lo asentabas en el papel. Funcionaba de manera muy similar a los editores de texto de los ordenadores. Nada hacía presagiar que, a la vuelta de unos años, asistiríamos a la desaparición de la máquina de escribir, añade pensativamente mi amigo. El mundo informatizado de hoy no se dejaba adivinar.

En otro tiempo, lo sabemos, fue distinto. La máquina de escribir reinaba sin oposición. En Barquisimeto, el viejo servicio de mecanografía y gestoría suponía, para sus oficiantes, el diario trasegar entre los pasillos del Edificio Nacional y la plaza Bolívar. Era una bien aceitada maquinaria que incluía a funcionarios de todos los niveles y dependencias, abogados, fiscales, jueces que “facilitaban” gestiones que, de otro modo, demandaban una considerable inversión de tiempo por parte del “cliente”. El gestor era la pieza que ponía a andar el eficiente aparato. La plaza abundaba en gestores de chaqueta y máquina de escribir. Eran un símbolo socioburocrático. Hoy día, las funciones del gestor han sido suplantadas por una proliferante camada de abogados desempleados y de cibers especializados en el servicio.

 

5

11 de enero. Es viernes, el día convenido para la entrevista. Voy a bordo de un rapidito. El chofer escucha un programa que se llama Vegueriando, que, como sugiere su nombre, pone al aire los pasajes más enguayabados del Llano adentro, esos que “no son muy comerciales”. Lo conduce una mujer que se identifica como “su cantante veguerita”. Me fijo en el dial: 102.7 FM. Oigo la hora: 9:04 de la mañana. Llevo un poco de retraso para mi encuentro con el gestor. Atravieso una plaza Bolívar muy activa. Hay cables, aparatos, micrófonos, algunos periodistas con credenciales del Gobierno, sillas blancas vacías debajo de un toldo. Me siento en un alero de lo que alguna vez fue una fuente y anoto en mi cuaderno un par de cuestiones que no quiero pasar por alto.

Muchas veces se viene caminando desde su casa para ahorrarse el costo del pasaje. Su Silver Reed la guarda en el depósito de un edificio cercano.

Antonio está de pie, guayabera larga, de un tono naranja algo pálido; pantalón de dril color ladrillo. Habla con un señor que se hace a un lado apenas saludo al escribiente.

—Yo tengo como cincuenta años en esto. Aprendí por mi propia cuenta. En aquel tiempo un amigo me enseñó, allá en la plaza Bolívar —mira hacia el frente—. En aquel tiempo habíamos como ocho trabajando. Nos salía mucho trabajo. Llenaba planillas para matricular vehículos, solicitudes para diligencias tribunalicias, traspaso de carros, solicitudes de copias de expedientes y todo lo que saliera —ríe tímido—. Salía mucho trabajo; ahora no sale nada. Llego tempranito, antes de las ocho, y a mediodía me voy. Como a las dos me pongo a jugar dominó con los vecinos.

Agrega que muchas veces se viene caminando desde su casa para ahorrarse el costo del pasaje. Su Silver Reed la guarda en el depósito de un edificio cercano.

—¿Y qué pasó con los otros vendedores hoy?

—No, ya todos se han ido —responde el mecanógrafo—. Es muy difícil trabajar así porque la gente casi no tiene efectivo.

Justo entonces aparece el señor Édgar Mascareño. Gestor retirado, camisa azul, blue jean, zapatos negros.

—¿Epa, y qué van a hacer ahí? —interroga a Antonio por la parafernalia que se despliega en la plaza.

—No sé, un acto, un homenaje.

—A éste es al que hay que hacerle un homenaje —dice Mascareño señalando a nuestro gestor—. Ha guapeado aquí todos estos años con su maquinita (muy bien conservada, coqueta).

Pasa por la esquina otro carnal de nuestro personaje. Es Pedro Rodríguez, abogado. Aprovecho para preguntarle a Antonio qué otro tipo de trabajos hacía.

—De todo, hasta una vez un señor me pidió que le escribiera una carta de amor. No hallaba cómo hacérsela y le dije que me trajera escrito en un papelito lo que quería decir.

Ríe.

Mascareño refiere una anécdota de hace unos treinta años cuando cierto amigo en común se apareció por la plaza con un camión repleto de pencas, materia prima de la que se extrae cocuy, el famoso licor larense. El tipo venía a diligenciar unos documentos en una comisaría que quedaba por aquí cerca. Estaciona su camión y les dice a los gestores de la plaza que si gustan pueden echarle una probadita a su cargamento.

—Sabían muy dulces —precisa el ex gestor con una sonrisa aliñada de picardía.

Antonio sólo asiente con la cabeza, no agrega nada.

—Y aquella borrachera que nos dimos con esas pencas —redondea la historia Mascareño.

—En aquel tiempo había mucho trabajo —ahora es Antonio quien rememora. Sí, hay nostalgia en su hablar—. Todos los viernes nos íbamos a la fuente de soda La Guayana, aquí mismo, donde ahora funciona el Concejo Municipal.

—¿Y sus máquinas de escribir? —pregunto.

—Yo he tenido muchas pero con la que más tiempo he durado fue con una igual a esta. Se me dañó hace poco. Pero como ahora no se encuentran los repuestos, la perdí.

—¿Te acuerdas de aquellas que el Banco de Venezuela nos regaló? —interviene Mascareño.

—Yo tengo una Olimpia nuevecita allá en la casa. Pero esa no la uso para el trabajo. Hay un señor que me la quería comprar pero yo le dije que esa no la iba a vender porque es un recuerdo.

En 2011 cerró la india Godrej and Boyce Manufacturing Company, la última fábrica de máquinas de escribir que existía en el mundo.

El mecanógrafo mira a su otro tesoro, la Silver Reed, cuya mitad superior está cubierta por una carpeta marrón. Se da cuenta de que me fijo en el detalle. “Lo que pasa es que el sol seca la tinta de la cintica y eso hay que cuidarlo mucho. Esa es la escardilla. Antes uno compraba los repuestos y las cintas en cualquier quincallería. Ahora en ningún lado se encuentran”, añade un tanto compungido.

“Doctor” —nuestro personaje saluda risueño a un abogado que anda de camisa y blue jean. La mesa en la que descansa la máquina es de fórmica beige con una gaveta.

—El lunes [14 de enero, día de la procesión de la Divina Pastora] no hay vida aquí —le dice Antonio al doctor—. Yo vengo el martes.

Mientras conversan, en la plaza sueltan canciones revolucionarias a todo trapo.

Una sombrilla lo protege del sol. Ya solo, y como a tenor de confesión, me dice que al principio le sobraba trabajo. “Yo aquí converso con los amigos y, de vez en cuando, me sale algún encarguito”. Todavía le sale. Por fortuna, pienso.

 

6

En 2011 cerró la india Godrej and Boyce Manufacturing Company, la última fábrica de máquinas de escribir que existía en el mundo. Su canto del cisne fue la puesta a la venta de quinientos ejemplares destinados a coleccionistas. La reseña en Internet apunta que desde el 2000 la compañía comenzó a tener dificultades con las ventas, diez o doce mil unidades anuales cuando, en sus mejores tiempos, facturaba cincuenta mil piezas al año. En 2008 dejaron de producir y se dedicaron a vender lo que quedaba en existencia. Ahora la firma fabrica refrigeradores. La máquina de escribir tiene carta de residencia entre las antiguallas. (No le comento nada de esto a Antonio).

 

7

15 de enero. Hoy Antonio lleva una guayabera manga larga color ostra, pantalón de dril gris, grises, también, los zapatos.

Antonio es hijo de Francisco López, comerciante, y Eloína de López. Es el tercero de seis hermanos. Siempre ha vivido en una casa de la calle 50 con carrera 26. Antes de dedicarse a la gestoría, Antonio José López López fue comerciante, como su papá, mercando frutas. “Habíamos muchos gestores. En aquel tiempo se llamaba así. Ya eso se acabó”. “En aquel tiempo”, es una fórmula recurrente de su discurso que lo reenvía a un lugar de afectos localizado en el Barquisimeto de los setenta, los ochenta del siglo pasado. Es su pasado.

La mujer de Antonio, por más de cuarenta años, ha sido Chiquinquirá Suárez. Tienen cuatro hijas. Quien inició a Antonio en el arte de la mecanografía fue un personaje a quien mentaban “La Cotorra”, ya fallecido. “En aquel tiempo me salían tres, cuatro trabajos diarios. Había mucho trabajo”; de nuevo la nostalgia marca el tono en la narrativa del viejo (“Cada quien tenía sus clientes —precisará Mascareño un poco más tarde—, por eso nunca teníamos problemas”).

¿Cuál era el trabajo más engorroso?

“Llenar planillas” (responden a dúo, memoriosos). A nuestro personaje le gusta leer, dice algo más tarde, pero las cataratas le dificultan hacerlo ahora. “Siempre me han gustado las historias”. “Tengo cataratas en este ojo —el derecho—. ¿Con qué plata me opero?” —pregunta, apoyando la mano izquierda en el mentón.

“Hace más de dos meses que no me sale nada. El último trabajo que hice fue llenar una planilla sucesoral. Me vengo para acá pues ¿qué voy a hacer en la casa? Pero aquí no nos sale nada”. Ya nos ha dicho esto antes, pero él se siente en paz al recalcarlo. Me insiste en que hable más con su amigo que ahora deambula del muro de piedra al tamarindo. “Dígale a Mascareño. Él tiene el mismo problema que tengo yo”. Decido acercarme cuando aquél se guarece del sol a la sombra del árbol.

“¡Na’ guará!, como cincuenta años”, dice al preguntarle desde cuándo conoce a Antonio. Matriculaciones, traspasos. Esos eran los encargos más habituales. Cuenta que hace unos veinticinco años dejó de usar su máquina de escribir. “Ya nadie las usa”, agrega. Casi nadie, pienso decir, pero no lo digo, sólo miro al viejo Antonio cuya mirada quizás camina alguna calle muy querida de sus recuerdos. La Silver Reed, su Silver Reed, dormita.

 

Al viejo se le veía absorto en un papelito que sobresalía a un costado de la máquina mientras escribía sin mirar las teclas.

8

Vuelvo a pasar por la esquina, poco después de mediodía. Ya Antonio se ha ido. El del vecino puesto de pastelitos de carne molida y queso desmonta su tarantín. Alcanzo a ver a Mascareño, atravesando la calle con su paso cansino hasta perderse en la plaza. Varias personas aguardan en el pequeño muro de piedra hasta la hora en que reciban noticias de los trámites judiciales de sus deudos. Me sobreviene una inquietud: ninguna de las veces en que conversé con Antonio pude verlo ejercer su oficio mecanográfico, no pude escuchar el sonido de su teclear, el diálogo cariñoso de los dos protagonistas de esta historia. ¿Cómo se oye la Silver Reed 150? ¿Es un sonido distinto al de la Olympia de mi niñez? Para nuestro personaje, creo, este asunto no debe tener ninguna relevancia. Pero yo quería escucharla. Oír una máquina de escribir trabajando en el centro de una ciudad como Barquisimeto, ya casi entrada la tercera década del siglo XXI, tiene su encanto, ¿no?

 

Su Silver Reed 150 y él, por Orlando Yedra
La máquina de escribir tiene carta de residencia entre las antiguallas.

Posdata. Escribí el párrafo anterior sentado en un banco de la plaza Jacinto Lara el día de la última entrevista a Antonio López. Consideré, entonces, que era el cierre más idóneo para esta crónica. Sin embargo, unos días más tarde, acaso una semana, ocupado en otros asuntos, caminé cerca del territorio de Antonio. Y esta vez sí pude escuchar el cliqueteo de su Silver Reed 150. Era amortiguado, sin brillo, se me ocurre que por tratarse de un lugar abierto. Al viejo se le veía absorto en un papelito que sobresalía a un costado de la máquina mientras escribía sin mirar las teclas. Me convencí de que la escena suponía un mejor final a esta historia, con Antonio rompiendo por fin su sequía de meses. Esa vez no quise importunarlo, aunque en principio quería acercarme sigiloso hasta donde él estaba, saludarlo y retirarme en seguida. Pero no me pareció justo distraerlo. Yo seguí, el viejo trabajaba.

Orlando Yedra
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