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La venganza de Equis

martes 10 de octubre de 2023
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Equis programó un recordatorio en su teléfono. Pero, en realidad, lo hizo como un simple trámite, pues cómo podría olvidar una fecha que lo ha mantenido en vilo desde hace una semana cuando recibió la invitación. Hoy, a las diez de la mañana, en el Paraninfo del Palacio de las Academias, el maestro Jotabé, figura tutelar de nuestras letras, presentará la edición actualizada de su antología del cuento contemporáneo nacional. Desde la príncipe, aparecida hace ya treinta y cinco años, hasta esta, la octava edición, cincuenta y dos autores han recibido carta de residencia en ese compendio fundamental del relato breve, suerte de Salón de la Fama de la narrativa criolla. Con cada actualización quinquenal que hace el catedrático se activan las apuestas de críticos, periodistas y narradores: ¿quiénes accederán esta vez al Olimpo consagratorio? Jotabé nunca divulga nombres, sino hasta el día de la presentación oficial. Sin embargo, como suele ocurrir en este tipo de instancias, las especulaciones abundan. Se ha filtrado cierta información que señala a Equis como uno de los nuevos ingresados a la exquisita nómina de autores. Por eso nuestro escritor ha sido de los primeros en llegar a la sala que atestiguará el anuncio.

Es viernes y hace un poco de calor. Al fondo del recinto se divisa a los invitados, incluyendo a la prensa debidamente acreditada. En las primeras filas, en cambio, están sentados los escritores. Entre éstos es posible distinguir con claridad tres grupos. Está el primero, el de los elegidos, aquellos que ya son parte de la antología, como Cejota, el cejijunto poeta de las cejas encanecidas, que mira al resto de sus colegas con inocultable desdén desde su nariz finamente levantada. Otros, los autoinvitados, caso de Sutanito, versificador impenitente y autor de historietas para periódicos provincianos, o del simpático Perencejo, que cultiva el innoble género del minicuento, sabedores de que esta gloria les está vedada per se et usque in aeternum, se solazan en sus chistes y comentarios picantes a costillas de los honorables asistentes con un desparpajo indigno de lugar tan solemne como este. En cambio hay un tercer grupo, el de los tipos como Equis, como Jotajota, aspirantes legítimos al ascenso definitivo, que apenas si logran serenarse. Al entrar, Equis se cruzó con uno de estos, un tal Eñecú, con quien ha sostenido alguna polémica en el pasado en arduos asuntos de narratología. Se miraron, se estudiaron, movieron sus cabezas lentamente de abajo arriba con los labios fruncidos, sin decirse media palabra, y cogieron cada uno su silla.

Adelante prueban el sonido. Faltan cinco minutos para que se inicie la presentación. El micrófono suelta ese pitido fastidioso que ya es un tópico en los prolegómenos de todo evento cultural. Le bajan volumen a las polonesas de Chopin que ambientaban la espera. Calibran el volumen del micrófono. Ladean un poco esta corneta, ocultan aquel cable tras un parabán. En la primera hilera de sillas los aspirantes se miran furtivamente. Equis golpea la suela de su zapato izquierdo con la punta del derecho. Alguien da de golpecitos al micrófono. Aparece Jotabé. Doblehache, discípulo dilecto del antólogo, se ocupa de leer la hinchada hoja literaria de aquél. Ahora quienes hablan son Jotabé y el tracto intestinal de Equis. El gurú hace un racconto de la nómina consagrada. “En la primera edición se incluyen nombres fundamentales como los de…”, dice. Se detendrá, hoy, especialmente, en la ponderación crítica de la obra de cierto representante de la neovanguardia estética transposmoderna, uno que está presente en la sala y que, por supuesto, hace parte de la antología, desde hace dos quinquenios. El tipo no cabe en su asiento. “En Dobleyé —el escritor en cuestión— se conjugan la solvencia técnica y el dominio macerado del lenguaje…”. Otro pitido obliga al maestro a hacer una pausa. Aprovecha, también, con ensayado ademán, para indicar que es llegado el momento de la entrega de los ejemplares de cortesía. “Ya casi termino”, precisa Jotabé.

Equis abre el libro. Huele sus primeras páginas. Cierra los ojos. ¿Qué hago —se pregunta—, voy directo al índice o reviso las últimas páginas?

A Equis le tiemblan las piernas cuando recibe el volumen. (Perencejo, en cambio, está muerto de la risa con un chiste de dos viejitos académicos que le contó Sutanito. El narrador se abstiene de transcribir el contenido de tamaña indiscreción. Pero sí lo escuchó con claridad. No se crean estos dos que se me van a escapar. Sutanito le echa una mirada lasciva a una de las divinas nenas que reparten los libros). Volviendo a Equis, éste decide esperar el anuncio de Jotabé. “No fue fácil tomar una decisión. Pero este año…”. A Equis se le antoja eterno el palabreo de Jotabé. No se aguanta. Rompe el celofán, procurando no llamar la atención. Nota una mirada malintencionada en Eñecú. Equis abre el libro. Huele sus primeras páginas. Cierra los ojos. ¿Qué hago —se pregunta—, voy directo al índice o reviso las últimas páginas? Hace lo primero. Se pasea lentamente por los nombres iniciales, ya conocidos. “Al carajo”, se dice. Se deja de tonterías y va directo a las últimas líneas. Y allí están, los nombres de los cuatro nuevos inquilinos de la gloria antológica. “Con razón el perro de Eñecú sonreía así. El gran carajo entró”. Su nombre, el de Equis, no está. Piensa en dejar el libro sobre la silla y largarse sin esperar a que Jotabé finalice su disertación. Así lo hace. Se levanta excusándose con una de las organizadoras. “Sí, es viral”, le dice, “Qué lástima, pero tenga, no olvide su libro”, le ofrece ella, diligente. No tiene más remedio que volver a tomarlo. “Graciasss” (sonríe con los dientes apretados). Jotabé se explaya, ahora sí, en el cuarteto de elegidos. Ya Equis va descompuesto por la calle. (Mientras, en el salón, entreviendo el final de la parla de Jotabé, vemos a aquel par de tunantes, Perencejo y Sutanito, asediando la mesa de los pasapalos). Equis ve una papelera y tira el ejemplar. Sin embargo, al encender su Malibú, se le ocurre que es mejor recogerlo para cumplir en él, como prescribe la tradición, un justo auto de fe. “No será en una fogata a lo Torquemada, pero las hornillas de la Haier me servirán”, piensa. Es Equis una furia frente al volante.

Deja su carro en el estacionamiento del edificio. Cuando sale de allí se encuentra con un vividor de esos que merodean la zona. “Sálveme, profe”, le dice el tipo. Equis lo mira con cara de no tengo nada y yo no quiero piedra en mi camino, déjame en paz, pero, sensibilizado o hastiado —cómo saberlo—, se voltea súbitamente: “A ver cuánto te dan por esto”, le entrega al pedigüeño el malhadado libro. Sube a su apartamento. Enciende la computadora. Mientras espera vacía sus esfínteres, recalienta el café, se descalza. Abre la carpeta de trabajos recientes. Va al archivo que contiene su último cuento, ese que tanto le ha gustado, “La venganza de Equis”, se llama. Es un encargo para cierta revista literaria que dirige Zeta, sí, como adivinan, otro de los autores antologados por Jotabé. Equis lee el título del relato. Está perfecto. El ratón juguetea entre las líneas. Este pasaje le encanta. La imagen poética de acá está bien lograda. El final le parece adecuado. Ahora va a la dedicatoria. Ahí está el problema. Aprieta el ratón por los costados, cliquea para seleccionar el texto, esa línea infame. “A Jotabé”, lee Equis, por última vez. “A la basura, viejo”, dice mientras hace clic en eliminar. Ahora suspira con alivio. Se sosiega. Equis va otra vez al baño. Pone algo de Rubén Blades en la computadora (algo como “Cipriano Armenteros”). Cierra el archivo con el sustancial cambio guardado. Mañana lo enviará puntualmente, como había acordado con el editor. Quizás Jotabé nunca se entere; ni siquiera es seguro que alguien, además de Equis, lo sepa algún día. Qué importa. A despecho de tal circunstancia es evidente que nuestro escritor se goza el momento, se goza su venganza.

Orlando Yedra
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