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El signo de los tres Rojas
(Armando Rojas Guardia, Golcar Rojas, Néstor Rojas)

jueves 18 de junio de 2020
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Armando Rojas Guardia, Golcar Rojas y Néstor Rojas
Armando Rojas Guardia, Golcar Rojas y Néstor Rojas son venezolanos, son mis amigos, son ubérrimos.
El aleteo de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo.
Proverbio chino
Peirce nos enseñó que no es cierto en absoluto que todo acontecimiento esté “determinado por causas conforme a una ley”, ya que, por ejemplo, “si un hombre y su antípoda estornudan al mismo tiempo, esto es simplemente lo que llamamos coincidencia”.
(Umberto Eco y Thomas Sebeok: Prólogo a El signo de los tres)

I.
Números mágicos y sonidos persuasivos

Llevo días pensando en la manera de enfocar un acercamiento a tres escritores venezolanos que me han dado el tono adecuado para entender la peste que vivimos, transmitiéndolo a esa música de palabras que termina siendo la literatura. Ellos son, coincidentemente, todos de apellido Rojas, y a eso me he referido al tomar como epígrafe la cita de Eco y Sebeok sobre Peirce: no hay coincidencias.

Los escogí, ya lo dije, por sus acercamientos a la pandemia y sus consecuencias, pero también porque ciertos elementos los unen: son venezolanos, son mis amigos, son ubérrimos, en el sentido latino del término: fructíferos en extremo y se expresan de múltiples y varias formas: Armando Rojas Guardia es poeta y ensayista; Golcar Rojas es, sobre todo, cronista y narrador, aunque a veces también escribe ensayo; Néstor Rojas es poeta y pintor. Decidí analizarlos, aunque este término me parece pomposo, porque la brevedad autoimpuesta me hace rechazar la noción de análisis, en orden alfabético, que es intercambiable.

No me es costumbre incluir ilustraciones en los textos, aunque me agradaría hacerlo. Manuel Bermúdez, muy querido y respetado profesor y amigo, me previno contra esa tendencia, pues decía que la literatura no necesita muletas. Y en fin… no siempre he hecho caso.

En algún momento me he divertido, en sentido estricto, dirigiendo la atención de un posible lector del cauce temático principal hacia la descripción de una imagen. Por ejemplo, digo, escribo: en primerísimo plano, en azul, una esfera sembrada de alguna especie de hongos, extraño planeta, se destaca contra el fondo difuminado de otras esferas similares bañadas en una luz púrpura. Y ya los niños han dibujado tanto el coronavirus, la coronachina con que se matan varios pájaros a la vez, que pocos temen. Y no importa. Pero escogí más bien un cuadro de Néstor Rojas para enfocar peircianamente (con toques de Bajtin) este ensayo con que me divierto en plena noche de cuarentena. Y afuera llueve. Cae la lluvia largamente ansiada. Mi huerto se estremece de gozo, estoy segura. Los gatos, en cambio, ven frustradas sus cacerías nocturnas. Muchos sufren por el temor y el estrés de las goteras e inundaciones. Mañana se sabrá.

 

II.
Armando Rojas Guardia

*

Afirma Armando: “La pandemia nos devuelve, aun sin nosotros voluntariamente pretenderlo, al sentido cósmico de la existencia”. Y pasa a la revalorización de la experiencia de la peste apelando a los argumentos filosóficos y religiosos a los que apela siempre un místico como él. Fue mi primer acercamiento comprensivo, tolerante y respetuoso. Porque ya no era yo la que sufría o podía sufrir la enfermedad. Porque a la hipertrofia del individuo que la cultura había desarrollado en mí y en todos nosotros se oponía de repente la globalización del miedo y del sufrimiento. Así, en palabras de Armando: “El hecho súbito de que una pandemia, globalizada en medio de nosotros como nunca antes, nos conecte con ese asombro metafísico (el amor de Dios por Su creación) constituye una lección moral desde ahora y para siempre inolvidable”.

**

Conocí a Armando en 1985. No recuerdo cómo: porque él ya tenía fama por haber pertenecido al Grupo Tráfico que, junto con Guaire, habían dado un “refrescamiento urbano” a una poesía que navegaba entre el exagerado formalismo de los 70 y el costumbrismo agrícola tan persistente. En aquellos días no eran fluyentes las relaciones entre diversas capillas literarias y yo, personalmente, carecía de un background caraqueño o lo que fuera y era más bien parte de “el perraje”.

De alguna manera, comenzamos a reunirnos Néstor y yo con Armando, Alberto y Miguel Márquez, Gonzalo Ramírez, Lulú Giménez, a veces en Sabana Grande (éramos pobres, lo que no nos impedía compartir una pizza) o en casa de Alfredo Chacón y Luna Benítez. De aquellos tiempos recuerdo dos obras maestras de Armando: El dios de la intemperie, precioso libro de ensayos, y “Proserpina”, un magnífico cuento.

***

Otro texto de Rojas Guardia, “El universo es Ítaca”, nos insiste en la imperiosidad de vivir la peste como un episodio global: “En momentos de depresión y melancolía radicales todos hemos sido protagonistas de la experiencia infernal de sentirnos exiliados del mundo. No hace falta ser un feligrés católico del siglo XIV, el instante histórico en el que se compuso esa plegaria, para experimentar la realidad del universo, dentro de algunas ocasiones neurálgicas de nuestra vida, en consonancia con el imaginario desplegado por el ‘Salve, Regina’: ‘(…) aquí suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas (…) los desterrados hijos de Eva’. Son momentos de existencial desarraigo, de extranjeridad casi ontológica, sensible, medular (…). Y sin embargo… Como Ulises, aunque no lo sepamos, aunque pretendamos no saberlo, aunque vivamos psíquica y espiritualmente dormidos, estamos en Ítaca, nos encontramos en nuestra única patria, en el origen y la meta de todo el viaje repleto de maravillas, asechanzas y peligros que emprendimos al venir a este mundo”.

Y en los dos textos aquí revisados están los mismos postulados: aunque no lo podamos entender, el Mal, esa saña desatada sobre Job y que ahora nos toca, es parte del amor de Dios; la pandemia debe devolvernos el sentido cósmico de la existencia, “el espanto y el gozo de sabernos integrados a magnitudes que existen más allá de nuestro parcelamiento individual”, y debemos asumir que cualquier salvación en este tiempo de pandemia pasa por el deber, mejor dicho, la obligación de amar.

 

III.
Golcar Rojas

*

La mirada vivaz y atenta, la media sonrisa irónica y la exuberante vegetación, seguro atendida por él mismo, definen a Golcar Rojas, a quien quiero, y respeto y admiro, y conozco “de vista, trato y comunicación”, como se dice, desde hace diez años (y puedo dar fe de su bonhomía) aunque jamás nos hemos visto en persona y probablemente jamás lo haremos. Ese es uno de los prodigios de las comunicaciones modernas, es decir, cómo las TIC y las redes sociales construyen relaciones.

Empecé siguiendo sus crónicas por Facebook, llenas de un humor tan amargo como el zumo de limones y penca de sábila (pero mentiría si no mencionara que su gata, Charlie, tuvo mucho que ver en la elaboración de la empatía). Me maravilló su capacidad para reflejar literariamente los lenguajes del entorno. Como muy pocos escritores pueden hacer, sus personajes se construyen básicamente del discurso.

Y si bien alguna vez lo comparé con José Rafael Pocaterra, me quedé corta. Porque aunque ciertamente él pertenece a esa estirpe de burlones y paradójicos, hay elementos nuevos que aporta: el ya comentado manejo del lenguaje, la mirada periodística (esa perspicacia que permite sacar de un evento el tuétano, lo esencial, y escribirlo, cualidad que comparte con Milagros Socorro, con José Pulido, con Albor Rodríguez, con Eloi Yagüe, y con John Dos Passos, si a ver vamos) y su capacidad para evadir los sentimentalismos.

**

En el resumen “biográfico” al final de Historias de Tía Amapola: Teatro para armar (2017), Golcar dice, además de que escribe para divertir, lo siguiente: “A veces con humor, otras con drama, mis historias siempre tienen impregnada la marca del ser humano, de la vida humana. Mi vida es una constante lucha diaria contra los prejuicios. Mato uno y aparecen diez, pero sigo combatiéndolos y escribir también me ayuda en esa batalla”.

Reconozco que su novela Te voy a llevar al cielo (2015) me chocó en la primera lectura. Una segunda lectura, un año después, me sirvió para decantar los prejuicios, captar la atmósfera, aislar la novela de sus implicaciones en la historia venezolana moderna y verla como la buena obra de ficción político-policial que es. Después de eso leí los Textos de la concupiscencia cotidiana (2016), que tiene algunos relatos buenos. Pero me parecen admirables los cuentos de las Historias de Tía Amapola (sin la versión teatral) y los Textículos del Revolucionario.

***

Golcar está viviendo fuera del país. Como tantos compatriotas, trata de reconstruir su vida trabajando e invirtiendo en otro lugar que le garantice lo necesario y un poco más, es decir, el cumplimiento de las escaleras de Maslow. En la pandemia ha venido publicando por Facebook las crónicas de cómo él sobrevive a la cuarentena, cómo la sobreviven los otros alrededor y cómo percibe él, esta vez muy seriamente, la situación económica y social del país donde está y de éste. Porque haberse exiliado no le borra la memoria. Además, ha vuelto a publicar las historias de la Tía Amapola, que son narcoliteratura (esa clasificación) pero algo más.

 

IV.
Néstor Rojas

*

Miro las vitrinas apagadas de los mercaderes
Sonrío de oreja a oreja porque nadie me ve
Sé que el mundo ahora es una angustia confinada
a punto de estallar
Lucha por sobrevivir
Por eso no se deja ver
Apenas si se oyen, escondidos, sus latidos

Este es el poema “Sigo escondido”. Los poemas de Néstor Rojas, a pesar de su aparente espontaneidad, reflejan una mesurada obsesión por la construcción y la obtención de sonoridades extremas. Cuentan que Nikola Tesla, el serbio que puso muchos de los cimientos para utilizar la energía eléctrica, le daba en sus paseos vespertinos tres vueltas al edificio de su laboratorio. Cercano a Pitágoras, este Rojas se devana buscando en la perfección del número: a) el silencio de la montaña y b) la música de las esferas. Pues, contra toda apariencia, percibo y sé que este poeta es un pitagórico. Más apolíneo que Dionisíaco. Órfico, también.

**

Quizás me desautorice un poco para hablar de su trabajo haber sido compañera de viaje de Néstor Rojas durante dieciséis años. Lo conocí cuando él tenía veinticuatro, con muchas de las huellas de la niñez frescas. Era un hombre que buscaba, a veces desesperadamente, su camino, que él intuía distinto del que parecía obligado a seguir. Yo fui una especie de trocha para salirse hacia espacios más amplios donde podía construir sus propias sendas o transitar por las ya construidas que condujeran a destinos diferentes.

La historia comienza en un tiempo que ya no existe:

Estuviste ahí,
en el mismo cuarto casi en penumbra,
donde escribiste garabatos en un cuaderno
arrasado por los años

(Del libro Enciende una luz)

Así que presencié su evolución. Órfico ya era, y Manuel Bermúdez lo puso en el camino de Díaz Casanueva y Olga Orozco. Y de Rilke. Íbamos a la biblioteca Simón Rodríguez, de Caracas, y allí él se sumergió en la lectura de poetas y teorías de la poesía. Al poco tiempo, y con la ayuda de Roger Michelena, conseguí allí un empleo que nos permitió cierto desahogo económico: paseos por Sabana Grande e idas al cine, plata para comprar papel, cinta de máquina y sacar fotocopias para enviar a concursos los libros que producíamos (porque la disciplina de Néstor y su tenacidad para lograr los objetivos de su obra tuvieron su efecto en la mía: y no competíamos él y yo pues éramos “compañeros de jardín”, como dice Rilke). Crecimos, pues, en aquellos días de la segunda mitad de los 80, con la mirada puesta en viajar dentro y fuera del país. Recibió Néstor especiales apoyos del poeta Luis García Morales y de Gustavo Luis Carrera. Y ambos lo recibimos de las sopas solidarias de Saúl Rivas Rivas.

Así que sí, como si fuera en mi actual semillero, yo vi nacer sus primeros poemarios: Diario de El Fulmar, Friso de máscaras, Salmos testimoniales, Transfiguraciones. Siempre supe que era un gran poeta y sólo hice cuanto pude y mientras pude para nutrir su potencial.

***

El pálido sol de abril blanquea los recuerdos
El olvido es el viaje hacia el despojo. Todo es frágil en las fauces del tiempo, hasta el amor.
La soledad es el verano más seco.
………………………………..
Metáfora de la otra cosa
El fondo de la palabra es el sentido. El trasfondo del recuerdo, el pasado. El alma es la memoria, que el olvido no puede destruir, aunque lo borra casi todo, definitivamente.

(Del libro inédito Fragmentarios)

En días de peste, ha aparecido en España el poemario Alguien enciende una luz. Que es diálogo, increpación e invocación. La segunda persona contribuye a reforzar esas características que, a la vez, refuerzan el atroz sentimiento del emigrado, del que al perder literalmente su país siente que ha perdido todo: la casa, el fantasma del padre, los nombres de los otros muertos familiares, la impresión de un espacio irrecuperable del cual sólo quedan memorias y no compactas. Es un bellísimo homenaje a la raíz patriarcal que nos nutre. Es un bellísimo libro, con una ventana en la portada. La foto es del poeta, que ha venido desarrollando una visión con sentido plástico.

Confieso que al principio fui escéptica ante sus esfuerzos estéticos en artes visuales. No creo habérselo dicho, ¿para qué lo haría? Hoy, aprecio en esas líneas irregulares y esos colores vivos o difusos una perspectiva diferente de la poética. Tal vez buscando el equilibrio son imágenes pictóricas más dionisíacas que apolíneas. Las fotografías en cambio conservan el rigor de la armonía.

Y este poema que transcribo para cerrar habla de los prodigios cotidianos (es un poema muy visual, casi como un cuadro) que se ven desde las ventanas de esta prisión llamada cuarentena y que nos salvan:

La llovizna moja la ventana del cuarto.
Desde aquí no veo los naufragios de las migas del pan que quedaron en la mesita del pasado,
pero sí las auras de las nubes cargadas de oscuridad.

Vivo pendiente de los milagros de la vida y eso ya es bastante.
Detrás de la pared suceden eventos insospechados.
Tal vez la magia inalcanzable se asome al balcón y desde allí
lance al aire las burbujas de los nuevos días que vendrán.
Algunas se romperán antes que el soplo de la ilusión las haga volar.
Otras más grandes, iridiscentes como huevos del instante,
se llevarán lo que ella piensa o sueña, casi al borde del vacío.

Del otro lado, asomado al mirador del cielo, como quien descubre
la misma almendra del miedo en los ojos de la inocencia,
veo el sol caer entre las ramas.
No podré preservar en el fondo de mi corazón sus hilos de oro.
Pero llevo su biblia debajo del brazo como un mandato
donde el destino ha escrito mis sueños.

Milagros Mata Gil
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