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Armando Rojas Guardia
Ante la muerte de un amigo

sábado 11 de julio de 2020
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Armando Rojas Guardia
Armando Rojas Guardia: “Vivir poéticamente es cultivar la dimensión simbólica de la conciencia”. Fotografía: Lisbeth Salas • Archivo Fotografía Urbana
poéticamente habita el hombre sobre la tierra
(Hölderlin)

Último post de Armando: “Dicen que en el centro del huracán hay un eje de incólume calma. Es lo que siento ahora. En medio del malestar físico y el torbellino anímico Dios me ha concedido mantener una serenidad subyacente, un equilibrio psíquico, imbatible, que constituye un tesoro de la gracia. Sé que estoy en las manos del misterio inefable que llamamos Dios y de su tácita y explícita voluntad. Mi relación con ese misterio es una historia de amor, un antiguo romance. Él es para mí lo que ha sido siempre, desde mi remota niñez: el Amado. Estoy seguro que, pase lo que pase conmigo, no me abandonará. Incluso en la hora de mi muerte podré decir, en virtud de ese amor indefectiblemente leal, ‘estoy a salvo’”.

 

I.

Estoy conmocionada por la noticia del fallecimiento de Armando Rojas Guardia. Un gran poeta e intelectual, un hombre excelente al que jamás le oí hablar mal de nadie, un defensor de la libertad intrínseca y la democracia que no se plegó nunca ante los ignominiosos, ni fue enano, ni bufón en la corte de los poderosos, un cristiano integral, un ser humano que tuvo muy poquita felicidad, atormentado por aguijones que lo condenaron a ser discriminado con excesiva frecuencia y que, a pesar de eso, encontró alivio, consuelo y asidero en el amor a Cristo y en el amor de Cristo.

En 2013, expresó en una premisa legendaria lo que fue su fundamento ético:

Escribir poesía en muchos sentidos representa un hecho coyuntural y, hasta cierto punto, accidental; lo de verdad trascendente y crucial es vivir poéticamente (…). Vivir poéticamente es vivir la propia vida como una obra de arte, es un vivir desde lo que clásicamente se denomina el arte de saber vivir. Es un vivir con arte, es vivir-se como el poema existencial y cotidiano que Dios nos posibilita hacer de nosotros mismos. En el Nuevo Testamento, específicamente en la Carta a los colosenses, se afirma que cada ser humano es “un poema de Dios”. Vivir poéticamente es saberse tal. Y obrar en consecuencia.

 

II.

Armando Rojas Guardia fue mi amigo. Nos conocimos a mediados de los 80 y fue padrino de mi boda eclesiástica con Néstor Rojas. Aunque estábamos lejos espacialmente, no dejamos de estar en contacto. Lo admiré como poeta. Sus poemas de amor a Jesús iluminaron mi propia fe más de una vez. Fue un místico carnal y sufrió por eso. Su cuento “Proserpina”, que yo sepa su única tentativa narrativa, es magistral y hace unos años lo recibí en preciosa edición autografiada. Lo seguí y admiré como ensayista erudito y de límpida palabra. Su libro El Dios de la intemperie fue por años uno de mis libros de cabecera. Fue un ejemplo de honestidad y creatividad para mí. Y ahora no tengo palabras para expresar el dolor que me causa su partida, tan temprana.

En días pasados, mientras escuchaba el relato del estilo de vida de un corrupto recién vestido, las astronómicas cantidades que él y los suyos malbaratan, dinero de origen turbio y, sin duda, con raíces en la corrupción, pensaba en Armando y en cómo había que hacer una colecta para conseguir los cuatro mil dólares necesarios para cubrir la cirugía y el tratamiento de sus males. Y una cólera ardiente me amargaba la sangre.

Hoy leí el texto mencionado, “Vivir poéticamente”. Y creo que el mayor homenaje que puedo hacerle es reproducirlo aquí, dejar caer aquí esas semillas y creer que tal vez caigan en buena tierra y hoy, mañana, dentro de un año, o de diez, alguien reciba su influjo y se preste a cumplir su destino como El Poema de Dios.

 

III.

No voy a incurrir en la cursilería al uso en estos casos. Expreso mi condolencia a todos los que lo amaron y admiraron y cuidaron, que son muchos. Estoy segura de que, como me dijo Horacio Biord Castillo, otro poeta, quien me dio la noticia, “Dios ya le abrió Su Corazón”. Y quizás quizás quizás podamos reencontrarnos algún día, si nos atrevemos a ser mejores y “vivir poéticamente”. Mientras, querido amigo, descansa, que lo mereces.

 


 

¿Qué es vivir poéticamente?
Armando Rojas Guardia

Conferencia dictada en la Universidad Metropolitana (Unimet), en Caracas, el 16 de octubre de 2013.

La premisa de la que parten las palabras que voy a pronunciar hoy ante ustedes puede formularse de la manera siguiente: escribir poesía en muchos sentidos representa un hecho coyuntural y, hasta cierto punto, accidental; lo de verdad trascendente y crucial es vivir poéticamente.

En efecto, escribir poesía no le es dado a todos los seres humanos: ello depende de determinadas disposiciones psíquicas, de una específica historia individual y, en definitiva, de una circunscrita vocación. En cambio, todo hombre y mujer está llamado, por el solo hecho de serlo, a vivir poéticamente. Recordemos el precioso verso de Hölderlin, del cual extrajo Heidegger una imperecedera lección filosófica: “poéticamente habita el hombre sobre la tierra”.

Nadie negará que la palabra poeta constituye, en esta hora civilizatoria y en nuestro contexto nacional, una palabra devaluada. Vivimos dentro de una sociedad que se quiere a sí misma productivista y económicamente competitiva, regida por la entronización de la mercancía, en medio de la cual la palabra poética no es rentable, no se traduce en dividendos lucrativos, habla desde una esfera cualitativa que no se deja reducir a lo empíricamente cuantitativo y verificable, escapa de los alcances de la mera racionalidad instrumental y técnica. Pero, además, ¿cómo no va a ser marginal el poeta en un país que, pese a contar con una de las tradiciones líricas más importantes de la lengua española, paradójicamente no propicia, como paisaje existencial y cotidiano, estados profundos de conciencia donde se haga posible la experiencia poética?

No obstante, si el hombre y la mujer de esta hora y nacidos en este contexto societario no desean renunciar a la seriedad y la responsabilidad que implica la existencia humana (seriedad y responsabilidad incomprensibles para la cultura de la banalidad y el pasatiempo en la que hoy nos hallamos inmersos); si no optan por trivializar la vida, aunque sea grande la dosis de humor que quepa en ella, se hace indispensable que ellos —ese hombre y esa mujer— descubran, o eventualmente recuperen, la noción experiencial de lo que llamo vivir poéticamente, la cual es una categorización antropológica que excede la actividad vocacional de escribir poesía. Noción experiencial que me voy a permitir desglosar, de manera sintética y breve, ante ustedes.

Vivir poéticamente es vivir desde la atención: constituirse en un sólido bloque sensorial, psíquico y espiritual de atención ante toda la dinámica existencial de la propia vida, ante la expresividad del mundo, ante la sinfonía de detalles cotidianos en los que esa expresividad se concreta (ello implica un refinamiento orquestal de la vida de nuestros sentidos y un esfuerzo consciente por aquilatar nuestra percepción de los objetos que pueblan nuestro entorno).

La atención está orgánicamente entrelazada con el evento físico, psíquico y espiritual de estarconsciente. En una palabra, con el despertar. Una milenaria tradición religiosa identifica el despertar, el hecho de estar despierto, con el arranque mismo de la vida del espíritu. Tanto el budismo como el cristianismo son enfáticos en señalar el estado de vigilia como el símbolo más adecuado de ese momento existencial en el que se inicia, para el hombre, la aventura de la conciencia. Todo consiste en despertar para siempre de la somnolencia maquinal y gregaria dentro de la cual pernocta la mayoría de los seres humanos. Es sabido que la palabra buda significa, en sánscrito, precisamente el despierto. Pero también en el evangelio de Marcos, en su capítulo 13, se lee: “¡Atención, estén despiertos…!” (Mexicano, 13,33). En el castellano peninsular la taxativa indicación evangélica (Mc, 14,38) ostenta una fuerza inusitada: “Velad”. Despertar y velar constituyen, pues, tanto en la tradición budista como en la cristiana, el fruto obvio del esfuerzo espiritual por estar atentos al mundo. Porque, en efecto, la atención, como el primer eslabón de la existencia consciente, consiste ante todo en percibir la realidad que nos envuelve y de la que formamos parte en toda su prístina y concretísima verdad, deslastrada de los prejuicios, los estereotipos y clisés instalados en los más inapresables intersticios de nuestro propio psiquismo, los cuales nos vetan la posibilidad de conectarnos con la carne misma de la realidad, tal como ella resplandece desnudamente desde sí misma ante la atención acrisolada del hombre.

Después de asentada la denominada primera noble verdad, la de la omnipresencia universal del sufrimiento, el budismo postula la segunda, según la cual ese totalizante sufrimiento tiene como causas la ignorancia, el deseo y el apego. Esta ignorancia no es la de asuntos y cosas trascendentales, sino ante todo la de la realidad del mundo, tal como ella es y que sólo se devela a la percepción atenta.

Sabemos que la modernidad, al instaurar el predominio del valor de cambio sobre el valor de uso, ha convertido la carne concreta del mundo en una verdadera eidosfera donde los objetos pierden entidad, peso específico y consistencia para transformarse en meras mercancías intercambiables. Así, la relación con el cosmos se alambica y artificializa, se vuelve abstracta: nada hay más abstracto que el dinero. Además, el universo mental moderno gira en torno a la autonomía de la conciencia individual y, consecuentemente, a la entronización absolutizada de la autoconciencia. De esta forma, dentro de la mentalidad moderna, el mundo, lo que he nombrado la carne concreta del mundo, se metamorfosea en el escenario cada vez más evanescente, cada vez más evaporado de esa avasalladora autoconciencia. Ni Edipo, ni Antígona, ni Orestes son personajes autoconscientes en el sentido y a la manera estentórea en que lo es, por ejemplo, Hamlet. No resulta casual que Hamlet sea, junto con el Quijote, el Don Juan y el Fausto, uno de los cuatro mitos básicos del mundo moderno. Esta hipertrofia de la autoconciencia, este exceso de lucidez hipercrítica, a los cuales se sacrifica la rotunda materialidad del universo, y nuestro contacto orgánico con ella, pueden y deben ser superados por aquella atención que nos despierta a la inmediatez de la realidad cósmica: la atención más y más adiestrada por el ejercicio consciente, que le prestamos a la evidencia deslumbrante de lo que nos rodea y envuelve, más allá de nuestras pantallas mentales afantasmadas por nuestra voluntad patológica de abstracción.

He querido hablarles con mayor detenimiento de esta primera caracterización de lo que entiendo es vivir poéticamente porque todas las demás brotan de ella y sin ella no se comprenden. Nunca insistiremos bastante en el hecho fundamental de que el vivir poético es un vivir atento. Como les dije hablaré seguidamente, y de modo mucho más breve, de las otras notas que para mí distinguen esta manera alternativa de vivir.

Vivir poéticamente es también vivir a la espera del momento inspirador, del instante denso, del minuto pletórico de vida en el que se rasgan los velos del entendimiento y accedemos a un estado cualitativamente superior de conciencia. El rapto inspirador que los griegos atribuían a la intervención divina de las musas, nos dice el gran helenista Walter Otto, propiciaba ante todo claridad espiritual. Ellas —las musas— hacían que el entendimiento permaneciera claro. Esa claridad del entendimiento, producida por el entusiasmo creador, era la primera puerta que franqueaba el canto, la poesía. No hace falta ser un poeta vocacional para conocer y paladear una súbita clarificación interior a través de la cual miramos al mundo con ojos vírgenes, como si lo viéramos por primera vez. Lo expresa espléndidamente Octavio Paz en El arco y la lira:

A veces, sin causa aparente —o como decimos en español: porque sí— vemos de verdad lo que nos rodea (…). Todos los días cruzamos la misma calle o el mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos tropiezan con el mismo muro rojizo, hecho de ladrillo y tiempo urbano. De pronto, un día cualquiera la calle da a otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora nos asombra que sean así: tanto y tan abrumadoramente reales.

Estos momentos de epifanía son, por supuesto, gratuitos —es la misericordia de la realidad la que nos los otorga— pero el vivir poético busca conscientemente merecerlos preparándolos, entrenándose a sí mismo para recibirlos.

Vivir poéticamente es vivir la cotidianidad no como mero tiempo intercambiable y mecánico, sino como mistagogia, es decir como introducción paulatina y autopedagógica en el misterio. A un monje zen le preguntaron un día: “¿Qué es el zen?”. A lo cual él respondió: “Cargar la leña y cortar la grama”. El Occidente moderno ha erigido la racionalidad administrativa y burocrática como la única vía de organizar la sociedad. Esa hegemonía de lo burocrático-administrativo, que nadie como Franz Kafka convirtió en imagen simbólica de la condición humana, ha traído como corolario que la vida cotidiana de nuestras ciudades se transforme en tiempo opaco y sin relieve, sea que lo vivamos de modo utilitario —como inversión crematística en forma de horas-hombre laborables—, o como diversión pascaliana sumergida muchas veces en el ruido, el ajetreo y el tumulto, en la vocinglería social enemiga del desarrollo interior, de la lenta maduración del alma. La cotidianidad que encara el hecho de vivir poéticamente, siendo mistagógica a la manera en que la vivía Teresa de Lisieux, evoca la del monje zen, quien carga la leña y corta la grama en el umbral permanente de la iluminación.

Vivir poéticamente es cultivar la dimensión simbólica de la conciencia, aprender a adiestrase más y más en una verdadera hermenéutica simbólica de la realidad, para la cual los objetos, las situaciones y los hechos son sacramentos que incesantemente remiten a un orden trascendente (se trata de la sacramentalidad de la realidad creada: los objetos, las situaciones y los hechos, empezando por los más cotidianos, sacramentalizan el orden y la belleza del universo: se vive poéticamente al captarlos de esa manera y encararlos así).

Vivir poéticamente es aprender a vivir estableciendo continuas relaciones analógicas entre los objetos aparentemente más disímiles y entre los más diversos órdenes y planos de la realidad: que el eje de toda la propia actividad psíquica sea esa permanente metaforización (detrás de ésta actúa como postulado ontológico la comprobación, ya postulada, establecida y estudiada por la física cuántica, de que el universo entero es una totalidad orgánica, de que todo está conectado con todo, de que todo interactúa con todo). Para enterarse de cómo funciona en la práctica un activo psiquismo metaforizador conviene leer y releer Las olas, de Virginia Woolf, y la poesía de Eliseo Diego.

Para finalizar, vivir poéticamente es vivir la propia vida como una obra de arte, es un vivir desde lo que clásicamente se denomina el arte de saber vivir. Es un vivir con arte, es vivir-se como el poema existencial y cotidiano que Dios nos posibilita hacer de nosotros mismos. En el Nuevo Testamento, específicamente en la Carta a los colosenses, se afirma que cada ser humano es “un poema de Dios”. Vivir poéticamente es saberse tal. Y obrar en consecuencia.

Milagros Mata Gil
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