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Una de miles

viernes 22 de mayo de 2020
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Una de miles, por María de los Ángeles Boniardi
Ya no lloré, porque fue como un golpe en el estómago, no sabíamos qué nos deparaban los días siguientes.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

No me atreví a decirle que esa misma tarde íbamos a conocer si este Covid-19 nos tocaba más cerca que nunca.

Deslicé la pantalla para cortar y las lágrimas como fuego me quemaron la piel. El llanto no me dejaba respirar, fui hasta la cocina y tomé agua para calmar mis nervios, como si de una extraña manera el agua tuviera algún poder sedativo. No sé cuántos minutos después, con los ojos hinchados, puse a cargar el teléfono y me senté en el sillón de siempre, mirando por la ventana que daba al pequeño balcón que desde hacía semanas era más visitado por mí que durante los últimos siete años. Asomaba una típica tarde otoñal; hablando de clima, en la calle ausente de ruidos y gente asomaba el absurdo. Recordé mi infancia, esa ciudad chiquita que hoy estaba en cuarentena como todos. Cuando mi papá cazaba para darnos de comer, o iban de pesca, no existían cerca de casa los supermercados abarrotados de artículos, sino unas pocas despensas donde se podía fiar y pagar cuando se podía, había trueques y varios tenían huertas para poder comer. Era común en casa tener gallos o pollitos; nos encariñábamos tanto, pero algún día, aunque no queríamos verlo, sabíamos que no iban a estar más en el patio; las nenas, decía mi mamá, tienen que comer. Hoy lo entiendo, haría lo que fuera para que a Sara nada le falte. Mi mirada perdida volvió en sí cuando llegó un mensaje: “No te dije pero a la tarde ya me traen los resultados, te aviso. Te amo”.

La tarde se consumió trabajando desde la notebook que compré meses antes del encierro, en cómodas cuotas, al menos en aquel momento. Si bien lloraba a diario, agradecía el poder trabajar a distancia. En la televisión día y noche se reportaban las noticias más tristes que me había tocado escuchar en años, o desde que tengo memoria. Cuando cumplí los cinco años caía el muro de Berlín, mis abuelos siempre decían que eso significaba algo, que estaba destinada a unir, a sumar, que portaba paz. Mi abuelo paterno, un fanático de la historia, sobre todo argentina, despertó en mí el hambre de conocimiento, me leía las cartas de amor de los próceres a sus amadas, hablábamos de casos insólitos que él conocía bien, de sus ratos libres trabajando en la biblioteca más grande de toda Buenos Aires. Siempre quedó en mí hacer la carrera de historia, sin embargo haciendo caso a mi instinto opté por estudiar informática, me adentré en el comercio online, marketing, redes sociales. Cerré el dispositivo para descansar los ojos que todavía me ardían y sentí el beso fuerte de Sara en la mejilla, recién se levantaba de una siesta, enseguida me preguntó por su papá. Le expliqué que tendría que quedarse unos días más en el hospital porque todavía no tenían los resultados, no me atreví a decirle que esa misma tarde íbamos a conocer si este Covid-19 nos tocaba más cerca que nunca. Sara conocía bien lo que estaba pasando, veía más noticias que yo, todos los días me contaba algo nuevo, mientras cenábamos era común escucharla decir, “hoy escuché que decían que algunos presidentes tardaron mucho en declarar la cuarentena, ahora hay miles de muertos”, “hoy vi que hay fosas comunes donde tiran los cuerpos. En Estados Unidos hay un cajón al lado del otro, me dijo Melanie que la tía esta allá y no pudo volver, están asustados porque según cuentas si la persona es extranjera no la atienden, piensan ellos que mucho de los muertos son extranjeros”, “en Ecuador la gente muere en la calle, no los pueden atender a todos”, y así era a diario, luego las preguntas pensando en su papá, “¿cómo se podrían cuidar los que están en la primera línea de batalla?”, “papá es bastante joven, lo peor son los grandes, hasta ahora muy pocos jóvenes murieron”, “dicen que es conspirativo todo, que lo hicieron a propósito por la superpoblación, otros cuentan que el virus no es letal, que se están inventando todo para darnos miedo”, yo trataba de que no mirara tantos videos, estábamos saturadas de información, ya no sabíamos qué era real y qué era inventado. No podía decirle mucho más, en casa usar la tecnología horas y horas era normal, por mi trabajo, Sara se había acostumbrado a estar horas frente a la televisión, la computadora, se esforzaba por leer, pintar y tocar la guitarra, pero lo que más hacía era estar pendiente del celular, para mi desagrado. Sentí muchas veces frustración por la madre que estaba siendo, y más en ese momento.

“¡Estos chinos mienten!”, me dijo un día en el almuerzo, “todos los países hablan de miles de infectados y un país gigante como China tiene tan pocos, no les creo”. Yo siempre pensativa, quería huir de esas conversaciones porque me daba cuenta del miedo que me daban, tenía miedo por mis padres, por la familia, por mis vecinos pero, sobre todo, por mi esposo. Enfermero desde hacía quince años, todavía trabajaba en el hospital que lo vio hacer sus primeras prácticas. Se desvivía por sus pacientes, más que por nosotras, muchas peleas y casi una separación nos había costado su trabajo, más bien su vida, supongo que más que trabajo era para lo que vivía. Él, creyente hasta los huesos, amaba a Dios, pero no era religioso, me atrajo mucho eso cuando lo conocí, si bien yo nunca creí en nada. Me parecía extraño y llamativo que un profesional excelente como él tuviera esos pensamientos, que aún tuviera fe, a pesar de haber visto las peores cosas. Nunca intentó obligarme a creer, pero no dejaba pasar la ocasión para decirme, “ciertas veces ya no queda nada para hacer, ahí es cuando sé que ya no actuamos nosotros”. En ese momento quería tener ese mismo espíritu, la tranquilidad con la que me hablaba, pero no podía sola, porque yo tenía fe en él, y ahora probablemente estaba infectado. No quería pensar lo que podía pasarnos, ya no lo veríamos hasta la recuperación. Las familias en Europa no veían más a sus seres queridos, en algunos casos mandaban videos desde el celular, hacían la última llamada despidiéndose o por cartas, y para empeorar todo no dejaban acercarte a despedir el cuerpo, ni llevarte nada que tenga encima, la última imagen era un rostro en un celular. Ya estaba hasta la coronilla de mi propia mente y pensamientos, el negativismo fue mi impronta toda la vida, aunque después de conocer a Pamela, mi amiga de la facultad, con su buena vibra y siempre animándome, algo logré cambiar, después conocí a Marcos y empecé a ver las cosas algo diferentes, aunque siempre se me cruzaba lo peor por la mente y trataba de disimular. Me mordí las uñas, aunque no era de hacer eso, pero ya siendo las siete de la tarde, mi ansiedad estaba al pico máximo por saber algo de Marcos.

Pensé de las inconsistencias de mi vida hasta el momento, ya no lloré, porque fue como un golpe en el estómago.

Sara caminaba por el departamento, evadía la tarea, las peleas se habían intensificado la última semana. Un mes entero íbamos ya y faltaban días inciertos, ahora que yo era su profesora era más difícil, la paciencia se me agotaba como en un gotero, no sabía cuánto más quedaba. Lo peor era matemáticas, sufríamos esas tareas porque Marcos sí tiene paciencia para los números. Llegué a tener momentos de enojo con los profesores, pensaba que le mandaban más tarea que de costumbre, que se estarían vengando de los padres, luego recapacitaba, sabía que estaban como nosotros, que desde su casa hacían su mayor esfuerzo, que nos correspondía a nosotros más que nunca ser maestros, pero en todas las áreas. A las ocho me escribió una amiga que la estaba pasando muy mal, despedida de una tienda de ropa, madre soltera, no tenía comida, no había trabajo, no sabía qué hacer. Me contó avergonzada que tenía la menstruación y no tenía para toallitas, ni algodón, se arreglaba como podía. Ya era la segunda vez que la ayudaba con dinero, pero la verdad no me sobraba, estaban pagando con cuentagotas y lo de Marcos servía para pagar gastos fijos y comida. Empecé dándole cosas para vender como un celular que teníamos, que no usábamos, muchos objetos inútiles en ese tiempo, mucha ropa de más, la gente se quedó sin casas, sin trabajo, sin comida, sin medicamentos, avanzó más el temor y la pobreza, pero no quedaba de otra. Angustiadas nos saludamos y quedamos en que le iba a avisar cuando mi esposo me llamara.

Casi a las diez sonó al fin el celular, corrimos con Sarita, era Marcos. Hablamos unos minutos, me dijo el sí más triste que escuché en la vida, que no me preocupara, que íbamos a estar bien. Se tendría que quedar aislado, ya no podía volver a casa. Nosotros también íbamos a estar más aisladas que nunca. Pensé de las inconsistencias de mi vida hasta el momento, ya no lloré, porque fue como un golpe en el estómago, no sabíamos qué nos deparaban los días siguientes, sólo sabíamos que de esta jamás íbamos a salir igual, y en ese momento deseé que todos pudieran caer en esta realidad, que así como todo era tan horrible en el presente, la naturaleza festejaba su libertad, respiraba el planeta de nosotros. Sólo sabía que quería aprender y, ¿por qué no?, tener algo de lo que Marcos siempre me enseñó, fe. Caminé unos metros e hice algo tan raro como todo lo que estaba viviendo, escribí algunas líneas que pasaban por mi cabeza.

Llegó y destapó
la mugre en que vivíamos,
que no hablábamos,
nos desconocíamos.

El virus llegó un día.

Y vimos que otros sufrían,
que vivían sin agua,
que no tenían casa,
y los que tenían, perdían sin pausa.

A la última campana, despertamos;
y hubo contagio,
dolor y llanto,
hijos extrañando,
abuelos muriendo.

Un día, no sé cómo.

La naturaleza festejó,
los ríos se empoderaron,
los mares respiraron,
la fauna entendió
que algo estaba mejor.

Llegó primero.

Trayendo detrás suyo
una calamidad y otra,
pero que nos hizo ver
la nuestra, sin caretas,
ciegos y dormidos estábamos.
Calamidad nuestra
la de no pensar
ni en otro, ni en ella, ni en él

Llegó, para quedarse o no,
siempre recordaremos,
o eso espero,
la debilidad del ser,
llegó para exponer
que el virus de la Tierra
somos nosotros.

Y entre tanta desolación
busco, en unas líneas,
creer que este suceso
así como llegó
nos hará cambiar,
¡para bien, Dios mío! ¡Para bien!,
que de mal ya es suficiente.

María de los Ángeles Boniardi
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