
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario
La voz del Papa se propagaba por las calles vacías como una sombra del silencio, ya nadie abre las ventanas, hasta el viento es enemigo. No hay rincón que permita algún rasgo de seguridad.
El hermano, el amigo, el hijo, la madre misma es un peligro. Crece la desconfianza. El acercamiento es un pecado de cuaresma prolongado en cuarentena. La sombra sigue su paso y va arropando cada punto del planeta, no se sabe cuándo el sol dejará de alumbrar sumergido en la oscuridad de la no noche, ya que no existe la diferencia de horario, ni del amanecer, ni del anochecer. Incluso la luna se ocultó detrás de las montañas esperando que el planeta termine su día más largo en infinito.
La sombra prosigue y va levantándose como una nube en mediodía, pero sin luz. Nadie la ve, todos los que quedan están encerrados en sus rincones, protegiéndose de lo ineludible, es un sorteo que nadie quiere ganar, es la peste del Apocalipsis que penetra.
Cada uno va mirando las rendijas, y en agobio tratan en vano de taparlas con sábanas, cobijas, maderos, cuerpos ya inertes. Pero no, la sombra sigue y sigue y busca hasta el más pequeño punto por donde filtrarse y mostrar la macabra sonrisa de un evangelio sometido en la creencia y en la no creencia; en los que pretenden que solo es pesadilla y en los que con ojos desorbitados ven la señal que ya humedece la puerta.
Hostiga la sombra, los árboles ya deshojados y sin memoria, crujen y se descorren de sus raíces.
Correr, seguir poniendo barricadas con los costosos muebles que una vez provocaron la envidia del vecino, ahora vueltos camas de hospital, llenos de sudor y excreta del que va abandonando sin su aceptación la sentencia. Se llama muerte y no silencio, se llama terror, y no silencio, se llama pecado y no silencio, se llama cada nombre que se le quiera poner. Pero es la sombra y el silencio que circunda lo que insiste pretendiendo que no le alcanzará.
Hostiga la sombra, los árboles ya deshojados y sin memoria, crujen y se descorren de sus raíces. Los ríos van secando el caudal. El mar se retira y las olas asustadas se encrespan hacia atrás sin querer regresar al horror que ni su fuerza devastadora pudiera comparar con lo que se vislumbra.
Las montañas se juntan para un cambio radical. Procuran que su poder de barrera pueda sostener la sombra y el silencio, pero la realidad las va cubriendo y ya la luna no encuentra asidero, los volcanes de su reino la sumergen, y se convierte en hostia, en saliva que también desaparece. No hay gritos, sólo jadeos sin orgasmos se escuchan en la no noche, es el ahogamiento del silencio que atrapa cada garganta y va saturando el aire que sofoca. Nadie puede mirar a nadie, nadie se convierte en personaje que no se quiere ver. Nadie es la palabra que recorre lo único que tienen, su pensamiento saturado de las otras voces que entran en el silencio y las sombras a través del recuerdo de lo que se era y no se es. De lo que se asombra y no se sabe el porqué. ¿Del cuando pasó? ¿Del cuando no sentimos su llegada? ¿Del cuando no nos dimos cuenta de la seudofragilidad del ladrón que entraba en casa y nos robaba el aliento…?
Enajenados en desespero y sin opciones ante lo inminente, una mirada los guía confundidos hacia el estante donde guardan las armas para el momento de la defensa. Todos en acecho. Pero ni las sofisticadas armas sacadas de la gaveta universal, ni tampoco la voz, sirven de protección para matar lo que arrebata la vida… están enmohecidas en sombras y en silencio.
Sin embargo, impugna en letanía: “Urbi et orbi”.
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