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Viajar y regresar en tiempos de coronavirus

viernes 22 de mayo de 2020
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Viajar y regresar en tiempos de coronavirus, por Gabriela Bourguignon
Se viene a mi mente el hacer de nuevo el bolso, ir al aeropuerto, que nos digan que no podemos subir al avión o subir y que nos hagan bajar cuando estemos sentados.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

Con mi pareja, cada año destinamos gran parte de nuestros ahorros a hacer un viaje. El año pasado nos propusimos como próximo destino conocer Europa. Compramos los pasajes en mayo de 2019 y el 21 de febrero de 2020 partimos hacia nuestras vacaciones. En ese momento, el coronavirus en Argentina y en gran parte del mundo aún parecía una amenaza lejana. Aunque en China ya estaba sucediendo, ni en el peor de los escenarios hubiera imaginado que el mundo llegaría a estar prácticamente paralizado como lo está hoy.

 

I. La declaración de la pandemia

Después de viajar veinte días por Europa con el coronavirus pisándonos los talones, finalmente nos alcanzó. Al aterrizar la noche del 12 de marzo en París, nos llegaron un centenar de mensajes: “vuélvanse”, “busquen un vuelo cuanto antes”, “¿ya fueron a la embajada?”. Alberto Fernández había determinado la suspensión de los vuelos de otras aerolíneas que no fuesen Aerolíneas Argentinas y que vinieran de países afectados. A las horas nuestro vuelo fue cancelado. No sabíamos qué hacer, por dónde empezar. Intentamos dormir: eran las 2 de la mañana, mañana sería otro día.

Compartimos dudas y preocupaciones: ¿seguimos viajando como si nada?, ¿cuál es la mejor ciudad para quedarnos?, ¿podremos volver a casa?

París era el único lugar en que teníamos un hostel con desayuno incluido, por lo que me levanté temprano para aprovecharlo. Las mesas eran largas, como las de los comedores de los colegios. Me senté al lado de una parejita y una chica que estaba sola. Al rato escuché que hablaban castellano: eran argentinos. Nos pusimos a charlar. A los quince minutos ya éramos siete argentinos y una uruguaya en la mesa. Compartimos dudas y preocupaciones: ¿seguimos viajando como si nada?, ¿cuál es la mejor ciudad para quedarnos?, ¿podremos volver a casa?

Nos pusimos a investigar por Internet y encontramos un formulario en la página de la Cancillería para que completen las personas varadas en el exterior. Lo llenamos. Siendo que no encontramos mucha más información, salimos a pasear. Intenté disfrutar aunque tenía una angustia en el pecho. Me sentía una tonta: hay gente que debe estar pasando por situaciones mucho peores y yo preocupándome por esto. Intenté sobreponerme a la tristeza y la culpa y pasarla bien. Por el resto del día, creo que lo logré.

Al día siguiente fuimos a hacer un free walking tour. El guía no aparecía. Esperamos diez, quince, veinte minutos. Nada. Fuimos al segundo lugar de la visita. Tampoco. Le mandamos mensajes. No contestaba. Nos dejó plantados. Se largó a llover. Empezamos a caminar. No había cuarentena, pero las calles estaban vacías. Me quebré y empecé a llorar. Sí, hay cosas peores. Pero en ese momento me sentí la persona con más mala suerte del mundo.

No pude quedarme de brazos cruzados y al día siguiente fuimos a la embajada. Nos atendió un empleado que respondió nuestras dudas muy amablemente. Si ya habíamos llenado el formulario, sólo quedaba esperar. Saber que hicimos lo que estaba a nuestro alcance nos tranquilizó y disfrutamos como pudimos nuestro anteúltimo día en París.

Finalmente, el 16 de marzo Emmanuel Macron declaró la cuarentena obligatoria. Decidimos continuar nuestro viaje hacia nuestra próxima parada: Londres. Allí los casos de contagio eran menores y nos dijeron que todo estaba “más normal”. El frío, las nubes y nuestra propia angustia por no saber cuándo volveríamos a casa hicieron que nuestra última visión de la “Ciudad del Amor” fuera la de un lugar triste y vacío.

 

II. ¿Seguimos de vacaciones?

Cuando hace seis meses planificamos nuestro viaje, Londres no era un destino definido. Lo costoso del alojamiento y la comida nos hizo plantearnos varias veces si debíamos sumarlo a nuestro itinerario o no. Finalmente lo decidimos con un razonamiento muy simple: andá a saber cuando vamos a volver a Europa. Ambos queremos ir, vamos. Eso sí: tres días eran suficientes para nuestro bolsillo. Lejos estábamos de pensar que íbamos a estar tres semanas. En cuarentena. En medio de una pandemia mundial. Con el pasaje de vuelta cancelado. Sí, definitivamente tiene razón el personaje de la película Parasite: cuánto más uno planifica, más probabilidades de que las cosas no salgan como las imaginamos.

Al llegar a Londres nos encontramos con otro mundo. La estación de Liverpool Street estaba llena de gente que iba y venía, consultaba el horario del próximo tren o corría para llegar rápido a hacer la combinación con el subte. La decisión de Boris Johnson de no tomar medidas drásticas como sus pares europeos hacía que en Londres se viviera un lunes como cualquier otro. O eso pensamos. Con el correr de los días vimos cómo la actitud de los londinenses frente al coronavirus no era tan despreocupada como la de su Primer Ministro.

En el hostel en que nos hospedamos los primeros días la situación se vivía de modo bastante ambiguo. Mientras al llegar el recepcionista nos advirtió que todo era muy incierto y que era posible que en cualquier momento cierren, las habitaciones no dejaban de recibir gente. Por otro lado, si bien el Día de San Patricio se festejó con el bar del hotel repleto, el músico que tocó en vivo empezó su show diciendo que no estaba muy seguro de lo que estaba haciendo.

Esa ambigüedad también la vivíamos nosotros: ¿podemos disfrutar como si nada?, ¿está bien que salgamos? Al principio, lo intentamos. Caminamos, sacamos fotos, visitamos lugares turísticos. De a poco las opciones se fueron achicando: los museos cerraron sus puertas, los bares y restaurantes sólo hacían delivery, los mercados callejeros prácticamente no tenían puestos abiertos. Y el frío. Ese frío europeo que te pide sentarte en un lugar cerrado a tomar algo calentito para retomar energías lo complicaba todo.

Tardaríamos en encontrar una solución para nuestro regreso, por lo que buscamos un lugar cómodo para hospedarnos e iniciar la cuarentena.

Dos hechos terminaron con mi obstinación de creer que seguía estando de vacaciones. Aprovechamos para ir a la Galería Nacional un día antes de su cierre. Mientras miraba un cuadro, estornudé. Atrás mío, un señor levantó la voz: “I personally suggest you to go home” (“Personalmente te sugiero que te vayas a tu casa”). Recordatorio número 1: ya no estás de vacaciones. Al día siguiente, nos propusimos ir a conocer la famosa Abbey Road. Los trenes funcionaban con servicio limitado. Le pregunto a la persona de informes si el tren llegaba hasta Baker Street: “There aren’t trains right now. It is not safe. Go home” (“No hay trenes ahora. No es seguro. Andate a tu casa”). Recordatorio número 2: ya no estás de vacaciones.

Fuimos al consulado argentino. Con el correr de los días, la desesperación había crecido: de las dos personas que vimos en la embajada en París, a hacer dos horas de cola en el consulado en Londres. Un grupo de amigos bromeaba: “Saqué el seguro más caro, así que aunque sea mis restos van a volver”; una pareja discutía si sacar un pasaje vía Brasil; una chica lloraba porque sólo le quedaban dos días de alojamiento pagado. El cónsul recibía a cada uno personalmente y su sugerencia era siempre la misma: “No sabemos cómo ni cuándo serán los vuelos de repatriación, si pueden compren un pasaje para volver cuanto antes”. Salimos de allí sabiendo que tardaríamos en encontrar una solución para nuestro regreso, por lo que buscamos un lugar cómodo para hospedarnos e iniciar la cuarentena.

 

III. Wembley

Wembley, nuestro hogar por los siguientes siete días del viaje. Lo único que sabía de este suburbio de Londres es que allí tocó Freddie Mercury cuando fue el Live Aid. Hoy puedo contarles mucho más. Es un barrio inmigrante, con una gran presencia de la comunidad musulmana. En cada cuadra se ven carnicerías “halal”, las vidrieras de los locales de ropa muestran burkas y vestidos largos y en los mercados se encuentran condimentos y legumbres provenientes de países árabes. Al caminar por la calle el inglés es el idioma que menos se escucha. Y aunque estamos en las antípodas de Argentina, quizás el saberme en un barrio de gente que está lejos de su país como yo me hace sentir acompañada.

A los dos días de nuestra llegada al nuevo alojamiento, el gobierno redujo el transporte público, conminó a la gente a trabajar desde casa y a reducir sus viajes a casos de extrema urgencia. La palabra cuarentena aún no se dice. Sin embargo, las calles están prácticamente vacías. No así los mercados, que se colman de gente haciendo compras para todo el mes.

Sorprendentemente, en este lado de la ciudad sobran el alcohol y los barbijos. Lo que falta es papel higiénico. En el tercer mercado al que entro encuentro el último paquete: “You are a very lucky woman”. Sos una mujer con mucha suerte, me dice quien me atiende. Me río. En estas circunstancias la suerte me parece muy esquiva.

Nos sumamos a cuatro grupos de WhatsApp de argentinos varados por el mundo y en Londres. Con el correr de los días, sólo dejamos activo este último. En todos ellos se hablaba de estar “unidos y organizados” para volver a casa. Já. Seguramente esa frase tenía significados muy distintos para quienes formábamos parte. Desde personas mayores que habían viajado para visitar a sus hijos o parejas y grupos de amigos de vacaciones, hasta estudiantes en cursos intensivos de inglés o investigadores que realizaban una estancia corta de formación. Las realidades eran muy diversas. Lo cierto es que llegamos a estar bastante organizados: teníamos coordinadores del grupo, se realizaba un encuentro virtual todos los días a las 8 de la noche y se establecieron reglas sobre qué publicar (que no se cumplían tanto).

Entre fotos de empanadas y mates, charlas sobre yoga y flores de Bach e intercambio de información sobre el estado de los aeropuertos y las medidas frente al coronavirus, nos llega el dato de un vuelo hacia Buenos Aires vía San Pablo (Brasil) a un precio razonable. Decidimos seguir el consejo del cónsul y no esperar más: pedimos plata prestada y pudimos comprarlo.

No estábamos más relajados. La realidad era tan cambiante que cada día, prácticamente a cada hora, entrábamos a la app de la aerolínea para ver si el vuelo seguía confirmado. No duró mucho: a los dos días fue cancelado. Nuevamente estábamos perdidos. Cuando me enteré, llamé desesperada al consulado. Me atendió una señora muy amable que fue quien me hizo el seguimiento de allí en adelante. Dije dos palabras y ya estaba llorando. “Paciencia”, “va a estar todo bien”, “es duro pero hay que seguir adelante”. Después de cortar me imaginé que quizás esa señora nunca hubiese pensado que en su carrera diplomática también le iba a tocar ejercer de psicóloga.

Las líneas de teléfono de las compañías aéreas no daban abasto, por lo que comenzamos a ir directamente al aeropuerto. En nuestra primera visita logramos cambiar el vuelo hacia uno con escala en Santiago de Chile. A las 7 de la tarde teníamos nuestro nuevo pasaje. A las 10 de la noche el tramo Santiago-Buenos Aires ya estaba cancelado. Nuevamente volvimos al aeropuerto: la aerolínea nos aseguró que podríamos llegar a Chile y ahí tomar un vuelo de repatriación. No confiamos, pero para agotar todos nuestros recursos, el día establecido fuimos con nuestra mochila y el check in ya hecho. No llegamos siquiera a pasar a la zona de embarque. En la ventanilla, la persona que atendía miró nuestros pasaportes y nos dijo: “¿Argentina? No hay nada que pueda hacer por ustedes”.

Entiendo que estuvimos mucho más expuestos por haber viajado y que podemos habernos contagiado. Que somos un peligro. Lo que no sé muy bien es cuándo dejaremos de serlo. ¿En quince días, un mes o seis?

Nos cruzamos con un grupo de unas quince personas, también argentinos. Estaban discutiendo con la misma aerolínea, pidiéndoles una nueva fecha de viaje: “Pero nos tenés que prometer que subimos todos. Si no subimos todos, no nos vamos”. Se habían conocido hacía un par de días, en un vuelo en el que incluso llegaron a subir al avión. Cuando ya estaban sentados y con el cinturón puesto, los hicieron bajar. Sólo puedo imaginar su desesperación. “Si no subimos todos, no nos vamos”. Esa frase me saca una sonrisa. Están unidos y organizados.

Es jueves 26 de marzo. En nuestro itinerario original, era el día en que volvíamos a casa. Sin embargo, fue el día en que se dictaminó el cierre de Ezeiza y desde el consulado nos dijeron que nos preparemos para una estancia larga. Y lo entiendo. A pesar de la angustia y la sensación de abandono, entiendo que estuvimos mucho más expuestos por haber viajado y que podemos habernos contagiado. Que somos un peligro. Lo que no sé muy bien es cuándo dejaremos de serlo. ¿En quince días, un mes o seis? ¿Estaré viviendo seis meses en Europa? Cuánta gente debe soñar con eso y yo sólo queriendo volver a casa.

 

IV. Londres, la ciudad tranquila

Cuando ya pasamos una semana en Wembley y los gastos nos empiezan a pesar, un amigo que también quedó varado nos ofreció hospedarnos en su departamento. Aceptamos y nos instalamos con él, a unas pocas cuadras del famoso London Bridge. Nos asentamos y regresamos a nuestra rutina de trabajo y estudio. El tiempo empezó a pasar más lento y tranquilo.

Ahora sí, la cuarentena es obligatoria y el distanciamiento social, también. El clima de Londres parece burlarse de nosotros: hace varios días que hay puro sol. El permiso de salir una vez por día a caminar, correr o andar en bici, nos permite disfrutarlo, aunque sea solamente por una hora. Decido aprovechar ese atisbo de libertad y cada día elijo un destino diferente para hacer una caminata.

Lo que me sorprende cada vez que salgo es la tranquilidad. Los semáforos parecen innecesarios, las veredas están vacías y hasta se escuchan los pajaritos. Sé que estoy viviendo una situación irreal: tranquila es un adjetivo que nadie usa para describir la ciudad de Londres.

El paseo bordeando el río es el que más me gusta. Me hace acordar, un poco, las caminatas que hago cuando estoy en casa, en Tigre. Mientras allá durante la semana es bastante tranquilo y el fin de semana es un mundo de gente, me imagino que acá debe ser al revés: el río está rodeado de grandes edificios de oficinas e industrias. No puedo confirmarlo, es martes y ahora lo que reina es el silencio.

En general, me gusta el silencio. Pero el que estoy viviendo ahora se siente triste. Los pocos transeúntes que me encuentro tienen cara de preocupación o angustia. Hablan bajito, como si temieran romper con alguna regla. Es que creo que quienes salimos a aprovechar esa poquita libertad sentimos algo de culpa: ¿estaremos haciendo bien? En mi caso, el cansancio del encierro siempre puede más y elijo salir.

Sigo caminando y veo una pareja sacándose fotos con el puente de fondo. Me imagino que deben haber venido como yo, de vacaciones, y en el medio les pasó esto. Me envalentono y también saco algunas fotos del paisaje, Espero que justo no pase un policía y me llame la atención, que encima soy inmigrante y eso me genera cierto miedo.

Se levanta viento y empieza a bajar el sol, así que pego la vuelta hacia el departamento. Cuando llego, ponemos manos a la obra para cocinar un pastel de papa y les cuento a mis compañeros de este mundo distópico lo que vi hoy. Lo que aún no sabemos es que va a ser nuestro anteúltimo día en Londres y que la próxima escena de la película será la odisea de volver a casa.

 

V. Puerta Z 25

Abril se inicia con un mail del consulado: hay un vuelo de repatriación desde Frankfurt (Alemania) dentro de dos días. Tienen lugar para nosotros. Decimos que sí. Siento un nudo en el pecho y ganas de llorar. ¿Por qué?, ¿si es una buena noticia? Se viene a mi mente el hacer de nuevo el bolso, ir al aeropuerto, que nos digan que no podemos subir al avión o subir y que nos hagan bajar cuando estemos sentados.

En dos días voy a estar pisando Buenos Aires. O no, mejor no me ilusiono. ¿Les contamos a nuestros viejos que volvemos? No, mirá si la quemamos. Pero vamos a estar catorce días sin salir de casa, no podemos estar sin comida. Bueno, les decimos, pero a ellos, a nadie más. Justo habíamos hecho la compra de la semana. ¿Llevarnos el fritolín en la valija es mucho, no? Mejor no hacer la cuenta de lo que salió porque ahí sí me pongo a llorar.

El Aeropuerto de Frankfurt es el más grande de Alemania y el tercero de Europa. Ahora parece el escenario de un videojuego: está prácticamente vacío y con todos los locales cerrados.

Al día siguiente vamos al aeropuerto para tomar el vuelo de Londres a Frankfurt. Es un vuelo de hora y media de duración, pero llegamos tres horas y media antes. Sabemos que no es una situación normal y preferimos ir con tiempo. Vemos al cónsul y su equipo. Creo por la voz reconocer a quien me hizo de psicóloga, pero nunca la vi personalmente y me da vergüenza preguntarle. Llenamos varios papeles y nos dan una carta en alemán para que nos dejen ingresar al aeropuerto.

Cada paso que damos lo celebramos. Pudimos hacer el check in y nos dieron las dos tarjetas de embarque: Londres-Frankfurt, Frankfurt-Ezeiza. Nos dejaron pasar a la sala de embarque. Somos todos argentinos y algún que otro alemán. Reconozco a varios de los encuentros virtuales. Subimos al avión y estamos sentados, con el cinturón puesto. ¡Sí, despegó! Ya no pueden bajarnos. Estamos en Frankfurt.

El Aeropuerto de Frankfurt es el más grande de Alemania y el tercero de Europa. Ahora parece el escenario de un videojuego: está prácticamente vacío y con todos los locales cerrados, con excepción del McDonald’s y un kiosco. Las pocas personas que nos cruzamos son argentinos. En la pantalla se anuncia la salida de un solo vuelo interno. Mientras caminamos eligiendo el lugar donde vamos a pasar la noche, siento que en cualquier momento va a aparecer una horda de zombies contra los que tendremos que luchar.

Sorprendentemente, esa noche dormí siete horas, aunque me desperté varias veces con frío. Me daba miedo que me haga mal. Mirá si me agarra fiebre y no me dejan subir al avión. Terminé abrigada con dos pulóveres y dos camperas. Al despertar, recordé que había visto duchas en el aeropuerto: bañarme me iba a hacer recuperar el calor. Fui a buscarlas, con la ingenuidad de pensar que eran gratuitas. No lo eran. Tenían un precio accesible, así que lo terminé pagando. Disfruté cada instante de ese baño. Sabía que iba a ser la mejor parte del día y no me equivoqué. Salí habiendo recuperado la temperatura del cuerpo y sintiéndome con energías para lo que se venía.

Fuimos caminando hacia la puerta de embarque indicada: la Z 25. En ese momento nos dimos cuenta lo enorme del aeropuerto: hasta tuvimos que tomarnos un tren interno para llegar. Nos sentamos y al rato ya estábamos charlando con varios grupos: unas chicas de Córdoba, una pareja de Mendoza y un chico de Corrientes. Qué fácil la tenemos quienes somos de Capital o Gran Buenos Aires: cuando pisemos Ezeiza, vamos a estar muy cerquita de casa. Ellos aún van a tener ocho, diez o doce horas más de viaje para llegar. Nos explican que debemos llenar unos formularios y alcanzarlos al equipo de la Embajada Argentina en Frankfurt. Los conseguimos y completamos rápido. Cuando vamos a entregarlos, vemos que hay una cola larguísima que hace zigzag. Es esa. Son las 12 del mediodía, el vuelo sale en una hora. No creemos que vaya a ser muy puntual.

Cuando llega nuestro turno, entregamos los papeles y la persona de la embajada nos dice que vayamos al avión. La cola para embarcar es mucho más rápida y en unos minutos ya estamos frente al escáner del pasaje. Medio en broma, medio en serio, nos decimos: “Ojo que no se ponga color rojo, eh”. Pero no, es verde. Ya casi estamos. Desde la rampa veo que el avión es de dos pisos. Es gigante, nunca estuve en un avión tan grande.

Al entrar, la situación era un poco caótica. Al ser un vuelo especial, los asientos se otorgaron al azar, sin tener en cuenta los grupos familiares. “Él es mi hijo, ¿te gustaría cambiar el asiento?”. “Yo estoy ahí, en el pasillo, es mucho mejor lugar y así yo estoy con mi amiga”. En general, la gente tenía buena onda y aceptaba cambiar. Pero también aparecieron algunos asientos duplicados, lo que llevó a las azafatas a correr de un lado a otro buscando lugares vacíos. En el medio, una señora mayor se queja. “¿Por qué los jóvenes están todos adelante y las personas grandes atrás? No puede ser”. Una de las azafatas se cansa: “Señora, al menos usted ya tiene su asiento. Úselo”. A los veinte minutos, ya todos estábamos sentados y listos para el despegue. Nadie vino a bajarnos. Esta vez sí, vamos a llegar.

Finalmente, el momento tan esperado: aterrizamos. Aplausos. La tripulación agradece y dice: “No podemos ni imaginarnos lo que vivieron estos días”.

En general, el viaje de vuelta siempre me resulta mucho más rápido que el de ida. Seguramente, porque ya no tengo la ansiedad de llegar y empezar las vacaciones. Esta vez no fue así: las últimas tres horas no podía dejar de ver el avance del avión en la pantallita. Hubo unos minutos que fueron eternos, ¿tanto va a tardar en pasar San Pablo? Seguramente no fui la única: cuando me levanté para ir al baño, en el camino conté fácil diez pantallitas que mostraban el avance del avión.

Finalmente, el momento tan esperado: aterrizamos. Aplausos. La tripulación agradece y dice: “No podemos ni imaginarnos lo que vivieron estos días”. Nuevos aplausos. Me dan ganas de ir a abrazarlos: ¡nos trajeron a casa! Nos piden que sigamos en nuestro lugar y nos reparten una declaración jurada para completar. Cuando ya todas fueron entregadas, suben varios médicos cubiertos de pies a cabeza. Les toman la fiebre a ciertas personas específicas, calculo las que dijeron tener síntomas. Uno de ellos está a unos cinco asientos del mío. Por favor que no tenga fiebre. Le sonríen, agradecen y siguen su camino: no debía tener.

Cuando terminan, desde el altoparlante del avión nos avisan que bajaremos por localidad. ¿Iremos a casa o a un hotel? ¿Avisamos que nos vengan a buscar? Todos compartimos la misma incertidumbre. Entre una cosa y otra, estuvimos casi dos horas más en el avión. Al bajar, a la derecha un señor nos da la bienvenida. Con la poca energía que me queda, le agradezco y sonrío. Me siento muy cansada. Miro el celular. Son las 12 de la noche, en Londres serían las 4 de la mañana.

Nos toman la fiebre y nos dan una charla sobre prevención. Nos informan que iremos todos a un hotel y que nos llevarán en micros. El pase por migraciones y aduana se hace en grupos, así que nos queda seguir esperando nuestro turno. En el mientras tanto, unas chicas del equipo de salud rocían con alcohol las manos y las mochilas de quienes lo pidan.

Varios nos sentamos en el piso. Se me cierran los ojos. Quiero estar sola y que nadie me hable. Estoy tan irritable que la alegría de estar en casa se esfumó. Nuevamente la culpa, seguro hay gente que la está pasando peor. No puedo evitarlo: vengo de horas de estrés, de dormir en un aeropuerto, de catorce horas de vuelo y cuatro de espera. Intento que no se traslade ese enojo a la gente que está trabajando, pero imagino que mi cara debe estar lejos de ser agradable. En estos momentos, sólo me tranquiliza saber que en unas horas voy a estar en una cama.

Llega nuestro turno. Al subirnos al micro pensé en mantenerme despierta y mirar el camino, pero lo último que recuerdo es la salida de Ezeiza. El sueño me venció rápidamente. A las 4 de la mañana llegamos. Nos tocó el Hotel Presidente. Me bañé y ahí estaba, la tan ansiada cama. Me dormí instantáneamente. A las 9 de la mañana ya estaba despierta. Maldito jet lag.

 

VI. Vivir en un hotel

Cuando nos dijeron que teníamos que ir a un hotel, mi principal miedo era que nos tocara un cuarto sin ventanas. Al despertar, vi que teníamos una grande, por la que entraba muchísima luz. Buenos Aires nos recibió con un sol espléndido y un cielo diáfano. Lo extrañaba. El invierno en Europa implica nubes: aunque prepondere el sol, siempre hay alguna, ahí, molestando.

Me fui familiarizando con la habitación que sería mi hogar los próximos días. Había una sola mesita de luz que sacamos al pasillo: es ahí donde el personal del hotel dejaba la comida y otros menesteres, para evitar al máximo el contacto. Por la tarde pasó una chica por la habitación para contarnos que, desde esa noche, la comida estaría a cargo del chef del hotel, quien luego nos llamó para preguntarnos si éramos celíacos, vegetarianos, veganos u otra condición que debiera conocer. A la hora de la cena, el plato habló por sí solo: unos ravioles con salsa rosa riquísimos. A partir de allí, la comida se transformó en lo mejor de la estadía.

Esa tarde también pasó un médico. Nos tomó la fiebre y preguntó si teníamos algún malestar. Ambos nos sentíamos bien, pero tuve cierto miedo: capaz tenía fiebre y no me daba cuenta. El termómetro marcó 36,2. ¡Vamos! Al rato nos llamaron del equipo de salud: por el momento, sólo harían el test a las personas que presentaran algún síntoma y que nos preparemos porque la estadía sería de al menos siete días, probablemente más.

Lo primero que pensé fue que necesitaba ropa. Estaba muerta de calor y sólo tenía ropa de invierno. Hablé con mi mamá, que me hizo llegar los dos shorts que había dejado en su casa y me armó un kit que incluyó varios paquetes de galletitas, golosinas, yerba, tés, tazas, cucharas, repasadores y hasta un libro. Fue lindo recibir el bolsito y descubrir todo lo que tenía dentro, sobre todo cuando vi el libro, que celebré como si fuera el mejor regalo del mundo.

El personal siempre fue muy atento. Cada día nos llamaban para saber cómo nos sentíamos, si teníamos algún síntoma o necesitábamos algo. También, recibíamos periódicamente el llamado de una psicóloga con quien charlábamos unos minutos. Cada cierto tiempo nos tocaban la puerta, sea para llenarnos el termo, dejarnos una botella de agua o algún elemento de higiene. Hasta el equipo de salud armó un grupo de WhatsApp por piso en el que nos mandaban desafíos o juegos diarios.

Con el correr de los días, a pesar de la comida rica y de la amabilidad de quienes nos rodeaban, las ganas de volver a casa eran más fuertes. Ansiaba tener ropa limpia, tomar mates en el balcón, recuperar mis anteojos para trabajar más cómoda, tener a mano mis libros. Pero lo cierto es que lo que más necesitaba era sentir que la vida volvía poco a poco a la normalidad. Que esta pausa interminable estaba más cerca de llegar a su fin. Que todo lo que construí seguía ahí, esperándome, y no había estallado en mil pedazos.

 

VII. El regreso esperado

Al séptimo día nos llama nuevamente un médico. Nos informa que cambió el protocolo y nos harán a todos el test. El resultado tardaría de 48 a 72 horas en llegar y, si era negativo, podríamos volver a casa. Otra vez, más espera. Era como uno de esos sueños donde estás corriendo para llegar a una meta y ésta se aleja cada vez más. Pero me pareció lo más sensato: volveré a casa sabiendo que verdaderamente estoy sana. O no, y mi meta tendrá un nuevo obstáculo: el hospital.

Vi una casa con un afiche grande de un arcoíris en la ventana, seguramente pintado por algún niño y acompañado con la leyenda “Quédate en casa”.

El sábado 11 nos hicieron el hisopado. El siguiente martes, cada vez que sonaba el teléfono teníamos nervios, sabíamos que probablemente una de esas llamadas era del médico. Y así fue. Al presentarse, se me aceleró el corazón. Ambos negativo, nos dijo. Un alivio. Me avisó que a la noche o madrugada nos iba a pasar a buscar una camioneta del Ministerio de Transporte. Decidimos relajarnos y hacer el bolso más tarde.

Luego del almuerzo, suena de nuevo el teléfono. Es otro médico para avisarnos que en un ratito pasan a buscarnos. “¿Un ratito? No tengo nada hecho”. “Bueno, una hora más o menos”. Bien, tengo tiempo para armar todo rápido. Nos tocan la puerta: un chico nos trae guantes y barbijos. Nos dice que están bajando los del piso 15, pero que tranqui, que todavía falta para nuestro turno. No pasan ni quince minutos que el teléfono suena otra vez. “La combi está abajo”. “No llegamos a armar todo, dame diez minutos”. “Te doy cinco”. A las corridas terminamos de guardar y bajamos.

Disfruté el viaje. Hacía once días que no salía del hotel y me gustó ver un rato la ciudad, reconocer cada calle y edificio. En el camino nos cruzamos con unas pocas personas haciendo las compras, paseando el perro, limpiando el auto. Vi una casa con un afiche grande de un arcoíris en la ventana, seguramente pintado por algún niño y acompañado con la leyenda “Quédate en casa”. En Acceso Tigre nos frenó la policía y le pidieron los papeles y permisos a quien manejaba. Estábamos en una camioneta ploteada del ministerio. Me pareció extraño. Era el Estado controlando al Estado. Finalmente, nos dejaron seguir.

Dejamos a un chico que vivía a unas doce cuadras de casa y luego nos tocó a nosotros. Ahí estaba, mi edificio, nuestra ansiada meta. Subimos rápidamente, intentando no hacer ruido y no cruzarnos a nadie: temíamos que los vecinos nos hagan algún escándalo al ver que llegábamos con valijas. Volvimos a encontrarnos con el balcón, con nuestras plantas, los libros, mis anteojos, la ropa limpia, la vida tal cual la habíamos dejado. Pasaron una hora, dos, tres. Ningún vecino vino a reclamarnos nada. Después de diecisiete días de estar varados en Londres, dos de aeropuertos y aviones y once de aislamiento en un hotel, finalmente nos relajamos. Estamos en casa.

Gabriela Bourguignon
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