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El juguete

sábado 23 de mayo de 2020
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El juguete, por Yubany Checo
Esperé mucho. Hoy se ha dormido más tarde.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

Tengo los días confundidos: martes o jueves me da igual. La lata de leche es lo que me dice cuándo debo salir. Salir se ha vuelto peligroso.

Son cuatro medidas por ocho onzas de agua. Agua hervida, claro.

Los programas de radio indican que además de leche puedo mezclarle vegetales y que la sal sirve para conservar las carnes. Casi no quedan. Y después la señora habla sobre respirar profundo para terminar hablando de los daños que produce el estrés. Lo ha dicho tres veces hoy y cuando le pasa, a mí me da con silbar.

Silbo cuando jugamos con los bloques. También le leo cuentos. Procuro que se canse lo suficiente para que duerma toda la noche. Desde que esto empezó, yo no duermo más de seis horas. Lo recomendable son siete. Pero a las cinco horas me voy despertando asustado como si alguien me estuviera observando mientras dormito.

Cada vez que salgo, me aseguro de que el juguete esté debajo de la cama.

Y despierto y lo veo con el juguete. Cuando lo tiene, no quiere que le lea cuentos ni formemos bloques. Se le olvida pedirme que lo lleve afuera. Aunque he escuchado que a los niños no les hace nada, no me atrevo. Si me pasa algo, quién lo cuidará. La cosa no está como antes. Cada quien se las está arreglando solo, como puede. Y los entiendo. Pero me muero por sacarlo al parque y verlo corretear tras las palomas. El parque está a dos esquinas de aquí.

Cada vez que salgo, me aseguro de que el juguete esté debajo de la cama. Es el lugar donde siempre lo busca cuando despierta. En caso de que despierte antes de que yo regrese, si está debajo de la cama me espera tranquilo, en muchos de los casos dormido.

 

No duerme con el juguete pero aún lo abraza. Me disgusta verlo cómo lo abraza. Lo abraza como si estuviera solo, como si yo no estuviera aquí, cuidándolo. Además, a veces me espanta el sueño porque al abrazarlo le aprieta el botón que tiene arriba. Y el juguete hace un ruido infernal como de ambulancia en una cola de vehículos. Sé que no lo hace adrede. Tampoco lo hace a propósito el gato cuando maúlla ni el gallo que canta tan puntual. Atraparé a uno de los dos. A ellos les debo estas ojeras que dan pena.

El juguete lo tranquiliza, lo ayuda a ignorar lo que pasa afuera. A veces quiero que se encariñe con otro juguete. Tiene más en el cajón. Pero este es un regalo de Mónica. Tal vez es por eso tanto cariño. Aunque se lo dije esa noche cuando lo trajo: “Un tonto otra vez”. Y es que yo creo en los juguetes que además de divertir pueden educar a los niños. Recuerdo cómo discutimos. Me arrepiento de haberlo hecho. Si tan sólo volviera a verla, le pediría perdón. Si ella llega a enterarse de que le gusta tanto, me dirá que siempre ha tenido la razón. Ella es o era así. Él es un niño inteligente, se da cuenta de muchas cosas aunque no me lo pregunte.

Marco todas las mañanas el teléfono de Mónica. Tengo la esperanza de que un día responda. Me conformo con que alguien responda, no me importa quién. Al principio timbraba. Ahora suena una vez y sale el buzón de voz: “Hola, soy Mónica, deja tu mensaje”. Le he dejado decenas pero hasta ahora nada. Sus compañeros de trabajo declararon que esa tarde, cuando se inició el toque de queda, ella fue la primera en salir de la oficina. Nunca llegó a casa.

 

El ministro ha decretado dos meses más y veinticuatro horas. La curva no baja.

La sirena de los camiones purificadores de aire se mete en mi cabeza. Abro lentamente los ojos. Arriba el abanico gira y confirmo que aún hay energía eléctrica. Recuerdo que debo terminar la trampa. Levanto la cabeza. Alcanzo a ver al niño. Está despierto. Debe tener largo rato mirándome mientras me retuerzo en la cama. Últimamente despierta primero que yo, no sé para qué. Tiene el juguete abrazado. Me mira fijamente y sonríe. Me levanto. Reviso la lata de leche: estas son las últimas cuatro onzas que podré prepararle. Abro el grifo y sale un chorro débil. Mañana revisaré el tinaco de agua. Respiro profundo. Debo salir esta noche.

Esperé mucho. Hoy se ha dormido más tarde. Camino en puntas. Tomo la mascarilla, guantes, capucha. Llevo fresca la imagen de las fosas comunes que vi en un recorte de periódico. Bajo las escaleras. Escucho pasos detrás de mí. Vuelvo la mirada, no hay nada. Deben ser mis nervios. Recuerdo que hace mucho no escucho a nadie más en el edificio. Todos se han ido. Paso por las puertas desvencijadas del primer y segundo piso. La gente está desesperada. Me asalta el recuerdo de las fosas comunes de hace unos meses. Luces rojas, azules, blancas. Me agacho. La oscuridad me favorece. El carro de la policía cruza despacio. Decido irme por una de las calles paralelas, la menos conocida, creo. Mentalmente voy descartando los supermercados donde la gente de seguro ya se ha llevado todo.

Murmullos. Un grupo de personas camina decidido. El ministro ha decretado dos meses más y veinticuatro horas. La curva no baja. Los sigo. Las últimas veces, donde suelo ir, no consigo leche.

 

Llegamos. Espero que la turba entre. Rompen la puerta. Se disparan las alarmas. Un hombre intenta detenerlos. Se interpone pero es en vano. La gente lo derriba, lo toma por las piernas y arrastra hasta dejarle la espalda sin piel.

Salto los cristales rotos. Voy al área de refrigerados pero ya no quedaba nada. Cruzo al siguiente pasillo. Varias mujeres pelean por una lata de leche y alguien graba. Se las arrebato. Corro tan rápido como las fuerzas me lo permiten.

Llegaré y de seguro me pedirá que lea el cuento de la hormiga y la cigarra. Otra vez respiro. Subo los escalones.

Recordé que también necesito sal. Hay varias bolsas en el pasillo siete. Las alarmas no han cesado. La policía aparece pero sigue de largo. No pueden llevarnos a todos. Si no nos mata el virus, lo hará el hambre. A nadie ya le importaba.

La lata de leche me alcanza para una semana. Escucho voces detrás de mí. Me gritan. Son las mujeres. Corro. Me escondo. Creo que las he perdido. La sangre me golpea las venas. Respiro como dice la señora de la radio. Recojo un pedazo de metal que encuentro tirado.

Veo una turba que viene hacia mí. Calculo que estoy a dos esquinas del edificio donde vivo. Un perro vira un zafacón. El quejido. Alguien llora. Prefiero no mirar atrás. Siento que la brisa me empuja, está a mi favor. Distingo siluetas que se asoman y vuelven a esconderse.

Llegaré y de seguro me pedirá que lea el cuento de la hormiga y la cigarra. Otra vez respiro. Subo los escalones. No quiero demorar pero antes debo ver la trampa.

La ciudad es silencio. Primer piso. Estará dormido y yo vigilaré que esté seguro, que nada le falte como lo he hecho todos los días. Segundo piso.

 

Escucho pasos. Me siguen. Alargo mis zancadas. Tercer piso. Vienen detrás. La puerta está abierta. Entro. Cierro. Giro la cerradura. Respiro. Apago la única luz. Coloco un mueble detrás. Dejo de escuchar los pasos.

Corro hasta la habitación. Me detengo de golpe en el umbral. Me agacho. El juguete no está debajo de la cama, la cama está vacía.

Yubany Checo
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