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El método

domingo 24 de mayo de 2020
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El método, por Mariela Coronel Silva
Al salir Matías lleva las bolsas de tela y la mochila, ya sabemos lo que entra y es transportable.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

Tardamos casi tres semanas en lograr un método efectivo para las veces que mi marido regresa de hacer las compras. La primera tarea fue la de seleccionar qué productos debíamos tener, cuánto duraban, en qué lugares adquirirlos, y todo eso se apuntó en una lista prolija que ahora ya sabemos de memoria. Leche; agua; harina; aceite; latas de arvejas; choclo y porotos; azúcar; huevos; infaltable mayonesa; carnes varias; verduras y frutas; postrecitos del nene y todo lo de limpieza (el imposible alcohol puro, el inexistente e inalcanzable alcohol en gel y la compañera lavandina). Fuimos uniendo cada uno en negocios específicos. Esto nunca lo habíamos hecho antes. No con tanta meticulosidad. Lo que pasó es que, una vez plantada la cuarentena obligatoria, en el primer intento Matías no trajo todo lo esencial y eso lo obligó a salir a los dos días. Y esa no era la idea, la idea es sobrevivir en modo apocalipsis, le repetí.

En definitiva, lo logramos, se pudo hacer un mapa eficaz y de la manera más diligente para recorrer el barrio en el día que tocara salir. Visitar los negocios cercanos, comprar con débito y volver a casa rápido, en el horario que nadie sale, bien temprano o en la siesta. Evitar el Carrefour para lo que no sea lácteo, es lo único que tienen a buen precio esos estafadores. Ir al chino para lo de limpieza. En la farmacia nunca hay alcohol, no perder el tiempo ahí. Comprar carne, congelados y cerveza en el local “venezolano-japonés”. Para las verduras y frutas, sí hay que salirse de la cuadra e ir al otro lado de la avenida, al lugar nuevo que abrió y mantienen barato y con calidad todo lo que venden. Un oasis en este Caballito de careros y gente que sale a cacerolear cada vez que se lo piden.

Él nunca lleva, ni llevará el celular a sus salidas. Fue un acuerdo mutuo.

Al salir Matías lleva las bolsas de tela y la mochila, ya sabemos lo que entra y es transportable. También prepara un conjunto para la travesía: el jogging que odia y la remera que nunca usa para nada ahora tienen su protagonismo.

En el medio del pasillo largo y angosto que separa la puerta de entrada del living hay una caja que funciona de separador y de mesita. Arriba, un táper con lavandina rebajada y un paño amarillo que servirán para limpiar cada uno de los paquetes y productos que traiga. Y, a metro y medio exacto, espera abierta una bolsa grande en la que se depositarán las compras desinfectadas. Al principio irán los que vayan a la heladera y freezer. Yo estaré esperando desde lejos a que termine y las administraré a velocidad justa para devolver la bolsa a su lugar y esperar que se llene con las cosas del almacén. Repetiré la acción pero en la alacena.

Matías y yo hacemos un buen equipo. Cuando él entra ya sabe que tiene un espacio en el costado para dejar sus “zapatillas del exterior”, dentro del cuadradito que se formó en el pasillo, limitado por la caja y la puerta. Las suelas van a ser pulverizadas con la preparación de uno de lavandina concentrada y nueve de agua. Así también las llaves, las tarjetas y cualquier objeto que tenga en el bolsillo del jogging. Todo eso quedará en el costado decidido para eso. Él nunca lleva, ni llevará el celular a sus salidas. Fue un acuerdo mutuo.

En otra bolsa, en el mismo costado, dejará el traje contaminado del afuera. Pantalón, medias y remera, adentro. La ropa junto con la mochila y el resto de las bolsas (que son de tela) van al lavarropas en el momento. Él las lleva en calzoncillos y con ojotas, con su mandíbula seria y el brazo estiradísimo, alejándolas de su cuerpo vulnerable, como si hubiera levantado mierda de la calle… Cruza el living hasta la cocina así y yo lo veo tan sexy que le sonrío desde el sillón que tiene la distancia prudencial.

Mi hijo abre la puerta de su habitación cuando lo escucha pasar y espía con cara de secreto revelado.

—Quédate adentro vos que papá volvió de afuera —le grito desde mi esquina.

Él, todo divertido, dispara hasta su cama a sentarse con el joystick de la play en la mano diciendo:

—¡Papá infectado!

El siguiente y último paso es que Matías se dé una ducha mientras yo enciendo el lavarropas y paso un trapo de piso con agua y detergente en el cuadradito de la entrada de casa. Tiro el aerosol antiséptico en todo el espacio y agarro —con guantes naranjas— el táper con lavandina para pasarle el trapito a las manijas de todas las puertas. El olor a desinfección es tan fuerte que atrofia mi nariz. Mientras enjuago en la pileta la franela amarilla tengo el dejà vu del olor de las manos de mi mamá. Ella llegando de trabajar, entrando al PH de la calle México de golpe con el químico de limpiadores y lavandina encima que desaparecía al acariciarme en el saludo diario. Sus grandes manos maltratadas, ásperas en mi cachete y el aroma invisible de la pulcritud.

Cierro la canilla, me saco los guantes y veo mis manos secas. Matías sale del baño y huele a jabón y palta. Mi hijo le grita que si ya está limpio lo ayude a pasar el juego. Yo, busco mi celular, le paso alcohol en gel y miro si mi madre está conectada en el wasap.

Mariela Coronel Silva
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