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Multiplicar

martes 26 de mayo de 2020
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Multiplicar, por Emiliano Hernández
#Letralia24Años Internado en un hospital por el coronavirus, un niño hace un maravilloso descubrimiento en esta historia del autor argentino.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

Sí, sigue con fiebre, le dijo mamá. Después le dijo, no, no sé qué tiene. Estoy asustada, Rubén, y se largó a llorar.

Sacudía el brazo, lo miraba y vuelta a sacudir. Me lo puso debajo de la axila, estaba helado, me hizo fruncir la cara. La fiebre en 38 clavada y al verlo ahí nomá me destapó con un tirón. Preocupada corría a la cocina a buscar el trapito húmedo y congelado que ponía en mi frente. Tranquilo mi negrito decía mientras llevaba la mirada que se le apagaba hacia el techo. Lo miré también. Vi cómo una cucaracha de las chiquitas se metía entre medio de dos maderas hinchadas. Afuera llovía poco pero con esa poca agüita ya alcanzaba para que el techo cobre vida, se movía como si tuviera pulmones y pudiera respirar; supuse que eso hacía despertar a los bichitos. Papá apagó la calefacción y la casa estaba con el clima para abajo. Cuando cocinaban el humo de la comida se mezclaba con el humo del frío pero nada le hacía al olor rico. Mi propio frío, el que va por adentro, me hacía temblar. Mamá no me dejaba taparme pero no sacaba las frazadas que quedaban en mis pies y yo que me quería arrastrar para meterme abajo.

No tendría que haberle dicho a mamá ese día que no extrañaba jugar a la pelota. Ni tampoco que me dolió tanto tragar esa manzana que encima estaba arenosa. Lo raro fue que ni siquiera por eso pudiéramos salir. Ya me había imaginado todo. Levantarme a las cuatro de la mañana. Comer algo así nomás. Abrigarme mucho. Salir cuando todavía es muy de noche y caminar el barrio tan distinto que me asusta. Animales que no conozco andan como si todo fuera de ellos. El silencio de mamá que no sé por qué no habla mucho a esa hora. La cola en la salita con gente también del barrio que vaya a saber uno desde qué hora están. Siempre hay alguien antes que uno en esos lugares. Supongo que el poco sueño y el frío los hace sólo saludar y esperar, como si pudieran apagarse hasta que la señora que da los números los prenda para decir Gracias. Adentro el tiempo cambia y pasa muy despacio aunque la gente no se queda quieta nunca. Me da hambre al rato pero sé que afuera de casa no se pide nada y pensar eso me dio hambre de verdad. Le grité a mamá y me dolió hacerlo, apreté el cuello para adentro, ella llegó casi al trote con cara de qué te pasó.

Escuché el portazo que dio papá al entrar a casa. Estaba anocheciendo. Mamá salió como para cruzarlo pero él la esquivó y agarró un pedacito de pan que estaba arriba de la mesa. No te lavaste las manos, Rubén. ¿Puede ser que no la entiendas? Papá no habló, terminó de comer el pan y fue para la cocina. Desde mi habitación no se ve pero sé que se las empezó a lavar por el ruidito del agua golpeando contra la chapa. Sí, sigue con fiebre, le dijo mamá. Después le dijo, no, no sé qué tiene. Estoy asustada, Rubén, y se largó a llorar. Me debo haber quedado dormido porque después del llanto de mamá no me acuerdo nada más de ese día. Lo que sí me quedó grabado fue la voz y la cara de papá enojado diciendo antes de acostarse: a mí no me vengas con esas pelotudeces. Yo tengo que laburar si no qué mierda van a comer ustedes. Y al pibe no me le arrimo por las dudas, yo ya estoy grande.

Mamá nunca le tuvo miedo a las cosas mías. Mami te ama mucho, no importa mi ‘jito, quedate tranquilo. Yo sabía, porque la escuché muchas veces decirlo, que ella se le confiaba al amor de madre, decía que era la fuerza más poderosa de todas y que sumada a la gracia de Diosito nada iba a pasarle, que siempre me iba a poder cuidar. Seguro que vos trajiste esa porquería, Rubén, a Pedrito me lo llevo pa’la ciudad.

Me explicó que tenía que ponerme seguridad en la cara, que a ella nada iba a pasarle pero que a otras personas sí podía. Que ella vio en la tele cómo era y que bastante se le había arrimado al que pusieron en la pantalla, que le había sacado una foto con la mente pero que con mi carita tan hermosa se le había pegado la foto más aún. Me lo puso enganchándomelo atrás de las orejas y corriendo fui al espejo a verme. Me encantaba. Era blanco y sólo me dejaba los ojos afuera. Más me hubiese gustado que me viera el Ricardito, seguro que se iba a querer hacer uno igual.

El señor del taxi se dio cuenta al rato de que yo tenía como un disfraz y miró enseguidita a mi mamá que le dijo que era por las dudas, que no pasaba nada. El señor a lo primero no dijo nada pero cómo se sentía en el aire que se guardaba palabras, hasta que por ahí escupió que si yo llegaba a toser no le importaba dejarnos en el medio de la ruta. Mamá también pareció guardar palabras y metió los labios para dentro, le dijo que sí con la cabeza y llevó la mía a su pecho. Le vi unas lagrimitas que le caían apenas porque se las sacaba ni bien le empezaban a hacer cosquillas en el cachete.

Desperté con la cabeza en las piernas de mamá. La calle llena de luces, casas y poco pasto. Al ratito llegamos a un hospital que estaba como cuidándose a sí mismo del afuera. El señor dijo que de todas maneras iba a ir hasta la entrada de la guardia. Le explicó a mamá que todos estábamos muy nerviosos, que en la casa su mujer estaba todo el día mirando la tele y hablando por teléfono con sus amigas sobre lo mismo y que quisiera o no a él también le venían los nervios y que también tenía que trabajar. Que la perdone si a lo primero habló mal; era la primera vez en su vida que veía a una persona con uno de esos puesto. Mamá no le respondió pero la sonrisa grandota que ella tiene, esa que le achina los ojos que no sé cómo ve, lo decía todo. A mamá le faltaban diez pesos para llegar al total; señora, deje, después lo hablamos en el pueblo. Vos cuídate, tigre, me dijo. Me reí pero ninguno pudo ver mi sonrisa.

Antes de que mi pie toque el piso ya había como dos astronautas parados al lado del auto. Se les veía una sonrisa en sus caras y la mano extendida para ayudarme a bajar. ¿El chico o usted, señora?, le dijeron. Mi hijo, respondió mamá. A lo que el señor le dijo que ella también debía registrarse. Ni bien entramos todos eran iguales, como si jugaran a ser una familia gigante. Mi mamá y yo parecíamos como de otro planeta. Sentí cómo la mano de mamá me apretaba fuerte y le tuve que avisar que por favor me soltara. Perdón, mi ‘jito es que…, y cortó la frase ahí cuando un señor creo que nuevo nos quiso llevar por lugares separados. Mamá le explicaba cosas que no llegué a escuchar pero al poco tiempo seguimos juntos caminando detrás de él. Entramos a una pieza chiquita, había una cama con sábana de plástico, una silla y algunos tubos con cables. ¿Te duele cuando comés, campeón?, me dijo el señor. Le dije que sí con la cabeza y mamá dijo que a ella nada le dolía. Sacó como un fósforo con punta de algodón y me pidió que abra la boca, enseguida miré a mamá y ella dijo que le haga caso en todo al señor. Me puso ese cosito hasta el fondo y lo sacó mojado. Lo mismo hizo con mamá. Me esperan un ratito acá, dijo, y se fue. Ese ratito no fue un ratito, no sé cuánto tiempo pasó pero sé que me dormí, me desperté y seguíamos solos. Después entró el mismo señor, que le dijo algo muy bajito a mamá y ella como que parecía que algo chiquito le hubiera explotado en el pecho porque se puso de una manera que nunca había visto, la conozco, estaba haciendo fuerza para no llorar.

Mamá me decía pero no entendía, bah, sí entendía las cosas que me decía pero no sabía por qué me iba a dejar solo ahí y con toda esa gente disfrazada. Le dije que no me iba a quejar más si me picaba la garganta ni que tampoco iba a decir más nada del frío, yo me la aguanto Má, eso le dije. Pero el llanto de ella hacía que no le entienda nada y cuando ya no podía hablar me abrazaba tan fuerte que mi cabeza quedaba como colgando de su hombro. Es el protocolo, señora, es lo mejor. Le aseguro que va a estar muy bien cuidado. Yo me preguntaba quién es el protocolo y que de seguro era el jefe de todos, para que hasta mamá le haga caso… me dije.

La señorita que manejaba la silla de ruedas hacía como que era una carrera. Le apuntaba a sus amigos y amigas conmigo, como si los fuera a chocar pero a pocos centímetros los esquivaba y todos se mataban de risa. A lo primero no podía prestar mucha atención a eso, pero después de un rato me empezó a gustar y era yo quien decidía a quién darle y a quién no. Quiero darle a ese Protocolo, le dije, pero se ve que no estaba porque ella rio y le apuntó a otro astronauta.

Tenés coronavirus, como yo, como aquel, y como todos esos que ves acostados.

Llegamos, me dijo. La puerta era de esas dobles que se abren para los dos lados con dos redondeles como ventanas. La empujamos y quedé duro de la cantidad de gente acostada que había. Hasta donde me daban los ojos se veían personas. También parecían todas iguales. Tenían la misma ropa. Mismas sábanas. Sólo el pelo me decía que eran distintas. Me dejaron casi al final, al lado de una pared. Del otro lado había alguien durmiendo. Al frente nadie y en diagonal un señor grande que, sentado, me miraba fijo. Me daba un poco de miedo. Tenía el pelo blanco, barba larga también blanca y parecía de esas personas que aunque se bañen siguen pareciendo sucias. Hola, le dije, de puro miedo nomás. No hizo ni un gesto. Al ratito se dio vuelta dándome la espalda y parece que se quedó dormido. No usaba almohada, eso creo era lo más raro.

¿A vos también te agarró?, escuché desde la cama de al lado. ¿Que me agarró qué?, respondí, y enseguida, a mí no me agarró nada. Se empezó a reír y no me gustó ni un poquito su tono. Mirá, siguió diciendo, tenés coronavirus, como yo, como aquel, y como todos esos que ves acostados. Estamos en la parte de los hombres. Sí, hasta el de la punta que ni siquiera vemos. Quise decirle que no podía ser, que yo todavía no era hombre, sino un hombrecito, pero me asusté y no me salió ni el aire. Pensé en mamá y en lo último que me dijo, en lo único que me hizo aflojar el moco. “Mamita va a estar afuera esperando hasta que todo esto termine, mi negrito”, no me dijo nada de un virus ni de hombres, ni de las camas. Ella estaba afuera y me pregunté si con un buen grito me podría escuchar. No lo hice.

Un ruido de bocinas me despertó. Había luz pero no dejaba de estar oscuro. Casi que no se escuchaba nada salvo el ruidito que cada vez se me hacía más claro. Debía ser tarde porque nada se movía. Una que otra enfermera caminando —me enteré del nombre por gritos que salían hasta de abajo del piso— cerca de alguna cama de una persona que las llamaban con un botoncito. Descubrí que en el fierrito que da a la cabeza de la cama tenía un foquito que se ponía rojo si tocaba el botón, nunca lo usé. El ruidito venía de la cama de al lado. Era el chico que estaba con algo parecido a un celular pero un poco más grande. Le iluminaba mucho la cara y él estaba como atrapado mirándolo. ¿Qué estás haciendo?, le pregunté, mirando una peli, dijo sin girar la cabeza, te invitaría a que la mires conmigo pero a esta hora no nos dejan movernos mucho. No hay problema, gracias igual, le respondí.

El chico se durmió y yo seguía despierto. No había forma de que me pudiera dormir. Entonces me puse a contar las camas. Si me ponía de rodillas arriba de la almohada llegaba a ver todas, hasta la puerta por la que entré. Así que empecé una por una. Pero más o menos cuando iba entre cuarenta o cincuenta me perdía y tenía que volver a empezar. Por ahí el cielo empezó a aclarar y se me hacía más fácil el trabajito. Pero de nuevo me perdí, esa vez en un récord: cincuenta y siete. Me di cuenta que me iba a ser imposible llegar a todas. Déjeme que le cuente más o menos cómo era: estaban puestas todas muy ordenaditas, como si lo hubiesen hecho con una regla gigante. Eran filas largas y delante de la mía había tres más y detrás otras dos. Así que ahí me dije que debía de haber alguna manera más fácil de contar. Fue en ese momento que me acordé de usted. Sumé las de mi fila: eran noventa y seis camas. Qué gilastrún, me dije. Yo iba contando como salteado y por eso dele que me perdía a la primera que la salteaba pa’ cualquier lado. Así que después le calculé el momento exacto para poder pararme en la cama sin que nadie me vea. Cuando lo hice me fijé en las puntas de todas las filas y vi que en todas se terminaba de la misma manera que la mía. Ahí me dije que de seguro cada fila tenía noventa y seis camas. Pero me empecé a enroscar de nuevo. No se me enoje por lo que voy a decir, espéreme un poquito más. Intenté sumar noventa y seis más noventa y seis más noventa y seis más noventa y seis más noventa y seis más noventa y seis, pero sin papel ni lápiz porque no tenía. Lo acomodé todo en mi cabeza, se lo juro, pero debo tener pocos renglones ahí porque no había manera de  que meta todos esos números. De seguro que el aparato del chico sabía hacer todo eso pero estaba dormido y ni loco le chistaba para despertarlo. Así que ahí me acordé de que las cuentas que se pueden hacer con los números son sumar, restar, multiplicar y dividir. Yo siempre la escucho a usted con toda la atención del mundo, se lo recontrajuro. Mamá me dice que por escuchar a personas como usted yo voy a ser alguien y que voy a salir adelante, me lo dice siempre, entonces le aseguro que siempre la escucho mucho. Y sé que nos enseñó requetebién a sumar pero le juro que no me le daba a tanto numerito. Así que, y ahí le respondo a su pregunta, perdón por tanta vuelta, ahí hice lo que usted llama multiplicar, hice noventa y seis por seis; es más corto y en la cabeza me entraba clarito. El número que me dio es quinientos setenta y seis. Y después supe que estaba bien porque cuando el chico me volvió a preguntar si quería ver una peli le dije que no pero me atreví a decirle si me podía hacer una cuentita.

Y así fue que aprendí a multiplicar, seño. Ahora como que los números se me vienen solos y si quiere, ahora que volvimos a las clases, si usted me lo permite, puedo ayudar a mis compañeritos. Mamá me dice algo que se le pegó con esto que pasamos. Todo el tiempo dice “De a todos”. De a todos es más fácil.

Emiliano Hernández
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