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El último rollo de papel higiénico

domingo 31 de mayo de 2020
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El último rollo de papel higiénico, por Melanie Taylor Herrera
Nada, ni el arroz, ni la carne empacada, ni el yogurt, ni siquiera el pan, era tan codiciado como el papel higiénico.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

Se sorprendió a sí misma cuando logró evadir una carretilla puesta a propósito en medio del pasillo, a una anciana que usaba su bastón con la misma agilidad que un caballero de la Edad Media su espada y a un tipo alto que podía calificar para la liga de baloncesto. Nadie esperaba que Rosa Giráldez, Rosa de metro y medio, delgadita y casi inexistente, lograse lo imposible, conseguir para sí el último paquete de papel higiénico de un supermercado que era un cruce entre un psiquiátrico y un brutal campo de supervivencia. Entrar fue la primera parte de estos juegos, ya después tuvo que correr como una verdadera demente entre los pasillos que ahora eran epicentros de rebatiñas. La carne empacada desaparecía entre codazos y el arroz era otro favorito de la concurrencia que no razonaba que tanto apiñamiento incrementaba la posibilidad de adquirir el virus. Pero nada, ni el arroz, ni la carne empacada, ni el yogurt, ni siquiera el pan, era tan codiciado como el papel higiénico y ella ya no tenía más en casa. Ella no era una vulgar acumuladora ni era presa del pánico. En su casa ya no había papel higiénico y cuando vio los videos en su celular entendió que aquella era su última oportunidad de salvar la dignidad de vivir (¿o morir?) con decoro. Abrazó fuertemente el paquete contra su cuerpo y ya se retiraba veloz en dirección a la caja cuando una voz sumamente familiar resonó en el pasillo: ¿Rosa? Memorias que pensó había borrado de su mente regresaron súbitamente. Se vio a sí misma corriendo por el pasillo del colegio, tendría unos ocho años y una compañera que le doblaba en peso y tamaño la agarraba contra su voluntad, la tiraba al piso, le halaba el cabello y la insultaba. No cabía duda, la mujer que había mencionado su nombre y le había hecho girar en sus talones era nada más y nada menos que Sol Serra. Seguía siendo alta y pesada, pero ahora era la señorona Sol. Tenía muchas arrugas, el pelo encanecido y un vestido floreado que le recordó los que la señora Serra, madre, usaba para ir al colegio a las reuniones donde le reportaban que Sol había pateado, golpeado e insultado a Rosa. Era su bully convertida en madre de familia frente a sus ojos. Dos niños muy parecidos entre sí se aferraban a los lados de las enormes caderas de su madre. Rosa hizo como si no la reconociera y sonrió como si no entendiera. ¿Nos conocemos? ¿No recuerdas? Sol. Estoy buscando papel higiénico pero no he tenido suerte, y ¡con tantos niños en casa! Tengo cuatro en total. Rosa se aferró aún más a su paquete. Ella no tenía hijos. Vivía sola con una tía ya mayor. La película de terror de su infancia empezó a proyectarse en el teatro de su memoria. Sol rompiéndole la pierna a su muñeca de trapo favorita, Sol dañando su ensayo de Ciencias Naturales, Sol empujándola de la fila en la cafetería, Sol, Sol, Sol. El silencio entre ambas era como un jarrón de porcelana a punto de caer al piso. ¿Por qué me odiabas tanto? La señora Sol bajó la cabeza y se encogió de hombros. Rosa miró a su alrededor. Todo ese caos. El supermercado era una bestia viva. El ruido de cientos de carretillas arañando el suelo, las gritos de los que discutían por los últimos paquetes de algún producto, los trabajadores del supermercado iban y venían al borde del colapso tratando de llenar otra vez los anaqueles, las filas interminables para entrar y salir… ¿Había alguna explicación? El virus era un Sol. Así de simple. Se arregló un poco el cabello, se estiró el vestido, se despidió cortésmente y caminó con toda la paciencia del mundo con su botín bajo el brazo.

Melanie Taylor Herrera
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