
La casa del mal es la tercera novela de María Sol Pérez Schael-Fihman. En sus novelas aparece como María Fihman y con ese nombre acortado y significativo se ha ido reafirmando su poderosa expresividad en un terreno que podría pertenecer al ámbito de la novela negra.
No es un vano decir que María Fihman surge como una respuesta a la realidad que está viviendo Venezuela desde hace más de veinte años: una situación que de alguna manera se emparenta y fluye con la realidad latinoamericana. Lo real forma parte de los ingredientes que le dan cuerpo a la novela negra. Aunque eso no basta: la escritura talentosa, descriptiva, a veces cruzada por leves ironías, también se añade al corpus de esa narrativa.
La escritura de María Fihman es precisa, directa, y de pronto desgrana detalles, ráfagas sicológicas que llenan los exigentes requisitos de las mejores tramas policiales:
Despertó llegando al terminal de La Bandera. Era lunes, y a la congestión generada por la afluencia normal de pasajeros se agregaban los conflictos por la sobreventa de boletos, la bravuconería de los vivos que adelantaban las colas a lo macho, y el retraso de algunos buses. La Guardia Nacional agravaba la congestión al detener pasajeros con cualquier pretexto, sólo para sacarles dinero. Gilbert no conocía bien ese terminal, pero una rápida ojeada le mostró el camino hacia los baños. Mientras subía por la rampa que conduce al segundo piso, una mujer pasó a su lado llamando desesperada a su hijo perdido entre la muchedumbre.
Esa inusitada mujer enriquece la escena, la convierte en arte narrativo.
María Fihman es una conciencia. Su escritura apunta hacia la búsqueda de una cosecha moral que permita resolver de manera justa lo que se ha convertido en grave problema. Ella posee la intuición, la sabiduría y el coraje de los seres que nunca dejan de luchar por sus ideas. Y sus novelas alojan esa condición, además de ser estructuras por donde el lector se pasea con arrobamiento y asombro, con placer y estremecimiento.

La novela negra
Edgar Allan Poe creó el relato policial y es lógico asegurar que también es obra suya el lector de ficción policial, de novelas policiales. Jorge Luis Borges dijo que ese es un lector echado a perder para otros temas porque “es un lector que lee con incredulidad, con suspicacias, una suspicacia especial”.
Si a ese lector le entregan el Quijote y le dicen que es una novela policial, al leer estas líneas: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”, se preguntará inmediatamente, embargado de sospechas: ¿Por qué no quiere acordarse de ese lugar?
Sin embargo, los lectores cambiaron cuando aparecieron los primeros autores de novela negra. Los primeros escritores que en vez de privilegiar el tema ponían énfasis en una escritura elevada y en unos personajes más sinceros y humanos.
Ya todos lo saben pero hay que repetirlo: la novela negra se llamó así porque fue publicada al comienzo en la revista Black Mask, Máscara Negra, de Estados Unidos, y en la colección serie Noire, Negra, de Francia.
En aquella novela negra portentosa prevalecían la escritura divina, el arte de escribir, y allí estaba la sociedad sorprendida por el ojo crítico que escrutaba sus malas mañas y sus fábricas de ilusiones. Eso era lo que fascinaba y sigue fascinando en la creación literaria de autores como Dashiell Hammett y Raymond Chandler o como Chester Himes y Ross Macdonald.
Aunque sus detectives han sido apabullados por la ausencia de moral que marca los destinos de la gente después que supuestamente han muerto Dios, la razón y la historia, y que sólo sobrevive con exitosa perversión el culto al dinero. La búsqueda de dinero fácil es el deporte mundial.
Esos detectives con sombrero y con moral se extinguieron más rápido que el ornitorrinco. Esos detectives que fumaban y meditaban al borde del cáncer hoy serían muy mal vistos. Ellos, además, tenían sus gatos que alimentaban con leche o con sardinas en lata y ya esos alimentos no son recomendables para los mininos. Aparte de que conseguir leche fresca es una calamidad.
Quién sabe hasta cuándo seguiremos hablando de novela negra, de novela criminal, de novela policíaca, pero ya deberíamos detenernos un poco y revisar la situación: los misterios han desaparecido y ya nadie quiere saber quién es el asesino, porque los matarifes actúan abiertamente y sin ocultamientos. Los asesinos actuales casi que te dan tarjeta de presentación diciéndote “espera tu turno”.
No hay demasiada investigación y por ende escasean los detectives idóneos porque muchos policías han preferido pasarse a las filas del hampa. Todo esto se debe en gran parte al hecho de que la maldad aporta más satisfacciones que la bondad. Aunque eso viene de la antigüedad más lejana.
La escritura de María Fihman es un espejo y sus reflejos hieren.
El encanto de María
Precisamente, la propuesta de María Fihman revela el crimen, lo muestra como una presencia cotidiana, un mal que debe combatirse como una monstruosidad histórica que ha invadido todos los espacios, todas las instituciones.
Esa noción, que está en la mente de millones de seres humanos en estos tiempos difíciles, es como un espejo que el lector agradece. La escritura de María Fihman es un espejo y sus reflejos hieren.
El lector también agradece el encanto con que María resuelve situaciones y define personajes. Es fácil tomar ejemplos en cada página de la novela La casa del mal:
Tropezar no era una metáfora, pues en realidad el templo la había sorprendido. Por lo general, las edificaciones religiosas evitaban todo contacto con las paredes profanas, se levantaban aisladas, delimitando con claridad dónde comenzaba el espacio sagrado. Esto no ocurría con la iglesia Santa Cruz, cuya fachada continuaba la de los edificios aledaños. Una proximidad que debía permitir a los santos escuchar las rencillas y hasta los gritos de placer de sus vecinos.
La entrevista: “Fue emigrar lo que me dejó en blanco”
—¿Qué te motivó con más jerarquía: el deseo de escribir una novela o el deseo de reflejar una situación política?
—Siendo sincera comencé a escribir por desesperación. Te explico. He trabajado siempre. Cuando comencé a estudiar Periodismo en la Católica los cursos eran de noche (tenía dieciocho años) y trabajaba todo el día con un republicano español que dirigía las publicaciones en Fundacomún. Luego, al graduarme, y hasta 2007, nunca dejé de trabajar. Fue el emigrar lo que me dejó en blanco. Entonces, lo único que se me ocurrió fue hacer lo que podía, es decir, escribir. Como ya no estaba en la candela política, elegí la ficción policial. De esa forma, al construir una historia podía acompañar mi soledad y vencer el dolor de la pérdida y el aislamiento, sobre todo los primeros años. He descubierto recientemente que escribo también para tener las manos ocupadas. Cuando no escribo hago manualidades o modelo cosas con arcilla. Cuestión de nervios, pues.
—¿Te han atracado o robado alguna vez?
—Robos a mano armada como son frecuentes en Venezuela no, afortunadamente. Sólo manotazos, una agresión suficiente para sentir tu espacio vital vulnerado. No quiero imaginar lo que viven las personas que son víctimas de secuestro o de agresiones violentas…
—¿Qué diferencias percibiste entre el ensayo, el artículo y la narrativa?
—Diría que al escribir un ensayo o un artículo el autor tiene una finalidad y un destinatario. Sigue reglas externas. En la ficción, en cambio, la escritura es íntima y solitaria y, en cierta forma, te obliga a encontrarte contigo mismo. Vives de manera diferente cuando escribes ensayos a cuando construyes una ficción, en el primer género buscas precisión y claridad, mientras que en una novela lo que quieres es recrear experiencias y emociones. En la ficción están permitidas la mentira y la arbitrariedad, mientras que en los otros dos géneros no.
—¿Has sufrido alguna humillación difícil de olvidar?
—Mi memoria es extraordinaria: jamás me recuerda lo que a mí no me gusta. Mi memoria me cuida.
Cuando alguien se cree poseedor de la verdad y cree que, además, debe imponerla, siente que tiene patente de corso incluso para matar o reprimir.
—¿Por qué la falta de moral se volvió vacío en instituciones militares y policiales?
—Esta respuesta tendría que pensarla muy bien. Voy a invertir el razonamiento. No sé si sea la falta de moral lo que define la decadencia de militares y policías en nuestro país. Quizá es más bien la existencia de demasiada moral. Me explico: cuando alguien se cree poseedor de la verdad y cree que, además, debe imponerla, siente que tiene patente de corso incluso para matar o reprimir. Nuestros militares y policías son fanáticos y el fanatismo los vuelve amorales (en el sentido de que pueden imponer sus deseos o valores, entendiendo por eso lo que sea). También los hace peligrosos. El venezolano, en cambio, nunca se ha llevado muy bien con la moralidad. Los personajes pícaros abundan en nuestras leyendas, comenzando por el tío conejo. Y el corrupto es, en cierta forma, un arquetipo. Eso no nos ayuda a construir una buena sociedad, y tampoco nos ayuda a enfrentar el mal encarnado en los militares. Lo tenemos a la vista. El lado bueno de esa debilidad es que el pueblo venezolano no ha hecho guerras después de la independencia. Desafortunadamente, alimentado por imágenes de pícaros exitosos (desde el Mister Danger y el señor Rasvel hasta los bolichicos de hoy), lo que observamos es la debilidad del pueblo que no ha sabido cómo enfrentar con éxito a quienes lo dominan. Los militares terminaron haciéndole la guerra a la gente.
—¿Cuándo sentiste la necesidad de escribir? ¿Surgió en tus lecturas de la infancia?
—Podría contarte que a los catorce años escribí con mi prima Irene una novela policial en la que el asesino utilizaba como arma un punzón, idéntico al que había en la hacienda de mis tíos y que se usaba para cortar el hielo (entonces no había electricidad en esa zona). También podría decirte que llevaba un diario, o que a los dieciocho años al leer La náusea de Sartre escribí unas páginas tan depresivas que a mi mamá casi le da un infarto. Pero todo eso son fantasías, como las del personaje Zelig de Woody Allen, que se crea ficciones sobre sí mismo todo el tiempo. A tu pregunta, la única respuesta sincera que puedo tener es: no. Jamás he sentido necesidad de escribir ni de hacer nada. No me siento predestinada, no creo que me empujan las fuerzas del destino. Voy por la vida al día, viviendo lo que toca, y lo que está a la mano. Está claro que en algún momento la escritura estuvo a la mano.
—Sobre los personajes de tu novela: ¿tomaste algunas formas, comportamientos, características, de seres reales?
—En mis novelas los únicos seres reales son los malos. Y cuando digo reales no me refiero a personas que existen con nombre y apellido sino a rasgos que identifican el mal. Por ejemplo, en la novela Por inocentes encontré mucha información sobre el tráfico de drogas en las sentencias de la Corte Suprema Española. También me sirvieron algunos sucesos reales, escándalos de corrupción, por ejemplo. En Daño colateral lo central es la inhumanidad de una ciudad en la que la vida humana, incluso la de un niño, carece de importancia. Esa ciudad es Caracas, donde siguen viviendo experiencias algunos personajes de la primera novela. Ahora, en La casa del mal los malos que se anuncian en la primera novela y que los vemos secuestrar a un niño en la segunda, son finalmente cazados en la tercera. Eso no ha ocurrido, pero me gustaría que ocurriera. Como ves, las novelas son también el lugar donde el autor coloca sus deseos y sus ilusiones.
No sigo el camino organizado de una maqueta inicial, en la que desarrollas el esquema de capítulos y demás, más bien me guían la intuición y los hallazgos.
—¿Qué te causó más satisfacción o emoción: el inicio, el desarrollo o el final?
—Para mí, lo mejor de la escritura es la sorpresa. No sigo el camino organizado de una maqueta inicial, en la que desarrollas el esquema de capítulos y demás, más bien me guían la intuición y los hallazgos. Recuerdo que un día tropecé con la isla de El Hierro en las Canarias y ese fue el disparador de Por inocentes. Al leer cosas sobre esas islas apareció la idea inicial de una lancha a la deriva. Luego un día me enteré de la historia de una cantante libanesa y de allí imaginé un destino para ella. Y así voy. Lo único que sé, siempre, es que quiero contar historias creíbles sobre personajes de mi país. Encuentro que todavía tengo muchas fallas en la escritura, pues soy una recién llegada al género, una aventurera, pero allí voy, mejorando. Al terminar la tercera novela y agarrar a Norman, el personaje grotesco que recorre las tres, he cambiado de rumbo. Ahora estoy dedicada a otro tipo de ficción. En septiembre debe aparecer una pequeña novela cuyo tema (podría resumir) sería la biografía de una generación de mujeres venezolanas. Debe publicarla Demipage en Madrid. Ya veremos.
—¿Qué añoras más en este momento de tu vida?
—Mi familia y mis amigos. Esa es la única patria que conozco, y he tenido que abandonarla. La cicatriz no se cierra.
—¿Qué cosa no te puedes explicar? ¿Qué te desubica?
—El mal, la violencia. Quizá por eso me ha interesado siempre el género policial y, quizá, también la política. El universo del poder me desconcierta, no sólo el poder del Estado, también me intriga el poder masculino (he sido feminista desde los años 70). Me resulta incomprensible la facilidad con la que los hombres viven en la certeza. Las mujeres no, en general dudamos, y eso nos debilita. Es una cuestión de estilo, quizá. Mi hija, que ha trabajado el tema de la feminidad, me ha comentado que las mujeres, aun las más brillantes, siempre tienen esa pequeña conciencia que les recuerda que podrían estar equivocadas. Esa conciencia no la comprenden los hombres pues, incluso los incompetentes, son prepotentes. Para bajarle el copete a un hombre obtuso hay que martillar duro. Es cansón.
—¿Ha cambiado el crimen en la humanidad de hoy?
—Honestamente no sabría responder a tu pregunta. Diría que ha cambiado la culpa. Cuando piensas en el personaje de Raskolnikov, en Crimen y castigo, puedes comprender que la violencia no es propia del ser humano, en todo caso no es lo que lo define, y la culpa, tema central de la novela, al describir el tormento que vive Raskolnikov, nos ayuda a reacomodar el lugar de la violencia en el alma humana enceguecida por el odio o la venganza. Hay más que violencia. Hoy día con la sobreabundancia visual se hace difícil comprender la vivencia del crimen en la subjetividad humana. Lo que entendemos con claridad es la brutalidad de los hechos ya sea en la guerra, en el asesinato o en la tortura y la represión. La representación de la culpa parece haber desaparecido. En todo caso no es fácil ubicarla.
—¿Por qué es tan difícil la justicia?
—Otro tema complicado. La justicia es difícil pues es difícil llegar a la certeza. Las democracias liberales, al hacer público el ejercicio de la ley, permiten entender mejor esas dificultades, de allí los juicios, las pruebas, las evidencias, etc. En esos recorridos de la justicia también se pueden ver los riesgos que se corren y las posibilidades de cometer errores. Por eso no soy partidaria de imponer la pena de muerte ni siquiera en el caso de que alguien confiese un crimen. El error siempre amenaza.
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