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Mario Álvarez: lo inalcanzable

sábado 11 de junio de 2016
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“Fe de horizonte”, de Mario Álvarez

La poesía es potencial. Su plenitud es palpitante. La noción de obra completa es una quimera; un verso no escrito es una pérdida incalculable. “Hace tiempo eres ceniza, pero siguen vivos, como ruiseñores, tus cantos”. Después de Calímaco, para qué escribir poesía. Ni siquiera los versos más tristes. Ni esta noche ni nunca. Nuestro dolor nunca va a estar a la altura. Así que poemas los justos. Poetas, los justos. Si acaso, los que saben callar. Mario Álvarez (Sevilla, 1977) es uno de ellos.

En Fe de horizonte (Palimpsesto 2.0 Editorial, 2015), el sevillano logra traspasar las fronteras del mundo real, para penetrar en un ámbito tan elemental que parece de otro mundo. Fe es, entre otras cosas, un manual de vuelo, que aborda los aterrizajes de emergencia sobre un “ámbito de desespejismos”; los viajes largos, a oscuras, sobre el mar, “allí donde no se sabe // qué es la tierra o el cielo”; los vuelos en una noche oscura del alma que deja atrás las inclemencias, “más allá de ti de mí”.

En La palabra en llamas (Ediciones en Huida, 2013), Álvarez hizo arder el discurso a base de fuego amigo y danza del juego ética y estética. La palabra era, al igual que lo es Fe, pura lírica, subjetividad, escritura sobre una escritura que incluye la mirada del Otro (que ya se sabe, desde Rimbaud, que es uno mismo), “este dolor tan insatisfecho / que vamos arrebatando al fracaso / mientras bailamos entre sus cenizas”. El amor informa su trabajo creativo, no solo el amor erótico (“arde corazón arde”) sino el amor más profundo entre espíritu y divinidad (“yo confieso ante Dios / que he sentido / y siento”).

Tomados en su conjunto, los poemas de Mario Álvarez nos recuerdan un yacimiento arqueológico.

En Negociando el dolor (Ediciones en Huida, 2011), opera prima, se abordaba el desconsuelo de un artista contra el mundo (“soy animal que echa a volar / no soy animal que vuela…”), la necesidad de escribir una poesía que nos acercara al dolor y al mismo tiempo nos liberara de él (“si no alcanzan las palabras / a llegar al cielo y volver… será que hay nombres sin nombre”). Se hablaba de callar, aunque “no un mero estar callado, sino esa actitud que nos orienta… hacia las simas insondables de la existencia”, como apunta el filósofo sevillano Rubén Muñoz.

En Fe, el poeta vuelve a unirse a una clerecía de artistas aventureros, una joven aristocracia aérea que conduce su avión muy por encima de sus límites operativos. En esta nueva entrega, sabe que el autor ha de perderse para encontrarse, ha de “ir dejándose el alma / tras un cielo a medida” para empezar de nuevo. Le gusta “sentir en mitad de la tormenta / respirar al relámpago”, “caminar por el aire / sin cable / sin red”. El piloto se siente a gusto en la imposibilidad de regresar a casa.

Pero también es consciente de que los nombres no nos dejan comunicarnos, no nos permiten remontar el vuelo. De ahí su anhelo por hallar una expresión libre a través de unos poemas que reconocen de forma implícita y explícita a Bécquer, a Valente, a Juan Ramón Jiménez, una tradición que expresa el horror ante el concepto, su división en significante y significado, su pertenencia a una tribu. Este “horizonte”, que “separa el cielo de la tierra”, el mundo de la realidad y el del sueño, es una idea común a esta nueva colección, de raíz mística.

Sólo parece haber una salida: meterle fuego a los nombres, aunque junto a ellos arda el lector y el propio Mario. El no-lugar resultante será el único lugar donde podamos “ir disminuyendo el ritmo vital, el pulso, hasta el colapso”. El único vestido es la desnudez, la única gravedad el vuelo (“moriremos terrestres / de gravedad extrema”). El esfuerzo por quemar los términos y con ellos la tradición a la que pertenecen, todo aquello que constituye el yo y es ajeno al ser, es, en el fondo, sinceridad.

Sólo parece haber una salida: el silencio. “Para qué tantas palabras”, dice. “Silencio / partícula de Dios”, escribe, pero es un Dios al que el poeta sevillano pide, como Bécquer, “palabras que fuesen a un tiempo / suspiros y risas, colores y notas”, “palabra más que palabra”, dice el poeta, “palabra en llamas”. La constante fragmentación y el juego de sus poemarios piden un lector atento y dispuesto a jugar. Un lector dispuesto a arder.

Fe es una invitación a volar, a trascender los límites, a “ir más allá / a latir por encima del latir”. En un cielo-laboratorio se desarrolla una versión socialista del heroísmo: cree que la solidaridad humana es la única y verdadera riqueza (“atrévete a creer / sobre todo / si no tiene sentido”); afirma que la responsabilidad mutua (“solo el corazón puede (…) salvar lo que queda de nosotros”), es la única ética. En sus nuevos poemas, el mundo siempre queda abajo, y es reinterpretado en consecuencia.

Tomados en su conjunto, los poemas de Mario Álvarez nos recuerdan un yacimiento arqueológico. Unos se alzan en pie, completamente formados, orgullosos sobre la página. Otros son fragmentos, vitales y vivos, pero incompletos; hay que desenterrarlos con cuidado y colocarlos en su configuración más probable. Su poesía no es, por tanto, obra completa, pero al igual que sucede con la arqueología, la idea de finalidad suena un tanto impostada: no alude, en este caso, a lo inalcanzado, sino a lo inalcanzable.

José de María Romero Barea
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